Están en la cocina desde hace un buen rato. Es la noche del sábado y son casi las siete y media; Juano y Argiro, sentados en los troncos de madera y Rita, de pie, recostada al poyo. Con el plato en una mano, comen lo preparado por ella con los restos ínfimos del bastimento: es una changua muy caliente, papas balín del redrojo con su cáscara, cuatro cucharadas de arroz y la tortilla de dos huevos repartida en las tres porciones y, de sobremesa, un poco de café. Ellos están enruanados y tienen puestos los sombreros que usaron en el trabajo. La vela encendida ya va en la mitad; su luz es perpleja, la mueve el viento.
A la cocina, al lado derecho del corredor, entran por una puerta con estructura deforme, y por otra parecida, en el lado opuesto, salen atrás de la casa; las cuatro paredes son de bahareques sin pañete, del color bermejo de la tierra; dos de ellas rematan sus esquinas en un hollín que sube hasta las alfardas y se propaga por las tejas. Una parte del espacio, a lo ancho y opuesto a las puertas, lo ocupa el poyo parado en tres puntales de guayabo, es en tierra pisada, sostenida la tierra, atrás y a los lados, contra el mismo bahareque y adelante por un orillo de nigüito. La esquina izquierda del poyo sirve como fogón, ahí están las tulpas, entre ellas meten la leña que empieza a arder sobre los rescoldos permanentes; el resto del espacio es destinado para poner los trastos, las ollas ocupadas y para servir las comidas; debajo guardan la leña recién trozada. En la pared del lado hay una tabla pequeña donde mantienen la vela y la caja de fósforos; más hacia la puerta, cuelga de un clavo el radio transistor ahora con sintonía que ganguea en Ondas de la Montaña; en el bahareque del frente está el almanaque del año y juega con el viento cuando las puertas están abiertas. El piso, como todo el piso de la casa, es en tierra con caprichos.
El fuego toma fuerza en las astillas de la leña, ilumina las caras de los tres, destaca los bahareques y acoge a la chocolatera tiznada, con el resto del café reservado para servir como merienda dentro de un rato.
Juano es un viejo larguirucho de carnes secas, ha pasado su vida afincada en una timidez irremediable; el tono de su voz desciende hasta los bajos donde se arrastran las palabras y, al hablar, lleva la mano inconscientemente a la cara para tapar el desportillado de su dentadura; sus ojos tristes nunca aprendieron la disciplina de la lectura y solo delataron su presbicia cuando desacertaba al enhebrar la aguja de arria, remendando los costales. Parece que en su ADN predominara algún gen de la ascendencia indígena, eso no ha dejado que encanezca. El corazón lo ha hecho trastabillar algunas veces, pero solamente eso: trastabillar, ha vuelto a su vida normal. Acomodó la honradez a lo ancho y a lo largo de su pobreza y su amor propio le impide cualquier actitud plañidera.
Argiro también es muy flaco, los soles del trabajo le han secado y oscurecido el pellejo, aunque no es negro; padece de ser imberbe, quién sabe cuál será la causa racial. Debe tener entre veinticuatro y veintiséis años, vividos en la paz desmantelada de la Honda. Ha compartido con Juano, su abuelo, los reveses prolongados y heredó de él, en vida, la melancolía de una existencia llena de soledades. Es alto, sobre la ceja derecha tiene una cicatriz queloide, más notoria al estar sin sombrero; al hablar con uno, mal sostiene su mirada de ojos entreabiertos; hace un caminar brincado por efecto de una polio que casi lo mata, siendo niño, y en su sonrisa escasa quedó pintado el devenir de las pobrezas prolongadas.
Y Rita ¡Ah, la vieja Rita!, hermana menor que Juano, es la experta en fraccionar las estrecheces. Su figura es de apariencia enteca, ha llevado soliviada la carga con las necesidades familiares. Madruga con su alegría a repartir lo que va quedando en el inventario pequeño de las provisiones. Y le echa nudos a cualquier centavo, que de pronto le cae, para utilizarlo a la hora menos pensada, cuando acosen las penurias. Es fácil distinguirla entre la gente: siempre carga consigo algún resto de sonrisa, aunque la escasez apure.
Juano, rengueando, lleva al poyo el plato donde comía; mete la mano por debajo de la ruana, saca del bolsillo de la camisa dos cigarrillos y le entrega uno a Rita; él va hasta el fogón y enciende el suyo en una astilla con llama; ella, detrás de él, hace lo mismo.
La casa está asentada sobre un descanso de la montaña; fue la primera levantada en la región. Durante los años se ha caído varias veces y otras tantas le han hecho reparaciones apuradas; ahora las paredes están torcidas y algunas vigas han cedido acosadas por el comején.
Además de la cocina, tiene dos piezas con paredes en bahareques, las separa un tabique con tablas verticales; en las dos acomodan cuatro camas, tendidas siempre con las mismas colchas de retazos. Parece que duermen sobre cartones, no hay colchones. La decoración en las paredes son dos láminas de santos enmarcadas, puestas torcidas, por su apariencia debieron sufrir con las humedades.
El corredor da contra el paisaje de la montaña, un paisaje en pendiente, muy hermoso; tienen troncos de madera para sentarse. Desde allí ven hasta muy arriba, muy arriba de la falda, pero no alcanzan a mirar el firmamento; cuando quieren echarles un vistazo a las estrellas, por ejemplo, salen afuera del corredor. Lo que sí pueden avistar desde ese punto son las curvas que hace la carretera de la vereda, hasta doblar por una depresión buscando el lado del pueblo. Mantienen el jardín debajo del alero, en tarros oxidados, con matas abundantes que se relevan para mostrar sus flores en todo tiempo.
La espesura de la vegetación montañosa, con las características de lo que se ve en los climas fríos, está adornada con «verdes de todos los colores»; a lo lejos, sobresalen los helechos y los palmichos contoneándose con los vientos; cerca, emocionan los matices de las orquídeas monteses. Por las cordilleras de los lados bajan dos aguas con limpieza imponderable donde espejea el sol de las tardes.
Esta es la casa de los Botero, descendientes de los primeros que llegaron a esta región, ellos la llamaron la Honda. Son los sucesores de Ángel de Dios y José Sufrido, hermanos venidos de el Guarzo, desterrados por una hambruna cebada en esa aldea, durante los años veinte del siglo pasado. Fueron los primeros que entraron a buscar qué hacer en estos lados, siguiendo una trocha frecuentada por cazadores; supieron de la región por un primo, ojeador con gran veteranía, quien los ilusionó, haciéndolos pensar que en este latifundio harían su futuro; por aquellas calendas nadie tenía posesión en estas heredades. Arribaron solos, sus mujeres vinieron después; cargaban como equipaje lo que les cupo en dos costales de cabuya. Se establecieron allí arriba, cerca de esta casa, donde ahora están los tres en la comida parva del sábado, donde empieza el repecho del cerro San Miguel; allí encontraron las posibilidades para aprovecharse de la naturaleza indefensa, ella los dejó coger y malgastar su floresta durante mucho tiempo.
Los primeros días fueron difíciles, premonición de los años venideros, que no lo fueron menos. Los sufrimientos aguantados en el Guarzo tal vez les hayan servido para aletargar sus pesadumbres. Improvisaron una covacha donde soportaron los días, las noches y los fríos severos: el paraje ha sido de lluvias muy frecuentes. Mientras hacían los primeros trueques de las maderas —lo primero que sacaron—, debieron conformarse comiendo hasta frutos del monte para calmar sus hambres; fue un desafío salir con vida en medio de las desesperanzas.
Comenzaron su itinerario en esta tierra —y lo acabaron con la vida—, quemando carbón, después de que vendieron las maderas; al llegar, tuvieron a la mano los árboles caídos y los ramajes secos que se dejaban utilizar con herramientas precarias. Hicieron las primeras plazas de carbón, trabajaban de la madrugada a la noche, perdían la cuenta de los días y las fechas en que estaban. Para sacar lo producido cargaban a la espalda de a dos bultos y hacían tres viajes diarios al depósito de la carretera, desde allí abastecían a los compradores del pueblo.
Detrás de los Boteros primigenios, llegaron los parientes, todos con carencias; algunos traían el parentesco cercano y otros con afinidades muy lejanas, pero la mayoría tenía pegado en cualquier pariente el apellido ancestral de los mismos Boteros. Esa colindancia familiar hizo que con los años aparecieran resultados funestos en las mezclas genéticas que degeneraron en malformaciones, en taras notorias y en las tendencias bobaliconas de unos cuantos. Surgieron los amancebamientos y los casos de sospecha incestuosa; eso hacía, obedeciendo a la prudencia, tener mesura al indagar por las ascendencias de los cruces parentales.
Todos se conocían. Los vínculos de la amistad fueron más grandes al llegar la maestra y al funcionar la escuela. Algunos hechos sociales fomentaron los encuentros: las celebraciones de los cumpleaños de las muchachas, los casorios, las navidades de vez en cuando y casi siempre las novenas a los difuntos.
La vereda mantuvo una población igual durante muchos años: el lugar no fue atrayente para nadie, a pesar de los progresos: la carretera de cotas inverosímiles, llegó hasta más abajo de la escuela. Subsistieron de la economía elemental, que la dio el bosque con sus maderas, aunque las distancias, complicadas con la verticalidad de los terrenos, hicieron que los resultados del trabajo, al paso del tiempo, rindieran poco.
Las demandas del carbón y las maderas obligaron a buscar el bosque más adentro. Llegaron con el corte hasta el Santo Domingo, que pasa encañonado, muy profundo; con los años lo salvaron con un puente y después arriesgaron la vida en las pendientes, atraídos por los faldones donde estaban confinadas las tierras fértiles.
Ahora, en este tiempo, la vereda consolidó una soledad patética. Buena cantidad de los descendientes de los pobladores más antiguos, y de los arribados en las sucesiones de los años, la han dejado por temor a los topetazos frecuentes entre los bandos de la guerra; huyeron por las persistentes exigencias económicas, esquivaron la entrega de los hijos como cuota para estar tranquilos mentirosamente. Solo quedaron los que no tienen adónde ir, entre todos suman muy pocos.
Los efectos arrimados a los conflictos aparecieron sin tardanza (entre los que no eran de por aquí se llevaron la paz, lo único abundante que tenían): las venganzas contra los que hacen algún favor a los que militan en otros bandos; los juicios y los asesinatos. El enrolamiento continuo de muchachos y muchachas, los cobros reincidentes de extorsiones, los secuestros, las desapariciones obligadas, el hambre de los sin trabajo, las investigaciones a las gentes nuevas, el chantaje, los incendios que acabaron con los patrimonios de quienes los hicieron con labores honradas, las muertes y los duelos, las mentiras que prosperan en los apremios, el grito de los secuestrados internados por los caminos, las obligaciones al silencio, la tristeza de los desplazados, las minas mutiladoras, las balaceras que trasnochan la calma, la evasión de los empleadores en sus fincas, los abusos autoritarios, el adoctrinamiento, la amenaza, ¡el miedo, el miedo, el miedo!…
Ana Rita, Juano y Argiro todavía roncean en la cocina a esta hora de la noche —ya van siendo las nueve, y hoy es sábado—. Se encontraron, sin proponérselo, a la hora establecida por la costumbre, un poco después de caer la noche, como casi todos los días, para hacer una última comida, invariablemente escasa. Mañana, alguno de los dos, Juano o Argiro, debe salir al pueblo a traer un poco de mercado.
Comieron, como siempre, en medio de los silencios cortados con palabras mermadas y contestaciones monosilábicas; conversan intrascendencias, articulan entre dientes. Lo que dicen es entendible entre ellos, solamente.
El palabreo de esta noche tampoco arriesga ideas claras y abundantes, las mudeces permiten a las conjeturas divagar por el ambiente de las confusiones. El muchacho tiene clavada la cabeza entre la ruana, desinteresado, soñoliento, la levanta un poco cuando lo inquieta algo de lo que conversan.
Juano consiente el pie, afectado por la erisipela: el dolor lo mantiene baldado desde hace días. Le cuesta moverse, hasta recurrió a un bordón de encenillo para mitigar el esfuerzo. Rita espera que hierva el agua con sal de Inglaterra para ponerle los paños, como lo hace a diario, buscando una mejoría que tarda todavía.
Juano, quiere desamarrar el silencio, en su cabeza procesa preguntas, intranquilo, mientras enciende otro cigarrillo; trata de atar los cabos que relacionan los sucesos de los últimos días:
—Rita, ¿entonces, uste no se dio cuenta de quiénes fueron los que la pararon en la carretera, cuando venía?
—Yo no los distingo, yo qué voy a saber quiénes eran —dice Rita—. Estaban vestidos como de verde, pero eran distintos a los que bajaron la semana pasada. Me preguntaron por lo que traía y me hicieron abrir la bolsa en que venían las cosas y también la otra donde cargo la sombrilla. Me preguntaron que uste qué estaba haciendo en estos días, y que por qué estábamos todavía por aquí; qué si no nos daba miedo. Ah, y también me preguntaron por Argiro. Tan raro, ustedes: sabían los nombres de todos nosotros, exacticos, como si nos conocieran.
—¿Por mí? ¿Y por qué, por mí? ¿Qué le preguntaron? —tercia Argiro. Asustado saca la cabeza de entre la ruana.
—Me preguntaron muchas cosas, me pararon como hora y media, no me dejaban seguir, me detenían con preguntas; yo no recuerdo todo, el miedo que tenía me lo hizo olvidar: que qué era uste con don Osvelio y que si sabíamos dónde era su casa; que dónde trabajaba, que si habían vuelto a reunirse en la escuela. Hasta me preguntaron que a qué va uste tanto al Carmen —dice Rita, tragándose los detalles.
—Y uste ¿qué les dijo? —inquiere Argiro.
—Pues qué, qué les iba a decir, que uste va a lo de la Acción Comunal, a las reuniones en la alcaldía, a pedir los materiales para la escuela y para la carretera; y cuando yo dije eso, uno de ellos le dijo a otro: «Allá es donde están los sapos» —cuenta Rita.
—Allá ni siquiera mencionan a ninguno de ellos. Ya me estoy dando cuenta de lo que pasa, por eso fue que la última vez, Bertulio me dijo: «ponga mucho cuidado porque yo creo que nos tienen a todos en la mira» —remata Argiro.
Ahora, Rita trae el agua caliente para los paños de Juanito. Él ha escuchado la conversación, lejano a intervenir; él, cómo nadie, sabe lo sucedido en la región. Los tres han vuelto a remansar en el silencio; mientras tanto, ella hace la curación. A Juano le produce estremecimientos la quemazón del agua hirviendo, el dolor es insoportable.
—Argiro, ¿qué problema ha tenido uste con ellos? —preguntó Juano, cuando superó un poco el escozor de los paños.
—Nada, abuelo, yo no he tenido nada con ellos. Lo que pasa es que son muy zalameros y a quien se la montan, se la montan. Vea: el hijo de Tavo lo único que les hizo fue que no quiso traerles un mercado, y por eso lo desaparecieron.
—No diga eso, Argiro, que usté tampoco sabe si eso es cierto, si fueron ellos, o dónde está él. Es mejor no hablar, es mejor que se quede callao —Rita metió la cucharada.
—¿Que no sé? La que no sabe es uste, Rita. Yo he oído y hasta he visto por aquí cosas que uste ni siquiera se imagina. Con decirle tanto como esto: ¿se acuerda aquella noche, hace como dos meses, cuando yo llegué muy empantanado y ensopado, y le dije que me había caído a una zanja? —rebajó el volumen de la voz, como si dudara que lo espiaban—. Esa noche que le digo, yo venía bajando por la carretera, arriba de la casa de Enoris, la casa abandonada, cuando oí unos gritos, gritaba que no lo amarraran; lo llevaban por el camino de la quebrada, yo distinguí la voz: era el hijo de Tavo, me tiré al monte creyendo que iban a coger por la carretera. Ahí me quedé hasta cuando ya no oía los gritos y me pasó alguito el miedo; como estaba lloviendo salí todo entrapado.
—¿Y a quién más le ha contado uste eso? —preguntó Rita.
—Pues yo no los recuerdo a todos. Pero no les he dicho quiénes lo llevaban, yo no los vi, solamente oí los gritos.
—¡Virgen Purísima! Argiro, ¿quién sabe con qué cuentos les llegaron a ellos? Seguro les dijeron que uste sabía todo. Uste sabe: aquí no se puede hablar —dijo Rita.
—Qué va, Rita, uste ya se está imaginando todo lo que le da la cabeza. Deje a ver qué va a pasar. Eso fue hace algunos meses y no ha sucedido nada.
—Entonces, Argiro, ¿uste no los conoce? ¿Uste no ha tenido encontrones con ellos? —volvió a preguntar Juanito.
—Yo no sé, abuelo, con cuáles se encontró Rita. Yo solamente tuve un encontrón con los que me robaron las truchas del charco, el otro día. Alegué con ellos al verlos, cuando volvieron a pescar las que no habían sacado. Esos sí eran guerrilleros, guerrilleros. Ese día les dije que eran unos ladrones, que nosotros éramos muy pobres y traíamos y manteníamos esos pescados con muchos sacrificios. No se los llevaron, pero uno de ellos, cuando se iban, me dijo: «Pueda ser que te quede tiempo para comértelas todas, gonorrea».
—Pero esos que estaban por aquí, según dicen, están ahora en el lado de El Cardal, allá es donde han hecho ataques en los últimos días —dijo Juanito y se quedó pensando. Los tres cayeron en un silencio cuestionado, que recelaba, multiplicado por la calladez de la noche en la vereda sola; después continuó:
—¿Qué hacemos, entonces, para ir mañana al pueblo por lo que necesitamos? Lo que soy yo, no estoy en condiciones para salir con esta renguera, todavía no soy capaz de caminar. Como están las cosas, yo creo que es mejor defendernos en cualquier forma, con lo que consigamos por aquí, así nos toque aguantar hambre, ya estamos acostumbrados.
—Qué va, abuelo. Yo voy a ir. Yo no le he hecho nada a nadie, abuelo; toda la envidia que me tienen es porque yo dirijo la Junta de Acción Comunal y no los he dejado mangonearla. Y tal vez les dio rabia cuando me enojé por el robo de las truchas, pero eso sucedió hace varios meses.
—Lo peor es que están sucediendo tantas bellacadas sin que los muertos o los que están desaparecidos le hayan hecho nada a nadie; o, dígame uste, Argiro, ¿cuáles fueron las maldades hechas por el primo Froilán Botero, tan partido con todo el mundo con lo que tenía? ¿Qué fue lo que hizo tan malo para que se lo llevaran del trabajo, dizque para hablar con él? Eso ya hace dieciocho meses y no aparece por ninguna parte… Pero, a la mano de Dios. — Juanito metió dos dedos a la relojera del pantalón, sacó los billetes que tenía doblados en seis partes y, como estaban, se los entregó a Argiro—. Eso es todo lo que tengo, si usté tiene algo, ajústele y, si no, dígale a don Euclides que me apunte unas cositas; como no le debo nada, rápido le pago el resto. A uste, ni lista le hace falta porque aquí falta de todo, vea a ver qué puede traer.
—La lista es lo de menos, abuelo. Y por lo de don Euclides, antes él me dijo la semana antepasada que no nos preocupáramos, ahora que uste había enfermado. Que no dejáramos de traer las cosas; después arreglábamos en cualquier forma.
—Ese don Euclides ha sido muy formal conmigo durante tantos años que llevo mercando allá, muchas veces me ha servido. Yo he procurado no quedarle mal —comentó Juanito y prosiguió—. ¿Sabe, hombre, Argiro?: hace unos días se le metió el ejército a la tienda y se lo llevaron a indagatoria porque, según decían, él, vendía mercado a los guerrilleros. Yo no sé al fin en qué pararía eso…
—Bueno, abuelo, será irme yendo a dormir, ya tengo sueño.
—Voy a tomarme un poquito de café como merienda, ya voy a acostarme también —finalizó Juanito.
Rita, que ha permanecido recostada al poyo del fogón, sin palabras desde hace un buen rato, pero con los ojos muy abiertos, se mueve y sirve de la chocolatera que está cerca a los rescoldos, el café que había quedado…
================
El mes de septiembre, en el que están, ha sido de muchas lluvias, ya va en la mitad de sus días; este domingo despertó brillante con un sol grande y una naturaleza limpiada por las aguas que abundaron en la madrugada.
La vereda, a pesar de la escapatoria de sus gentes, conserva el aspecto hermoso de su paisaje verde.
Los que no se han ido del todo, de saludos temerosos y sonrisas tímidas y tristes, repiten lo que hacen los domingos: llevan de paseo sus necesidades al pueblo; esas miserias regresarán con ellos en la tarde, insatisfechas como siempre.
Argiro, también va para el pueblo, traerá un mercado pequeño, acomodado al presupuesto limitado, para que no sean las hambres las que prevalezcan en la semana venidera.
Juano, está en la casa, anoche, después del café de la merienda, se acostó y durmió poco, como todos esos días; pasó la mañana lidiando su condición de enfermo, como en los últimos meses. Su dolor le permite moverse con dificultad entre el corredor y la cocina; soporta el padecimiento y lo demuestra en su cojera. Desde cuando se levantó, esta mañana, ha repetido miradas consecutivas al reloj, así, hace más largas las horas con su impaciencia.
Así ha pasado: desalentado, enruanado todo el día. Ha dormido sedentario en uno de los troncos del corredor, tal vez compensa el insomnio de la noche proveído por las preocupaciones acumuladas. Al despertar, calentado por un sol con calores obstinados, comprueba que apenas son las dos de la tarde.
El camión carepalo de don Tobías llega a la vereda todos los domingos antecitos de las cuatro. Regularmente baja hasta la escuela; trae a los que salen a mercar. Son muy pocos los pasajeros convocados ahora por el pobre, don Tobías. Cualquier vehículo asomado en la primera curva de la carretera se ve desde este corredor.
Casi todas las noches, los tres de esta casa se sientan en los troncos a esperar el sueño. Apagan la vela. En esas oscuranas solamente es visible la llama del cigarrillo que aspira Juano. Ellos han visto bajar, varias veces, a horas imprecisas, carros con apariencia fantasma que vuelven a subir al rato. Dentro de ellos, oyen lamentaciones y gritos, perdidos por entre las negruras y las mudeces de las noches; suponen que son de secuestrados llevados por los de algún movimiento guerrillero para el cañón del Santo Domingo. Cuando los espían, al pasar por el lado del alambrado, ven las placas tapadas.
Juano, prolonga el tiempo sentado en el mismo tronco del corredor, ese lugar es el suyo siempre. Está solo, Rita se guarece en la cocina, incapaz de soportarle la impaciencia que le desmadra el genio; y todavía falta gastar buena parte de la tarde, antes de que aparezca el carro. Fuma perseverantemente, ya queda la mitad de los cigarrillos en la última cajetilla, lo remata con aspiradas frecuentes. Refrenda las miradas al reloj y, detrás de cada una, mezcla, insistido, su atisbo suplicante a las curvas de la carretera. Todavía no es la hora para que asome el camión de don Tobías.
Una llovizna muy ligera, vaporosa, enfrió la tarde que ha sido cálida, ni siquiera vinieron con ella neblinas que pudieran aquejar la limpieza de la montaña.
En la misma forma transcurren otras horas, son alargadas por las consultas sucesivas al reloj, esas miradas abatidas parece que detuvieran su avance. A porfía le sigue el transcurso al segundero, así le da más largura a la duración del tiempo.
Por fin ¡No sabe cómo lo ha soportado! después de tantos vistazos, la aguja horaria ya está sobre las cuatro. Juanito, al mismo tiempo, no deja de forzar a la montaña con sus ojeadas y piensa que, ahora sí, estando sobre la hora, pronto asomará el camión de don Tobías.
Así transcurren los primeros minutos que van sobre las cuatro; después completa los diez y los veinte siguientes, y luego los treinta que ponen vertical al minutero, y no aparece nada; y los cuarenta, los cincuenta y son las cinco de la tarde, y prosigue la aguja horaria ufana sobre la otra hora, el camión no asoma.
El momento lo amilana, lo confunde, lo provoca a recapacitar sobre la vida; limpia y ajusta el mirador que lo devuelve en el tiempo: revive los recuerdos, merodea en los años cuando la paz era abundante, cuando se malgastaba, vivían con privaciones, pero sin miedo; así quema otro buen rato.
Rebota otra vez sobre la idea obsesiva del carepalo e inventa las razones por las que no llega todavía: pudo retrasarse en la salida o, lo que también es probable: vararse, como sucede algunas veces; o encunetarse, como otras tantas. Busca algún sosiego, enciende otro cigarrillo, la hora ya es coincidente con la hora en que los rayos del sol van siendo los rayos del sol de los venados; se conforma con la inmediatez de la noche y reconoce que en los afectos al nieto tiene ajustada la razón de sus afanes.
Rita le trae un café, lo toma sin paladeos, como si estuviera frío, otras inquietudes acumulan el interés de sus sentidos. Pocas palabras son las que se permite entablar con Rita; de pronto coinciden en que, menos mal, la noche sigue despejada.
En medio de la desazón transcurre otra hora. Ninguno de los dos tiene arrojo suficiente para apagar el silencio que va imponiendo el miedo, pero los interrogantes prosperan en las miradas.
La horaria y el minutero del reloj están cercanos, sobre las siete y media, nada presagia la llegada.
Esta carretera de la vereda está más sola que antes. Muchas veces ni un vehículo hace tránsito durante la semana. Los dueños de los establecimientos ganaderos desaparecieron de la región junto con sus reses y, los que sacaban las maderas, dejaron de hacerlo, mamados con las exigencias impuestas por los grupos. Todo hace parte de las causas que agrandan el efecto de las pobrezas y las soledades.
A esta hora (su reloj camina sobre las nueve y cuarto), Juanito ya se resigna a pensar que el camión no vendrá este día; pocas veces llega después de haber anochecido tanto. Debió sucederle algún inconveniente grave para cancelar el viaje, volvió a inventariar otras razones, enumeró en su cabeza otros percances posibles: dificultades en la carretera, devolverse por orden público, accidentes, problemas con los pasajeros, trancones, daños mecánicos, y otras cosas… Está en esas, se fija en la montaña, está sorprendido, acaba de asomar, relumbra una luz arriba en la primera curva de la carretera. No tiene razones para asegurar que ese es el camión, pero puede ser probable, no debe ser otro vehículo. Deambula entre los optimismos reforzadores de las esperanzas y los pesimismos que lo hacen lagrimar, se obliga a no dejar que salga suelta la cordura. Ahora su atención la retiene el carro, sea cual fuere, que empieza a bajar por la montaña.
Esa pendiente es un trayecto con especificaciones críticas, la prudencia obliga velocidad mínima; desciende lentamente. La noche, ahora tan definida, no dejará conseguir una apreciación segura de la tartana hasta que esté muy cerca a la casa. La mirada de Juanito no deserta un segundo de la pendiente, persigue la luz en todos los recovecos, espera desde cuando desaparece en las curvas hasta cuando vuelve el reflejo, esta expectativa se hace eterna. Pero hay un aliento, piensa: si ese es el carro, falta poco para que Argiro llegue. Y, si no es, los pasajeros darán noticias del carepalo de don Tobías. Se sienta y se levanta del tronco de madera, es todo nervios, olvida que el dolor del pie le duele. Sigue, consume toda su paciencia en ese proceso tardo del descenso.
No cesa de perseguir la luz, aminora la distancia con parsimonia desesperante. La noche va surtiéndose de las estrellas que se ponen sobre ese firmamento montañero, es tan limpia que hasta se dejarían contar, si uno quisiera.
Mientras esas ansiedades y esos devenires, la luz está más cerca, dentro de poco será segura la traza de ese carro.
—Rita —llama Juano—, venga y me ayuda a echar un vistazo a aquel carro que está bajando; ya casi se puede saber cuál es. Está llegando a la curva del roble.
Pasan otros segundos eternos, los dos se miran, miran y remiran hacía la montaña, prendiendo los detalles.
—Ese es el carro de don Tobías, Juano, ese es con seguridad, ese es. Ahí debe venir, Argiro. —dijo Rita.
—Sí, Rita, ese es el carro —asiente Juanito, respira con algún descanso.
Sólo resta que perseveren pocos minutos y tendrán el carro al frente de la casa.
A pesar de la noche con tanta luna, el punto donde se detendrá el camión de don Tobías es oscuro; la vereda carece de electricidad por todas partes.
Juano y Rita caminan hacia la esquina del corredor, él bordonea con trabajos, van alumbrados por la vela que ella lleva, vacilante de su luz al pasar el viento. El perro Marcial que durmió todo el día enroscado, con la cabeza estirada sobre la tierra, fue detrás de ellos con pasos perezosos; hasta donde llegaron se quedó quieto parecía como si fuera una estatua al perro.
Las miradas de los dos insisten convergiendo al mismo punto, la mudez de los dos solamente cambiará con la llegada del muchacho. Siguen más segundos. El vehículo está casi al frente. Al tenerlo tan cerca, extrañan lo grande del silencio que se impone. Cuando baja el carepalo, los domingos, se oyen los cantos o las voces duras, aguardentosas, de los que vienen del mercado y hasta los tangos se escuchan desde lejos.
Ya frenó del todo, demoran, nadie sale. Al fin un muchacho se define a lo lejos. Ahora está más cerca, lo reconocen: es el ayudante del camión, trae al hombro el costal de Argiro con el mercado; ¡qué raro! detrás de él viene don Tobías con la cabeza baja. Abundan los interrogantes rápidos, aún no se atreven a las preguntas.
Los dos pasan la puerta de golpe. Se acercan al corredor; el muchacho se hace a un lado y don Tobías, en silencio, como trastornado, llega y está al frente de Rita y Juano. Está sin aire, no logra alentarse para darle forma a sus palabras, es el llanto de un hombre, agacha la cabeza. Se consume el momento atizado por una indecisión grandísima. El muchacho, pasmado, ni siquiera acierta a descargar el bulto. Después de un gran esfuerzo, de respirar con fuerza, las palabras de don Tobías salen partidas, rematan el silencio triste del ambiente:
—Juano y Rita: no sé cómo decirles —dice don Tobías.
Hay un gran espacio para prolongar el silencio, silencio quebrado por el llanto de don Tobías.
—Mataron a Argiro —dice don Tobías, no es capaz de hablar más.
Todos alimentan la mudez. La noticia acabó con el resto de las palabras. Rita y Juano están doblados sobre el desconsuelo. Desde sus angustias siguen sin desanudarse los mensajes.
—Descargue ese costal donde pueda, m’hijo —dice don Tobías a su ayudante. Todavía tiene las palabras húmedas; respira para continuar, la noticia es dura —. Veníamos sin novedad y al llegar al Piedras nos pararon cinco guerrilleros, habían salido por la carretera de el Cardal, estaban muy armados, fuimos detenidos y nos amenazaron, creo que con metras; tuvimos que entrar el carro hasta donde no se ve desde la carretera; dos se pusieron al lado mío y tres se encaramaron atrás y les dijeron que necesitaban hablar con Argiro Botero, y con Ignacio Botero, el de abajo del Cangrejal. Los bajaron y los llevaron por la misma carretera por donde habían salido. Uno desinfló una llanta de adelante. Cuando alzaron con ellos, nos gritaban: «si avisan, les costará la vida a todos». Lo demás fue quedarnos completamente indefensos, impotentes. Al rato oímos unos tiros. En esas apareció la tropa, parece que los seguía; después fue el candeleo más verraco, yo no lo había oído en toda mi vida, hasta con bombas. Eso fue muy miedoso, y nosotros montando la llanta. Eso fue hace rato, muy temprano, como a las tres y media; ahí nos quedamos a ver qué pasaba, hasta cuando llegaron al levantamiento. Mucho después, antes de venirnos, vimos salir a los que hicieron la diligencia con los dos difuntos, para el anfiteatro del pueblo. Allá los tienen…Alístense ustedes; yo voy a bajar a la escuela a llevar esta gente, pueda ser que me alcancen los alientos. También les debo informar a los familiares de Ignacio… ¡Qué tristeza dar noticias tan malas! Ya vuelvo a subir para ayudar a salir a Juano, y para montarlo al carro. Deben irse conmigo, los necesitan para las vueltas del entierro.
Ya casi vuelvo.
JAVIER GIL BOLIVAR. Marzo 22 y 2021.