Aquella mañana, una mañana ambientada por un sol retraído, después del desayuno, los nietos salieron de la casa, iban con sus padres y con la abuela; don Liborio, el mayordomo, los acompañó a mostrarles el punto donde había enterrado a Ulises. Antes, les había contado que hizo el hueco cerca al sembrado nuevo de maracuyá, a un lado del cultivo de fríjol, un poco más arriba de la carretera veredal.
Los nietos, el sábado por la noche cuando llegaron a pasar el fin de semana, al escuchar atentos los detalles de la muerte de Ulises, propusieron ir al otro día, temprano, a ese punto para hacerle el homenaje, a modo de la despedida, que le debían al buen animal, que fue su compañero inseparable todas las veces que estuvieron en la finca.
Santiago, salió adelante, advirtieron que caminó a pasos largos, impaciente como ha sido, hacia el punto que había señalado, don Liborio. Cuando llegaron los demás, lo vieron estático, impresionado, con los brazos cruzados, con una mano sostenía su barbilla y miraba fijamente el punto donde aparecía la tierra rastrillada y removida. Por sus gestos mínimos, supusieron que tal vez pensaba en algo; pero su silencio era un silencio extremado, conmovía; al mirarlo con detalle, más de cerca, los lagrimones discurrían por sus mejillas que todavía no son adolescentes. No pudo hablar, volvieron a mirarlo y sus lágrimas seguían haciendo tránsito sucesivo; quizás era el primer afecto que perdía durante los años de su vida tan corta; su silencio era perfecto.
Liborio había cortado algunos cogollos fértiles de bambúes, los llevó y los entregó a cada uno para sembrarlos en el punto, previendo ―cómo me dijo después, que lo había pensado― que, con el tiempo, cuando pelecharan y crecieran sus ramas, algún pájaro de los que vienen cuando fructifican los arándanos, los mangos o la platanera, o cualquiera de los que mañanean a comer, turnados, de lo que dan las flores de los cámbulos, tuvieran un punto desde donde lograsen entonar, a la memoria del perro que murió muy viejo, sus cantos repetidos, no ensayados; y cuando esas ramas crecieran más y más, y las hubieran engrosado las lluvias y los veranos, también fueran ellas las que recogieran los silbos de los vientos futuros que pasan y pasarán frecuentemente por el sitio, para que esos silbos, movieran la atención de los que conocieron a ese perro y refrescaran los recuerdos del animal que debió haber muerto en olor de la nobleza.
Cada uno cogió su esqueje, los nietos primero, y fueron a sembrarlo, formaron con ellos un rectángulo (Seguro que todos, en el momento de plantarlo, aportaron, a modo del adiós postrimero, el responso silencioso materializado en una lágrima). Ninguno de los que fueron al sitio estuvo lejano al llanto, pero más los nietos, que lo desataron entremezclado con sus sollozos, manifestación de su tristeza descontrolada.
La mamá de los nietos pidió a sus hijos algunas palabras que legitimaran los recuerdos aportados por la vida de Ulises. Después de lo dicho por ella, el silencio siguió invariable. Unos minutos más y persistió la mudez. La mamá insistió:
―Sería bueno entre los que estamos, que somos los más cercanos a Ulises a través del tiempo, tuviéramos, para adornar su recuerdo, algunas palabras que renovaran los votos del cariño debido a los animales. Santi ¿de pronto, a ti se te ocurre algo decir algo?
―Lo que le iba a decir ya se lo dije a él con mi silencio ―Fue lo único que alcanzó a hablar en el momento, sacándole un espacio a su tristeza. Tardó algunos segundos e intentó dejar escapar otras palabras.
―Ulises, fue mi primer amigo, siempre que veníamos, yo era a quien saludaba primero, sentí muchas tristezas cuando lo veía enfermo, o cuando se fue quedando ciego y que, con su olfato, me buscaba entre todos para saludarme, es por eso que…―No logró hablar más, el llanto oscureció sus palabras.
―Manuelito ¿tú quisieras decir algo? ―lo acometió la abuela.
Manuelito tampoco podía con el peso que aportaba el momento; apenado, entre sus lágrimas infantiles dejaba observar que la tristeza lo humillaba, la impotencia lo enmudecía. De pronto, jadeando, logró unas palabras con esfuerzo, alcanzaron a entenderle:
―Cómo lo voy a olvidar: ustedes me han dicho muchas veces que Ulises también me ayudaba cuando aprendía a caminar, yo me agarraba de su pelo y él, siempre sin enojarse, caminaba muy despacio y daba conmigo la vuelta por los corredores; o lo que me han dicho también que, cuando iba a tomar el tetero, se colocaba en forma que yo pudiera recostarme sobre su cuerpo y permanecía todo el tiempo sin moverse, o cuando lo veo en las fotos, yo a caballo en él… ―no pudo decir más, entre sus palabras se habían atravesado otras lágrimas.
Liborio, el mayordomo, que también sentía el efecto de la tristeza, se decidió espontáneamente a reproducir lo que pensaba:
―Si ustedes están tristes, que lo veían solamente los fines de semana, piensen cómo estaré yo que lo tenía conmigo todos los días, que era el compañero en mis soledades, que son habituales; que todos los días, cuando lo saludaba, me ponía sus manos en el pecho y temblaba de alegría, como si quisiera participarme de la felicidad que sentía por el nuevo día de su vida, no importaba que lo hubiera dejado encerrado en la perrera durante la noche para evitarle sus andanzas incontrolables.
Los otros que estaban en el lugar de la sepultura, tampoco dejaron escapar la oportunidad para hablar del bondadoso Ulises, agradecieron a Dios haberles regalado la presencia de ese animal por tantos años.
Fue un gran amigo de todos, atento a los movimientos de la gente de la casa. No supieron decir con qué lo asociaba, pero los días que ellos acostumbraban a llegar a la finca, él esperaba la llegada, echado cerca a la puerta hasta cuando el arribo, y lo celebraba con ladridos y con carreras, entrando y saliendo, iba donde cada uno, ladraba y olfateaba emocionadísimo, al momento cogía en la boca una piedra o un pedazo de madera para entregárselo a alguno como a modo de regalo. No dejó, hasta cuando sus fuerzas lo abandonaron, de manifestar su alegría bulliciosa al saludarlos por las mañanas. Su celo era enfurecido, parecía asumir la defensa cuando llegaba a la casa alguien que desconocía.
Y cuando los veía preparándose para salir, listos para el regreso, no ladraba, la cabeza baja, ponía en uso la paciencia lerda de sus pasos y caminaba hasta su lugar, cercano a la puerta, para despedirlos, parecía mostrar su tristeza con la resignación taciturna.
Ulises murió el lunes. El domingo, cuando lo vieron por última vez los de la familia, estaba cerca a la puerta, en el sitio habitual, donde se hacía para verlos partir cuando veía, y después para olerlos o para escuchar hasta perderse el ruido del carro; en medio de sus achaques multiplicados por los años, no observaron nada que lo afectara, aún más, su figura era imponente.
Después del desayuno de aquel lunes, don Liborio, no lo volvió a ver; preocupado por su ausencia, porque siempre le hacía compañía, salió a buscarlo. Fue hasta las fincas vecinas, averiguó a los conocidos si lo habían visto, revisó por todas partes hasta cuando lo encontró flotando en el agua de la quebrada: hasta esa mañana brilló el sol para el infortunado Ulises. Parece que el pobre perro, paciente de una ceguera progresiva, ya se movía por todas las partes de la finca gracias a su memoria, o a su instinto de ubicación muy desarrollado. Ese día, tal vez no recordó ese peligro, cayó al agua, ya no fue capaz de nadar; fue extraña esa forma de morir para el buen nadador que había sido.
Al mediodía de aquel lunes, Liborio llamó a contar que había encontrado a Ulises muerto, era mayor su desasosiego. Ese perro fue su compañero desde cuando lo llevaron muy cachorro.
Santiago, cuando supo la noticia, alcanzó a decir, afectado por el desconsuelo: «Que no lo entierren, yo quiero ir a sepultarlo». Eso no fue posible porque tenía obligaciones escolares. Pero todos los días de la semana tuvieron fijado el recuerdo de Ulises; las horas de las comidas fueron propicias para regresar a los tiempos en que el animal hizo parte de la vida familiar.
En los últimos meses solo alcanzaba a llegar hasta el corredor de la casa y permanecía echado en el mismo punto, sus pasos ya eran lentos, con pereza, cansados. Antes, recorría por todos los lados a trancos, esencialmente cuando tenía frente a sus ojos alguna presa, su habilidad para la cacería era grande. No respetaba vallas; ya muy adulto, daba saltos superiores a los que hacían los animales más jóvenes, era fogoso y constante en los viajes que emprendía con frecuencia en la búsqueda de las perrunas que ovulaban. Algún día, que estaba en un segundo piso, castigado por sus desórdenes nocturnos, intentó fugarse, quedó colgado de la cabeza, fue difícil soltarlo, casi se ahorca. Donde hubiera gente de la familia, él estaba con ellos, no dejó de hacer protagonismo en todos los eventos de la prole; en las fotos, sin llamarlo, su posición siempre sobresalía en el lugar más destacado.
Nunca pasó de las puertas de la casa, no conoció las habitaciones, era disciplinado en asuntos de comida, estaba a la hora para consumir lo de su comedero. Su memoria quedó demostrada con don Liborio, cuando dejaron de verse durante cuatro años; a su regreso, se le arrojó, con todas las fuerzas de sus manos como abrazándolo y con sus aullidos, le demostró que no había roto sus afectos anteriores.
Lo trajeron a la finca en la semana siguiente a su destete; la raza Golden que es muy arropada con su pelo largo, no es óptima para el clima cálido, él se acomodó, buscaba refugio en las partes de la tierra con algún frescor; se deleitaba cuando lo bañaban, disfrutaba al meterse a las aguas por donde pasaba.
¡Qué gran perro fue Ulises! Serán imborrables sus ladridos, sus aullidos, sus algazaras cuando jugaba o peleaba con los otros perros y, también sus silencios ―como si fueran tácticos― en sus recorridos de noche por los corredores de la casa, al buscar el origen de algún ruido que nadie percibía. Será inolvidable su figura cuando intentaba poses como si fuera el Rey León. Quedará ubicado en el inventario familiar, ocupará el lugar donde quedan reposados los recuerdos gratos.
JAVIER GIL BOLÍVAR. Agosto y 2020.