¡Eh Ave María, si hace bastantes años que conocí a don Arturo Mazo! digo don Arturo por el respeto que su edad obliga y también por los merecimientos de su vida, llena toda ella de honradez en sus actuaciones.
Recuerdo a don Arturo desde cuando vivía en la casa de su parentela, abajo de el Sacatín, al frente de la casa de don Julio Correa y arribita de donde vivía la abuela del buen padrecito Andrés Elías; desde cuando eso ya tenía agregadas a su figura las gafas que siempre fueron de marco plateado y que subrayaban, con la arruga habitual que hacía en la parte superior de sus narices, su identidad inconfundible. De porte alto y delgado, ojos pequeños con mirada investigadora, pero sin pretensiones; casi siempre de camisa blanca y pantalón de tonos oscuros (cómo lo mandaba la elegancia); eso era lo que dejaba ver para retratarlo porque estaba a toda hora detrás de la vitrina refrigerada que le llegaba hasta los hombros; atrás de ella pasó buena parte de su vida, atendiendo en la salsamentaria el Submarino.
Ahora, cuando la familia de don Arturo se ha convocado para celebrarle los cien años de su vida, resurgen los recuerdos de aquel lugar, el Submarino, sitio creado y dirigido por él, y que fue el punto para los encuentros impensados de quienes somos contemporáneos; donde nos reuníamos, con frecuencia, a entonar las salmodias conque, mediante las palabras, estimulábamos, la pervivencia de la amistad que nos unía.
En el Submarino de don Arturo, hay que decirlo primero que todo, fue donde nacieron y se consolidaron en matrimonios, muchos de los romances de aquella época; era uno de los pocos lugares donde las niñas tenían el permiso de sus casas para entrar. Allí florecieron bastantes amores, animados por la música de los Panchos, Juan Arvizu, Ortiz Tirado, María Luisa Landín, Bobby Capó, Hugo Romani, María Elena Sandoval, los Tres Diamantes, Lucho Gatica y algunos otros ―que no muchos, porque cuando eso no había una cosecha de cantantes tan desaforada como la de ahora ―; eran nombres de intérpretes y letras de canciones con lejanía cuaternaria para nuestros descendientes; cantantes digo, que soltaban sus voces románticas, encantadoras de los enamorados, que podían seleccionarlas y oírlas con la moneda de 10 centavos aplicada al piano del establecimiento, el más sonoro del pueblo. Cómo dirían los escritores gloriosos del siglo XIX, loor a don Arturo, que tiene a cuestas haber acolitado, inconscientemente, muchos matrimonios cuajados en aquel su establecimiento a lo largo de los años.
La salsamentaria El Submarino, de don Arturo Mazo, fue para muchos aledaños a nuestra edad, el lugar que acogió las primeras manifestaciones de las relaciones sociales. Los coincidentes en la amistad nos reuníamos allí, sin ninguna cita previa; inspirados por un buen café o por un pocillo de leche caliente con dos cubos de azúcar, conversábamos y divagábamos sobre las cuestiones más diversas, conducidos o mangoneados por los adictos a pontificar sobre cada asunto: los deportes tenían a los practicantes o conocedores de ciclismo o de fútbol; entre esos sabios, cuando no coincidían sus apreciaciones, se desataban las discusiones que dejaban, invariablemente, remates en punta, al no ceder ninguna de las partes; las noticias de actualidad, sufrían alteraciones porque los medios de información eran escasos; los débiles por la política tenían allí la mejor oportunidad para deshacerse de sus entripados, allí también se desahogaba en sus comentarios, el que había tenido con qué entrar a la película que proyectaban en el teatro Coliseo. En fin, El Submarino fue como un Ágora pueblana donde aprendimos a saborear el efecto de armar frases con palabras bonitas y a endurecernos de la pelambre para soportar las lesiones que le hacían a nuestro honor cuando salíamos mal librados por tener para mostrar, solamente las pobrezas de los argumentos.
A todas esas, don Arturo, captaba las ideas expuestas por los tertuliantes que le quedaban cerca, sentado en el punto desde donde comandaba las operaciones del negocio y desde donde le llamaba la atención a alguno, cuando la forma de su lenguaje, se salía de tono. Tampoco era raro verlo aflorar una risita de satisfacción al darse cuenta que vapuleaban las ideas de quien se las daba de sabiondo.
Estas frases mínimas, hiladas de la madeja con los recuerdos, solo pretenden reforzar la memoria a un yarumaleño, a don Arturo Mazo Lopera, centenario en su edad por estos días, que fue modelo del trabajo; tan dedicado a él, que hasta piensa uno que sólo conoció las calles del pueblo que lo llevaban hasta su casa; que persistió por décadas en su establecimiento, que repartió afecto a montones entre su familia y que, sin pensarlo, nos dio la oportunidad de aprender muchos conceptos en las charlas intrascendentes que hacíamos los de nuestra generación, con su tolerancia, en las mesas de El Submarino.