Por aquellas calendas, cuando transcurría su adolescencia, José Hoyos, estudiaba en alguno de los seminarios del norte del departamento y volvía a nuestro pueblo en las épocas de las vacaciones donde, con el afecto de los de su casa, se complacía también con el cariño de las tías, las del almacén parroquial, que lo querían, a él y a sus hermanos, con el mejor de los amores. Durante esos días de la holganza, lo veía por todas partes, con andaduras a los trancazos y con el desate de su curiosidad por donde pasaba. Desde entonces, cuando lo conocí, me parecía que llevaba el nimbo del intelectual, detrás de sus eternas gafas de armazón oscuro y sobre su figura alta y delgada. Esa aura de pensador era una cualidad que tal vez lo distanciaba de todos nosotros, los demás mortales contemporáneos, pero que no limitaba la admiración que le profesábamos, aunque fuera de lejos.
Por los tiempos de mi bachillerato de contrastes personales, los encuentros fueron más cercanos al aprecio y más frecuentes, y desde entonces nació una amistad que, aunque transitada por las orillas opuestas de los conceptos, de los ideales, de su formación docta y de mi vocación técnica, no podía ser indiferente a las lecciones filosóficas y literarias que él decía y de las que se desprendía sin ánimos cicateros, más bien, con suficiencia convencedora y superior modestia.
Eran las épocas de las tertulias accidentales con los compañeros de nuestro tiempo, en los corrillos callejeros o en los cafetines del encuentro impredecible, donde tirábamos, en la mesa del juego con las palabras y los conceptos discutibles, los dados cargados con los conocimientos que cada uno venía de adquirir en sus estudios. Allí surgían, sin remedio, los alegatos, estimulados por los encontrones entre las ideas, debates largos con demostraciones pensadas o ligeras: de ellos siempre salía ilesa la amistad, aunque fueran aporreados los argumentos. En esas lides, que sucedían con frecuencia, sobresalía la preparación académica de José Hoyos. Su forma de pensar era precisa, práctica la estructura de sus frases y se explayaba en aclaraciones didácticas cuando el tema campeaba en los terrenos de sus dominios.
Muchas veces, en las frías noches yarumaleñas, nos paseábamos varios amigos con él, hasta bien llegadas las altas horas, por el atrio de la catedral del gran pueblo, y al calor que nos daban las fumadas de los Pielrojas, nutríamos discusiones interminables sobre las obras de los filósofos, literatos y escritores de todas las épocas. Fue por lo avanzado de las lecturas de José, que llegamos hasta la apreciación de Sartre, Camus, Spinoza, Kant, Hobbes, Kierkegaard, Marx, Schopenhauer, y tantos más, de los que él conocía pormenores de sus trabajos ignorados por nosotros, y de los que nos regalaba reseñas orales afortunadísimas.
Gracias, pues, a sus lecciones, que las hacía como a los academios, en las charlas informales, supimos de pensadores e historiadores de épocas y tendencias distintas, de literatos de variadas escuelas, de compositores musicales y de artistas clásicos.
Al hablar de las obras de los escritores famosos, nos enseñó a rebuscar las razones sobre las que debíamos apoyar el gusto para disfrutar las lecturas a plenitud. Eran conceptos amables expuestos con el fervor de quien se había transformado en maestro espontáneo por virtud de lo leído y lo pensado. Fue así cómo José Hoyos, procuró muchas veces, en gracia de sus pensares, hacernos caminar por donde lo hicieron en sus viajes los personajes creados por Homero; llevarnos hasta los profundos infiernos siguiendo al Dante en sus periplos; estar cerca a los convidados de quienes habla Platón en El banquete y conmovernos con las caras enfermas de los personajes en La montaña mágica de Thomas Mann.
Pero, en estos eventos, también era dadivoso en la atención a los demás cuando surgía el aporte de algo interesante que naciera vestido con el ropaje del buen gusto. Era gustador de la anécdota, el chiste o el apunte fino y oportuno, desternillándose en risotadas de agradable factura.
Cuando viajó a Europa a estudiar alguna rama del Derecho, programa que debió interrumpir por cuestiones de salud, sorprendía a los amigos con su correspondencia abierta, detallando los recorridos y los incidentes en crónicas amenas, sin importar que llegaran convertidas en historias por la tardanza del servicio postal de la época. Era sorprendente el estilo con que narraba su tránsito por la vida cultural del viejo continente, donde, a pesar de todo, satisfizo su admiración por las pinacotecas de los grandes museos y complació su gusto por la música de los clásicos, como gran conocedor que era de las obras de Beethoven, Verdi, Mozart, Chopin, que sabía comentar con propiedad y sopesar con acierto, de acuerdo con la calidad o el virtuosismo de los intérpretes. Asistió a conciertos y disfrutó temporadas operáticas desde los palcos del teatro alla Scala.
De su vida profesional, de sus cátedras de Derecho Romano, de sus escritos con docta altura, queda abundante material para comentar y analizar por quienes estuvieron relacionados con su brillante carrera académica o por los que estudien las doctrinas legales.
Estas frases, aparejadas por quien no tiene méritos ni conocimientos para ponderar los valores intelectuales de José Hoyos, solo pretenden evocar al amigo que vimos pasar por la vida tras la búsqueda de la verdad, recorriendo el camino de los conocimientos abierto por los libros, armado con una capacidad de enseñanza y de servicio que fuimos incapaces de imitar o retribuir.