fbpx Saltar al contenido

EL NEGOCIO DE LAS TOTUMAS

Muy madrugados llegaron a la plaza de ferias del pueblo que estaba situada, cuando eso, por los lados de Cuatro Esquinas. Era miércoles, desde el domingo habían contratado con don Enriquito Gutiérrez, comisionista vendedor del ganado que llegaba del Bajo Cauca, la arreada de cincuenta y dos novillos que vendió a don Euclides Tintinago, con el compromiso de entregarlos en su hacienda Corral Falso, cercana a Sopetrán.

        Como esas, eran muchas de las reses que llegaban a las haciendas del departamento, después de un viaje largo desde las sabanas de Bolívar y desde las riberas del Sinú (después de que en esos caminos y trochas perdían mucho peso), para la ceba intensiva con buenos pastos que las hacían recuperar su forma, y estar listas para el consumo al poco tiempo.

         Estaban en los primeros años de la tercera década del siglo pasado, época de una dura recesión económica que persistía con el castigo a los presupuestos familiares. Esa crisis empujaba a los muchachos a rebuscar todos los oficios posibles para disimular o atenuar el hambre en sus casas. Procuraban echar mano de todas las labores lícitas y de los pequeños negocios para atajarle la carrera a las necesidades apremiantes.

         Pedrito Rojas, Zabulón Sepúlveda y Nacho Pérez, fueron quienes llegaron aquella madrugada a la plaza; en varias oportunidades habían hecho ese oficio juntos, por eso, no era raro verlos con frecuencia en aquel establecimiento ferial, más o menos a esas horas, dispuestos a realizar su labor como reseros que les gastaría cuatro días bien caminados.

     El Mellizo Arboleda, administrador de la plaza, empezó a caminar por uno de los corredores, adelante de ellos, alumbrándose con la lámpara de petróleo. Iban al corral donde estaba la punta del ganado que debían arrear y que iba a entregarles cuanto antes.

      —Bueno, muchachos —les dijo el Mellizo, al paso qué caminaban hacia el corral — entre ese ganado hay dos novillos matreros, muy peligrosos. Si no fuera porque los conozco a ustedes, no les entregaría esas reses. Ustedes van a ser capaces. Esos animales bravos, los tengo amarrados a un bramadero, para que los amadrinemos con otros dos que he seleccionado por mansos. Después de hacer ese par de yuntas, saldrán ellas adelante y el lote de los novillos caminará detrás; les irá bien, estoy seguro, ya lo verán. Vamos a hacer ese trabajo cuanto antes para que no los coja el día y, de pronto, se les asoleen estos animales antes de llegar a la posada. A propósito ¿dónde piensan posar hoy?

        ―Vamos a ver si podemos llegar hasta la posada de don Indalecio, más allá de los Llanos. Puede ser que, al estar descansados estos novillos, nos resistan la primera jornada que es bien larga, tenemos que estar temprano en la posada para hacerles las calzas a los que lleguen “espiados” y proporcionarles bastante pasto fresco y agua suficiente a ver si pueden hacer las otras jornadas sin dificultad —respondió, Pedrito Rojas.

      Armaron las yuntas, esperaron unos minutos mientras se acomodaban a los yugos, terciaron sus talegos con las ropas que cargaban en bandolera y salieron. Adelante iba Zabulón, cabestreando las yuntas regaladamente, después, aborregados, seguían los otros novillos.

     Bajaron hasta el río y, antes de pasar el puente, juntaron los animales para contarlos; los preocupaba que, al estar tan oscura la madrugada, no fuera que se hubiera derrotado alguno en las calles finales del pueblo; y, por ahí derecho, aprovecharon para dejarlos tomar agua en una acequia que lindaba con el camino.        

     Reemprendieron el viaje. Cómo el sendero estaba bien seco, los amadrinados, que continuaban como punteros, pudieron avanzar seguidos por los otros novillos a un paso continuo y rápido. Cuando amagaba el amanecer, ya iban pasando por el alto de la Teresita; al poco rato cruzaron frente a la casa de la finca la Convención, donde, don Cecilio Palacio, tal vez recién levantado, estaba en el corredor; parecía tan entretenido tomándose su primer café del día, que no percibió el paso de la torada que todavía andaba rápido.

      A ese ritmo de andar, estaban seguros de estar a hora temprana en la posada de los Llanos, sitio donde llegarían al terminar la primera jornada.

     Preocupaba a estos arrieros la amanecida en aquella posada, que por muchos años fue propiedad de don Indalecio Restrepo, porque las reses que venían de pastar en las tierras calientes del bajo Cauca, tendían a encalambrarse por el frío de la noche en ese clima que era casi paramuno, y quedaban imposibilitadas para caminar durante varios días.

     La posada de don Indalecio, sitio obligado para la tregua de las boyadas que iban o venían de Medellín y para el reposo del ganado bajero, servía también para el descanso de los viandantes que hacían coincidir allí las etapas de su viaje porque podían pasar la noche en condiciones aceptables.

     Tuvieron suerte para la dormida: estaban en la posada los arrieros de los bueyes de don Pitasio Jaramillo y los invitaron a pasar la noche en el corredor, dentro del corral que hicieron con los bultos de mercancías que iban para el pueblo, sintieron poco frío, charlaron hasta cuando los venció el sueño estimulado por el cansancio.

      Los animales lograron soportar la noche sin resentirse. Muy en la madrugada los recogieron fácilmente, estaban en un potrero cercano y habían disfrutado de pasto y agua abundantes.

      Durante el día siguiente no hubo más detalles significantes para complementar esta crónica. Aquel jueves llegaron temprano a la posada Agua Dulce, muy adentro de Aragón, con los animales en buenas condiciones, solo había unos pocos afectados en los cascos y recibieron las primeras atenciones. Durante la noche hubo vientos fuertes, pero no llegó el aguacero que presentían al anochecer.

     Ya era viernes, al poco rato de estar en el camino, iniciaron de madrugada la jornada, pudieron adivinar que el día estaría calentado por un sol brillante, quemador, como es el sol característico de las tierras frías.

     Transitaron por un descenso suave en ladera; podían mirar un paisaje muy verde y extenso; la belleza de los grandes cañones que conformó la naturaleza, les quedaba grande a los ojos de los tres para admirarla. Era la primera vez que hacían ese camino que conducía a la tierra caliente. Nunca habían estado tan lejos de su pueblo.

      Esa noche posaron en el alto de Medina. Ya estaban a una jornada de la entrega de los animales que les confiaron en la hacienda Corral Falso.

      Llegaron a la hacienda de su destino como a las dos de la tarde del sábado. Los tres exhibían el cansancio represado por los días ajetreados de esa semana. Después de contar y encerrar los animales en el potrero que les indicaron en la casa de la Mayoría, quedó finalizado su trabajo, volvieron hasta el corredor y sentados en el suelo, disimularon el hambre y el cansancio con el sueño que se apoderó de los tres; los despertaron a la oracioncita para que fueran a comer. Luego les señalaron la pieza donde pasarían la noche.       

       Hacía algunas horas que ya era la madrugada del domingo, ya estaban en la primera jornada para el regreso a su pueblo.

       Les tocaba reservar fuerzas en el terreno plano para enfrentar las diez leguas de la loma del camino que conduce de san Jerónimo a san Pedro de los Milagros. Eran lugares desconocidos para los tres, estaban en medio de una naturaleza que exudaba calor; de los pajonales secos en los potreros a los lados del camino, el viento traía oleadas calientes que chocaban con el aire que parecía irrespirable, que agregaba otras cuotas al cansancio. Eran tierras fértiles con sembrados y cultivos distintos a los de la tierra fría, con árboles de tamaños muy grandes y con feracidad sorprendente.

       Iban en fila, una fila de tres que solo les permitía descargar toda su atención en el camino. Aun no amanecía. Las palabras eran escasas porque con ellas cuando conversaban le menguaban cupo a la capacidad de los pulmones. De pronto, cuando encontraban un agua al lado de la senda, buscaban refrescarse a las volandas, era una tregua escasa, debían hacer rendir el tiempo, los habían prevenido de lo largo y duro de ese camino, complementando la dificultad con la verticalidad de la pendiente que se aproximaba.

        Ya terminaban el recorrido del camino plano, estaban prontos a empezar la cuesta, las casas campesinas aparecían para la última vista en la llanura con el pintado del humo de sus cocinas, ya casi amanecía del todo. Decidieron darse un respiro en la primera casa que encontraran donde pudieran comprar un desayuno que los refocilara con algo caliente para afrontar esa jornada que, según las cuentas, demoraba hasta más allá de la media tarde.

       ―Buen día, señora ―gritó Zabulón desde la puerta del patio recién barrido, de una casa campesina. ―A ver si nos podía vender tres desayunos bien trancados porque tenemos que caminar todo el santo día.

       ―Dentren, dentren, que pa eso estamos. Se sientan un ratico, antes descansan, y ya mismo me pongo en la preparación. Me dicen qué va a querer cada uno, ya les digo que tengo para ofrecerles, rápidamente estarán despachados.

       Habían llegado donde deseaban. Era una cocina del camino, atendían a los transeúntes que comenzaban la cuesta y a los que terminaban el descenso y aprontaban el recorrido del terreno plano que conducía por las tierras del occidente hasta el golfo de Urabá.

         Cada uno recibió lo solicitado en cantidad que lo satisfacía suficientemente, les llegó también una taza grande, en peltre, rebosante de chocolate espumoso, además, una chocolatera llena para que cada cual recebara de acuerdo con su apetito.

          Comieron con la mejor de las disposiciones, hablaron sobre los detalles del viaje con los apuntes que todos aportaron, quedaron predispuestos para la jornada que iban a cumplir, los acompañaba la alegría y el optimismo; estaban satisfechos por el trabajo realizado y por los dineros que obtuvieron.

           Ya salían de la casa, cuando apareció un campesino vendiendo unos productos que sedujeron a los muchachos provenientes de la tierra fría, que buscaban por todas partes algún negocio que atenuara las dolencias económicas que los afectaban.  

           ―Oigan muchachos, tengo para venderles ―les dijo el campesino―, varios costalados de totumas de la mejor calidad, muy sanas, muy bien cortadas, cosechadas en plena menguante y se las doy a un precio que les puede dejar muy buenas utilidades en cualquier parte donde las vayan a vender. Abran el bulto que quieran y les garantizo que así están todos, ni una sola totiada siquiera, cada bulto tiene entre 180 y 200 unidades, de acuerdo con el tamaño. Si me compran tres bultos se los dejo a uno veinte cada uno.

         Los tres retrocedieron un poco, quisieron considerar esa oferta a distancia del campesino. Sabían que ese producto tenía buena demanda en la tierra de ellos donde las empleaban muchas veces como trasto para servir las comidas. El más entusiasmado con esas totumas era Nacho Pérez, seguramente hizo cuentas del probable rendimiento económico de la compra y en su pensamiento hizo la inversión de esas utilidades en sus necesidades más urgentes. Estaba seguro que al bulto que le valía 1,20 podía realizarle 5,40, ¡rendimiento fabuloso! Con entusiasmo les habló a los compañeros, dijo de las utilidades que lograrían, de la gran demanda que tenían las totumas y de la rapidez con que recuperarían la inversión; hablaba alegre, hasta cuando lo interrumpió Zabulón Sepúlveda.

         ―Vea, Nacho, yo no estoy interesado en ese negocio. Desde ya les digo que estoy contento con lo que me gané en estos días de trabajo y no quiero seguir con otro cansancio que no sé si va a ser productivo o no. Además, tengo un dolor muy fuerte en este hombro derecho que no me permite hacer fuerzas para cargar.  Hagan ustedes lo que quieran pa eso la plata es de ustedes.

         ―Uste si es muy bobo, hombre Zabulón ―dijo Nacho, mientras Pedrito permanecía en silencio. ―dejar ir un negocio de estos que nos va a proporcionar unos buenos pesos al vender esas totumas tan baratas, con el trabajo de cargarlas solamente, yo sé que nos las compran hasta sin ofrecerlas.

          ― ¡Aténgase ahi! Más bobo es uste, Ignacio, que está pensando en una compra para llevar a la espalda por un camino que no conocemos, durante tres días, por esta falda que nos han dicho que es muy brava, dizque para ganar una utilidad muy buena ¡valiente avispao es uste que no sabe siquiera del cansancio que nos espera!

         ― Bueno, bueno, no se trata de disgustar por eso, hombre, Zabulón. Cada cual puede hacer de su cobija un saco. Venga, Pedro, hablemos uste y yo con este amigo a ver si rebaja algo, si no, no compramos nada y cogemos el camino, que ya se nos está haciendo tarde.

          Nacho, llamó la atención al campesino de las totumas que estaba cerca. Fue hasta él con Pedrito. Sin titubeos lo enfrentó:

          ―Amigo, venga, pues, a ver si vamos a poder negociar las totumas. Necesitamos dos bultos. Diga, pues, a como los va a dejar.

           ―No, no, no, del precio que les dije no les puedo rebajar. Completar un bulto de estos tiene mucho trabajo: la cogida, la seleccionada, abrirlas con mucho cuidado, botar las malas, dejarlas secar sin que se rajen. Vea uste, ese es mucho trabajo. Vea, para que salgamos rápido de esto y por ser para ustedes que vienen de lejos, se las voy a dejar a 1 con 10 cada bulto, nada menos.

          ―Vea, amigo, nosotros queremos negociar con uste, pero no a ese precio. Esas totumas podemos venderlas, pero no como el arroz o el chocolate. Eso no se vende así de fácil. Para no hablar muy largo le vamos a pagar cada bulto a 52 centavos.

           ―A 52 centavos, a menos de la mitad de lo que valen, no, no, no, ni riesgos. Ustedes parece que no están por negociar. Mejor, que les vaya muy bien en el viaje.

           ―No, pero venga ―interpeló, Nacho   ―Es que uste nos hizo un pedido inicial muy alto. Déjenos esas totumas a 55 centavos cada bulto, usté no pierde nada y vea que sí queremos negociar.

           ―Cómo será eso, que quieren negociar: yo les rebajo diez centavos y ustedes me aumentan tres, ¡valiente negocio! Vean, pa que no jodamos más, les voy a dejar esos dos bultos en dos pesos, de ahi pa bajo no puedo bajar más. Digan a ver si quieren comprarlas o nos abrimos y listo.

            ―Qué vamos a hacer, ese precio está muy alto todavía. El cansancio de cargar esas totumas tres días no justifica lo que nos vamos a ganar. Dejemos por ahi la cosa. Otra vez será.

             ―Ustedes no son de por aquí, por eso no saben el trabajo que cuesta reunir esas totumas, ya se los dije, tiene uno que matarse mucho para recogerlas ―les dijo el campesino.

             ― Todas las cosas en este mundo tienen su trabajo ―terció Pedrito ―pero uno no puede jalar hasta ahorcarse. Uste tiene sus razones y nosotros también, todos queremos ganar.

             ―Vean, muchachos, lo que les he pedido es muy poquito. Yo, porque no tengo tiempo de salir a venderlas a San Jerónimo, allá les haría el triple. Yo, es que también necesito esos centavos urgentemente, pero tampoco es para botar el trabajo. Vean: se las voy a dejar en 1 con 80, y me pagan los costales, que de eso no hemos hablao.

              ―¿Costales?  ―dijo, Nacho ―¿cuáles costales? Estamos comprando lo que ya está empacado. Usted ya complicó las cosas, de costales no había dicho nada. Lo que le hemos ofrecido es como están las totumas, así, empacadas en el costal, como están. Ahora, si está interesado en vender, le vamos a dar uno con veinte por los dos costalados, ni un centavo más. Diga qué pensó.

              ―No, ni riesgos, en esa plata no les puedo vender estas totumas, con esa plata yo no hago nada… Pero vean, yo también soy aventao, vamos a partir la diferencia. ¿estamos? ¿qué dicen?  Como quien dice se las voy dar en 1 con 50 los dos bultos, eso es un regalo.

               ―Eso todavía nos queda muy caro ―dijo Nacho ―pero no tenemos tiempo para seguir discutiendo. Aquí nos va a coger la tarde. Está bien, venga para que nos ayude a organizar los bultos agregándoles algunas cabuyas para cargarlos en la espalda, ya le vamos a pagar. Estamos listos, hombre, Zabulón, ahí perdonás la demora, ya casi nos vamos. Cojamos el camino, pues.

                Ensayaron el peso de cada bulto, no era exagerado, pero algo incomodaba para caminar. Eran como las siete de la mañana cuando reasumieron el camino, el sol, todavía tímido, hacía los presagios de un día caliente, venteaba poco, todo contribuía a esperar un día fatigoso. El ascenso era pronunciado y continuo, les dijeron que no tenía cambios en su pendiente hasta llegar al alto de Medina, allí pasarían la noche, al otro día irían hasta Patio de Brujas y de allí, el martes, hasta el pueblo, serían tres días bien caminados.

          Caminaban a buen ritmo; Zabulón, que solo llevaba los talegos con la ropa de los tres, iba de último, intentaba dejar que ellos impusieran el paso de acuerdo con el cansancio que con cada paso aumentaba en progresiones invariables; habían caminado hora y media, cuando cruzaban sus miradas en las curvas frecuentes del camino empinado, cada uno mostraba en su cara las dificultades que vencían el dolor de los músculos en esa marcha. No había palabras para culpar a nadie, todos fueron informados de las grandes dificultades de esa vía y las asumieron porque ese atajo les evitaría un día de camino.

           Eran las diez y cuarto, eso confrontó Pedrito en su reloj tres tapas, Ferrocarril de Antioquia; se detuvieron para aprovechar un agua que parecía venir desde muy arriba como si “bajara de lavarle a Dios las manos”; los desestabilizaba una sed intensa, talvez exageraron las frituras en el desayuno, y con el día tan cálido que hacía, tenían para completar la sequedad en las bocas, acosadora a los tres. Ya iban a volver sobre el camino, Nacho, algo estragado, espetó palabras decepcionantes.

            ―Si yo hubiera sabido de lo duro de este camino ―les dijo― no me habría ilusionado con la compra de estas malditas totumas, las compré con el único propósito de buscar ganarme algunos chivos que harto me hacen falta… Si al medio día no han mejorado las condiciones de esta falda, no voy a joder más con esto. Me parece que no voy a ser capaz de cargar este bulto hasta por la tarde. Es mejor llegar con vida que reventarse uno.

      Estuvieron mal aprontadas las referencias del camino por los tres. Tal vez creyeron que en sus experiencias de reseros ya tenían sabidas todas las lecciones de las hambres y los cansancios durante los días en que asumían el oficio. Pero no, les faltaba aprender lo que era ascender de los 300 metros sobre el nivel del mar a los 3200 metros de la altura que les tocaba superar durante este día. Había mermado la eficiencia de ellos en la andadura, mellada por los desalientos adosados a todos los factores: la sed, el dolor en los músculos con los calambres, el hambre, los efectos contrastantes del calor y el frío.

          Ya casi era medio día cuando decidieron volver a treguar unos momentos, la respiración de los tres era apurada y la fatiga hacía su presencia. Nacho, intentó hablar para reafirmarse en lo dicho desde hacía un rato, pero prefirió ahorrar las palabras para mitigar con el silencio el gasto del aire difícil de respirar a esa altura.

           El camino era lóbrego, una naturaleza sola, solitaria; en lo recorrido hasta esa hora solo habían topetado a una pareja sopetranera que bajaba incómoda por el cansancio que reflejaban en las corvas debido al esfuerzo en la lucha contra la pendiente. Ese camino no era apto para utilizarse en cabalgaduras. De pronto, subían algunas mulas con cargas pequeñas para que pudieran soportar la jornada.    

           Al paso que iban, estarían llegando al anochecer, eso era temible por ser parajes desconocidos para ellos. Seguían ascendiendo por una ladera lindante con precipicios de profundidad incalculable, el piso del camino era sólido y cómodo pero la pendiente era de cotas atrevidas y continuas. Pedrito Rojas, que iba adelante, se arrimó al borde del camino y en tono suplicante les dijo:

          ― ¡Descansemos!  ―el aire que le quedaba no le alcanzó para otros gastos en más palabras. Con un acezar acelerado, trataba de recuperar los alientos. Los otros dos cotejaron con el silencio los balances del cansancio que involucraba a los tres. Siguieron algunos minutos recuperando la respiración, ninguno se atrevía a la hablada incómoda.

          Nacho Pérez, quien lideró la compra de las totumas intentó hablar, pero todavía aparecían los resuellos incontrolables. Pasó otro rato, cosa de un cuarto de hora, hasta cuando no aguantó más.

          ―Lo que soy yo, no cargo más estas putas totumas, pueden cambiármelas por libras esterlinas, pero aquí; ustedes pueden pensar lo que les dé la gana. Yo no cargo más este joto tan pesado y tan incómodo. Aquí mismo por este faldón las voy a tirar, ni pa Dios ni pa sus santos, solo sacaré unas poquitas para llevar de traído a la casa.

            ―Yo también voy a hacer lo mismo ―terció Pedrito Rojas ―qué cuento de ponernos a hacer un esfuerzo tan grande por una utilidad que, siendo muy buena, nos pone en riesgos de enfermarnos. Lo que si digo es que mi gran amigo, Zabulón Sepúlveda, puede sacar las totumas que quiera antes de aventarlas por este volao. Él no se ha burlado de nosotros por este negocio tan pendejo y nos trajo hasta aquí los talegos con la ropa.

           ―Yo también digo lo mismo   ―intervino, Nacho ―bien pueda coger las totumas que quiera, hombre, Zabulón. Bien hizo uste en no meterse en este embeleco. Así son las necesidades económicas, lo hacen tomar a uno unas decisiones sin fundamento, no oímos lo que usted decía. Tenía toda la razón.

          ―Yo solamente voy a escoger las que me quepan en este talego con la ropa, nada más.  ― les dijo Zabulón.

          Nacho y Pedrito, vaciaron los costales en el borde del abismo. Con Zabulón, vieron las totumas reventarse contra las rocas salientes del precipicio.

JAVIER GIL BOLIVAR agosto 28 y 2021

Deja tus comentarios Aquí
Publicado enCuentos

Un comentario

  1. Maravilloso relato como todos los tuyos Javier. Cada que te leo, reafirmo mi convicción de que eres un gran escritor. Viví cada momento de esos aventureros metidos a comerciantes, y admiré el aplomo y la decencia de Zabulón. Una duda: ¿el vocablo «uste» debe tildarse?. Saludos caro amigo

Los comentarios están cerrados.