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LOS MUDOS DE YARUMAL

Crónicas del pueblo.

Los personajes de nuestro pueblo, admirados en la niñez tan remota ya, siguen ocupando su espacio en el estrado donde mantenemos amontonados los recuerdos.

     Posan ahí, las mujeres y los varones ejemplares que presidían la conducción espiritual del pueblo y los que fueron los líderes políticos y las mujeres y los hombres que participaron de sus dineros a favor de eventos filantrópicos, y los comerciantes que movían la economía, y los maestros, maestras y estudiosos, y también los personajes en apariencia insignificantes que, quiérase o no, han hecho parte del patrimonio humano que es el mayor de los tributarios a la fuente donde nacen las leyendas, sean las de las ejecutorias grandes o ilustres o las de medio pelo que, de todas maneras, son sustanciales  en la tradición de cada pueblo.

      Hubo en Yarumal, nacidos en los años finiseculares del diecinueve, dos, o quizá, tres hermanos, de distintas edades, afectados por las limitaciones de la ceguera, la sordera y la mudez totales. Esos impedimentos hicieron que estos paisanos de apellido Hoyos ―para aportar alguna seña―, trascendieran en el recuerdo de quienes los conocimos durante algunos años finales de sus vidas y que, después, sigan siendo imborrables sus figuras, protegidas por la admiración que les ofrecemos, merecida por su capacidad y por su vocación para el trabajo.

     Uno de ellos, el más conocido, de facciones parecidas a las del flaco de Abbot y Costello, trabajaba en un local arriba de la carrera la Caliente, en la misma calle Nariño, la que pasa por donde fue el café el Molino.

     Ahí, sentado en las gradas de madera que conducían a un segundo piso donde guardaba, seguramente, los elementos para su trabajo, estuvo el sitio donde se le veía en su labor diariamente.

     Producía artículos de cabuya, de los que se utilizan para la fabricación de las enjalmas, las usadas para proteger a los bueyes o a los equinos en el transporte de las cargas.

     Algunas veces, cuando pasaba a hacer los mandados de mi casa me paraba en su puerta a verlo trabajar. Siempre estaba solo, vestía invariablemente de pantalón y camisa de dril muy limpios y bien planchados, siempre con sombrero de fieltro, color negro, que parecía de buena marca; su presentación delataba que había familiares preocupados por él.

     Era fascinante verlo en sus labores. Sus elementos de trabajo (agujas, tijera, lezna, cuchillo, la cabuya), los dejaba en puntos de la escala siguiente donde los encontraba con facilidad aparente; gracias a su organización y a su memoria prodigiosa, llegaba con la mano por cada herramienta con precisión absoluta, como si las viera. Y en la ejecución de su trabajo, cada puntada con la aguja de arria tenía la exactitud y la presentación iguales o superiores a las de quien manejara el sentido de la vista.

     Cualquier día me acerqué a saludarlo.  Traté de imitar lo que hacía mi papá cuando lo encontraba o cuando lo ayudaba a cruzar la calle. Subí las dos escalas hasta donde estaba sentado. Alargué mi mano hasta la suya. Él parecía alertado como si hubiera percibido mis dos pasos por la vibración de la madera: Estiró sus manos hasta mi antebrazo, me sobó despacio con dos o tres de sus dedos, como tratando de identificarme, no me conocía. Me hizo abrir la mano y escribió la palabra: lees, y me abrió su mano para que yo escribiera. Escribí: sí. Volvió a solicitar mi mano y escribió: nombre. Abrió la suya y escribí mi nombre. Volvió a escribir en mi mano: nombre papá. Lo escribí. Él volvió a escribir: lo conozco. Yo sabía que conocía a mi papá; varias veces los vi que, con el mismo lenguaje, se preguntaban y respondían, como si dialogaran sobre algunos asuntos.

      Mi saludo se repitió muchas veces, lo hacía casi siempre que pasaba por su sitio de trabajo, así fue hasta cuando, después de ocho o diez años, no volvió más; por varios días me impresionó ver esa puerta cerrada. Era que la edad miserable ya lo tenía en fila para la muerte; con tiempo sin verlo, pasé por su casa, le pregunté por él a un pariente y me dijo que ya no se levantaba.

      Lo más sorprendente de mis saludos a mi amigo mudo, fue que nunca tuve que repetirle mi nombre, no sé cuáles fueron las huellas de mi mano que le aportaban a su recordación, pero siempre escribía mi nombre sin dudar. Muy niño, aprendí a entender algunas de sus señas para preguntar: si llovía, si había sol, cómo iba en la escuela, qué horas eran. Me sentía halagado al pasar con mis amigos y entrar a saludarlo, porque él hacía un escándalo con la boca cuando me identificaba, como demostrando alegría. De todos esos saludos me quedó un gran pecado de omisión: nunca acaté preguntarle su nombre.  

     Fue famoso por los golpes que propinaba con su bastón a quienes pretendieran entrar a arrebatarle su trabajo, por su gran sensibilidad sabía si alguien se acercaba: más de uno se llevó la sorpresa de un golpe preciso que lo inhibía para volver a intentar la chanza.

    Era sorprendente la forma como iba de su trabajo a la casa, obviando todos los obstáculos que surgían en las aceras por donde caminaba. Salía de su lugar y cerraba la puerta con la chapa y el candado, sin ninguna dificultad. Subía hasta la equina de la Lechería donde tenía conversaciones habituales con don Francisco Restrepo, si no estaba ocupado en su negocio. Luego, él lo pasaba muchas veces hasta la acera de la casa de don Vicente Villegas; proseguía solo por esa  cuadra hasta la esquina de la casa de doña Celia Restrepo y volteaba a la derecha, siempre por la acera, hasta la tienda de Angela Madrigal; ella, acataba con frecuencia pasarlo o decirle a alguien que lo ayudara a pasar hasta la esquina del doctor Hoyos; seguía hasta la esquina del colegio de María, doblaba a la izquierda y salvaba el paso de la carrera hasta la esquina de don Bernardo Zea y ascendía; en la mitad de la cuadra, sabía calcular el punto exacto para pasar la calle y llegar sin error a la puerta de su casa que abría con precisión y seguridad.

       Otro de sus hermanos, con las mismas privaciones sensoriales, fue un maestro en la talla de las maderas; dejó obras de uso y admiración familiares donde quedaron fijadas la habilidad y la entereza. Fue quien hizo unas lámparas que estuvieron en las partes delanteras, en ambos lados de la iglesia de La Mered, con más de metro y medio de altura, cuyas cadenas las talló de un solo tronco; las medidas, las proporciones, el pulimento, fueron admirados por quienes supieron evaluarlas, mucho más cuando estuvieron al tanto de quién era el artesano carpintero que realizó esas obras. Decían que, en su taller elemental, tenía preparadas las herramientas adaptadas a sus limitaciones; las medidas para sus trabajos las tomaba con varillas de madera delgada: cinco, diez, quince, veinte centímetros; en ellas le señalaron con muescas cada centímetro. Muy pocos supieron valorar los sacrificios ingentes que le demandó adquirir las destrezas para dedicarse a este oficio: proyectar sin el recurso de los planos, medir, trazar y señalar, cortar, pulir, afilar herramientas, lograr la capacidad de ubicarse en medio de las proporciones, en fin, tantas habilidades que, para una persona con los sentidos completos y normales, demandan tiempo para lograrlas.

      Vamos a pasar esta página donde quedarán estos personajes encomendados al recuerdo; en ella reposará también la admiración a los valores habidos en ellos; además, quedan guardadas las lecciones de sus vidas que contienen los ejemplos de su consagración al trabajo con la superación de las limitaciones a que los obligó la vida. Pueda ser que, de pronto, tengamos la oportunidad de ver en un punto cultural o cívico de nuestro pueblo, la recordación de estas personas que, olvidadas o desconocidas, son paradigma para quienes estén interesados en hacerse creyentes de las posibilidades que existen en la superación personal.

Javier Gil Bolívar. Abril y 2022

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Publicado enCuentos

2 comentarios

  1. Juan Octavio Mejía Hincapie. Juan Octavio Mejía Hincapie.

    Muchas Felicitaciones por este artículo. Sí que tiene capacidad Narrativa. Me hace regresar al pasado. Aurora hermana de mi Papá Jesús. Los Mejias de La Boca del Monte. Jesús. Jose. Ernesto. Pastor. Luz. Aurora. Los hijos de Vitalino y Merceditas.
    .

  2. Javier, éste es mi comentario de «Los mudos de Yarumal». No sé si éste es el espacio. En otro lado no encontré cómo hacerlo.

    Javier, vos como siempre, sacando de tu pluma, relatos maravillosos que nos acercan al conocimiento de nuestra bella Yarumal. Te leo y disfruto cada pasaje, cada palabra, cada idea. Sigue produciendo para deleite de quienes te leemos y noto que cada vez, cosechas más seguidores. ¡Así son los buenos escritores!

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