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CON DOLOR

   

 ―Don Gabriel: ni le digo buenos días porque, qué buenos van a ser los días de uno con un dolor de muela tan horrible como el que tengo –venía teniéndose un pañuelo sobre la mejilla―; llevo cuatro noches sin dormir, yo creo que ya no hay más remedio que el gatillo para esta maldita.

    Nos interrumpió un parroquiano, Filiberto Cuadros, campesino de Tierradentro (el nombre y el lugar de origen los supe después, mi tío lo había tratado antes), ya tenía un lado de la cara abombado. Yo no había visto un cachete tan hinchado.

  ―¡Otra muela para sacarte! A ese paso te vas a quedar sin con qué mascar. No fregués, hombre ¡y mirá como estás de hinchado!… ¿Qué te dijera? Mejor, andá y te ponés unos pañitos de agua fría, a ver si te rebaja un poquito esa hinchazón y te venís por ahí a las diez y media, hombre, Filiberto ―le sugirió mi tío, Gabriel, que, dicho esto, estuvo listo para continuar la charla que traíamos― (eran las ocho y media).

    ―Entonces, voy a hacer lo que usted me dice, ahora vuelvo, don Gabriel.

    ―¿Si ves? –me dijo el tío, cuando salió Filiberto–, estos muchachos descuidan sus dientes y no les queda ni con qué comer. ¿Ya viste a Jairito Uribe, el de los mandados? Cómo te parece: se quedó sin una sola pieza, ni arriba ni abajo, como un pajarito. Hace unos días me lo encontré y le dije:

     ―Hombre, Jairo, usted por qué no pone de su parte para arreglarse la boca. Yo le puedo colaborar, en esa forma el trabajo le sale muy barato, lo poco que le voy a cobrar, me lo paga como pueda y si no puede no me paga; usted está muy joven; con dientes, queda más bien presentado y puede comer saludablemente y disfrutar de las comidas ¿Y, sabés que me contestó?  «¿Y pa comer qué, don Gabriel…?»

     Hacía un buen rato hablábamos mi tío Gabriel y yo en su dentistería, nos habíamos regodeado con los asuntos más diversos, luego de revisar los comportamientos familiares, persona por persona. Filiberto llegó, cuando nuestra charla ya transitaba por alguna cuestión política. Profetizábamos sobre las próximas elecciones (resultados que a la postre fueron al revés de nuestros vaticinios).

     Estábamos sentados en los taburetes forrados en cuero pintado de rojo, donde los pacientes esperaban, separados de donde él hacía sus intervenciones por una mampara hecha en madera hasta cierta altura y luego con vidrios esmerilados casi hasta el techo. Ya habíamos disfrutado de un buen café, el suyo endulzado con tantas cucharadas de azúcar ―siempre me sorprendía, le habían pronosticado una diabetes que no tuvo―, el mío con algunas menos, pero también con buen dulce.

      Mi tío Gabriel fue dentista, único en el pueblo, y su dentistería (así la llamábamos todos), que no su consultorio, no dejaba de ser para sus coterráneos, el sitio obligado donde podían mitigar las dolencias de la boca; mantenía trabajo continuo, especialmente los domingos ―día en que estábamos― que era cuando el campesinado, población mayor, salía a sus diligencias.

     A su destreza innata para aliviar los dolores, agregaba una habilidad excepcional para conversar; sus amigos pasaban a menudo por la puerta del local; en el día y especialmente cuando comenzaba la noche, entraban, si no estaba atendiendo algún paciente, y armaban cotorreos animadísimos; entre los congregados llenaban con risas el sector pueblerino, aclamando cualquier chiste o algún apunte oportuno; aprovechaban el tiempo, sin falta,  para darle un pasón a todos los chismes itinerantes; en  esos cenáculos, mi tío se mantenía actualizado, con lo sucedido en el pueblo; mejor informado, tal vez, que el sastre y el peluquero; eran diarias y sucesivas las tertulias con los allegados a sus afectos.

     Y, para sus sobrinos, cuando vacacionábamos donde los abuelos, ir a la dentistería fue uno de los pasatiempos favoritos. El buen tío refrescaba su repertorio con las ocurrencias recientes, nos derretía su tiempo disponible y no era raro que nos encimara el del horario de sus compromisos: decidía retardarlos, para regalarnos con sus habilidades de buen conversador. Nos embelesaba con el bagaje de sus anécdotas, con sus cuentos y sus chistes de fina hechura; todo lo contaba con una gracia o chispa tal, que nos mantenía entre hilaridades, durante el tiempo de la visita…

    ―Don Gabriel… ―otra persona entró después de Filiberto y entorpeció la cuestión que hablaba mi tío, aquella mañana.

    ―Ya tengo listo tu trabajo, hombre, Eligio ―lo anticipó el tío, cuando pretendía empezar con los saludos el llegado, que se tapaba la boca con la mano porque arriba la tenía sin una piecita dental―, pero te vas a tener que aguantar una migajita, estoy muy ocupado. Venite despuesito de las diez y media.

    ―Perfecto, don Gábriel, dentro de un ratico le caigo.

    Eligio salió convencido, seguramente, de que teníamos entre manos una conversación con intereses trascendentales.

    Aquel domingo, al llegar Eligio, no habíamos terminado de repasar la cuestión política; cuando pudo, el tío se desenvolvió en una plática amplia, planteada sobre sus conceptos, no sé si sería que pretendía catequizarme hacia los lados de su sentir partidista; si lo hacía fue sin dogmatizar con demagogias. Después, para añadirle algo más a la revoltura de las cuestiones, caímos en habladurías acerca de historias del Medioevo, en eso se fajó una improvisación tan amplia sobre los Borgia, como si hubiera alimentado la vena de sus chácharas con lecturas muy recientes sobre el tema. Divagó por todos los antecedentes de esa familia y relató su influencia nefasta en la vida de los pueblos europeos, dejaba ver su desagrado por los vicios y los errores que los corrompían. 

    ―Don Gabriel, ¿cómo le va? ¿Qué hay por la casa?  ―era doña Ismenia Penagos, quien había entrado.

     ―Todos bien, doña Ismenia. Prosígase ¿Qué se le ofrece? –-contestó mi tío.

   ―Vea, don Gabriel, se me cayó la calza de esta muela ―puso el dedo en la pieza con problemas, simultáneamente cuando hablaba―; es la misma que me ha molestado tanto.

   ―Doña Ismenia, usted por qué no se viene después de las diez y media. Ahora estoy muy ocupado, pero más tardecito la atiendo.

    Mientras estuvo doña Ismenia, no perdimos el rumbo de lo que charlábamos, continuamos exactamente donde iba la conversación. Con nuevos arrestos, siguió el repaso de la cuestión que nos ocupaba. Luego empatamos, girando bruscamente, por entre varias novedades: una fue la condición mala del clima predominante, a eso le agregamos otros comentarios a la noticia sobre los desórdenes del río Cauca con la consecuencia de los trastornos en la vida de los pueblos ribereños, sorprendidos por las inundaciones.

     No recuerdo por qué  caímos luego en la reconstrucción  histórica de las andanzas de un tío de mi abuelo  ―de don Obdulio― (Ah sí, ya recuerdo, aquel tío, tenía una finca muy lina a la orilla del Cauca), fue el dueño del caballo Confite, animal muy inteligente, famoso en toda la comarca: respondía a su llamado con relinchos; solamente era él quien lo ensillaba y, cuando estaba borracho, el hombre le ordenaba echarse para montarlo más fácilmente;  el tío me contó de su soltería inquebrantable (¡qué pariente tan raro!) y de su manía de convertir todo lo que vendía de sus cosechas en monedas esterlinas, aunque padeciera hambre o necesidades; monedas guardadas en montoncitos apilados en la caja de caudales que dejó cerrada al morir ―de repente―. De ella mantenía escondida la llave, y nadie conocía la clave. Esa caja quedó en la casa del abuelo (único sobrino y familiar, a la postre, de don Obdulio), él la conservó intacta, celada por la verticalidad de sus escrúpulos religiosos, hasta cuando el padre Alejandrito, le ordenó hacerla abrir para que, con su contenido, apagara sus necesidades económicas.

     Hablamos sin interrupción hasta cuando me di cuenta ―y le dije a él―, que el reloj había pasado las rayas de las diez; en ese momento vi llegar a Milagros Ramírez, era sacador de oro en el Cauca y lo vendía en el pueblo.

     ―Don Gabriel ¿a cómo está pagando hoy el castellano?  ―gritó desde la puerta.

     La pregunta se iba quedando sin respuesta, seguramente mi tío creyó que eso era algo secreto, no se podía decir públicamente (ni siquiera delante de mí, tal vez para no dejar que le hiciera cuentas), pasaron segundos, de pronto le dijo:

     ―¿Cuánto traés?

     ―Más o menos como lo de la última vez. Póngale que son por ahí cinco castellanos.

     ―Veníte despuesito de las diez y media. Estoy ocupado y todavía no sé a cómo se va a pagar hoy. O, creo que tal vez, o lo más seguro, es a lo mismo del mes pasado. Ahora hablamos.

     Yo, a esa hora, continuaba inquieto por las citas establecidas por mi tío, me parecía que ya casi debía llegar el de la muela, el de la cara hinchada (¡y con el dolor que tenía!). Nada lo impacientaba, seguía hablándome de sus trabajos y de sus proyectos.

     Yo no he podido saber cómo llegó el tío a ese oficio como dentista. Mientras vivió, no acaté a preguntarle, o tal vez sí, pero no lo hice, sabía que sus conocimientos no eran académicos y me parecía incomodarlo. He averiguado con sus conocidos, que ya son poquísimos, con los más afortunados de la memoria y no es clara la forma como aprendió ese trabajo; lo ejerció desde muy joven hasta cuando la sustracción de los pacientes por los profesionales pasados por la academia, le pusieron la raya a la totalización de sus posibles yerros; ahí también quedó colocado el punto final a sus labores; esas labores, que sin  duda, calmaron el dolor a muchos, y lo más importante,  sin el interés de atenderlos  solamente  por los dineros que tuvieran disponibles. Hasta cuando terminó su vida laboral, llegó también su amistad con los médicos itinerantes, a quienes les prestaba la ayudantía como enfermero en los casos críticos, en los partos o en los accidentes graves. Además, acabó con la atención que prestaba en la ausencia del servicio médico (ausencias tan comunes en los pueblos), cuando se presentaban las emergencias; no fueron pocas las madres y los hijos atendidos al oficiar de comadrón sin título. Después, no faltó quien, al encontrarse con uno, le dijera: «su tío nos salvó la vida a mi mamá y a mí».

     Por el tiempo de la charla durante aquella mañana, apenas empezaban a verse en su cabeza, los principios de una alopecia, de estragos futuros, con lustres blancos en los restos de su pelo; días antes había estrenado las gafas bifocales, que mitigaron el contagio de la presbicia transmitida por la vida, sin misericordia, al tener sus relaciones directas con los años.

     Antes de que mi tío Gabriel ejerciera ese oficio, don Cecilio Estrada, dentista trashumante, pasaba con frecuencia por el pueblo. Ejecutaba sus trabajos, especialmente las extracciones, en cualquier acera donde pudiera apalancarse para desenraizar las muelas, esas fuerzas destempladas hasta llegaron a causar traumas con el desacomodo de las mandíbulas; gentes del campo y del pueblo lejanos a los medios económicos, buscaban los servicios de don Cecilio: usaba un gatillo que traía envuelto en un pañuelo; la misma tela era la limpiadora de la sangre untada en el instrumento, terminada cada intervención.    

    Mi tío no aprendió de don Cecilio, tampoco hizo sus trabajos en la calle. Una de mis tías decía, sin argumentos ―ella estaba muy chiquita―, que ese oficio, lo empezó a practicar después de haber trabajado con un amigo de Medellín, en su dentistería por los lados de la Alhambra; ella también relataba que él estuvo donde otro amigo ―allá donde hacían mecánica dental―, parece que con él aprendió a manejar los materiales para elaborar las chapas o cajas en las que llegó a ser especialista; a su dentistería acudían muecos hasta de los pueblos vecinos. Además, su abuelo Ángel María, joyero toda la vida, y del cual, era su nieto predilecto, capaz de disimularle al viejo su genio neurótico, le enseñó a manejar el oro usado en los colmillos y en otras piezas frontales de las cajas dentales, de moda por la mitad del siglo pasado.

     Contaban que, al empezar su actividad como dentista, utilizó una silla de trabajo hecha en madera; él y don Rafaelito Ramírez, el carpintero, le gastaron buen tiempo a su diseño y construcción, en ella atendió varios años. Después, cuando llegaron al país los excedentes de la Segunda Guerra, consiguió un gabinete de campaña, en hierro fundido (ese lo conocí yo), esa fue la herramienta utilizada para practicar el oficio hasta su retiro…

     Ya iban a ser las diez y media cuando apareció Filiberto, el de la muela, el de Tierradentro. No dejaba de impresionarme esa cara tan abotagada.

     ―Seguite, hombre, que ya te atiendo, ―le dijo mi tío.

    Siguió hablando, no quería dejar inconclusos los argumentos que  dilucidaba. Ya iba en otra cuestión: él era un gran conocedor de la obra de Charles Chaplin. Sacó tiempo para hacerme una disertación muy agradable sobre el comediante. Me comentó algunas películas del artista. Cuando creyó conveniente, treguó donde pudiera continuar en otra oportunidad: Hizo pasar a Filiberto a sentarse en la silla; el paciente antes de entrar, se quitó el sombrero, la ruana y el carriel ―en el orden dicho― y los dejó sobre uno de los taburetes. Cuando entraron al cubículo, yo oía todo, sentado todavía en uno de los taburetes rojos.

    ―A ver, pues, hombre, Filiberto, haceme el favor de abrime un poquito, yo veo. ―Transcurrieron algunos segundos de espera mientras atornillaba el diagnóstico ―Qué vaina, hombre, y no te puedo poner anestesia, eso no te obra. Esa raíz debe estar muy enconada.

    ―Hágale como sea, don Gabriel, tengo que resistir cualquier cosa sin maluquiarme, qué más vamos a hacer ―respondió, Filiberto con palabras mal pronunciadas.

    Oí cuando mi tío abrió la canilla del lavamanos para lavarse. No volvió a decir más. Para mi fueron momentos expectantes, como si fuera a escuchar la caída de la cuchilla de una guillotina. Me parece que sonó el gatillo al retirarlo de la mesita de los instrumentos y al tiempo, no medido, hubo un alarido de Filiberto; me pareció que con ese estremecimiento quedó afectado hasta en los pies; después oí otro aullido y uno más, ambos como ahogados entre la sangre y la saliva. Luego fue un silencio total, cancelado cuando afloró el comentario de mi tío:

     ―Bien pueda escupir, hombre ―y continuó diciéndole, tal vez sorprendido por el tamaño de lo que le había extraído, me lo imaginé mostrándole la pieza cogida con el gatillo, antes de llevarla a la basura―. Mire qué raíz tan grande la que tenía esa muela, hombre, Filiberto. Y estaba bien agarrada, pero siquiera salió entera, creí tener que sacarla en pedaciticos, martirizándolo mucho―. Luego volvió a sonar el agua de la canilla sobre el lavamanos, después otro sonido del gatillo en la mesita de vidrio. Sin más demoras salieron del cubículo.

     ―Mi Dios le pague, don Gabriel, esta noche me voy a desatrasar de las noches que llevo sin dormir. ¿Cuánto le debo, don Gabriel? ―simultáneamente, Filiberto, volvía a ponerse lo que se había quitado.

     ―Dame cuatro pesos, hombre. Andate allí al café don Agenello y te tomás un tinto amargo, doble, con dos Veramones. Lo dejás enfriar un poquito, no te vas a tomar eso muy caliente. Ponele cuidado a la muela de atrás, de pronto se puede calzar. No vas a coger hoy el camino para tu casa, este sol te puede producir una hemorragia, y ahí si nos fregamos, es mejor que viajés mañana.

     Filiberto le entregó un billete de cinco pesos. Mi tío lo recibió; con el dinero en la mano izquierda empezó a esculcarse el bolsillo derecho del pantalón donde también guardaba las llaves. Sacó un puñado de billetes, monedas, y el llavero, escogió un billete de peso y se lo entregó a Filiberto.

      ―Quedo a tus órdenes, hombre Filiberto. No se te olvide el tinto amargo con el Veramón.

     ―Muy agradecido por todo, don Gabriel.

    Cuando Filiberto salió a la puerta, lo vi escupiendo en la misma parte de la acera donde había visto un día anterior a un perro lamiendo lo que antes salivaron otros pacientes.

   Mientras la intervención a Filiberto, llegaron y estaban sentados a mi lado, en los taburetes rojos de cuero, los otros a quienes mi tío había citado para despuesito de las diez y media.

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Publicado enCuentos

2 comentarios

  1. Isalia Villegas Isalia Villegas

    Cómo siempre agradable y entretenido relato que nos lleva a los octogenarios como.yo a revivir la historias de una época en la que todo era tan rudimentario y la sacada de una muela era tan traumático como.el peor de los suplicios.
    Recuerdo la dentisteria de don Lalo.Jaramillo y su gabinete donde ejercía su profesión ( máquina de pedal).
    Dios bendiga el desarrollo de la ciencia y la Tecnología qué sería tan importante si el hombre hiciera buen uso de ella

    Felicitaciones y continúa produciendo escritos tan maravillosos

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