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LA PRESENCIA DE UN ABUELO

El abuelo ya consumía las últimas fuerzas que lo adherían a este mundo; a los noventa y dos años, había manifestado varias veces sentirse cansado de la existencia, soportó algún tiempo sin levantarse; tenía confundidos los amaneceres con las tardes del mismo día; vivía obsesionado con la necesidad de emprender un viaje; el tiempo le formó un enredo en sus razonamientos y revolvía los hechos actuales con los de su juventud, creándose conflictos que debían ayudarlo a resolver quienes lo atendían, para que pudiera dormir en paz.

     Una de sus preguntas frecuentes era: «hombre, usted que me ha visto tanto en esta vida ¿cuánto cree que falta para morirme?». Los accidentes cerebrales embolataron sus capacidades para oír, hablar y ver; no obstante, no ahorraba esfuerzos máximos cuando percibía la presencia de personas cercanas a sus afectos; esas energías, cada día respondían menos a la necesidad suya de expresar sus sensaciones.

     Una noche, ya de las últimas, llegó la nieta, lo halagó con sus expresiones de afecto, hablándole, sobándole la cara, procurando que la reconociera, y algo trataba él de expresarle con esfuerzos inmedibles. Después de un buen rato, ella se acercó a su oído y le comentó con palabras muy precisas y bien entonadas que en pocos meses contraería matrimonio, que le pedía su bendición y sus oraciones para que Dios la ayudara. La reacción de él los impresionó a todos: quería reincorporarse un poco, hizo el gasto en un esfuerzo inútil. Y con la mano que ya no le obedecía a consecuencia de las isquemias que había soportado, intentó los arrestos para bendecirla. Tras esa fatiga sin frutos, afloraron los lagrimones que fueron otra premonición de su ausencia pronta.

     Llegó el mes de febrero y en una de esas madrugadas, a las horas que parece murieran los que saben morir, se fue el abuelo. Con su partida, el cirio encendido desde varios días antes que, celaba a la entrada de su alcoba, también se apagó por cuenta propia.

     Pasaron los meses, hasta cuando los días se gastaron y coincidieron con la fecha programada para la boda de la nieta que fue un sábado de agosto por la noche. Hubo todos los preparativos en la casa de ella. Su papá llegó temprano y pensó que, para la despedida, terminado el programa de sus fotos, sería oportuno leer algún fragmento bíblico que le diera un toque con significado espiritual a la salida de su casa para la iglesia. El papá de ella no era experto en la búsqueda de los textos; sin embargo, gastó un buen rato seleccionando el que le llamara la atención porque no tenía ninguno señalado en su pensamiento. Después de repasar uno y otro, encontró uno que lo satisfizo plenamente. Era una carta del libro de Tobías* a su hijo con las recomendaciones para antes de emprender un gran viaje. Lo leyó varias veces y en cada lectura quedaba sorprendido de lo apropiadas que resultaban las frases de Tobías para aportarlas al momento.

      Se hicieron las fotos, él leyó el texto con todo su entusiasmo, las lecturas fueron tomadas de la biblia familiar que, desde los primeros años del matrimonio de los padres de ella, había estado y todavía permanece en el atril dispuesto para ese libro en la sala de aquella casa.

    Estuvo solemne la ceremonia religiosa, fue realizada con todos los protocolos, ofició la misa quien era el capellán de la universidad donde la pareja había estudiado; los coros y la música fueron aportados también por alumnos del centro académico. Después, la reunión social congregó a las familias y a las amistades, donde, hasta entrada la madrugada, hubo la nota alegre de los contrayentes y las manifestaciones de todos para darle fuerza a los buenos presagios, cosa que estuvieran con ellos en la prolongación de los días venturosos en la vida futura.

     Al otro día de la fiesta, los padres de la novia concurrieron a la casa de los abuelos. El abuelo había muerto seis meses atrás. También llegaron allá otros integrantes de la familia, todos fueron a pasar la tarde con la abuela. 

    Transcurrieron todas las conversaciones orientadas únicamente a la ceremonia del matrimonio y a la fiesta de la noche anterior. Se habló de los parientes presentes, de los desconocidos o dejados de ver por muchos años, de la juventud y presentación de los invitados, de la música de la ceremonia y de la buena orquesta que cuajó el ritmo de los bailes, de la presentación y del gusto delicioso de la comida; de los arreglos que fueron con flores de colores en contraste, lucidísimos; en fin, se habló de tantas cosas como ocurren en una ceremonia de esas y en las fiestas realizadas después de los enlaces.

      Ya disfrutaban todos del algo que preparó la abuela para esa tarde, servido en medio de la conversación que no disminuía su fragor con el recorrido por los nombres y apellidos de los conocidos asistentes a la fiesta; era la primera nieta que se matrimoniaba, ella fue el centro de la familia y estuvo rodeada los afectos de la parentela.

     A todas estas, la abuela preguntó:

     ― Oigan muchachos ¿y cuál fue la lectura de la biblia que le hicieron a la novia en la casa de ustedes, antes de salir para la iglesia?

     ―Yo leí un mensaje de Tobías a su hijo que se iba para un viaje, para un viaje muy largo. ―dijo el papá de la novia.

     ―Ve, que bueno, hijo ―continuó la abuela― un día de estos, cuando vuelvan, me gustaría mucho oír esa lectura. No la retengo y me han dicho que es muy bonita y que fue muy apropiada para esa despedida.

     ―No, leámosla de una vez ―replicó el padre de la novia ―leámosla ahora mismo. Mi hermanita, que sabe dónde están los libros de esta casa, debe saber dónde encuentra esa biblia; antes para verla, yo no la abro desde cuando me la prestaba mi papá (con todas sus condiciones) para que hiciera alguna de las tareas de la escuela.

     ―Yo sé dónde está ―dijo la hermana. ―Denme un momentico y la traigo.

     Siguieron los comentarios sobre la biblia y otros temas, todos relacionados con la ceremonia y la fiesta. Fue poca la demora de la hermana para aparecer con el libro que había sido adquirido por el abuelo en su juventud. Todavía estaba empacado en la bolsa de tela en que él la mantuvo. El padre de la novia lo recibió y volvió a la silla del comedor donde estuvo sentado y donde estaban todos los tertuliantes. Lo abrió con todo el cariño, como lo hacía su papá, que hasta se echaba la bendición cuando iba a leer algún pasaje.

     ―Espérenme un momentico, no tengo experiencia en las búsquedas de la Biblia, y ésta es para mí más desconocida que la de nuestra casa, pero ya encontraré ese bonito trozo del libro de Tobías que nos ocupa.

     Pasaron algunos segundos, talvez conformaron un minuto o dos o casi tres o cuatro o cinco, quién sabe cuántos; mientras tanto, hubo otros comentarios entre los de la mesa; parecía haber encontrado la página, pero buscaba algo en las otras hojas. Todos lo escrutaban fijamente cuando levantó su mirada y los cubrió con una contemplación sorprendida.

     ―Esta es la página, pero me supera una gran impresión. Miren: esta página está firmada por mi papá, miren, miren; está firmada con tinta roja, es su firma auténtica… y hasta donde he mirado, parece ser la única página de esta biblia firmada por él. Esto debe haberlo hecho, mínimo seis años atrás, cuando disfrutaba del sentido de la vista, eso hace que no vio más. A ninguno de nosotros nos dijo que había firmado esa página.

      El papá, hizo la lectura para complacer a su mamá, la abuela de la novia…

     Ninguno quiso aceptar que ese era otro aspecto de las llamadas coincidencias. Un silencio reverente hizo volver al abuelo a la memoria de todos los tertuliantes, primó su mensaje sobre el ambiente sorprendido. Nadie aportó suposiciones, casi era tangible lo que pretendió el abuelo con esa firma.

*Libro de Tobías. Capítulo 4, 3-19.

Javier Gil Bolívar. Abril 21 y 2022

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Publicado enCuentos