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LA TÍA AURA PASTORA

Tal vez tendría cinco años cuando conocí a la tía Aura. Recuerdo perfectamente que eso fue al llegar a nuestra casa para buscar en el pueblo un tratamiento médico y, creo que también aprovechó la ocasión para viajar hasta Angostura, a endosarle al padre Marianito alguna necesidad grande para ver si la ayudaba a buscar las soluciones; el cura, ahora beato, ya se alistaba para el emprendimiento del camino hacía los altares y tenía placas que agradecían sus favores.

       Fácilmente rememoro su llegada aquella tarde oscura de mayo; era uno de esos meses en que las lluvias abundaban en la tierra fría. Ella estaba muy joven, talvez tenía dos hijos, la memoria no me ayuda a recobrar esas cuentas.

       La tía era de estatura mediana, hábil para sus movimientos, piel muy blanca y una sonrisa amplísima y contagiosa que transmitía el optimismo; su alegría seducía para estar cerca de ella y disfrutar de sus caricias en mi pelo; su cabello era en rizos, a la moda de ese tiempo; no recuerdo el color de sus ojos, o talvez sí, pero soy incapaz de definirlo; cuando conversábamos no la perdía de vista, le prestaba mucha atención por la bondad atrayente conque miraba. Era buena lectora, lo que caía a sus manos absorbía su curiosidad y le participaba a uno de lo que leía con las explicaciones que precisaban las ideas del texto, parece que hubiera tenido alguna predisposición para ser maestra porque abundaba en la paciencia cuando hacía las aclaraciones.

     Me parece que, de aquellos días, en cierta forma vacacionales, debió regresar a su casa harta de mis palabrerías, porque la acosaba en todo momento para proponerle un buen surtido de temas insustanciales; claro que ella tenía la culpa de eso, sus palabras las combinaba con unos matices tonales que agrandaban el significado de lo que decía, amén de que su risa, al celebrar mis bobadas, me envalentonaba para desoír los repelos de papá y mamá, y para continuar con mis preguntas.

     Así pasó con nosotros algunos días que fueron pocos, fue una visita que ha vivido en mi memoria como una parte muy alegre de mi infancia. Aunque para mí, también quedó cierto sabor ingrato; no dejo de olvidar que lo peor de esa estada sucedió el día que ella se marchó de madrugada, de acuerdo con su programa, y no tuve la oportunidad de despedirme. Fue grande mi mortificación y mi decepción al levantarme y no encontrarla, mi mal genio de varios días sólo pudo ser conjurado por una cueriza que debieron aplicarme para evitar que los problemas y resabios siguieran in crescendo.

      Muchas veces pregunté a mi mamá por la tía, lo mismo que a los parientes que iban a la casa de visita. Me decían que vivía lejos, en una finca perteneciente a otro pueblo; en esos tiempos, el viaje de un pueblo a otro era como emprender hoy una expedición más allá de la tierra de los aleutianos. No pude mermar la impresión que dejó su persona, tolerante de mis interpelaciones desbocadas y sus respuestas llenas de bondad y risas. Su recuerdo volvía cada vez que la mencionaron en las conversaciones familiares, siempre me entrometía para preguntar por ella, no perdía oportunidad para averiguar cuándo volvía.

    Pasó algún tiempo, talvez dos años. Por la época, se desató en nuestro pueblo una epidemia de tosferina y nos emparejó a los infantes de la familia, fueron agotados los recursos médicos y las recetas caseras aportadas por el vecindario y por los que habían superado el contagio. Sin curación completa, solo quedó la alternativa de cambiar de residencia, buscar un lugar donde hubiera aires más limpios del flagelo. Pensaron en Cuerquia, en la casa de los abuelos, para pasar unos días mientras el mal calmaba.

       Fue grande mi emoción al viajar a Cuerquia, por esos años allá residía la tía Aura; sería la oportunidad para volver a verla. Conseguimos el pueblo, la casa de ella, recién llegada, después de haber vivido en la montaña desde su casorio, según me indicaron, quedaba por la calle de misia Joaquinita, un poco más arriba de la fábrica de velas; estaba pintada de un color azul clarito, el mismo que no cambió con el tiempo, incluso años después de que ella no viviera allí. Aquella tarde llegué solo donde la tía, los otros de la familia apenas desempacaban el equipaje y entonaban sus conversaciones iniciales en la casa de los abuelos. Quería conocer a mis primos; los que estudiaban, ya habían llegado de la escuela, pero deberían volver a cumplir la jornada de la tarde. Eran alegres, rápidamente coincidimos en nuestros intereses y nos comprometimos a jugar todos los días cuando regresaran de la escuela, esa tarde fue de jolgorio hasta cuando nos agotó la noche.

    Fueron días de cuarentena que son imborrables de las páginas de la memoria, varias tardes fuimos con las otras tías y  con los otros primos hasta el puente  sobre el río; allá, al otro lado, era la panadería de doña Celsa que preparaba en un horno de leña los pandequesos, los pandeyucas y los biscochos más deliciosos que puedan haber amasado en el mundo entero, esa parva, con los chocolates espumosos e hirvientes, no pasarán por la pena de los olvidos ―esa memorización se debe, de pronto, al hambre habitual en esa niñez insaciable―;  siempre nos acompañó el abuelo a esas caminadas, tampoco faltaba el perro Sultán que lo pasaba a distancia prudente, temeroso y a veces encolerizado con nuestras pesadeces. 

      Cumplida aquella terapia regresamos a nuestro pueblo. No pude olvidar los cariños de la tía complementados con el afecto de los primos que apenas había conocido, desde ese tiempo nació la amistad que ha prevalecido con los años.

       Años después, la tía y su familia vinieron a establecerse en nuestro pueblo, eso fue lo mejor que pudo sucederme en mi cercana adolescencia; ya contaba con mis primos que pasaron a hacer parte de las aventuras juveniles. Esa presencia enriqueció mi vida, ya tenía otra casa donde llegar; hacía coincidir las horas de mis arribos con las de los algos preparados por la tía, que tenían el gran surtido de los sabores que el tiempo no ha sido capaz de trastear hasta las regiones del olvido. Cómo recuerdo con deleite los dulces de guayaba emperejilados con una tajada de quesito, cosas que tasábamos con bocados pequeños para alargarle el sabor a esa combinación tan deliciosa; o los buñuelos en consonancia con un manjar blanco del que solo ella sabía la fórmula; los buñuelos con natilla, en cualquier época del año, que renovaban los sabores  del maridaje perfecto; las tejas de arriero con chocolate que, para hacerlas, tenía un molde hecho por don Tobías Oquendo con la aplicación de todas las normas existentes según las ortodoxias para lograr un producto perfecto; las panelitas de leche, con la misma formulación de las que hacia mi mamá, que la tía repartía por dosis de acuerdo con la edad de los hijos y los sobrinos; después las ocultaba en algún lugar y ninguno le encontró el escondedero. Otra cosa, no es por darle coba, porque la tía ya no está entre nosotros, pero estoy seguro que será difícil encontrar otra generación de señoras que sepa darle a las empanadas para una media mañana, esas cualidades innumerables que ella sabía aplicarles, también  alzó con la fórmula, seguramente, porque nunca sacó apuntes que la inspiraran, siempre trabajó sus recetas de oído con el apoyo de su memoria envidiable.

     Todas estas rememoraciones de la glotonería de aquellos años son únicamente para argumentar que la tía vivía en posesión absoluta de sus cualidades de mamá y para manifestarse recurría a las mejores demostraciones de la culinaria.

      Con la llegada de los primos a mi pueblo, la tía tuvo, entre las muchas bondades conmigo, la de tener, más que la gentileza, el valor de invitarme varias veces a las temporadas decembrinas en su finca. Todavía no alcanzo a imaginar cómo pudo armarse de paciencia y valentía para encartarse conmigo en esas temporadas. 

       Estar con la tía y con los primos en su finca era otro cuento, esas vacaciones fueron unas de las satisfacciones más grandes e inmerecidas que me ha regalado la existencia. Hacen parte de las experiencias que la memoria abona con los años para producir los recuerdos que alegran las horas vespertinas de la vida. 

      Todas las habilidades culinarias de la tía eran desplegadas durante ese tiempo dedicado al descanso. Muy de mañana, cuando llegaba Luciano con la leche recién ordeñada, ella alistaba tantos vasos iguales cuantos muchachos éramos y los llenaba con la ración diaria que nos tocaba del “liquido perlático”, algunos la tomaban con el almuerzo y otros con la comida; esta leche servía a veces como moneda para la realización de negocios entre la chiquillería, no faltaban los intercambios por alguna golosina o por el remplazo en la realización de algún oficio asignado que nos producía pereza.

      La tía dirigía todas las acciones de la cocina, el desayuno, la media mañana, el almuerzo, el algo, la comida y la merienda, todas estas pitanzas estaban en el prontuario de ella. Cada día tenía sorpresas que nos deleitaban, sin excepción alguna, era fascinante su interés por complacernos a todos. En las épocas de vacaciones quedaba demostrado el gran repertorio de recetas de que era dueña. Dulces, manjares, natillas, buñuelos, pandequesos, tortas, sancochos, arroces, coladas, arepas de chócolo… tantas cosas y otras tantas que la memoria olvida que contribuyeron a nuestras felicidades en las vacaciones.

      Y por las noches, después de nuestros juegos, de los escondidijos, el coclí, las montadas a caballo en los palos de escoba, los trompos, la golosa, la tía imponía su autoridad para convocarnos a los rezos vespertinos, previa asistencia obligatoria de todos los que estuviéramos en la finca. Esos eran los minutos en que ella aparecía radiante de su piedad contagiándonos de su creencia en Dios y alentándonos a percibir lo mejor de las esperanzas; su oración siempre era un trance donde se la veía disfrutar de las felicidades espirituales. Las novenas navideñas fueron su devoción y parecía que en las palabras que contenía, ella encontrara esa paz que manejaba con propiedad en su vida cotidiana. 

La tía Aura transitó por la vida sin quejas ni reproches, creo que en el cielo debe estar cercana del gran Hacedor con los de la camarilla del santo Job porque se despachó de este mundo sin haber recibido de nadie, aparentemente, heridas que necesitaran restañarse.

      ¡Qué gran persona fue la tía para todos sus sobrinos! Ahora, separados de ella por las distancias de las eternidades, quedamos con los recuerdos llenos de sus bondades.   

Javier Gil Bolívar. Octubre y 2021

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Publicado enCuentos

4 comentarios

  1. Tatiana Jaramillo Tatiana Jaramillo

    Hola Javier, admiro esa habilidad tuya para hacer de tu vida, tu obra

  2. Yolanda Roldán Yolanda Roldán

    Me encanto este relato de mi amada abuela, que tanto nos mimo a todos.

  3. Laura Rivera Laura Rivera

    Oh genial, este hermoso relato, trae a nuestras vidas seres tan queridos q llevamos tatuados para siempre en nuestro corazón. Al escritor que eres mi admiración y respeto de siempre. Mi amistad eterna.

  4. Laura Rivera Laura Rivera

    Oh genial, hermoso relato trae a nuestras vidas seres maravillosos que llevamos tatuados en el alma.
    A ti escritor mi respeto y admiración de siempre. Mi amistad eterna.

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