fbpx Saltar al contenido

ARMADOS

Recuerdo haber visto al Hermano Benjamín por primera vez, casualmente, el mismo día que llegó al pueblo. Era el comienzo de una noche de verano y promediaba un mes de enero. Bajó del bus de transportes Arango en la calle Caliente y, con el Turco, el bulteador, contrató llevar la maleta con su equipaje hasta el colegio.

     Subió por la falda de las Conchitas, seguía al cotero. Un maletín deformado colgado de su hombro contrastaba con su hábito impecable. La respiración apurada hacía evidentes las deudas de oxígeno a sus pulmones. No estaba acostumbrado a caminar por esos repechos que lo recibieron.

   Al poco tiempo de su arribo tenía amistades en todas partes. Era dueño de una personalidad sencilla, tocada por su ascendencia campesina: nació por los lados de Salamina. Lo enviaron a trabajar al colegio, después de haber ejercido el magisterio en otros pueblos; fue la época en que la cantidad de los alumnos casi copaba la capacidad del establecimiento.

    Con la estatura mediana, agregada a su constitución delgada, se permitía movimientos rápidos, a pesar de que su edad ya era adulta: así podía estar en cualquier punto en un momento; la piel blanca, muy parecida a la del común de sus paisanos, confirmaba su origen, ratificado, además, por lo arrastrada de su entonación de las palabras, personalizadas también con algún sonsonete inevitable. La cabeza pequeña con pelo muy corto, canoso y escaso en algunas    partes, dejaba sobresalir unos ojos vivaces que en un instante recorrían varios lados¬; era de una capacidad auditiva sorprendente, con sensibilidad para rastrear las voces procedentes de todos los rincones y, en su memoria feliz, manejaba el archivo de los rasgos tonales, hasta de quienes fueron sus discípulos. Daba clases de filosofía, de aritmética, de álgebra. Aficionado a la cacería, a la pesca, al cuidado de las aves, los cerdos, las abejas; gran amigo de la huerta, cultivada con la sabiduría empírica de el Viejo (hortelano vitalicio); los dos, no dejaban transcurrir un día completo sin salpicar las labores de los sembrados –– cuando se veían––, con altercados relacionados con los oficios o las tareas, que no pasaban de ser controversias pasajeras.

   Don Benja —con decirle así su genio se descomponía—, era el prefecto disciplinario ––ese título infundía gran respeto––, además de ser el encargado de los alumnos internos. Por eso, recorría el comercio del pueblo con la lista de las necesidades de ellos; de ahí que don Lelo, el de la plaza de mercado, don Januario, el abarrotero y don Milcíades, el del almacén de telas, fueran sus amigos, con quienes, en las rondas dominicales, actualizaba sus relaciones con el mundo; lo estimaban tanto como los estudiantes.

   El Hermano Benjamín, abrió la puerta del colegio la mañana de aquel lunes antecitos de la hora de la entrada. Se echó las llaves de los candados al bolsillo del pantalón, que coincidía con el hueco del hábito, y se paró debajo del dintel; apretaba el cuaderno de notas con un dedo dentro de la página de su interés. A veces lo abría, miraba, cerraba; repetía las miradas hacia la calle, y volvía a lo mismo: quería verificar si los alumnos próximos a entrar eran de los anotados en su libreta de bitácora. A las ocho, a la hora de cerrar la puerta, los nueve de su lista quedaron a un lado y no les permitió ingresar a los salones de clase. Con ese episodio se había desatado en el colegio el escándalo más grande durante aquel año lectivo.

    Algunos estudiantes competían desde meses atrás, tal vez desde el comienzo del año escolar, en la fabricación de las pistolas —pistolas con pólvora y todo—, para disparar bolas de plomo. Dilataron su ingenio haciéndolas cada vez más eficientes y mejor presentadas, desde la culata en madera que pretendía imitar a los revólveres de verdad, hasta las chapuzas en retazos de cuero; con esas creaciones se permitían poses como las que veían en las películas del oeste proyectadas en el matinal.

   Para hacer las pistolas buscaban el pedazo de madera con posibilidades para tallar con el cuchillo las formas y las decoraciones deseadas; derretían tiempo generoso puliendo con la lija, rebuscando los mejores detalles; hacían el cañón con un pedazo de caño delgado, que era terminado en el taller de los Aguilares; allá, con el quemador del fulminante montado a presión —todo por treinta centavos—, quedaban listas las partes para ensamblar el artilugio. El tubo iba amarrado con alambre dulce sobre la canal hecha en la madera. La forma de esa atadura debía tener su golpe artístico, eso le daba el caché a la apariencia del artificio. Después de estos pasos solo faltaba colocarle el estoperol al gatillo y luego el resorte de caucho que iba de aquél a la parte delantera entre el cañón y la madera. Así, con la pistola en ese punto, lo demás era comprar la pólvora negra y los fulminantes donde don Argemiro, conseguir las bolas de plomo y los retazos de tela para taquear la boca de fuego y, listo el artefacto.

   Todos estos pasos se daban en secreto: en las casas, nadie podía darse cuenta y en el colegio solamente lo sabían los del grupo, encubiertos que se mantenían, y alguno que, de pronto, demostraba los méritos para llegar a pertenecer a esa logia.

   Los de las pistolas ya conformaban una legión en crecimiento. En todos los recreos discutían del tema y cada cual alardeaba de las mejoras hechas a su cacharro: la nueva madera, el tubo calibrado para el cañón, los tornillos para amarrarlo en vez del alambre, el gatillo en aluminio con el resorte metálico, estoperoles dorados en la cacha, etcétera. Toda una cantidad de innovaciones que a los entusiastas les absorbía los tiempos que debían dedicar a las lecciones y tareas: tal vez por eso, estaban clasificados entre los estudiantes malitos, según los calificaba don Benja. Lo peor de todo fue que, hasta cometieron la impertinencia de llevar las armas al colegio para mostrarlas a alguno que ya había alcanzado los méritos para estar entre los posibles iniciados.

   Todos los días de la semana, durante los recreos, conversaban sobre la cuestión referente a las pistolas, pero el comentario predominante era la planeación de la ida a la manga Sabanazos el sábado en la tarde, ese programa los embelesaba, allá desfogaban los sueños. En esa manga había una piedra, descubierta por el Mono Candelillo, que les servía de blanco; estaba en una hondonada que la disimulaba de los caminantes; ahí, en ese punto, cometían las competencias de puntería y, de acuerdo con la distancia lograda por el plomo y con la eficiencia en el disparo, certificaban entre ellos los atributos de cada arma. Ese sitio servía para desatar todo un derroche de júbilos con habladurías, careos y desafíos; cada cual cacareaba la eficiencia de su cachivache para provocar la envidia de los que aparecían en condiciones inferiores; tras los disparos, venían los gritos de satisfacción, pero cuando sucedía el aborto del tiro por cualquier falla, aparecían las rechiflas.

     Normalmente llegaban a ese lugar, seis, siete u ocho, los más liberados de sus padres, pero durante las vacaciones y en los días de asueto —como decían los hermanos—, era más grande el número de los asistentes, sumados los que iban de espectadores, escabullidos de sus casas.

   El sábado anterior a la detención en la puerta del colegio fueron, fieles a la costumbre, a disfrutar otra tarde de ruidos, palabrerías y risas; era el mes de agosto, un sol de tierra fría, sin tapujos, calentaba sin mesura. Los pistoleros   asistentes de ese día se distinguían por haber sido los más puntuales. Estaban: Mincho Loaiza, el Mono Candelillo, Nazario, el de tercero, Fidelito, era muy nervioso y tenía la costumbre de cerrar los ojos al hacer los disparos, el Bizco Rivillas y Carola —sí, Carola, ese era su apodo ––, el más arriesgado, tenía la pistola más potente entre las del grupo; esa tarde no fueron otros tres o cuatro que pocas veces faltaban.  

   No llegaron todos al mismo tiempo. Cuando arribaron los últimos, hacía un buen rato que disparaban los primeros. En los ejercicios iniciales, tiraron e hicieron alarde de puntería, practicaron rapidez y precisión. Luego, todos ejecutaron una prueba desde un punto común a un blanco convenido, rayado en la piedra, con el premio de los diez centavos que aportó cada uno (al final, fue mejor devolverse la plata, surgió el desacuerdo por el irrespeto a la distancia convenida, y había pistolas en desigualdad de condiciones). Después fue acordado otro concurso para romper una botella por el asiento, estando de espaldas y con el menor tiempo para preparar la puntería, tampoco hubo aceptación de un ganador, ninguno acertó, los mejor catalogados fueron calificados sesgadamente, favoreciéndose entre los más amigos.

   Esa tarde abundaron los cuentos y los chistes y el consumo de los bocadillos que llevaron. Sobresalían con evidencias la camaradería y las manifestaciones alegres como entre los buenos colegas que eran; la sorpresa con gritos por la puntería precisa de alguno y las burlas por los desaciertos de otro, hacían parte del jolgorio. ¡Risas, ruidos, emociones! así pasaba la tarde.

    Pero en cualquier momento, sin mermar el alboroto, Fidelito, el más entrometido, notó algo inconcebible en la actitud de Carola al cargar su pistola, luego de realizar cuatro o cinco disparos muy precisos: había triplicado la cantidad de la pólvora que normalmente usaba. Eso era peligroso, podía arrancarle el cañón de la culata.

    —Hombre, Carolin, no le echés tanta pólvora a esa cosa que te vas a volar la mano al dispararla.

    —No se meta usté, Fidelito, estoy disparando desde hace mucho tiempo y no me ha pasado nada. Déjeme, déjeme, haga usté lo que le dé la gana, pero a mí, déjeme, déjeme, no me joda.

   Mientras discutían, Carola le había agregado más pólvora y cuatro perdigones de plomo (le colocaba solamente uno). Entonces, el Mono Candelillo, que también se puso nervioso con esa actitud, le dijo:

   —No jodás, Carola, no sias tan terco ni tan atravesao, hombre, que ese tubo se puede abrir y, con tanta pólvora, te podés volar un ojo o quemar la cara.

   Ni siquiera lo miró; mientras tanto, vertió más pólvora en el tubo. Los demás se apartaron un poco, buscaban estar lejos cuando fuera a disparar. Sin embargo, el Mono Candelillo, volvió a insistirle:

   —Dejá esa pendejada con eso, hombre, Carola; vos no sabés qué va a pasar al disparar esa pistola con ese montón de pólvora.  Por eso, nos vas a obligar a irnos ya, tan temprano, por el miedo a un accidente con tus locuras.

   Carola le echó otro perdigón a la pistola y le agregó los trapos que servían para cuñar, para apretar el contenido del cañón, los estrujó perseverantemente. Todos seguían expectantes sus movimientos, quietos, no se atrevían a marcharse hasta cuando hiciera el disparo. Presenciaron luego, para agrandar los miedos, cómo le colocaba doble fulminante: con tanta pólvora, con uno bastaba.

   Quedaron en silencio, asustados; ya habían disparado sus pistolas, guardaron sus cosas, ninguno intentaba nada distinto que intercambiar miradas sorprendidas con los demás. Esperaban, algunos con los dedos en la boca, presenciar el disparo y sus consecuencias. Transcurrieron otros segundos de suspenso.

    Carola se paró al lado de la piedra donde había estado sentado, donde preparó el trabuco. Miró a cada uno con una frialdad que infundía miedo. Agachó la cabeza, escupió en el suelo, los miro otra vez como si los contara, volvió a sentarse, apoyó el codo en la rodilla y con la mano rodeó el mentón; por segundos repasó a uno por uno con el vistazo agudo, indiferente, menospreciador; los otros seguían los movimientos con sus cabezas, lidiaban mudos esas actitudes atemorizantes, nadie se atrevió a hablarle. Recogió lo que había sacado de su mochila, guardó todo y la terció en el hombro, siempre con la pistola en la mano; cargó otra vez el peso de su mirada sobre cada uno y, enseguida, mientras se ponía de pie, gritó en tono airado, apuntándoles con el arma:

––Manos arriba todos, manada de maricas, manos arriba, pues; es en serio, al que no lo haga le vacio   este popo. ¿A ver quién lo va a querer?

    A los cinco los agarró el pasmo mientras levantaban las manos; no presintieron, no se imaginaban, siquiera, la posibilidad de que la carga tan grande puesta a la pistola fuera para amenazarlos; y con lo arriesgado que era ese Carola, sería capaz de cualquier cosa. El Bizco Rivillas, que había permanecido en silencio, alcanzó a intentar decirle, con la voz quebrada, mientras obedecía la orden:

    ––No charles así, hombre, Carolín…––Carola lo interrumpió bruscamente; con tono agresivo le replicó:

    ––¿Cuál Carolin? respetá, hijueputa. Vos sabés que yo me llamo Augusto. Alzá más las manos. Y cuidado con el que intente volase o hacer alguna cosa, ahí mismo le suelto este frutazo.

    ––Está bien, hombre Augusto. Pero no nos amenacés más, nosotros no te hemos hecho nada ––le dijo Rivillas.

    El ambiente repitió el silencio, se oía perfectamente el golpeteo del agua contra las piedras en la quebrada Picadores que corría cerca. Carola los repasaba una y otra vez perfeccionando más su mirada fría, con los ojos volados, como de loco, siempre con la pistola dirigida en rondas hacia cada uno. Cada cual, cuando el cañón estaba orientado hacia él, dejaba escapar sus reacciones personalizadas: uno, cerraba los ojos y se estremecía; el otro, trataba de correrse para no quedar directo a la boca fuego; uno más, agachaba la cabeza; y al de más allá, se le escapaban sus lágrimas pre – adolescentes. Se alejó un poco de ellos y no tardó en acabar con el silencio:

    ––Recojan las cosas, pero rápido, carajo, y se ponen en fila que nos vamos todos juntos. En fila, ya les dije, de a uno en fila, rápido.

    Peleaban, estrujaban, desquitándole al último puesto, para no quedar cerca a Carola, quien remataba la fila, al fin; le tocó a Fidelito ese lugar.

    La manga de Sabanazos estaba afuera del pueblo, como a un kilómetro de las últimas casitas. El recorrido se hacía por un terreno plano, un camino que iba sobre la yerba acabada por el trajín, pero a la piedra donde estaba el blanco no llegaba el sendero, había que adivinarlo.

    Avanzaban con desconfianza. Cada uno tenía consigo los cachivaches utilizados durante la tarde: algunos en un talego terciado; otro, en una de las manos levantadas. Carola, atrás, los acosaba y les gritaba por cualquier movimiento irregular que hacían:

    ––Rápido, pues, sin mirar atrás ninguno, o no respondo. A cualquiera que intente correr le suelto este tiro. Vuelvo y les digo: sin mirar pa tras. 

     Así recorrieron la manga. A cada paso tenían más miedo al pensar en lo que ocurriría si se le disparaba a Carola esa pistola cargada con todos los excesos.

    Ninguno se atrevía a mirar atrás para no arriesgarse a lo que pudiera hacer Carola, en cualquier momento de arrebato. Caminaban cohibidos por la forma soberbia y agresiva como los trataba; no entendían su actitud, nunca había sucedido, ninguno se habría atrevido a montar esa amenaza, él no tenía motivos para hacerlo.

   La soledad era continua en aquellos extramuros del pueblo. De vez en cuando, caminaban por esos lados los que salían en busca de la leña. Ese sábado, todavía con un sol de cuerpo entero, a las cinco de la tarde, no tuvieron encuentro con nadie que testificara los miedos de ellos al transitar como los sentenciados cuando van de la capilla.

   Llegaron a las primeras casitas del barrio, avanzaban haciendo la misma fila y aguantando el mismo recelo. Ninguno arriesgaba miradas hacia atrás por temor al disparo. En esas volvió a hablar Carola, ahora con un tono de voz más bajo, menos agresivo, tal vez por temor a que lo escucharan en alguna casa.

   ––Ojo, pues, otra vez les digo: sin mirar p’atrás; y seguimos derecho. Oigan, derecho, para bajar por las calles de encima –volvió a gritar––, les repito, a bajar por las calles de encima.

    Llegaron a la primera esquina y, según las órdenes, no voltearon, continuaron sobre la calle que los traía. Siguieron como venían, en la misma forma, sin cambiar la posición; si alguno trataba de mermar el paso, los otros eran sus acosadores. No sospechaban lo que él quería hacer, la incertidumbre y el desasosiego los seguían todavía.

    Llevaban recorrida más de la mitad de la cuadra siguiente, cuando Fidelito que caminaba adelante de Carola, dio un traspié: tres o cuatro pasos desorganizados. Al reincorporarse a la fila, temeroso, involuntariamente miró hacia atrás y evidenció: nadie los seguía. Reaccionó con un gritó emocionado:

   —¡Muchachos, paren, paren, ya venimos solos, me parece que Carola se voló, seguro volteó en la esquina por donde pasamos!

   Aguantaron la marcha, hubo intercambio de miradas descompuestas por la agresividad retenida y, en decisión conjunta y espontánea, estuvieron sentados en el alar de piedra donde se detuvieron. Al pasar el susto un poco, le propusieron una tregua al miedo, tenían pocos alientos para intentar deshacerse en comentarios por la incidencia que los afectó esa tarde. Pero no habían acabado de superar el pánico cuando surgieron las conjeturas y los desahogos de cada uno.

   —Yo ya les había dicho —dijo Mincho Loaiza, todavía temblando—: a mí, Carola no me ha gustado como amigo y me choca mucho venir a disparar con él.

   —A mí también —agregó Fidelito—, pero para no tener problemas, lo mejor es no decir nada.

   —Eso no —terció Nazario—, cómo les parece que yo oí decir que Carola había estado en el manicomio, antes de venir a estudiar aquí, dizque los de su familia se vinieron del pueblo de ellos, de Betulia, a ver si allá no se daban cuenta de que él es deschavetado. Por eso, yo traía tanto miedo, pensaba que se había enloquecido del todo,

   —Sea lo que sea —habló Mincho—, nadie había dicho nada, sea lo que sea, seguramente no lo hicimos por miedo. Mejor dicho, estamos hablando mierda. Ya pasó, dejémonos de carajadas y vámonos para la casa. Nos vemos el lunes.

   Se fueron para sus casas, luego de serenarse un poco. Cada uno sufría a su manera la carga de los nervios —porque, nerviosos sí estaban—. La experiencia de la amenaza por la espalda con un trabuco que en cualquier momento podía dispararse fue lo más amargo sufrido en sus vidas. Ya tenían la experiencia al ver cómo esos plomos que proyectaban, rompían botellas y latas y se adherían en la piedra donde hacían el blanco y quedaban aplastados, metiéndose entre las junturas. También conocían los trozos de madera perforados por los perdigones. Todo eso recorría las imaginaciones con una cavilación: ¿qué habría pasado si se hubiera llegado a descerrajar la pistola de Carola?

   Fidelito, muy nervioso, desató en su casa una crisis que puso en apuros a su gente. Les contó lo sucedido, en medio de esas confesiones familiares donde todos intervienen sin hacer treguas en el interrogatorio: habló de las aventuras habidas durante la elaboración de las pistolas, de cómo las hacían y del sitio donde disparaban; las experiencias fueron referidas con pormenores. Todo lo dijo, más aún, después de que le dieron las aguas aromáticas, faltando a la lealtad con su cuasi juramento, también aflojó los nombres de los integrantes del grupo de las pistolas.

   Misiá Herminia, la mamá de Fidelito, subió al colegio, el domingo, después de misa, y le agregó otro problema a los manejados por el Hermano Benjamín. Con seguridad, no se le escapó ningún detalle: todo lo que le contó era lo que sucedía los sábados por la tarde en la manga de Sabanazos con los muchachos armados.

   Por eso, aquel lunes estaba el Hermano en la puerta del establecimiento, de lista en mano. A todos los anotados los llevaron a la rectoría, también a los que no habían ido ese día a la manga, pero que asistieron alguna vez, y les impusieron el castigo de ir al colegio todos los sábados, hasta finalizar el año. Debían llevar papel, lápiz, borrador y sacapuntas, los ponían a elevar un número de dos cifras, distinto a cada uno, a la 15 potencia (en la época no había calculadoras electrónicas); no se iban para la casa hasta cuando el resultado fuera exacto: el hermano Benjamín tenía el libro maestro donde aparecían resueltas las multiplicaciones. Tuvieron que pagar ese castigo como fue impuesto, no hubo ninguna conmutación que los favoreciera. Hasta ahí llegó la cofradía de las pistolas.

Javier Gil Bolívar.

Deja tus comentarios Aquí
Publicado enCuentos