Casando con la hora en que apaciguaba el bochorno de la tarde en el Ochalí de su tragedia, don Alejandrino Argaméz, el cacharrero del tenderete al lado de la iglesia, precisamente donde empezaba la calle Larga, entró el taburete en que durmió a ratos, desde el mediodía, recostado contra la puerta del ventorro.
Al ponerse de pie, después de las horas sentado, desarrugó sus corvas con esfuerzo, estiró los brazos, en la actitud del que se desentumece, y completó el ejercicio con un bostezo grande que contenía la sumatoria del hambre y la pereza. Dio dos o tres rodeos por el frente del mostrador, a un tiempo disipó minutos pensando, anticipándose a lo que acontecería a su vida después de esa tarde.
Pasó otro vistazo al local, mirada tocada por la indiferencia, repasó los estantes vacíos o con cachivaches inútiles, en ninguno detuvo su mirada. Malgastó más tiempo discurriendo en lo que sería el resto de sus días; trató de husmear por las alternativas: no encontró nada que lo confortara; agachó la cabeza, le agregó a su cara una mueca de rabia, o desengaño, o miedo, o tristeza, o desamparo, o un gesto maldiciente; continuó pensando en inutilidades, nada dedujo. Se decidió, salió a la acera empedrada. Sin dudarlo, cerró la puerta de un golpazo. Frente a la chapa, le dio los giros a la llave, volteó despacio y quedó de espaldas al local. Pausó otro momento y miró abajo, hacia el parque, luego al frente, gastó más tiempo y salió a la calle; desde allí atisbó hacia arriba, hacia la cuesta de la calle Larga; cotejaba las fuerzas disponibles, para repartirlas en el ascenso; respiró hasta donde se lo permitió su asma y emprendió la pendiente con pasos ensayados. Tenía que jalar trabajosamente el lastre de sus ochenta y siete años cumplidos.
Iba anocheciendo. Él iba cabizbajo, vencido, muy vencido por su conflicto; las manos metidas en los bolsillos del saco de dril; en el izquierdo, más colgado, parecía calentar el frasco del expectorante. Empezó a hablar solo, de pronto accionaba con una mano, al compás de lo dicho para sus adentros; todas sus reflexiones eran repetidas, daba vueltas en el remolino de su desconcierto; estimulaba sus sentidos en la lucha por asimilar las penurias que vendrían –– presentía penurias muy amargas ––. Por donde caminaba ahora, fue la calle que lo llevó desde muchos años, por las tardes, más o menos a la misma hora, siempre por la acera derecha, a la pieza arriba en la terminal de la calle Larga, donde regateaba con la soledad el precio oneroso de las noches. En cada paso devolvía el tiempo a favor de sus recuerdos. Así caminaba: lerdo; así pensaba: solo en sus pesadumbres.
Don Alejandrino ascendía por la calle Larga; iba como iba siempre, como casi siempre: esquivando los saludos, alérgico a los cumplidos, lejano a las reverencias y a las lisonjas; esa tarde, casi noche, tampoco hubo quien lo acechara para saludarlo, menos para despedirlo. Así, como todos los días, la indiferencia marcó su tránsito.
Los años habían convertido a don Alejandrino en un personaje de Ochalí. Su negocio de las baratijas lo hizo conocido de los pueblanos y de los que llegaban, que eran más bastantes ––por el pueblo trashumaba mucha gente en aquellos años–––. Tomó un primer trabajo como mandadero, todavía muy joven; así empezó, trayendo y llevando los encargos y las encomiendas de sus clientes. Después, en el local donde dormía, construyó el mostrador y los entrepaños, aseguró ese punto como el que alojaría sus cacharros y trasteó su dormir a la pieza de la calle Larga, logró sostener esa venta por sesenta y pico de años. Fue el tiempo en que se sucedieron las harturas con la bonanza del poblado. En sus andanzas de encomendero trajo las partes con que se ajuararon los de las bodas, fue responsable de las cartas con el peso de los afectos y de las pasiones que se contaban y de las correspondencias familiares donde quedaban renovados los vínculos alimentadores de los afectos.
En ese cuchitril de Alejandrino, tenían cabida y reposo las cosas elementales, las lucrativas, revueltas con las inútiles y las más desemejantes con las parecidas, todo lo nacido del afán comercial del hombre para la satisfacción de las necesidades temporales: ganchos de ropa y para el pelo, pomadas Peña y Yemail, adornos y botones, hebillas, cucharas para el tinto, tricófero de Barry, jabón de tierra, agujas con hilo especial para las capaduras, unos borceguíes encargados, no reclamados; chupos y biberones, vasos de noche, el almanaque Bristol, agujas de arria, bolsas para agua caliente, polvos Coqueta, jabón de Reuters, gafas para présbites, fijador Lechuga, peinillas y peinetas, dedales, madejas de lana, cedazos, ungüento para el carranchil siete luchas, aceite de almendras para las purgas, sobres y papel de carta, encordados para tiples y guitarras, novenas a los santos de moda, bolas de naftalina, lápices, colores y cuadernos, piedras resortes y mechas para candela, hilo de Escocia, agujas y alfileres, naipes, dados y un parqués, barberas, cuchillas y máquinas de afeitar, alcohol al 40, y otra cantidad profusa de efectos y embelecamientos que estaban ahí, pero que los años habían borrado de su cabeza, donde reposaba el inventario.
Lo conocían por su vida paradójica, por el malgenio habitual, como de endemoniado, que lo distanciaba de cualquier sonrisa. Solo, cegatón, con cara abotagada, avaro, bajito, regordete, asmático, de respiración cansada, algo cojo y enredado en sus misterios… Entró en decadencia, como el pueblo, desde que se acabó la mina. Redondeó la adversidad con la bruma de la edad que le aplicó los achaques seniles: así fue como le dieron el jaque mate a su actividad de comerciante poco afortunado. En los últimos años pasaba buenas horas del día en el taburete, cuando el sol no daba contra su puerta, dominado por letargos sucesivos, vivía en cualquier forma, renegado de todas las pretensiones.
Don Alejandrino Argaméz llegó a Ochalí, sesenta y cuatro años atrás, huyéndole a un sumario abierto en un cuartel durante la guerra de los Mil Días, que lo condenaba, en ausencia, a pagar tres lustros de presidio en la colonia de Antadó.
Muchos desconocían los motivos que lo hicieron recalar en el caserío de ese entonces. Los interrogantes crecieron mantenidos por las conjeturas; algunos suponían que su llegada estaba asociada con los comienzos de la mina cuando abundaron los extraños, enganchados por los gringos; pero no, muy pocos sabían del incidente que lo enredó con la justicia; quienes conocieron la verdad, fue porque lo oyeron contarla al desdoblarse en sus borracheras espantosas. Las suposiciones solo sirvieron para armar una trama incierta que ahondaba los misterios.
Alejandrino era de un pueblo frío, de alguno de ésos donde se amañaban las desolaciones. Tenía unos meses de nacido cuando Samir Argamez, su padre, un sirio que apareció en el vecindario vendiendo cortes de telas; decidió esfumarse de la región borrando tras de sí todas las huellas que denunciaran cualquier rumbo. En ese tiempo, Herminia, la mamá de Alejandrino, ya había empezado a revelar los primeros presagios del trastornamiento cerebral que la acompañó hasta la muerte. Al comenzarle el mal, que hacía crisis por los días en que desopilaba, coincidentes con las lluvias, le daba por salir a la calle a cualquier hora y cómo estuviera vestida, haciendo recorridos sin rumbo determinado; los sentimientos de los vecinos al verla, a veces desnuda, se volvían fuerza bruta para llevarla a su pieza, donde, maniatada, porque se volvía agresiva, podía alcanzar estados febriles tan altos que concluían en alucinaciones, postrándola por varios días. Transcurrían las semanas dando muestras de algún restablecimiento hasta cuando, en el próximo aguacero coincidente con su ciclo, presionada por la obsesión que le provocaba la lluvia, se fugaba, iniciando el mismo recorrido alentador de sus dolencias. Resultado de las salidas sin protección contra las aguas y los vientos fríos, la aquejó una tisis galopante que, después de manifestarse, acabó con ella en pocos meses.
Samir y Herminia, que estuvieron unidos algún tiempo por las leyes de la casualidad, se repartieron los reproches. Sin conversarlo, él decidió abrirse, hizo distinto su camino. Ella murió la noche de un abril con muchas lluvias, en medio de una de esas fiebres que padecía. En consecuencia, Alejandrino, de tres años, fue llevado a compartir las necesidades de una parienta pobre. Al lado de ella vivió una infancia y una adolescencia llenas de privaciones, de soledades y trashumancias. A esa tragedia, siendo niño, le atribuyeron algunos, las extravagancias y las bipolaridades de Alejandrino.
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El caserío de ese entonces, Ochalí, donde iba a funcionar la mina pregonada desde dos décadas atrás, era un lugar desconocido; lo componían unas cuantas casas de bahareque y techos de cinc, encaladas y colocadas irregularmente a los lados de un camino serpenteante que, después torcía hacia el Cauca y viajaba hasta muy lejos. Desde tiempo atrás, se repetían en esa aldea los arribos de gentes alunadas por los filones de oro de extracción esquiva y peligrosa. Los que se expusieron a la aventura gastaron inútilmente sus pequeños capitales.
Cuando Alejandrino se apostó en Ochalí, fugitivo de la justicia como iba, lo del montaje de la mina grande reposaba todavía en el berenjenal de las diligencias oficiales, allá donde se dilata la realización de los proyectos; entonces, en medio de la pobreza que afligía a los vecinos, no le quedó más que hacer sino recurrir a los oficios insignificantes, con ellos ganaba para subsistir penosamente. Jesusito Roldán le dio la mano a los pocos días de su llegada.
Susito, tenía un pequeño hato lechero; todas las mañanas salía con cuatro de sus vacas, normalmente las recién paridas. Iban una tras otra; la primera del rejo en su mano, la segunda cogida de un rejo a la cola de la primera, igual las otras dos; los terneros también iban con ellas, embozados con una jíquera para que no mamaran. Así recorría el pequeño caserío diariamente y en las puertas de las contratas, ordeñaba el pedido. Ese fue el oficio de Alejandrino por varios años, con ese trabajo le prodigaban la comida, solamente eso.
Por fin, comenzaron los trabajos de la mina. Llegó la pandilla cariblanca de los místeres con especialistas en todos los trabajos. Pleitearon linderos, satisficieron las demandas por los perjuicios ocasionados; engancharon a la peonada que, reunida, hablaba con la mescolanza de todos los acentos. Construyeron las instalaciones requeridas. Retocaron el camino acotándolo con pendientes menos pronunciadas, eso permitió entrar en turegas los ejes pesados, las máquinas con las ruedas de gran diámetro, los tanques, los materiales, los combustibles. Llevaron la luz eléctrica. Al tiempo llegó la carretera. Abrieron otras calles, trazadas torcidas por albañiles de mal ojo. Construyeron casas con novedades muy modernas; las de los gringos remedaban a las casitas de El Valle Largo de Steinbeck. Alcanzaron la vereda las gentes de todas las condiciones y de muchos oficios: los carpinteros y los artesanos, el fontanero, el electricista, los comerciantes ―sirios y libaneses―, con las telas al hombro; el médico y un boticario, el sastre, el peluquero y el telegrafista, tres policías y un cabo, el cura, el sacristán, la modista y varias muchachas que permutaban, al escondido, pero muy constantes, los amores fugaces por la plata. Fue una sucesión de cambios: las gentes eran nuevas, las casas eran nuevas; los que vinieron hicieron del villorrio un pueblo nuevo.
Alejandrino no trabajó en la mina, sus aspiraciones a sibarita (placer que no pudo saborear nunca), le impedían someterse a horarios y a reglamentos laborales, quiso orientar sus intereses en las ocupaciones comerciales y ahí fue, con el poblado en crecimiento, donde empezó su actividad de encomendero.
Con los años, las calidades de la explotación multiplicaron sus rendimientos; al mismo paso crecieron los patrimonios de los que acertaron con su llegada a tiempo: a los del pueblo y a los forasteros, les tocó buena parte del progreso. Pero algunos se crecieron tanto que, con la repelencia de su carácter, parecía que quisieran aparecer como dioses de la tierra, entronizados recientemente. La mentalidad ufana del minero persistía haciéndolos pensar que esa fortuna sería eterna.
Fueron sesenta y cuatro años de explotación continua, con la prosperidad de ronda por todas partes.
Los que llegaron tuvieron alguna oportunidad, crecieron. Don Alejandrino se hartó de la bonanza, hasta creyó poder estar exento de llegar a padecer necesidades.
Cualquier día, imprevisto, comenzaron su declinación los beneficios de la mina. Los rendimientos ya no compensaban las pretensiones de sus dueños, disminuyó la producción y los aprietos aumentaron en progresiones alarmantes. La escasez de la veta se amangualó con la crisis mundial que desvalorizó el metal, así fue como decayó el estímulo de producir rentablemente, Se descontrolaron los vicios financieros; los dirigentes renunciaron a su oficio, los que obedecían eran pocos, se acabaron las razones para vivir en ese pueblo. Los que ganaron más, fueron los primeros en hacerse al camino ―como en los barcos que se hunden, donde las ratas también acosan para largarse de primeras―. Los elementos, los del llamado capital humano, complotaron, hicieron los huracos grandes en la estructura administrativa de la empresa. Así se fue causando la aglomeración de lo nefasto, hasta cuando se acabó la mina. La curva ascendente que testificaba el progreso de ese pueblo volteó su rumbo bruscamente, en la caída vertical se llevó consigo los desvaríos que la calentura del oro encendió en la mollera de los soñadores. La gente del poblado cayó envuelta en esa tromba,
Las gentes se fueron, casi todas: no tenían raíces que las apuntalaran a esa tierra. Quedaron algunos viejos que dejaron vencer, sin darse cuenta, el tiempo vigente de sus enjundias y sus ánimos; también permanecieron algunos jóvenes, conformistas hábiles, a los que la pereza había inutilizado para cualquier esfuerzo.
Don Alejandrino se quedó en el pueblo, reorientó el sentido de las telas del barco de su vida y buscó los empujones de otros vientos; trabajó con la confianza puesta en nuevos sueños, le arrimó el combustible al resto de sus fuerzas; creyó que, trabajando con pujanza nueva, aunque la mina no estuviera, lo apadrinaría otra buena estrella que le diera cualquier lumbre en la ancianidad que lo rondaba, no más que fuera lo de menester, siquiera que el hambre no lo atosigara.
Los días se gastaron, uno tras otro con más penas: nada hizo que su rumbo volteara por las corrientes del empuje bueno, los vientos aflojaron y luego no estuvieron; además, las brisas que llegaron después, provocadoras de empellones, soplaron encontradas; se esfumó la intuición que lo orientó a buscar sus beneficios en los mejores tiempos. No le quedaba más qué hacer: deshizo y empacó las ilusiones habidas en sus sueños; de ellas, no había casi nada y, con las sobras de sus quimeras, compró con qué hacer un conjuro a los recuerdos, para que así las nostalgias no lo importunaran con las abundancias que se fueron. Y, para concluir su vida honrosamente en el Ochalí de sus desgracias, concibió la taumaturgia de tasar parte de lo necesario en las demandas del subsistir paupérrimo, así pudo satisfacerse de vivir, sin estirar la mano para que lo socorrieran.
Siguió contando el tiempo. En ese punto, la vida de Alejandrino ya había finiquitado el rumbo, los años remataron los restos de los que fueron sus arrestos. Lo estragó su vida inútil ––de completamente inútil, poco faltaba para serlo––, canceló sus proyectos cancelados y decidió largarse para siempre, escogió el mismo camino, por donde decidieron irse los que se fueron. Resolvió prorrogarle el dilate a su pobreza asentado en otras tierras, donde no lo conocieran.
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Aquella anochecida, cuando el calor calmaba en el Ochalí de sus miserias, recorría el camino del ascenso hasta su pieza con los pasos que controló el cansancio; ya casi conseguía la terminal de la calle Larga, repetía su accionar con una mano a la par que hablaba solo.
Llegó a la pieza, se descargó sobre la cama, recostado estiró los pies, vestido, tenía puesto el saco, apenas se quitó las gafas: insistió en lo que pensaba, detrás de los recuerdos, en los años cuando empezó los ascensos todas las tardes por la calle Larga, repasaba lo mismo, dormía a trechos cortos, boca arriba; revolvía pensamientos vagos con los sueños enredados, efímeros, deshilvanados e inconclusos, todo lo olvidaba al momento.
Al despertar del todo, también acarreaba los recuerdos restantes de su vida. Esa era la última noche en el Ochalí de sus fatigas. Ahí quedaban canceladas las ambiciones, las ilusiones sin cumplir, falladas las promesas. Hasta ahí llegó la errancia de su vida, caminada alrededor del mismo punto de las recordaciones.
Inventarió en su cabeza lo empacado. Repasó con insistencia los recuerdos pegados a la pieza donde estaba: desde cuando llegó a dormir allí por los años en que el negocio pelechaba.
Renovó los trasteos de la memoria a los días cuando amanecía solo, enfermo, caliente por las fiebres temporales o apabullado por la soledad o de salto en salto sobre los obstáculos de la pobreza; cuando sucedían los desvelos pertinaces en las noches tan crecidas, tan largas. También volvió a las noches cuando prevalecían las querencias con Susanita… ¡Qué noches, las noches que fueron con Susanita! ¿Qué sería de Susanita? –– también a esa hora la pensaba; el recuerdo insistió perseverante y reconstruyó su figura, como durante una hora o algo más ––. La perdió, eso sucedió un buen tiempo atrás, ella revocó del todo los pasos de su vida encaminados a quererlo.
No volvió a dormir, intranquilo, al poco rato se levantó de un golpe, azogado por la preocupación de que lo cogiera el día. Oyó cantar los gallos, la impaciencia no tramó para dejarlo estar más tiempo en su cama dura, ya no tuvo vida; apenas habían pasado dos horas después de la media noche. No tenía horas, perdido como estaba del tiempo, salió a sentarse al borde de la carretera.
A las cuatro y media, más o menos, don Julio, el chofer madrugador del camión escalera, lo recogió con dos bártulos pequeños, fue todo lo que persistió de los años de trabajo en ese pueblo. Lo del negocio quedó feriado. Cualquier voz que lo saludaba desde el carro, la multiplicaba el silencio de la alborada.
Ese día, don Julio lo llevó hasta donde iba el recorrido de su servicio. Fue la primera escala del itinerario de don Alejandrino; desde ahí debió continuar la ruta de su éxodo, no supieron para dónde; él, tan descontrolado como estaba, ni lo sabría tampoco. De todos modos, el viaje fue un viaje sin regreso; no volvió al Ochalí de su pobreza. A ese pueblo no le tocó, siquiera, el desandar de sus pasos, con el caminar que fue cojo por el resto de su vida.
Qué magnífica producción LITERARIA. Cuentos de delicioso transcurrir de NOTABLE COSTUMBRISMO ANTIOQUEÑA. FELICITACIONES.
Muy agradables tus escritos , nos llevan directo a la imaginación , y a sentir como si la hubiéramos vivido , mil gracias por compartirlos , me encantan