Aunque el reloj puesto en la torre de la iglesia de Ochalí marcaba las seis y cuarto, no eran ni las cinco y media todavía: la flojedad del sacristán mantenía trastornada la precisión de esa máquina parroquial —una joya del pueblo—, con una historia muy repetida por la gente: como que fue traída de regalo por un gringo católico, años atrás, cuando bendijeron la primera capilla y cuando ejercía su ministerio el buen padrecito, Andrés Elías.
Las equivocaciones del aparato tampoco confundían la vida trillada del poblado: ahora, casi nadie creía en la exactitud de esas horas; más bien, desde tiempo atrás, se acostumbraron a mirar al sol para calcular por dónde iba el recorrido del día, y fue tal la experiencia conseguida que no buscaban confrontar las horas supuestas con las del reloj cuando su andar era sin tacha. En los días oscuros del invierno, y también durante las noches, hacían cálculos aventurados y transitaban muy cerca de la exactitud.
La torre donde lucía el aparato solo la veían los vecinos del frente; entonces, era poco el servicio, aunque caminara bien. Más aún, cualquiera de esas horas ―la del reloj y la de la feligresía―, ya habían perdido la importancia para la vida del pueblo. Quienes las consultaban lo hacían por curiosidad solamente.
De todos modos, fuera la hora que fuera, lo más trascendental para los poblanos era que ya empezaba a mermar el sopor de esa tarde; modorra igual a la que sintieron durante todos esos días (así fueron los días desde abril hasta ese junio en que estaban); en otras épocas, esos meses eran con lluvias y fríos continuos; ahora, un sol constante estimulaba las canículas. Los viejos del pueblo, moradores desde muchachos, no contaban el cuento de calores tan extremados; los efectos ya se percibían en la naturaleza aporreada por las arideces. No valieron las mandas de algunos para salvar las cosechas, ni las rogativas solemnes entonadas los viernes con el padre Ángel María -el cura de ahora-, para plañir porque la estación caliente apaciguara sus rigores, el reverbero había pegado implacable y fue el culpable del letargo continuado que volvía taciturnos a los remansados en el caserío.
El silencio de la noche avecinada solamente lo fraccionaba la estridencia de cualquier comadre que gritaba a su muchacho, o las pisadas de algún equino que sacaba a las mujeres de sus oficios a rendijear por las puertas y por las ventanas. El pueblo había vuelto a lo que fue: una aldea muy pequeña, en ella todos se oían.
Los vientos refrescantes ya precedían a la noche próxima; atrás de ellos, los grillos de la tierra caliente prendían la entonación de las salmodias apropiadas para las primeras horas de la anochecida, y los bombillos de iluminación melancólica, que componían siluetas difusas sobre los empedrados, intentaban alumbrar al pasar su luz por entre las telarañas de los aleros.
¡Ochalí!: un pueblo muy viejo que ahora vegetaba sobre el limo de sus nostalgias; subsistían en él quienes no habían tenido con qué pagar el tránsito por algún rumbo, hacia cualquier parte, cuando se acabó la mina.
Estaba conformado por una cadena de casitas torcidas, que le hacían la calle a un camino que más acá y más allá era lóbrego, todas ellas con alturas desiguales, pegadas una a otra, retorciéndose como lo hacía el filo de la montaña; desde ahí se daban atisbos al río Cauca. Eran muy pocas las viviendas de ahora. Las otras casas, las que armaron los gringos cuando estuvieron, fueron feriadas para el desvalije, las sacaron quién sabe para dónde, solo quedó el rastrillado, de dónde las levantaron.
De lo que fue el pueblo en sus épocas de bonanza, solo subsistían las recordaciones. Volvió a ser el villorrio decadente, solo, triste, silencioso, todo al revés del tiempo de los dinerales. A sus gentes les quedó como quitapesares repetir, a los que llegaban a atestiguar el contraste, el cuento de las grandes riquezas que proveyó la mina, con las cifras manoseadas.
Desde muchos años, desde varios siglos, quién sabe cuántos, Ochalí fue un pueblecito modesto, muy modesto. Decían que en el lugar hubo un patio de indios pobres, supervivientes gracias a las bondades de unas fuentes salinas que les facilitaron el producto para hacer trueques misérrimos con las indiadas vecinas. Algunos colonizadores, desperdigados del rumbo de sus conquistas, pasaron por esos lados y, desilusionados ante la penuria dominante, no mostraron interés para asentarse en ese sitio. Durante la Colonia y hasta después de la Guerra de la Independencia, solo servía como punto obligado para que posaran los cogidos por la noche en sus cercanías. Fue ignorado en todos los mapas, en todos los censos y en todos los registros; tampoco tuvo regímenes religiosos o políticos. Era una tierra con pendientes pronunciadas que solo contenían maderas leñeras. Las pocas gentes del contorno padecían el apocamiento que estimula el conformismo.
Agricultores de temperamento aventurero, ilusionados por las tierras descansadas, arriesgaron trabajo y semillas en los faldones. Así repitieron las cosechas durante varias temporadas; después, alguno denunció los baldíos y logró obtener unos títulos para el respaldo de sus derechos. Precisamente, removiendo las tierras para otra siembra en lo desmochado y en lo quemado, encontraron unas puntas rocosas de consistencia distinta a las comunes en la región y, al sacar la tierra, a poca profundidad comenzaba un monolito. Al principio no hubo indagadores que le vaticinaran posibilidades halagüeñas a esas piedras, pero en pocos años corrieron los rumores sobre la existencia de los filones —quizás con oro—, multiplicados en las bocas hablantinosas de los buscadores de minas.
Durante un buen tiempo fueron constantes las romerías de los ilusionados por la riqueza de los pedruscos. Los conocedores decían que los colores del material rocoso evidenciaban vetas con oro o plata —dizque era lo más común que se pegaba a ese tipo de piedras—. Los llegados a indagar, contaban, pavoneándose, sus experiencias mineras, alardeaban de sus conocimientos, hacían merodeos por el lugar, miraban los terrenos por todas partes, conversaban con los vecinos, machacaban las cuentas con los pronósticos de los gastos y las ganancias posibles y, a los pocos días, comprendían que la explotación requería una empresa con recursos suficientes para la exploración, para las obras y para la maquinaria, si se pretendía lograr una producción rentable. Los advenedizos, sin fondos para satisfacer las demandas, comprendían que el mejor de sus caminos estaba en la ruta que conducía a los regresos.
Los terrenos, antes de que en ellos presumieran la existencia de los yacimientos, pasaron por varios dueños; durante algunos años los lugareños compraron o canjearon los títulos sin gestionar la legalización de la propiedad. Así, en la misma forma, cuando ya se hablaba de la posibilidad de las riquezas, llegaron a manos de don Servando Sepúlveda, vecino del contorno, hombre chupa sangre sin remordimientos (vivía, sobre todo, de lo que le capaba al salario de sus peones), paisano con labia afortunada y rudeza íntegra; de cara grande, acalorada, sombrero alón y poncho rayado, quien creyó en la posibilidad de obtener algún rendimiento económico si lograba demostrar la calidad y la cantidad de los minerales. Él dio, a cambió por el terreno, unos caballos viejos y unas vacas orejinegras, en plata no agregó nada. Siempre dijeron que había embaucado a don Jesusito, el dueño de los títulos.
En algún viaje que hizo a la capital, cuando ya tenía los títulos traspasados a su nombre, habló de la cuestión con un conocido, don Severo Suescún, importador de ferretería.
—Yo tengo una tierra grande —le dijo— donde hay buenos indicios de filones con algún metal; allá existen unas rocas que parece pudieran tener oro o plata, yo no sé cuál será, dicen que puede ser oro. Yo quisiera que usted me ayudara a buscar algún inversionista sabedor de la cuestión, que estuviera metido en ese ramo de las minas y también que tuviera platica para meterle al entable que se necesita…
—Yo creo que lo puedo ayudar a conseguir —le arrebató la palabra don Severo—, Son nada menos que unos norteamericanos; ellos, de pronto, pueden estar interesados. Y usted sabe que, si eso se logra, va sobre seguro porque, como dicen: «los gringos y los canadienses son las únicas especies sobre la tierra que tienen la capacidad de olfatear el oro a quince mil kilómetros de distancia».
Don Severo, contactó por telégrafo a un proveedor suyo que tenía referencias de inversionistas estadounidenses interesados en minas de oro. Ellos, en su respuesta, mostraron un mediano interés: en cualquier oportunidad se comunicarían con don Servando.
Habían pasado algunos meses, y en otro viaje de don Servando a la capital, don Severo, le tenía la noticia de que en pocos días vendrían unos representantes de su proveedor, también portaban el encargo de visitar el lugar de las piedras para llevar un informe a los inversionistas.
Los místeres llegaron a conocer la veta presumible. Eso fue algunos meses después de que pasara la plaga de las langostas; por esa época, don Servando, aún no tenía idea de cuál era el mineral que podían contener los cuarzos. Solamente les supo exagerar a los enviados algunas características que, según él, presentaban esas piedras, entre otras: ciertos relumbrones que daban cuando les pegaba el sol, y el peso, que a él le parecía distinto; la tronamenta que sucedía con frecuencia en ese lugar, prueba de que había algún metal entre la tierra. Ah, y la conformación de las piedras, en cuanto a la dureza y los colores, diferentes a los que él conocía.
A los gringos, finalizada la visita, aparentemente no los sorprendieron ni les interesaron los caliches esos; pero, con todo y la indiferencia con que los miraron, no se fueron sin llevarse varios costalados con piedras para los ensayes.
Transcurrió algún tiempo y los negociadores mantuvieron un silencio perfecto; de pronto, aparecieron otros místeres, sin avisar: venían orientados y referenciados por los que estuvieron en el terreno. Estos, ya eran unos socios de la empresa minera dedicada a la explotación aurífera en varios países, alardeaban de experiencia. Miraron el terreno con apatía total, parecían fastidiados. Ya habían analizado las muestras que llevaron los primeros, sabían e informaron a don Servando sobre el mineral predominante: oro y, renuentes a comentarlo, también conocían el porcentaje probable del metal existente en las piedras. Vinieron porque precisaban, antes de cualquier negociación, presenciar la extracción de otras muestras, para asegurarse de que los materiales que les ofrecían pertenecían a ese sitio.
Disponían de equipos para el trabajo y contrataron lugareños por algunos meses; definieron las perforaciones y con dinamita extrajeron muestras de varios puntos. Con el levantamiento de los planos topográficos, tuvieron una visión más precisa del terreno. El recorrido por el vecindario les sirvió para calcular la mano de obra disponible; el camino entre la vereda y la carretera central fue explorado y medido, el examen de las aguas aprovechables les dijo con cuántas pulgadas del líquido podían contar… y alzaron con muestras de la tierra y con veintiséis costalados de piedras extraídos en distintas partes de la gran roca. Ya estaban seguros de las posibilidades del lugar para albergar a los mineros y para construir los servicios públicos que satisficieran a una población grande. Su estada fue en una casa alquilada y, cuando menos se pensó, desaparecieron sin cumplir el tiempo de arrendamiento que habían pagado. La decisión para el día de la partida solo la sabía el arriero dueño de las bestias; ni siquiera le dijeron adiós a don Servando.
A los habitantes del caserío los entusiasmó la visita de los extranjeros, a pesar de las pocas palabras que dijeron; don Servando quedó pegado de la incertidumbre, no habían hablado de ofertas, de dinero, de negocios; lo frustró la indiferencia de los visitantes.
Sobre el pequeño caserío continuó el discurrir del tiempo, envejecieron más las vidas de sus pobladores viejos, entre la monotonía y la pobreza de siempre. Por la tardanza para volver a hablar del negocio, pensaban que había desaparecido el interés de los místeres en los filones. Tampoco volvieron los golondrinos con aparecimiento frecuente, seguro creían que el desinterés de los inversionistas grandes suponía expectativas de rentabilidad poco halagüeñas. No faltó quién hiciera burla a las ilusiones de don Servando al derrumbarse sus pretensiones de llegar a ser el gamonal de la comarca.
El villorrio siguió viendo a los que pasaban de largo, desentendidos de los comentarios abundantes y optimistas de antes que no llegaron a ninguna parte. Pero don Servando no apagaba el rescoldo de sus esperanzas, ni siquiera había vuelto a socolar los terrenos para sembrarlos, pensaba que a cualquier hora llegarían los compradores y no podría hacerlos esperar hasta cuando saliera una cosecha.
Después del tiempo, llegó donde don Servando, un estafeta enviado por don Severo Suescún, el ferretero. Traía una boleta, le decían que en dos meses volverían los de la compañía minera a proseguir con el negocio planteado, que respondiera si continuaba interesado. Él contestó que estaba dispuesto a escuchar la oferta.
Repuntaron como a los tres meses. Volvieron los que estuvieron la última vez más otro desconocido, era el encargado de negociar; también los acompañaba un señor con funciones de intérprete. En la primera conversación, luego del saludo frío y apurado, le propusieron a don Servando la compra de su tierra. Qué dijera cuánto valía. Para él fue una sorpresa, no estaba preparado para esa oferta. Pero al momento, iluminado con un destello vertiginoso de viveza, «le mató el pollo en la mano» —como dicen— al negociador: le propuso, sin repensarlo, que negociaran por una partecita de lo que la mina produjera, que convinieran el porcentaje. El recién llegado no lo dejó acabar de exponer su idea; se carcajeó con su propuesta y le dijo que ellos en ningún país explotaban las minas en esa forma. Tampoco quiso ofrecer, no dijo cuánto pagaría por el terreno. Cuando don Servando se resolvió a pedir, después de gaguear un buen rato, el negociador fingió sentirse perturbado por el precio exagerado.
El negociador había averiguado el valor de las tierras en la región y, sobre eso, añadió un porcentaje que pudiera atraer a don Servando: fue la base para la oferta.
No lograron negociar. Se gastaron todo el día en ires y venires, coparon todos los conocimientos del intérprete con locuciones raras y con modismos, le daban vueltas al asunto con toda clase de aseveraciones y argumentos, hasta cuando don Servando, al cobrar alguna confianza en el parloteo, sazonaba la conversación con chistes y anécdotas de pésima ocurrencia, que ellos interrumpían en cualquier parte. También se presentaron discrepancias porque las traducciones se enredaban con los tecnicismos del gringo; cuando hacían las aclaraciones, a veces, lo entendido era distinto a lo conversado; fue un día entero con entreveros verbales donde se medían la nimiedad de las ofertas contra la exageración en lo pedido, circunstancias que dejaban lánguidas las expectativas de don Servando. Ya era de noche cuando se despidieron. La cordialidad tenía sus fracturas. Ninguno habló de conversar nuevamente.
Al otro día, los visitantes abandonaron la aldea; aparentemente, daban por concluido el proyecto de la compra. De madrugada, estuvieron las bestias ensilladas y ellos listos para el camino largo; era una amanecida entretenida por una tormenta con todos los timbales. Más tarde, cuando Servando fue a buscarlos a la casa donde se hospedaban, encontró la noticia de su viaje. No dejaron ningún recado.
Volvió a enfriarse el negocio por otro tiempo, aunque don Servando, ubicado en su malicia, olfateó que había algún interés en los compradores. Presumía que la cantidad del oro aportada por los cálculos hacía suficientemente atractiva la operación de la mina. Pensó dejar transcurrir algunos meses y buscar, por otros medios, posibles compradores que le permitieran comparar las ofertas; mientras tanto, su situación económica, muy estropeada, le permitía vivir saltando matones entre las precariedades habituales.
El día menos pensado apareció, el mismo estafeta ante don Servando; esta vez la boleta decía que lo esperaban en Medellín en dos semanas para continuar la negociación.
Reunidos en Medellín, retomaron el proceso de los pedidos y los ofrecimientos. El negociador ahora se mostraba más accesible a las propuestas. Las conversaciones se extendieron otros tres días hasta cuando el precio y la letra menuda de la negociación estuvieron allanados. Era una cantidad halagüeña, pagadera en su totalidad a la firma de las escrituras, al legalizar los a lo fantaseado por don Servando, nadie como los místeres estaba en capacidad de ofrecer tanto dinero por esos faldones, sin porvenir para cualquier labor agrícola o pecuaria.
Al poco tiempo, pocos días, cuando circuló entre los lugareños la primera noticia de la venta de esas tierras a los gringos; sobrevino el empiece de una peregrinación con gentes de todos los pelajes; ellos conformaron la barahúnda que hizo crecer el villorrio de Ochalí como nadie lo presentía. De ahí hacia adelante, la vereda de vocación solitaria y paupérrima por siglos, empezó a transformarse en el pueblo que fue después, nacido en la finca vendida por don Servando Sepúlveda.
La noticia del negocio también hizo aparecer toda una fiebre de exploraciones en las vecindades; el asomo de cualquier piedra con algún tizne picaba a emprender perforaciones ilusorias, todas con resultados negativos: fueron huecos que hirieron los terrenos, hechos por los excavadores ávidos de dinero. Además, con las especulaciones sobre la riqueza encontrada en esa tierra, surgieron los memoriales contra los compradores por cualquier coma sobrante o faltante en los contratos; eran las demandas presentadas por los tinterillos cagatintas interesados en perseguir sus honorarios.
Don Servando legalizó los títulos de los baldíos, satisfizo los requisitos notariales. Entre los compradores y el vendedor llegaron hasta la superación de todos los trámites, quedó vencido el recorrido lento por las dependencias oficiales.
Por el mismo tiempo empezó a llegar a Ochalí la avanzada de los forasteros con idiomas desconocidos y cogió fuerza el arribo de las gentes que hablaban el mismo idioma, pero con acentos diferentes.
Mientras los gringos dilataban las conversaciones de la negociación, prepararon los proyectos y los planos para la construcción de las obras requeridas por la mina. En una explanada natural que lindaba con una corriente de buenas aguas, resolvieron disponer las oficinas, los talleres, los laboratorios donde tratarían el oro; un patio para las máquinas y los tanques con los légamos. A un lado serían las casas de los empleados e ingenieros; ahí cerca, los restaurantes, más allá un local con juegos y billares, un centro de salud y la escuela. Cerca, planearon la capilla, inaugurada por el recordado padrecito Andrés Elías, allí colocaron el reloj, el mismo de ahora, el que mostraba horas inciertas, el que trajo de regalo el gringo católico. Un poco más lejos, estarían las casas para los mineros con todos sus servicios. Buscaron el lugar, un lugar distante al caserío, para construir una planta hidráulica que satisfaría los requerimientos eléctricos de las máquinas y las casas. También tenían planeados los servicios sanitarios. Todo estaría edificado para empezar la producción.
Entre tanto, el caserío que fue paupérrimo iniciaba su ascenso vertical hacia el progreso. Aparecieron las oportunidades económicas por las demandas de los nuevos pobladores. Todos los días brotaban gentes atraídas por la marcha continua de los trabajos y por los runrunes de que era una mina con riqueza incalculable. Los potreros cercanos, que sólo servían para guardar algunas bestias, los llenaron con casitas ocupadas, sin terminar, por los recién llegados. Instalaron los negocios que el villorrio nunca había soportado: la pensión de don Rómulo, el hotel Savoy de los Villegas, el estanco, la panadería de doña Ilduara, el café el Indio y el café el Rialto, la tienda de don Rafael y la de los Buriticá, la peluquería Royal, el almacén de misceláneas de don Milo, la choricería de Ojo’e Veneno, la carnicería la Especial, las boticas de don Julio y Roberto Zapata, el salón de rizos de Isabelita, la oficina de correos y telégrafos…
El montaje de las máquinas costó cuatro años de trabajos. Coincidieron esos años con la Primera Guerra europea que no dejó cumplir con los tiempos del programa; durante la Segunda Guerra, careció la mina de materiales para su funcionamiento. Era una época con las industrias nacionales escasas: eso demandó la importación de los elementos esenciales, hasta el cemento; los clavos se reutilizaban, pagaban por extraerlos de donde ya habían cumplido un oficio.
Las máquinas ubicadas en sus puntos de trabajo iniciaron el funcionamiento, llenaron la región con ruidos forasteros, avivados por la sirena que marcaba los horarios del trabajo. Comenzaron sus bullas los taladros de aire, los compresores, los motores de gasolina, las trituradoras, los molinos californianos que, golpeteando con sincronía inacabable, volvían aguamasa los caliches sacados a toda hora de los socavones en las vagonetas que subían, rechinantes, sobre los rieles con perpendicularidad casi vertical. Movían día y noche los lodos que almacenaban en los tanques y que, convertidos en légamos valiosos, pasaban a la cianuración y luego sobre las mesas alemanas donde las pelusas destapaban su brillo; fundidas, conformaban la fantasía amarilla de los lingotes. Procesado el oro, periódicamente salían las remesas de las barras doradas en días que solo conocía el administrador de la mina, iban dos barras en cada mula, eran animales que competían en un corre que te alcanzo, azuzados por el arriero y por la cuadrilla acompañante, hasta la bodega de la carretera.
El pueblo creció, creció su comercio presionado por los abastecimientos que requería el funcionamiento de la mina. El número de los habitantes superó varias veces la cantidad de los vivientes originarios de la aldea. Los místeres trajeron las tecnologías de la época: la luz eléctrica, la radio, las neveras, la calefacción, el alumbrado público, el agua caliente en los baños, los sanitarios en porcelana, los discos musicales, los ventiladores, las planchas y las estufas. Ese pueblo, enconchado en la montaña, disfrutó, primero que otros más grandes, las primeras ventajas de la vida moderna…
Durante los veintiséis y seis años que funcionó la mina, la vida del pueblo era un hervir de parientes y conocidos. De las familias de los pueblos vecinos casi no había ninguna que no tuviera a alguien entre el personal. La mina contribuyó al fomento de las relaciones sociales en una época donde las visitas entre los conocidos era lo que abonaba la vida de las amistades. Muchos matrimonios se consolidaron durante el tiempo de la explotación y los nacimientos fueron numerosos. Los laborantes en la explotación guardaron durante el resto de sus vidas la satisfacción de haber pertenecido a la organización minera que transformó la vida de una comarca grande.
La región de la mina estaba saciada de aguaceros frecuentes. Un mes de mayo, un primer domingo de mayo, amaneció Ochalí debajo de nubes muy grises: eran más negras, grandes y pesadas las que amenazaban sobre los cerros tutelares, arriba, muy arriba, donde nacían las aguas que pasaban por la empresa. Iba mediando la tarde de aquel día cuando sintieron los primeros ruidos muy lejanos, fuertes y multiplicados en los cañones; la tempestad continuaba afincada en la montaña. Los estampidos progresaban. El pueblo entró en pánico. Sacaron a la gente de los puntos críticos y cerraron los socavones de la mina. El padre Ángel María, que era el párroco, mandó al sacristán a tocar las campanas a rebato. Serían las cuatro, cuando pegaron más cerca los estruendos como si fueran procreados y multiplicados entre las rocas que traía envueltas la tromba venida desde muy arriba. El cauce de la quebrada hizo como represa, las aguas y los fangos y las rocas no cupieron por su camino posible e inundaron la explanada donde estaban las oficinas, los depósitos, los talleres, y taponaron algunas guías profundas donde había mineros. Hasta la valla «Seguridad ante todo» anduvo arrastrada por la corriente hasta muy lejos. La avalancha fue inmensa, rodaba espesa, pausada, envolvente, solemne, creciente, hedionda, nada la atajaba; parecía empujada por las fuerzas naturales, apandilladas y azuzadas por todos los demonios. Algunas construcciones cedieron, arremetidas y tumbadas como cosas leves. Los gringos, que miraban desde lejos el espectáculo protagonizado por la naturaleza, prohibieron aproximarse a lo que rodaba. La máquina imparable del lodo que lo arrastraba todo, demolió las estructuras del establecimiento minero.
La tarde concedió el paso a la noche: la oscuridad por el derrumbamiento de los postes que sostenían el alumbrado, fue total; la lluvia que fue muy fuerte atemperó en una brisa leve con duración larga, esa fue el apéndice que estiró el horror de aquel domingo.
Al otro día, el balance de las pérdidas promulgaba la catástrofe; fue una suerte que nadie muriera o quedara herido. Los inmuebles de la administración minera estaban derruidos; los molinos, las fresadoras, los tornos, los esmeriles, los taladros, las máquinas, arrancados con sus bases, la caja de caudales ― doscientas arrobas―, allí estaban la remesa de oro, los documentos y los dineros, desapareció y nadie logró, ni ha logrado, indicios de ella, la buscaron en todo el trecho del río, hasta en su desembocadura al Cauca la buscaron; los campesinos indagaron por lo arrastrado y tras los meses que siguieron, llegaban con partes de las máquinas herramientas destrozadas, con escritorios metálicos arrugados, con varillas de acero muy gruesas hechas torzales como si fueran plásticos flexibles, con las puertas hechas astillas, con elementos de las oficinas que la tromba dejó aventados sobre los pastizales…
Los extranjeros que compraron las tierras a don Servando Sepúlveda, que llegaron tentados y seducidos por los minerales, esculcaron los filones hasta cuando la rentabilidad reñía con los presupuestos. Cuando exploraban, corrió la fama de que había yacimientos muy grandes y ricos, dizque eran los más ricos de la región, pero nadie dijo que eran inagotables. Y, con los años, después de sacar el oro, alzaron con lo que trajeron y se fueron.
Y cuando se largaron con todo, que todo era de ellos, fue como si hubieran regado de miseria la región entera, —donde van sacando el amarillo, nadie guarda nada, dicen—. Nadie quedó con nada. Los místeres y los que se marcharon con ellos dejaron, eso sí, una generación dispersada con fenotipos de todos los colores. Los últimos, los hijos y los nietos de quienes estuvieron metidos en la mina, los que se quedaron, agrupados como estaban en el coro de las lamentaciones y dedicados a los oficios peregrinos, luchaban ahora por subsistir en medio del despiporre económico, venido encima cuando el oro se escondió del todo. Y, para redondearlo todo, quedaron con malas herencias: entre ellos se conocían por efecto de los años, los mismos años que los volvieron recelosos y distantes. El pueblito volvió a ser lo que había sido: casi nada.
Ahora, iban a ser las seis y cuarto, aunque las horas que marcaba el reloj traído de regalo por el gringo católico, queda dicho que eran inciertas, ahora debían confiar más en las horas que adivinaban los parroquianos mirando hacia el firmamento al estar el día y, calculadas al aparecer la noche; pero era de tener en cuenta que ni unas ni otras horas afectaban los compromisos de nadie.
El silencio del villorrio iba más allá de todos los silencios, poca gente cruzaba esa calle larga; lo más trascendental que ocurría a esa hora, era que el calor bochornoso de la tarde, fuerte como el de todos esos días, iba siendo calmoso para todos.
Ya no importaba seguir tras el discurrir de las horas. La aldea, otra vez aldea, se movía abatida, sin horarios obligados.
Ahora, había pocos aconteceres que comprometieran el paso de las horas, en Ochalí nada trascendía, todo era fugaz desde cuando se acabó la mina.
Javier Gil Bolivar.