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TIEMPO, DON VÍCTOR

Será ubicar esta crónica en cualquier mes de noviembre, en uno de esos que consumía sus últimos días, cuando nos aprontábamos a concluir las labores estudiantiles del año. Los aguaceros no descansaban en su hechura diaria, se repetían constantes, amangualados con el frio que, después de las seis de la tarde, parecía que también mojara; ya bajaba por la Boca del Monte la neblina menuda que venía pegada de la que nace en Cueva Bonita y abajo, por los lados del río, la naturaleza también era opaca; en esos días de noviembre y a esas horas, por la ausencia temprana del sol, ya estaban definidos los anticipos de la oscurana. Los transeúntes por las calles húmedas iban con las manos entre los bolsillos, los hombros altos y los pasos rápidos. Así fue en el tiempo de la residencia en nuestro pueblo; espacio de la vida arrimado a los recuerdos que todavía hacen palpitar el alma. ¿Recuerdas, Cata?

     En aquellos años, si uno caminaba por el Andén hacia la esquina donde funcionó el club Yarumal y doblaba a la derecha, hacia abajo, por la calle del teatro Coliseo ―que hoy es la calle del Pecado―, sin cambiar de acera, el primer local era el del café Benitín, de don Guillermo Bernal; lugar que fue de tradición en el pueblo por la clientela exclusiva que lo frecuentaba. Allí, los emboladores o lustrabotas hospedaban sus cajas de trabajo y eran los clientes más puntuales para despachar los comistrajos mantenidos sobre el mostrador y en la vitrina. 

      Cuando conocí a Don Guillo, ya era un señor cargado de los años, empleado en el municipio como tesorero de rentas, con una probidad de las que sirven para poner de ejemplo a las personas. Por la época en el café Benitín, seguramente se pagaba la jubilación que lo sostenía sirviendo tintos (cuando eso los entes municipales no asumían ese compromiso). De estatura alta o más bien regular, el pelo cano, irrisorio y desorganizado a toda hora, de caminar desacompasado y con los pasos arrastrados, un poco gacho; la barriga algo espigada, violadora de la correa, ésta con la punta del cuero frecuentemente sin acomodarlo por entre los pasadores, dejándola que, licenciosa, se bamboleara a toda hora; la camisa con metidos irregulares, medio tapaba la cintura de unos pantalones de dril, caídos, también descuidados en su organización. Siempre ―y era siempre― nos traía hasta la mesa el servicio con el perico solicitado (cuando jugábamos ajedrez, al lograr que nos prestara las tablas), con el cigarrillo habitual en su boca, inclusive mientras hablaba, que ya iba por la mitad y esa otra mitad era con la ceniza sin caerse, y uno con el susto implacable de que ese resto incurriera dentro del pocillo lleno.

     Este era el café Benitín, donde don Guillermo, hombre bueno, también pontificaba sobre Fútbol; fue una autoridad en lo referente a esas cosas; lo hacía ante una audiencia cambiante que presionaba su información y sus opiniones sobre jugadores, partidos de los campeonatos y sus comentarios y vaticinios para el Totogol de ese tiempo, los requerían como si sus pronósticos fueran parte del servicio con el café que había traído.  

      Dos o tres puertas más abajo, era el local donde funcionaba el café de don Víctor Echeverri. Allí tuvo él, por una tanda suficiente de años, los billares más cotizados por los estudiantes del colegio. Ese fue el punto del arribo frecuente de los aficionados al juego los sábados y domingos. Y en la semana, después de las clases de la tarde, la simpatía por el juego los hacía salir apurados a dirimir el chico discutido durante todo el día y que, por fin, quedó pactado en el último recreo. Algunas veces, contaban hasta con barra de espontáneos que los seguían, deseosos de observar el juego; así, verían el progreso de los desafiantes para tenerlo en cuenta en los próximos cases billarísticos.

       A la salida de la jornada, cuando habían sellado el compromiso, mano a mano o con la ventaja de las carambolas convenidas, caminaban a las volandas para encontrar una mesa desocupada donde don Víctor, que les permitiera jugar ―cuanto antes―, la partida y llegar luego a sus casas antes de la apertura del proceso de familia que podía iniciarse por la tardanza para entrar a comer y a realizar las tareas escolares. Sobre las mesas al lado de la del billar dejaban los libros que a veces olvidaban, especialmente cuando salían paleados, sin asimilar la tunda. Entonces, no era raro que don Víctor, tuviera al final de cada año algún surtido de libros y cuadernos sin reclamar.

       Las dos puertas del local fueron grises; hasta cuando las despedimos y las incluimos en el inventario de los recuerdos, no cambiaron de color. En la primera, por la de más fácil el acceso, se topetaba uno con la vitrina, colocada en diagonal, no recta porque superaba la escala; era alta, encima de ella otra, de las que calentaban, relevada de su oficio porque ya no justificaba lo del calor por la escasez de clientes para los pandeyucas con que la llenaba. Por los vidrios  del frente de la vitrina grande, se podían ver, mientras la mugre y los chorreados abundantes lo permitieran, el desorden de las bolsas y de las cajas de los cubos, vacías del azúcar Manuelita, una docena de cajetillas de cigarrillos Pielroja abierta burdamente, otro paquete con cajas de fósforos también desportillado  a la brava; cajas en desorden con tizas para los tacos, las llaves del local y los pedazos del taco que partió contra el piso, Oderis Sepúlveda ―un consumado billarista que se creía campeón invencible―  en un desencaje de ira al perder un chico mal pactado con un interno nuevo del colegio del que desconocía sus habilidades para el juego; también había dentro de ese mueble periódicos viejos, algunos ya amarillentos y un relleno de cachivaches inservibles. El vidrio lateral de la vitrina, el que daba a la acera, le servía a don Víctor para mirar desde ese que era su puesto de descanso, sin ser visto, a todos los que discurrían por la calle y a los que entraban al local.

     Es bueno agregar que también pegaba sus sueños en ese cuasi habitáculo que tenía detrás de la vitrina, los interrumpía solamente al levantarse, como un resorte, a regañar, cuando oía el tas-tas irregular de las bolas al caer en el baldosado o cuando dudaba de cualquier chambonada cometida en alguna tacada contra el paño de la mesa.

    Sobre la poceta mantenía el reloj, de los que son despertadores, afinado todos los días desde cuando abría el local, con la cuerda, y con la hora cotejada con la de su reloj Ferrocarril de Antioquia de relojera. Con el despertador medía el tiempo de los usuarios de los billares; el dato aportado por el aparato originaba el tiempo para liquidar el servicio, cuenta que no pocas veces ocasionó altercados porque la liquidación parecía aumentada.  

     Cercano a una de las puertas de la vitrina, que permanecía sin cerrar, mantenía un cuaderno viejo, desvencijado, con las hojas arrugadas donde anotaba la mesa que ocupaban y la hora al iniciar el juego, datos que solamente él entendía. Con este cuaderno en una mano, accionaba al argumentar el valor que le cobraba al reclamante inconforme.  

     Don Víctor, tenía clientela fija para el orinal. Le daba miradas de amigo lejano  a Toño Caras, el portero vitalicio de galería en el teatro Coliseo, cuando entraba diariamente, casi a la misma hora, a las carreras, sin saludar, a aligerar la vejiga; a la salida del retrete, con caminar más lento, saludaba agradecido a don Víctor que le correspondía solamente con una mirada fría. Lo mismo sucedía con la clientela cautiva de algunos que salían de la película en vespertina o noche, urgidos del desfogue urinario, acelerado por el frio, que tampoco contaban con algún detalle amistoso en las miradas de don Víctor.

     Don Víctor, tenía facciones parecidas a las de no sé cuál cantante mejicano de los años veinte o treinta del siglo pasado: mirada imponente, pelo gris y voz de trueno con los vestigios que mantiene la del fumador fino; vestía de saco, aunque diseño, corte y estado del flux riñeran con la moda de la época y con la ortodoxia de un cachaco, amén del pecado a la elegancia, aportado por las diarias pantuflas con medias.

     Cuando joven, fue de movimientos rápidos por donde caminaba; al contagiarse de la virulencia aportada por los años, sufrió la aparición de algunas novedades que lo baldaron para caminar erguido; primero fue la cojera, que aumentó al compás de los días, a consecuencia de un callo endemoniado en el pie derecho que no le permitía calzarse, complementado luego, en sus efectos limitadores, por una artritis progresiva que lo embromó de por vida.       No será fácil borrar de la memoria de nuestros contemporáneos, este café donde deshicieron los desafíos de los chicos de billar en medio de la figura fría, pero con la conducta honrada de don Víctor. Allí, muchos estudiantes disfrutaron de las alegrías cuando ganaron un reto, hasta con apuesta y todo. Otras veces, al salir por una de esas puertas, lo hacían con las frustraciones inmedibles al haberse encontrado con un contendor que vapuleó sus sueños, que acabó con sus pretensiones de jugador triunfante y, lo peor de todo, que se quedó con su ración económica de la semana. Este jugador derrotado, en medio de la amargura, no había tenido otra alternativa que decir, casi gritadas, con el resentimiento de perdedor, las palabras comúnmente escuchadas en ese local: tiempo, don Víctor.

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Publicado enCuentos

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