Mi amigo del alma, Hermógenes Caralampio Muñetón (que al lado del Buen Dios goce), natural de Anorí, Antioquia, dejó esta vida a consecuencia de la complicación de sus ideologías ladeadas o muy torcidas hacia el lado extremo de la izquierda. El declive definitivo de su paso por este mundo empezó cuando incitó y patrocinó a varios muchachos para prenderle candela a unos vehículos oficiales. Los carros pertenecían a la dependencia gobernativa donde él era escribiente, él sabía dónde los parqueaban, conocía la deficiencia de la vigilancia y dio la información, las arengas y las instrucciones para hacer el daño fácilmente; y cómo era época de manifestaciones políticas, los izquierdosos estaban ávidos de objetivos, y lo hicieron. Fue sapeado por uno de los pirómanos que resultó encarcelado, por eso lo detuvieron y, ese confinamiento, más sus achaques preseniles, dieron buena cuenta de su vida. Tenía bien complicados sus pensamientos de izquierda porque, siendo funcionario del gobierno, no aplacaba sus escurridas a la oposición intransigente; había quedado ganando en todas las rotaciones políticas; siempre fue renombrado en el mismo puesto; entre tantos gobiernos que lo habían sostenido tuvo suerte para que no lo despidieran. En todos esos años de trabajo, no encontró un mandatario que lo halagara y le hiciera nacer la convicción de prestar el servicio lealmente, estaba invadido por el pesimismo y su pensamiento giraba en torno a la descreencia de todo.
Hermógenes Caralampio, fue hijo, con otros seis, de un policía municipal que, en su juventud, cuando estuvo en el regimiento, hizo parte del contingente del batallón Colombia enviado a Corea. A su regreso de la guerra, como le prometieron, fue asignado a la fuerza pública de su municipio y allí se desempeñó con una poca simpatía de sus paisanos. Era de pensar autoritario, de procedimientos aviesos y creía que, por su experiencia en el país extranjero, manejaba los argumentos para decir, juzgar, opinar y contradecir sobre lo celestial y sobre lo terreno. Así fue por algunos años, hasta cuando un campesino de genio mala leche, en una discusión política, y cuando las palabras del policía lo agredieron, provocó una trapisonda que se convirtió en asonada; el paisano que era zurdo desenvainó el machete y, sin darle tiempo al policía para desenfundar su arma, le provocó una herida sobre la sien derecha que le hizo perder el ojo de ese lado. De ese entrevero y por lo del ojo, fue sacado del servicio activo y surgió el apodo de agente Ojoeculo, que lo acompañó por el resto de su vida.
Bueno, pero el asunto propuesto es con el hijo, con Hermógenes Caralampio, quien llegó al colegio en la diáspora que su familia debió emprender hasta nuestro pueblo por peleas en el de ellos con los vecinos de la cuadra, que los prometieron con amenazas de muerte.
A Caralampio, de condiciones económicas pobrísimas, lo favoreció una beca para estudiar en un colegio público ―donde hubiera cupo―, intrigada por un amigo político; esa beca fue aplicada en nuestro colegio. Venía del centro correccional de Fontidueño donde estuvo detenido dos años por haber robado en la iglesia de su pueblo la alcancía de san Antonio de Padua en uno de los días del novenario; en la reclusión observó buena conducta y logró hacer dos años de bachillerato.
Lo conocí, entonces, cuando entramos a tercero; a pesar de lo opuesto de nuestros pensares, coincidíamos en algunas aficiones, especialmente en la de la lectura; por lo demás, sus inquietudes lo llevaron a caminar siempre en el lado opuesto por donde lo hacíamos los mortales de tierra fría que solo estábamos capacitados para creer en lo que convenía a los intereses tradicionales. Éramos críticos moderados de aquellas actualidades, pero tampoco padecíamos el reconcentramiento de mirar con los ojos tapados los sucesos favorables al progreso; para nosotros, Caralampio, era un emancipado con ideas revolucionarias y socialistas que deseaba aplicar directamente sobre los demás, fue de ambiciones por vivir como un sibarita con todo disponible a sus pies.
Nunca fuimos capaces de tranzar con sus principios, obedientes a los conceptos aprendidos, seguramente, durante los años que lo detuvieron en la correccional de Fontidueño. Nuestros preceptos, que no acampaban más allá de los sueños adobados con lo romántico y que iban tras la búsqueda de lograr un futuro mediante la fuerza del trabajo, sufrían encontrones con los cánones suyos que estaban desarraigados de cualquier sentimiento optimista y orientados hacía el camino de las luchas armadas.
Era aspirante a participar en todas las actividades estudiantiles: consejo estudiantil, programas radiales, periódico, grupo escénico. Pero en todas ellas duraba poco su presencia porque esa manifestación ideológica iba en contravía con los demás. En la vida real, nuestro liderazgo idealizado solo llegaba hasta la creación de los consejos estudiantiles donde ideábamos las campañas para el orden y el aseo del colegio, mientras el suyo, su ideario personal, buscaba la adherencia de todos los compañeros a los movimientos universitarios de inconformidad, que por todo exigían paros para buscar solidaridad con las causas más inverosímiles. Hubo hasta la búsqueda de apoyo para los que protestaban por la guerra de Viet Nam, país que mi amigo, Caralampio, ni siquiera tuvo curiosidad por saber dónde quedaba y que pretendía que nuestro pueblo lejano de provincia participara activamente en los clamores que desoiría el mundo entero. Nuestros pensamientos nunca coincidieron y nos alegraba que fuera así, porque, aunque nuestra amistad era insobornable ante los proyectos, cada uno vivía ahíto de sus pensares y reclamaba sus revanchas cuando uno de los dos encontraba algún adherente a sus cavilares.
Cuando Fidel Castro entró triunfante a la Habana, Caralampio, repudió con fuerza aquella acción ante los congregados en sus reuniones de amigos, por haber sido auxiliada por los gringos. Pero, al poco tiempo, cuando el barbudo se declaró marxista leninista viró todos los grados de su opinión para caminarle con la admiración a ese régimen y a sus secuaces.
Lo escandalizaba todo desafecto que la sociedad daba a los ancianos. Pero cuando su mamá quedó viuda, huérfana de los cariños de sus siete hijos, muy pobre, tuvo las disculpas precisas para justificar su tacañería y sus ausencias.
Predicó que el estado debía asumir la oferta de empleo y de satisfacción a las necesidades para un porcentaje alto de la población, que los ricos debían cubrir otro porcentaje y que era obligación de todos aportar trabajo a los connacionales. Cuando vivió en la cuasi opulencia de los empleos burocráticos, desdeñaba a paisanos y conocidos para alejarlos de sus solicitudes de ayuda.
En cada campaña electoral, alertaba a sus amigos a votar conscientemente, pero lo consciente de ese sufragio era que fuera por su candidato, un candidato que no era de los de siempre, decía. Alguna vez, sus copartidarios que ganaron la alcaldía, que pretendían acabar con todos los robos y con las injusticias, en la mitad de la gestión el triunfador fue detenido, y que por varios años pagando cárcel por una malversación de los fondos que casi quiebra a ese municipio.
El amigo, Caralampio, acabó su periplo por la vida y salió de ella obstinado en que lo suyo, la extrema izquierda, era lo cierto. No hay gloria para su existencia porque fue un resentido, porfiado en la destrucción, pensaba que al acabar con lo que hacía la derecha, abría el camino que nos llevaría hasta el punto desde donde divisaríamos el valle hermoso de un país nuevo. Esas eran las fantasías banales que lo obsesionaban.