¡Por fin obtuvo el permiso! Había rogado bastante hasta cuando el consejo familiar —papá y mamá— condescendió que fuera de vacaciones.
Terminó el último año en la escuela con rendimientos aceptables e iba a empezar el bachillerato; iría de paseo donde sus abuelos que vivían en Cuerquia y que, meses atrás, enviaron telegramas invitándolo a estar con ellos el fin del año, como lo había hecho otras veces.
El muchacho tenía doce años. Ese viaje era la primera oportunidad que le daban para salir de su casa sin el acompañamiento familiar, consentimiento difícil de lograr por alguien de esa edad, en ese tiempo. Era la primera mitad del siglo pasado.
Durante la semana anterior a la salida, le repitieron muchas veces las recomendaciones sobre su comportamiento fuera de la casa. Quedaría a disposición de los abuelos y ellos tomarían las decisiones; debía acatar sus órdenes sin objeción alguna.
El sábado, día del viaje, le dieron la ración económica para comprar los traídos. Además, con la relación de los gastos en un papel, le agregaron el dinero calculado, para los pasajes y para un refrigerio, ese sería el almuerzo antes de tomar el otro transporte hasta Cuerquia.
Saldría temprano de su casa para llegar al restaurante la Nueva Vía, en los Llanos de Cuibá, primera parada de su viaje. Este comedor, también cantina, era una casona levantada sobre tapias seculares. Había sido la estancia mayor de una finca que fue de ovejas laneras y, por su ubicación, donde bifurcaban los caminos que dirigían los andares al norte y al noroccidente, cambió su vocación de criar ovinos y llegó a servir de posada a los viajeros, cabalgantes o de a pie, que iban o venían de Medellín. Después de que los caminos cumplieron su oficio, los trazados de las carreteras coincidieron en el mismo punto; entonces, la posada fue convertida en un restaurante de paso. La construcción, que remataba en tejas de barro, sobre paredes encaladas de blanco con puertas naranjadas, visible a lo lejos, fue, dentro de la lobreguez del clima frío, el sitio donde los viajeros esperaban llegar a disfrutar de una comida caliente.
Debía alcanzar la línea de don Félix, el único transporte de pasajeros para Cuerquia que pasaba durante el día. Perdida esa conexión, una opción sería regresar a su casa —y quedaban reducidas las posibilidades de renovar el permiso para viajar al día siguiente—, y otra, estar preparado para amanecer en una banca de madera afuera del restaurante, sitiado por un frío paramuno, en medio de una soledad interrumpida solamente cuando pasaba algún vehículo por esa carretera destapada, carro que también alejaba por segundos con sus farolas de luz amarillosa, la oscuridad definitiva; la negrura resultante de la noche, más la soledad, era lo que podía destruir el envalentonamiento de cualquier muchacho. Hablaban de los amanecidos en esa intemperie, candidatos a contraer bronquitis o neumonías que, con la escasez de los servicios médicos de ese tiempo, ponían en riesgo la vida.
En su pueblo, el muchacho, ahora listo para viajar, tenía la alternativa de buscar alguno de los carros que venían cargados con ganado o con las mercancías importadas que pasaban —paso único— por el Camellón, una calle en la parte baja de la población. Por allí trajinó muchos años cuanto ingresaba al país por la costa Atlántica.
Allá llegó el muchacho muy temprano a esperar un transporte de carga. Los viajeros jóvenes de la época recurrían a los camiones para desplazarse porque cobraban más barato y, además, suprimían el sometimiento a los horarios limitados de la flota.
Ya estaba, pues, en el Camellón, con la talega de la ropa, dispuesto a buscar el vehículo para hacer el primer trayecto que lo llevaría a disfrutar de sus vacaciones.
Pasaron varios camiones, ninguno atendía sus señales; al verlo, pensaban seguramente que esperaba un transporte gratis. Perseveró pacientemente, levantaba la mano cuando los veía a la distancia, no se detenían… Después de un buen rato, un vehículo de modelo viejo frenó cercano a él, iban el chofer y su ayudante. Desde el estribo les contó sus propósitos; convinieron en llevarlo por dos pesos. Satisfecho el pacto de la tarifa lo sentaron en el puesto de la mitad, iniciaron el viaje que empezaba con el descenso hasta el puente sobre el río.
Alboreaba diciembre. El sol, con un brillo nuevo, lideraba una mañana hermosa. Todo parecía ambientado para las vacaciones repensadas por el muchacho desde varios meses. Después del río, ascendieron a paso lento pero continuo; la carga, que copaba la capacidad del vehículo, le exigía rodar con limitaciones, debidas tal vez a sus años de trabajo; varios estornudos del motor presagiaron fallas pero, con esa renguera, lograron llegar hasta el alto de la Convención; ahí empezaban a sucederse las curvas incontables con ascensos y descensos suaves; era un recorrido que se hacía por la soledad de los paisajes campesinos amigados, de vez en cuando, con alguna presencia parsimoniosa, característica de los habitantes de esa tierra fría.
La mañana iba sobre las once; la línea de transportes que pasaba por los Llanos para Cuerquia lo hacía entre las dos y las tres de la tarde (le repitieron varias veces en la casa). A esa hora, era antes del mediodía, el muchacho calculaba que el tiempo sería suficiente para llegar a tomarse un buen café adicionado con algo que lo preparara para el recorrido siguiente, que se alargaba por tres horas.
La velocidad era lenta y don Sacramento, el chofer, que, por el tiempo de convivencia con la máquina entendía su carácter, se adaptaba a sus fuerzas. Ya iban por un terreno relativamente plano que le hacía poca exigencia de esfuerzos al armatoste. Pero, en cualquier momento, el motor empezó a escupir y a mermar sus pujanzas, hasta cuando chofer y ayudante cancelaron lo que hablaban y se cruzaron miradas sorprendidas.
—Con el gagueo de este maldito motor, no vamos a llegar a ningún Pereira —dijo, don Sacramento, resentido—. ¿Qué hace que quemamos estas putas bujías? con perdón de este muchacho. Hace como cuatro horas apenas y vamos a tener que repetir la misma joda.
Mientras hablaba, el motor aumentó su cojera y no respondía a los zapatazos para emparejarse.
—No hay de otra, don Sacra, esos malditos pistones están dejando pasar mucho aceite. Si usted pudiera mirar pa trás vería el humero. Es mejor que se orille pa que no quedemos estorbando —dijo, Ariosto, el ayudante.
Detuvieron la marcha. Al muchacho le faltaba todavía un buen trecho para llegar a la Nueva Vía, no sería posible hacerlo a pie y estar a tiempo. Hizo cálculos de la hora, creyó que era un poco más del mediodía y pensó que aún había posibilidades suficientes para cumplir con su itinerario.
Los tres bajaron del vehículo. Don Sacramento abrió la tapa del motor; la temperatura alta de la máquina no permitía trabajar sin riesgos. Quedaba como alternativa esperar un rato. Buscaron refugio a un lado, en la sombra que hacía la carrocería, se acomodaron en las piedras. Pasados algunos minutos de mudeces, atizadas por el problema que afectaba a cada uno a su modo volvieron a hablar: la dificultad ya había sido asimilada con paciencia.
Chofer y ayudante encendieron cigarrillos. Al silencio guardado en el trayecto con el muchacho, le dieron otro curso: lo interrogaron sobre su nombre, sobre su origen; tal vez sospechaban que se había escapado de la casa. Él, buen conversador como era les contó que terminó la escuela elemental y lo mandaron a pasar vacaciones a la casa de los abuelos. También les repitió que, para el pueblo donde iba, pasaba solamente un camión de pasajeros todos los días y, si no lo conseguía, debía devolverse –eso no lo quería––, o amanecer afuera del local con un frío al que le temían hasta los habitantes de la región; el restaurante lo cerraban a las nueve o diez de la noche.
Se sucedieron otras preguntas, de parte y parte. Después, Ariosto subió a observar la temperatura del motor; dijo que estaba muy caliente todavía, así no sería posible aflojar esas bujías. Bajó del vehículo lamentándose del hambre. Confrontó a don Sacramento: le dijo que desayunaron en Puerto Valdivia antes de las siete de la mañana y él creía que iba a ser la una —no había reloj por ninguna parte—. Don Sacramento aceptó que el hambre era bastante y que el lugar para almorzar estaba a una hora, después de hacer la reparación. Pero, dijo, que lo peor de todo era que el muchacho no alcanzaría el transporte para donde iba, y que en esa parte de la carretera donde estaban nadie pararía para acabarlo de acercar al restaurante de los Llanos.
—Yo creo que es suficiente, ya está trabajable —dijo don Sacramento, mientras abría el cajón de la herramienta—. Ariosto: vaya sacando un poquito de gasolina, mientras yo bajo las bujías. Eche un poco más que la de esta mañana, a ver si quedan mejor quemadas.
—Tenga en cuenta, don Sacra, que la bujía de adelante tiene totiada la porcelana —dijo Ariosto—, no vaya a ser que se acabe de joder y tengamos que usar una de esas de la gaveta, de las viejas que trabajan tan mal.
Don Sacramento demoró buen tiempo extrayendo las bujías del motor; su trabajo era condicionado por el calor. Cuando estaba floja cada una, la terminaba de desatornillar envuelta en el dulce abrigo. Las pasaba a Ariosto que ya tenía lista una lata con gasolina.
El muchacho participó de las maniobras, prestó ayuda oportuna en la entrega de las herramientas y las bujías.
Cuando estuvieron reunidas, Ariosto encendió el fuego y esperó hasta consumir el combustible. Dejó enfriar la lata otro rato, y las fue pasando a don Sacramento —muy limpias, descarbonadas—, que ya le daba al motor pases de limpieza con la estopa.
Terminado el trabajo, volvieron a tomar sus puestos en el vehículo; el motor encendió bien y al reanudar la marcha apreciaron la mejoría de su fuerza.
Ariosto, preguntó al muchacho:
––¿A qué horas es que pasa la línea?
—Como de dos a tres —respondió tranquilo.
—Usted seguramente ya no va a alcanzar ese carro, m’hijo. Yo creo que está muy tarde —habló don Sacramento—, pero no se preocupe, muchacho, yo no le voy a cobrar el pasaje, con eso usted puede devolverse si ya pasó el carro.
—Muchas gracias, don Sacramento, por traerme gratis. Yo no me devuelvo, espero otro carro, me voy en lo que pase.
Entre charlas intrascendentes, estuvieron en el restaurante de los Llanos. El muchacho se despidió, repartió sus agradecimientos y les prometió echarles un ojo para saludarlos cuando estuvieran de paso por el pueblo.
Saltó del camión, entró al local a las volandas y le preguntó al administrador por el carro que iba para Cuerquia. El restaurantero le respondió, poco interesado, que hacía diez minutos había partido.
Sin despegarse de la talega con la ropa salió hasta la puerta, miró la banca de madera burda; sentado, en actitud reflexiva, pensó en lo dura que era para amanecer sobre ella. Trató de organizar la situación en su cabeza. Hizo las cuentas con el valor de las comidas que debía hacer. Su peculio era limitado: debía comer inmediatamente y, luego, otra vez, antes de que cerraran el restaurante; desayunar al otro día y, de pronto, almorzar, porque el carro del domingo pasaría entre las dos y las tres de la tarde; ah, y reservar la plata para el pasaje. Al día siguiente no lo llevarían gratis. El balance era preocupante. Y con la apetencia que daba ese clima tan frío.
Aclaró sus cuentas y tomó las decisiones: la primera fue calmar el hambre sin más aplazamientos, cuanto antes; en todo el día, solo había desayunado en su casa, debía estar listo si llegaba algún carro. Pidió de la vitrina lo que soportaban sus fondos. Comió despacio; por la ventana del local miraba a la carretera sin distraerse.
Superada el hambre, aunque pobremente, salió a la puerta, colocó la talega en la banca y la ensayó como almohada. Volvió a entrar y le preguntó al administrador si él creía que llegaría algún vehículo que fuera para Cuerquia. Apático todavía, le contestó que ya no habría más transportes esa tarde ni esa noche: los que acostumbraban a pasar el sábado ya lo habían hecho; le aconsejó devolverse, ahí no tenía dónde quedarse hasta el otro día. Él cerraba el local entre nueve y media y diez; si decidía amanecer en la banca, cómo el frío era tan fuerte, debería pasar las horas, especialmente las de la madrugada, caminando para no atacarse de calambres.
Ya iban a ser las cuatro; las probabilidades de pernoctar afuera del local se multiplicaban.
—Muchacho — gritó el administrador, que ya era solidario con su espera, al rato de estar sentado en la banca—, póngale cuidao a ese carro que viene allá, es el de don Luis, casi nunca pasa los sábados, pero vea. Le puede servir. Póngale la mano.
Se paró sin pereza; desde la acera hizo las señales, hasta cuando estaba muy cerca, pero quien conducía no le prestó atención.
El muchacho volvió frente al mostrador, descargó su impaciencia en quien administraba:
—No le dio la gana de parar. Podía haberme dejado viajar sobre los bultos, yo tengo plata para pagar el pasaje, pero no quiso llevarme.
—Qué vaina, muchacho, y yo no creo que pasen más carros. En fin, hay que esperar.
Era una tarde de pleno verano decembrino. El sol ya reculaba hacia su occidente, lleno de limpieza. El calor se hacía sentir, contrario al frío que predominaría cuando fuera alta la noche.
Siguió sentado en la banca. La rutina en el lugar era imponente. La noche ya iba volviendo comunes, las figuras de las cosas. Sacó de la talega con la ropa su chaqueta de dril, hechura de su mamá, el frío advertía su presencia. Adentro del restaurante un dependiente bajó del clavo la lámpara de caperuza y le hizo el ceremonial preliminar al encendido: una limpieza rápida, luego la aplicación del combustible y los bombazos de aire que sostendrían la luz hasta la terminación de la jornada. Estuvo lista para alumbrar muy pronto.
El muchacho ya consideraba inminente amanecer en la banca. Pasó otro rato y entró a conversar con el administrador para ver si, entrando en confianza, le podía pedir prestados algunos costales para taparse durante la noche; sin reparos le prometió el préstamo. Ya estaba encendida la lámpara de gasolina.
Las esperanzas de continuar el viaje esa noche eran pocas. Les preguntó a unos parroquianos que llegaron cómo sin rumbo, sobre el paso de otros vehículos: las respuestas de todos fueron pesimistas. Él no se desanimaba, no sentía miedo; creía que lo importante sería aprender a pasar las horas protegido con cualquier cosa para evitar el peligro de enfermarse.
Ahora, cuando la noche era noche de veras, sentado en la banca, dispuso del tiempo suficiente para pensar en su familia: en su casa estarían cenando, seguramente conversarían sobre él, presumirían que ya debía estar con los abuelos, desatando su lengua, actualizándolos sobre todas las noticias familiares; esperarían al otro día para recibir la confirmación de su llegada a Cuerquia. (Era la época de las comunicaciones incipientes en este pueblo sin luz eléctrica: solo existía el telégrafo con todas sus limitaciones y tardanzas). En su casa, donde había energía, tal vez estarían al pie del radio oyendo las noticias gangosas; o habrían salido al parque a curiosear las primeras luces en los faroles de velas que se estilaban por los diciembres; o, de pronto, su papá jugaría una partida de ajedrez en la tienda del amigo Meneses, partida que empezaban cuando la clientela ya era poca. La mamá podría estar planchando la ropa, como los sábados, o habría salido donde la tía con sus hermanos menores.
¿Y qué dirían en la casa de los abuelos?… Pensó en los preparativos hechos para recibirlo: el comedor adornado con las flores nuevas, tal vez las rosas rojas de la mata que la abuela tanto cuidaba en el jardín; la mesa tendida con un mantel recién lavado y dispuesta con tres puestos; el manjar blanco sin empezar, hecho por la mañana.
El abuelo debió esperarlo en el parque hasta cuando llegó la línea, como prometió en el anuncio enviado a su casa en el telegrama del día anterior. Seguramente estarían impacientes los abuelos por no haber llegado él todavía. Ahora, voltearían entre el laberinto de las suposiciones, especulando con todas las posibilidades; ya habrían decidido poner el telegrama al otro día, apenas, Fierrito, el telegrafista, abriera la oficina; en el mensaje preguntarían por qué no lo habían despachado. Quizás la abuela tendría aún, cercana a los rescoldos, la sopa de vegetales —era su mayor antojo, ella lo complacía—, hecha desde temprano.
Imaginaba a doña Rosinda —era el nombre de la abuela y, como él la llamaba —, a esa hora, después de la comida, sentada en la mecedora que le gustaba, con las gafas puestas, la madeja de hilo rodando por el entablado y la gata Leona a sus pies: ella con el hilo envuelto en el dedo índice de la mano izquierda, y con dos agujas tejiendo las mismas carpetas para las mesas que en tanto tiempo no había concluido. Y al abuelo en la otra silla, tal vez pensativo, con un libro abierto sobre las rodillas que leía sin concentración alguna y con un cigarrillo haciéndole fumadas muy frecuentes; ella y él alumbrados por el quinqué colocado entre las dos sillas. A los pies del abuelo, el perro Sultán, artrítico por sus años (Recordó que el animal buscaba esconderse rápido debajo de las camas, cuando sentía que él llegaba a pasar sus vacaciones, era tanto el miedo que le tenía). El abuelo seguramente estaría de pocas palabras esa noche —cuando hablaba tanto—, decepcionado, porque el nieto no había llegado…
Se agotaron las alternativas, seguro pasaría la noche en la banca: lo haría sin ningún miedo. Dentro de un rato debía entrar a comer algo caliente, pediría que le entregaran los costales en préstamo y se despacharía hasta el otro día, entusiasmado, porque al fin llegaría donde lo querían bastante.
Dilataba el tiempo para pedir algo de comer a fin de no sentir hambre en la madrugada. Seguía la rutina de ver pasar uno que otro carro hacía el norte. Los alcanzaba desde cuando venían a lo lejos y los seguía hasta desaparecer en la primera curva; transitaron algunos que veía en el pueblo y otros desconocidos que iban para muy lejos, seguramente.
Ahora, apareció allá lejos uno tuerto de una farola, le puso la misma atención; el vehículo mermó velocidad, lo vio estacionar al lado del restaurante, señal de que podía ir en la dirección de Cuerquia; claro que esa tampoco era una evidencia muy segura. Restringió sus esperanzas para no desatar desilusiones; el chofer bajó del carro, sin afán, con la bayetilla roja que tenía puesta en el cuello sacudió el polvo de su vestido, de su sombrero y de su cara (venía por carretera destapada); el muchacho siguió sus movimientos con la mirada hasta cuando llegó a la puerta cercana donde lo esperaba; lo abordó, le preguntó, caminando, mientras el otro iba al sanitario del establecimiento:
—Señor, ¿para dónde va?
—Pal escusao m’hijo, ¿no ve? Espérese que ya vuelvo.
El muchacho no estaba preparado para acoger esa broma. Salió a la banca donde había dejado la talega, tenía afectado su amor propio. Sentado, mirando hacia afuera, indiferente, no lo siguió en el recorrido.
El chofer supuso haber conseguido un pasajero sin dinero. Al salir del baño se arrimó al mostrador y pidió algo para disimular el hambre. Creyó encontrar al muchacho, siguiéndolo detrás con su pregunta, pero fue él quien salió a la puerta, chasqueando lo que comía caliente, y lo afrontó en la banca:
—¿Pa’ónde va, muchacho?
—Voy para Cuerquia ―respondió, secamente.
—Yo también voy pa’Cuerquia. Puedo llevalo. Pero le cobro tres pesos… ¡Ah!, pero le anticipo: el carro está fallando por luces, puede que nos lleve, y si no, tenemos que amanecer en cualquier parte de la carretera, hasta cuando aclare el día y podamos seguir. Yo no le doy un paso sin luces. Ustésabrá.
El muchacho tardó pocos segundos para pensar.
—Yo me voy con usted. Tengo la plata para pagarle el pasaje.
De quedarse en la banca, sería mejor amanecer en el carro, si se dañaban las luces del todo.
—Entonces, voy a pagar este café y ya vengo pa´que nos vamos.
El muchacho entró hasta el mostrador y dispuso de las palabras muy sentidas para la despedida con el agradecimiento porque le habían prometido el préstamo de los costales.
El vehículo era una volqueta de un modelo reciente, pero estuvo al servicio oficial en los municipios. Era tan notorio el desajuste de sus partes que para conversar había que hacerlo con volumen alto. Los ruidos se multiplicaban por la carretera destapada y más en los huecos que el chofer pasaba al esquivar con torpeza.
El chofer, Onofre Oquendo, un moreno acampesinado, trabajador del municipio, había aprendido a manejar carros, viendo solamente, como le contó al muchacho. Llevaba un sombrero de fieltro negro que exhibía ladeado (sobre la oreja y la ceja, como dicen); iba todavía con un palillo entre los dientes que cogió en el restaurante; parecía usar bozo, pero ahora se confundía con la barba descuidada, consonando con su ropa, con tiempo sin lavar más de lo prudente.
Dentro del ruido que apagaba las palabras, el viaje se realizaba normalmente. La luz de una farola solamente agregaba algunas limitaciones, pero dejaba conducir sin peligro. Ya desenvolvían una conversación agradable, a todo volumen para superar los ruidos, parla que pasaba de corrido entre las noticias, las anécdotas y las opiniones.
El muchacho sentía ahora los efectos del hambre desapercibida desde cuando la volqueta llegaba a la Nueva Vía, pero nada lo angustiaba, había recobrado todas sus esperanzas y sus alegrías. A los lejos, la luz de la luna inmensa reflejada sobre los techos cincados de las casas pobres advertía que era una realidad la proximidad del pueblo.
—Hombre, muchacho, no le había preguntao: ¿y pa’dónde quién es que viene usté aquí en Cuerquia?
—Yo soy nieto de don Manuel, el notario. Ya le había dicho, yo vengo en los diciembres a pasar vacaciones.
—¿Nieto de don Manuel? No puede ser, vea, no me diga. ¿Es cierto? ¿Cómo quien dice, entonces, que usté es sobrino de don Ángel María, el alcalde?
—Sí, cómo no. Él es mi tío.
Onofre no pudo tragarse esa sorpresa al conocer la parentela del muchacho, sabiendo que había pactado cobrarle tres pesos por el transporte, cosa prohibida, eso jaqueaba su puesto como trabajador municipal. No tuvo más alternativas que buscar una fórmula para enmendar su error en cualquier forma. Ya estaban llegando al pueblo.
—Oiga, muchacho, conque viene a vacaciones ¿no? Usté aquí tiene muchos primos y tías y tíos: su familia es muy grande. Deben pasar muy sabroso, todos juntos. Y ahora en estas fiestas deben hacer comidas muy buenas.
—Sí, sí. Claro que sí. Somos muchos y hacemos unas parrandas muy alegres con toda la familia.
Pasaban por las primeras casas de la calle Nueva. El muchacho empezó a esculcarse, debajo de la chaqueta, en la relojera del pantalón.
—¿Qué hace, hombre, muchacho?
—Estoy buscando la plata para pagarle, don Onofre; la tenía como muy escondida, pero ya la encontré. Aquí la tiene.
—¿Plata? Qué plata ni qué nada ¿Pa’qué plata, m’hijo? ¿Usté se está embobando? Lo que yo le dije de los tres pesos por el pasaje era una charla. Usté a mí no me debe nada. ¡Guárdese esa plata! Antes me acompañó y conversamos muy bueno. Ni riesgos de cobrale ni un centavo. Ni, aunque uste no fuera familiar del alcalde podría cobrarle, eso está prohibido. Más bien, déjese ver cualquier día de estas fiestas, yo lo invito a un fresco. Ah, y le cuenta a don Ángel María que yo lo traje y, por supuesto, que no le cobré nada, no se le olvide.
Habían llegado al parque del pueblo, el muchacho cumplió, aunque tarde, con arribar a su destino.
Javier Gil Bolívar. Febrero y 2020
Javier Gil, mi amigo, mi compañero de estudio, que relato por Dios. Muy ameno . Me trasladé a mis vacaciones cuándo era niño a Rionegto y solo. Todos tus relatos son una maravilla
MUCHAS FELICITACIONES