Por el parque del pueblo, un viejo parque de pueblo, pasan las glorias y los reveses de todo el vecindario. Por él han transitado los que cargan las alegrías y las tristezas, las esperanzas y las decepciones, los aciertos y los errores, las verdades y las mentiras, los amores y los odios, las virtudes y los vicios; lo han cruzado hasta los muertos: como que, por cualquiera de sus calles, vengan desde donde vinieren, atraviesan los que los llevan a la iglesia y los que salen de allí para llevarlos al cementerio.
Ha habido algunos paisanos que parece vivieran en el parque, nutridos de él; cómo si nunca se hubieran movido, como si hubieran sido condenados por la existencia a estar en ese punto; si se les abriera una reseña de su historia, en la primera página cabría toda la jácara de su vida, tan pocos han sido sus trajines.
Hubo otros que lo frecuentaban, de pronto ―eran pocos―: casi siempre aparecían los lunes (el sábado los despidieron del trabajo); llegaban bien peinados, o puesto el sombrero y la ropa y los zapatos, todo casi nuevo (lo que usaban en los domingos y festivos); se paseaban con aires que remedaban a un buen dandi, transpiraban optimismo: todos los días le coqueteaban a las esperanzas, confiaban en que las esquiveces de la fortuna de pronto le dejarían la puerta abierta a las oportunidades. Pero los años fueron huraños, nada bueno les trajeron. Los deterioros en sus vidas no disimularon su presencia. El tiempo los fue acabando, lo mismo que sucedía con su ropa, con su sombrero, y con sus zapatos; se volvieron vergonzantes, plañían las cosas elementales que les embargó la vida; algunos abandonaron este mundo antes de tiempo, víctimas de las necesidades. Los que volvían al parque, dejaban advertir el apogeo de sus desdichas.
Fueron los tiempos del siglo pasado, por los primeros años de la década del treinta. El gobierno que triunfó sobre los hegemónicos se satisfacía desquitándose del partido contrario, por las actuaciones durante cuarenta y más años de mandamiento. Hasta los comerciantes y los artesanos, embebidos en el partidismo, clasificaron a sus trabajadores y despidieron a los que no estaban en su cuerda. Los coteros que cargaban donde don Ildefonso, único masón del pueblo ––por cierto, del grado treinta y tres–, muy estimado por todos, podían sentirse tranquilos porque, en su sentir primero, el patrón no tenía nada que ver con el asunto; después temblaron porque él, que antes desdeñaba a los partidos, anduvo en coqueteos políticos con el nuevo alcalde y cambió de idea: ahora pensaba: que quienes trabajaban a sus órdenes, deberían sudar el mismo color partidista.
Y así fue, desahució a algunos.
Los empleados municipales, veteranos en la cosa pública, fueron relevados, los de ahora armonizaban con los colores del nuevo alcalde; un juez promiscuo, asentado en su bufete desde tiempo atrás, fue mandado al carajo; a los maestros de la escuela, a los que muchas veces les pagaban con botellas de aguardiente, también los sorprendió el despido; a don Efra, el alcaide de la cárcel, lo despacharon de un bolión; y don Recaredo Jaramillo, el estanquero (aquel hombre bajito, ya entrado en años; siempre vestido de paño, con chaleco donde colgaba la cadena del reloj de leontina; que fue uno de los personajes cimeros del pueblo, muy ducho en la administración de los aguardientes y los alcoholes, las boletas de rentas y los impuestos del degüello, con honestidad acentuada), fue removido, sus antecedentes partidistas, desconocidos, al verificarlos, no coincidían con los preceptos nuevos.
Los contertulios que no se veían antes en el parque, los que salieron de sus oficios oficiales, al concluir la hegemonía derretían las horas en frivolidades. También llegaron bien peinados, con el sombrero más nuevo y con la ropa que guardaban para los festivos. Se ambientaban en medio de conversaciones pobres, triviales, repetidas, divagaban entre las noticias tardías, las convertidas en historia. No tenían, siquiera, las monedas para invitarse a un café. Carecían de motivos, al llegar los medios días, para ir a sus casas (los fogones reposaban en descansos obligados). Algunos, los que leían, deshacían el tiempo en un libro único de Vargas Vila, Flor de Fango, que corría entre los preñados de la curiosidad atizada por las prohibiciones eclesiásticas.
Así mismo, por esos días, frecuentaron el parque del pueblo quienes vinieron de sudar sus días de trabajo en el ferrocarril del Cauca, que también detuvo el avance de sus obras por las decisiones del gobierno nuevo.
Pararon la construcción del ferrocarril del Cauca con el porrazo de un decreto. Los frentes estaban abajo, en la quebrada el Pescado. La banca se hacía al ritmo que dejaban avanzar las dificultades propias de una naturaleza resistida ante lo moderno; era un proyecto con pretensiones grandes, pero cargaba con la maldición de las planeaciones torpes, enmarañadas en los intereses perversos de los políticos turnados.
Todo iba normal hasta un domingo en la tarde. Llegados los que vivían en el campamento, dispuestos para darle el lunes a la brega, después del descanso del fin de la semana. El contratista de las comidas, quien debía servir las de esa tarde, leyó un telegrama, informó que había concluido su servicio, quedaban suspendidos los trabajos, no había más pucheros.
En esa época de las comunicaciones lentas, nadie sospechó la decisión del gobierno. Esa noche fue el caos en la explanada del campamento. Salieron a relucir los recelos partidistas y varios hicieron cobranza de las ojerizas reprimidas. Chocaron los ruidos de los machetes, en la oscuridad confusa tiraban los planazos a topa tolondra y pegaban con ellos hasta en la humanidad de los amigos. Asaltaron los depósitos y las despensas, hacían rebatiñas disputándose lo robado. Al empezar la madrugada, todos habían salido hacia sus casas en las aldeas vecinas, sin un centavo que los liquidara, algunos con un ojo cual berenjena o con la espalda resentida por algún planazo desertado. Los paisanos, los del pueblo, caminaron, no había carretera, hasta el mediodía del lunes para llegar a sus casas; cada uno cargaba la talega con la ropa y sus trastos de la comida. Lo único que consumieron, a la madrugada, fue la leche de unas vacas que esperaban el ordeño al lado del camino.
Después, en ese campamento, se sucedieron celadores que se pagaban con lo que le quitaban al inventario y vendían a menos precio; esos custodios vieron, con el paso de los años, cómo los robos, los soles, las humedades, la manigua y lo que entre todos se llevaron, acabaron con el resto de los polines de comino, las parihuelas, las carretillas, las herramientas, los rieles, las construcciones, los establecimientos; todo lo hecho y lo comprado con el dinero limosneado a los gringos cuando la separación de Panamá.
Creció el número de los asentados en el parque. Las hambres siguieron siendo hambres, multiplicadas sobre otras gentes, coloreadas con otro matiz político.
Los desocupados, los que se confundían sentados en el parque, los más comprometidos con el trabajo, los presionados por las obligaciones de sus casas, los hostigados por las necesidades, debieron buscar oficios lejos del pueblo.
A Orestes y a Teodomiro Roldán, primos que eran y trabajadores que fueron en la construcción del ferrocarril del Cauca, frecuentadores ahora de un mismo punto en el mismo parque, les llegó al extremo la carga de sus escaseces, no tuvieron otra alternativa que buscar la forma de abandonar el pueblo.
Teodomiro, mostachoso él, de buena altura, un poco pálido y peinado a lo Bécquer, fue ayudante del almacenista en la bodega del ferrocarril. Estaba muy joven, pero las miserias de la casa, su familia huérfana del padre, lo obligaron a una preocupación que no treguaba.
Desde años antes del despido, Orestes, el primo, se ocupaba en la ayudantía a los ingenieros (era de los cadeneros, que llamaban), muy solicitado por ellos, dada la perfección de las letras y los números que hacía en las estacas de las cotas; lo acogieron en los trabajos, su desempeño era eficiente.
Aquella mañana, otra de las mañanas en el parque, idéntica a las demás; los dos conversaron un buen rato, revolvieron cuestiones que no ligaban; dieron tránsito a los asuntos surgidos espontáneamente, que no nuevos: las novedades en el pueblo eran pocas. En lo que hablaban reincidieron, en lo que ya habían hablado, en la preocupación por las penurias agrandadas, contrastantes con lo remoto de las soluciones.
—Primo, ¿vos qué pensás, entonces? —interrogó, Teodomiro a Orestes—. Esta situación apreta mucho, ya no da más tiempo, aquí no tenemos ni una sola de las esperanzas para conseguir trabajo, los desocupados somos bastantes. Para mí, esto ya tocó el fondo del desespero. Claro: hay algunos en condiciones peores que nosotros: mirá a los que venimos aquí todos los días; miralos a todos, y muchos de los que vienen, que perdieron sus trabajos, no volverán a trabajar más, están muy viejos, ya están desahuciados. Solo les queda la alternativa de vivir por la misericordia de sus familias; así le pasa a don Pedrito Céspedes, aquél de barbas muy canosas que cuando está haciendo sol, se sienta allá, en aquella banca, debajo de la ceiba; por ahí debe estar ahora tiritando con este frío. Ése que te digo guarda los honores de haber sido el hombre más honesto de este pueblo; desde muy joven manejó el matadero; lo despidieron en el penúltimo gobierno de la hegemonía porque no era godo, eso estuvo mal hecho con una persona que fue honrada; ahora vive de la caridad pública.
—Vivimos una situación muy dura —continuó Teo—. Ya te lo decía cuando trabajábamos en el ferrocarril y veíamos a los que no les daban trabajo. Acuérdate que te lo decía: pueda ser que a nosotros no nos suceda lo mismo y mirá cómo nos sucedió. Ahora nos toca verle la cara al hambre y a las necesidades ¡Y qué cara tan dura la que tienen! Para colmo de males, seguramente ya te contaron lo que andan diciendo los Raigoza que llegaron la semana pasada de Medellín: allá, el comentario es que por estos días le van a declarar la guerra al Perú; la orden es reclutar a todos, a todos, solo dejan a los que sean tullidos ¿Cómo te parece? ¡Ahí si nos vamos a acabar de joder! Además, en una pobreza de éstas, y van a empezar a recoger plata con los bonos para financiar la guerra y a pedirle a las mujeres que regalen sus alhajitas de oro parala misma cosa. Y, mientras eso, todos los días son más grandes las necesidades. Yo, por ejemplo, ya no tengo de qué echar mano; en la tienda de don Próspero me dijeron el sábado que no podían crecer más mi cuenta del mercado. Que me rebuscara para abonar algo, para seguir largándome el bastimento. Yo no tengo de dónde. Y seguramente vos también andás en las mismas, primo. No hay que ser un mago para predecir que, siguiendo así, los muertos de hambre vamos a ser muchos. Aquí no hay nada qué hacer. Yo le estoy reventando cabeza a buscar para dónde irme.
Era una mañana lluviosa, casi tocaba al medio día, se escampaban en la acera del almacén de los Bernal, en el marco de la plaza, el frio los entumecía, las palabras salían de las bocas a la brava
—¿Y para dónde ha pensado irse, hombre, Teo? ¿Y a hacer qué, usté, como es de inútil? Usté solamente sirve para trabajitos donde esté sentado, en las oficinas —respondió Orestes, desafinado en el tema.
—Eso es cierto, siempre he trabajado detrás de los escritorios. Pero, yo ni sé, son tan poquitas las posibilidades de trabajo por aquí cerquita, que vos y yo vamos a tener que echar para cualquier lado y tendremos qué hacer lo que nos toque. Por ahí me mandaron una razón antier: en la mina de la Madreseca, seguramente la has oído mencionar, están dando contratos a los aserradores; dan la comida y la dormida; es una empresa extranjera, nada tiene que ver con la política, por eso le ofrecen trabajo al que llegue. Pero esa tierra es tan mala y ese trabajo es tan peligroso y tan duro, que uno lo piensa mil veces antes de tomar cualquier determinación: los árboles están en pie y uno tiene que tumbarlos y hacer el aserradero donde más convenga, y yo que tengo tan poquita experiencia en ese oficio, solo tengo el conocimiento de lo aprendido cuando construimos, ahora años, la casa de El Recreo, te acordás; vos y yo hacíamos pareja para aserrar y, por cierto, nos rendía muy poquito. Pero, con estas necesidades hay que echar mano de lo que caiga —volvió a decir, Teodomiro.
—Yo he oído hablar de esos trabajos en Madreseca, pero según cuentas, es lo que usté dice, primo: son muy peligrosos. Además, en esa región, los fríos y fiebres, la desinteria y la buena moza, están que rumban, pringan a todo el que llega. Y también, para ajustar, se encuentra uno por todas partes con las boas, con las cascabel, con las mapaná, con los verrugosos, los mosquitos, los zancudos, los alacranes, los piojos, las niguas… allá como que es la mata de todas estas plagas. Y yo que he sido tan dulce para esos animales del monte. Por eso es que, quién llega a esas minas, lo primero que tiene que hacer es mandarse cerrar el cuerpo, para protegerse un poquito —dijo Orestes.
—Y lo de la cerrada del cuerpo no es cuento, eso se practica en todas las regiones donde hay minas, y cuando se lo hacen a uno como que es para toda la vida.
—Eso es cierto, como que, hasta para agonizar tiene uno dificultades, cuando le han hecho los rezos; porque para eso hacen unos rezos, hombre, Miro.
—Vos sabrés, si nos le medimos a buscar ese trabajo —siguió Miro, con sus razones—, pagan bien, aunque, como ves, los riesgos también son bastantes. Tal vez, yéndonos los dos, sea menos el berrinche en las casas; esa mina está muy lejos de aquí: fijate que son cuatro días echando pata, desde por la mañanitica hasta que se está anocheciendo; son jornadas que deben coincidir con la llegada a los ranchos del camino donde venden alguna comida y donde se puede pasar la noche —no es prudente caminar de noche por los animales de monte abundantes en la región, que los hay muy peligrosos—. Para que ese viaje justifique, hay que trabajar seis meses seguidos; venir a la casa a traer la plata, se descansa un mes, contando los días de la venida y del regreso, y otra vez a jornaliar. El punto del trabajo, es de aguas muy malas, el calor y la sed son fuertes, y las comidas en el campamento son muy desabridas, y todavía más, en esa región todo el que se enferma de algo grave es hombre muerto, los recursos médicos son muy pocos. Muerto cualquiera, lo entierran cerca al punto donde se murió, no es fácil sacar un difunto con tantas jornadas de camino. Allá, a los que han enterrado, les ponen una cruz de palo, se pudre más rápido que el cuerpo, y lo único que les han hecho después, es mostrarle al cura, cuando pasa en misión, dónde los sepultaron, para que les rece un responso, sin cantarles, siquiera, y con eso, santas pascuas, despachados.
—Oiga, hombre Miro, ¿vos qué sabés: cómo les habrá ido a los aserradores de este pueblo que han trabajado allá?
—No sabe uno nada, exactamente, pero dicen, por ejemplo, que a Victoriano Rivillas ― él está en Madreseca desde hace tres años―, dizque lo agarró un colerín infeccioso tan macho que casi lo mata: ya llevaba como ocho días en esas, que se iba, que se iba, hasta cuando unos amigos le rogaron al médico de la mina La Bramadora, que fuera a recetarle; fue y le hizo un tratamiento con inyecciones y lavativas y lo salvó; ya había perdido el conocimiento. Le quedó una hinchazón en todo el cuerpo que todavía no se la han podido desvanecer del todo.
—No me haga dar más miedo, hombre, Miro.
—Eso no. ¿Te acordás de aquellos muchachos, Pineda o Posada, no, no; los Pinedas, los de Cuatro Esquinas? —siguió, Teodomiro—, ellos también están por allá desde hace tiempo. Cómo te parece: cualquier día, recién llegados, pusieron a hervir un bongao de agua y se fueron para el aserradero, estaba cerquita el trabajadero. Parece que a esa olla le cayó un gusano grandote, de unos que son escamosos, como verdes, erizaos, de un solo ojo, aterradores; el agua hirvió y lo deshizo. Cómo te parece que, sin darse cuenta empezaron a tomar de esa agua, cuando ya estaba fresca, y al rato me los agarraron unos cólicos ―parecidos a los cólicos miserere―, que los tuvieron ocho días entre la vida y la muerte. Nadie se explica cómo los salvaron; les dieron tantos bebedizos, porquerías y remedios que al fin no supieron con qué los pararon. Casi se mueren.
––¡Qué miedo, hombre Miro! Y saber que hay tanta gente echando para esos lados. Hasta nos tocará a nosotros hacer lo mismo; todos los puestos públicos de estos pueblos están ocupados, y aunque resultara qué hacer, ni a usté ni a mí nos van a dar trabajo. Eso nos queda por haber vivido siempre aferrados a la teta de los gobiernos…
—Pero, hombre, esa fue la suerte que nos tocó: vivimos en un país donde el trabajo es un privilegio de los que están con el partido que gobierna. Cuando teníamos qué hacer, había otros que pasaban dificultades; hasta gente de la familia aguantó hambre, vivieron como vergonzantes — replicó Teodomiro.
—Eso nos pasa siempre. Somos sensibles a las desgracias, solamente cuando nos tocan el cuero, cuando las soportamos. De las que sufren los otros, nos damos poca cuenta, nos duelen poco.
—Pero vos, Orestes, no decís nada de lo que te pregunté; te quedaste callao. ¿Será que nos le medimos a buscar ese trabajo, o qué? —insistió Teodomiro.
—Me coge desprevenido, primo; déjeme pensarlo un poquito, siquiera hasta mañana — contestó Orestes, descontrolado―. Ya veo a mi mujer emperrada llorando con solo comentárselo. En este caso son muchas las cosas que se piensan, que se le vienen a uno encima. Fíjese en esos tres muchachitos míos, no solo necesitan comer, sino también tener mi presencia para acompañarlos en sus tristezas y en sus rochelas. Todos los días, yo no veo la hora de estar con ellos para verles sus juegos y para participar de su crecimiento. Usté es soltero y nada lo amarra; usté no sabe nada de esto y tal vez hasta le parezca ridículo, pero es que yo tengo en la vida de ellos puesto el significado de mi vida. Sin ellos y sin mi mujer, por supuesto, todo sería distinto.
Pero también, usté no se imagina la angustia que siento, notando a Leticia sin nada para echarle a la olla y viéndolos a ellos, que no entienden ni malician lo que ocurre, pasando necesidades. Ahí es donde uno no sabe qué camino seguir…
Me pongo a pensar en el momento de la despedida y en los seis meses sin verlos y sepa que voy a llorar, a llorar como el hombre que se desprende de lo que más quiere…
La situación no permitió otras alternativas. Al día siguiente, cuando se encontraron en el parque de sus rutinas, tomaron la decisión de viajar juntos a buscar trabajo en la mina de Madreseca.
Orestes, en medio de su desconsuelo y afligido por su pobreza no encontró razones para rechazar la propuesta de Teodomiro:
—Vámonos, pues ¡Qué carajos! Hombre, Teodomiro.