Las mulas bajaron sin el arriero por el camino de la cordillera antes de la media tarde de aquel domingo. Era un mes de octubre. La llovizna que empezó por la mañana, replicó su amañamiento de todos los santos días, desde cuando cayó el cordonazo de San Francisco; las nubes, favorecedoras de los oscureceres, no eran otra cosa que el presagio del aguacero que vendría después de algunas horas, igual a los chaparrones en las noches anteriores. Los truenos hacían su presencia casual y completaban el espectáculo del tiempo frío; también se sucedían vientos que jugaban con las brisas, pegándolas contra los bahareques de la casa, unas veces por el oriente y otras por el norte. Y, rubricando el cuadro, como en todas esas tardes, no faltaba el peregrinaje de las neblinas, con los enredos en los árboles, o subiendo resignadas por la falda.
La casa de la finca Tierradentro estaba asentada sobre un descanso de la montaña, allí hubo un patio de indios; era un paraje desde donde se veía un panorama amplísimo ambientado por los verdes de la selva; al lado pasaba el agua venida de un nacimiento cercano abundado en bijaos, rascaderas, guaduas y cajetos. Llegaba hasta el patio de atrás por una acequia y al caer, día y noche, convertía su golpe en una canción salida de las piedras.
Fue construida hace muchos años, cuando los parientes, dos generaciones anteriores, colonos obligados, llegaron a esas tierras huyéndole a los reclutamientos y a los entreveros de la Guerra de los Mil Días. Se asentaron en los baldíos en esos tiempos alejados de los caminos, a ellos solamente accedían por trochas mal abiertas. Levantaron la casa con maderas del monte; para las tapias y los bahareques utilizaron la tierra del banqueo y las tejas, en madera, eran de los robledales de la misma montaña.
De la casa hacia arriba, por una franja quitada a la selva, subía el camino ––de la cordillera, que llamaban––, pegado a la pendiente hasta cuando, en lo alto, había un rellano desde donde se volvía a ver la casa. Después, el camino seguía por un plan, por allí eran los linderos entre la finca Tierradentro y la finca el Campanario. Luego de seguir el sendero un buen tiempo, aparecía la vivienda, la rodeaba un vallado alto de piedra que también encerraba un patio grande empedrado con caliches. A la entrada y a la salida había puertas de trancas; los vecinos debían circular por ese patio empedrado porque el abuelo, al vender el latifundio, concertó en las escrituras utilizarlo como una servidumbre, viajar por otra parte agrandaría las distancias y los peligros. Esa cláusula ocasionaba apremios con los dueños de ahora, renuentes a transigir con lo acordado: cada vez que alguien hacía su tránsito por ahí, surgían las ofensas repetidas; hasta tenían en esa ralea a un perdonavidas echando fieros, prometía convertirlos en hechos a cualquier hora. Eso hacía que al utilizar ese atajo asumieran riesgos innumerables.
Después, al pasar esa heredad, más allá, luego de otro buen trecho, había unos tremedales muy grandes, profundos en varias partes, por donde desaguaban unos nacimientos alimentadores del río; eran un peligro para los caminantes no acostumbrados a la forma de transitarlos; con el menor descuido, al pisar afuera de los puntos firmes, era fácil resbalar, enterrarse hasta los sobacos y quedar impotente para despegarse del fondo cenagoso y, sin contar con ayuda, porque eran pocos los viandantes por esos lados. Las mulas aprendían a cruzarlo, solo era no acosarlas y no asustarlas: olisqueaban sin apuros en varias partes, antes de cada paso buscaban el punto menos hondo; enterradas hasta la barriga, así se movían hasta cuando salían al otro lado. Esa senda subía a la cima de la cordillera, y por su cresta, tras cuatro horas de recorrerla a buen paso, había un encuentro de caminos. Por uno de ellos, hacían el descenso al pueblo.
Y de la casa de la finca Tierradentrohacia abajo, pegado de lado a la montaña, también dentro de un claro sacado al monte, preexistía otra vía primitiva ––el camino del río––, ruta que fue de los indios, con pendientes más ligeras. Después de andarla un rato, llegaba al río prevalecido en las estaciones lluviosas por borrascas inesperadas. Cuando crecía, el vadeo era peligroso para hombres y animales. Por eso, en los tiempos de los aguaceros, elegían tomar el otro rumbo, el del ascenso, el de la cordillera, el que pasaba por el patio de la finca el Campanario.
Fulgencio estaba recostado en su cama sacándole el cuerpo al frío de la tarde, recuperaba las fuerzas para regresar el lunes a sus trajines. Para él, era un domingo como todos los transcurridos en la casa cuando no salía al pueblo: daba vueltas por los corredores sin ton ni son, rondas combinadas con las reclinadas en el camastro, vestido. Durante la mañana, aparentaba haber tenido la cabeza ausente de todo pensamiento que lo afligiera. Eso parecía, pero no, le costó mucho deshacerse varias veces de la recordación del trabucazo que le hicieron, tal vez para amedrentarlo, en la finca el Campanario, un domingo anterior cuando venía del pueblo.
Esa mañana del descanso, todavía en la cama, también caviló sobre la forma de repartir los días de la semana venidera entre los trabajos pendientes: aserrar las tablas para don Heliodoro y, como estaban en menguante, cortar las alfardas para la casa de los Alzate y, al final, sacar tiempo para empacar el carbón de las contratas.
Desde el mediodía, entabló su lucha contra el sueño, para ganarle horas al desvelo en la noche. Entretenía el tiempo oyendo los truenos, cada vez más cercanos y dando miradas por la ventana; advertía cómo se encapotaba la tarde y, salida del capote, una llovizna pertinaz y muy menuda. Vagueaba en esas cuando sintió los pasos desorganizados de las mulas en el patio empedrado donde las aperaban. Le costó trabajo zafarse de la pereza para erguirse un poco y mirar hacia afuera. Vio las bestias cerca al bramadero, siguió en la cama: esperaba a Eladio, que debía entrar a saludarlo, como lo hacía cuando llegaba, antes de descargar.
Fulgencio, el padre de la familia, biznieto de los colonos de aquella tierra, nació en esa casa de la finca Tierradentro al comienzo del siglo pasado; se relacionó con Carlotica y de ellos nacieron tres muchachas y Eladio. Ellas estudiaban en el pueblo con las monjas capuchinas para ser maestras. Eladio, era su compañero de trabajo: con él alternaba las salidas por el mercado cada semana. Los dos, hasta se parecían, siendo Fulgencio un poco más alto, de cejas crecidas y patillas alargadas, la sonrisa tímida, el genio atravesado y el temperamento muy nervioso.
El muchacho era un hombrón con veintidós años; desde pelado se contagió de las labores de la finca. Solamente aprendió, con muchas bregas, lo que oyó, a las carreras, en los cursos de las Escuelas Radiofónicas. Eso le permitía números y letras deplorables. Fornido, medio cazcorvo, no muy alto, con bigote negro y poblado, a lo Negrete; la dentadura con los colmillos forrados con oro; siempre de sombrero aguadeño y paruma tapapinche; hacía su andar a los trancazos por todos los lados, eso le lucía, armonizaba con su alegría desbordante. Como arriero, le tenían respeto en la región por su habilidad para lidiar los animales y por su fuerza para alzar las cargas (subía bultos con una mano mientras con la otra liaba los aparejos, alardeando gran baquía). Los domingos, al llegar con el mercado, revolvía la casa con su júbilo: los perros se agitaban, latían desbordados, corrían detrás de él hasta cuando los acariciaba. Regularmente, sin descargar las bestias, iba por el puchero preparado por Carlotica y añadía un descanso por unos santiamenes, sentado en el granero de la cocina; mientras eso, hablaba con detalles de los sucesos habidos en el pueblo, daba las razones y entregaba los encargos.
Fulgencio se reacomodó en su cama dominado por la pereza; pasados los minutos concilió un sueño pasajero cortejado por la llovizna insistente. Fue un sueño interrumpido bruscamente cuando recordó que no había visto entrar a Eladio. Le pegó otro vistazo al patio por la ventana y observó las bestias: los animales permanecían quietos, agrupados en el mismo punto del empedrado.
Se levantó despacio, persistía su lucha tenaz contra la flojera. Sentado en la cama, luego de bostezar y abrir los brazos, decidió, por fin, salir a reclamarle el saludo a Eladio. Ni siquiera buscó el sombrero. Fue a la puerta que daba al corredor para mirar las mulas más de cerca; al contarlas, no le coincidían los recuentos con el número de las bestias enjalmadas el sábado en la madrugada: eran siete, las vio salir con las siete cargas de carbón de roble, seguro; se dio cuenta que faltaba una. Repitió el conteo: seis, faltaba una mula y era la mula con los otros bultos. Confrontó y el muchacho no había llegado todavía.
Al caminar por el corredor, él muy enruanado, daba unos pasos y miraba las bestias, otros pasos más y volvía a lo mismo. Pensó un buen rato e hizo uso de la tranquilidad diciéndose que, de pronto, cualquier contratiempo con el animal o con la carga lo retardó y las otras mulas habían avanzado solas. Continuó razonando, optó por asimilar la situación de un modo sosegado y supuso, abriendo las probabilidades, cómo pasaba algunas veces, que la bestia podía haber perdido una herradura y era preciso volverla a herrar, antes de que se tullera; o haberla visto cansada y decidir reposarla, o que la carga jodiera por algún percance, o haber sido forzoso esperar, ahora con el invierno cuajado, hasta cuando alguna quebrada se desaguara. En fin, tantas cosas posibles…
» Pero, en eso tampoco se gasta uno tanto tiempo. ¿O sería, más bien, que armó jolgorio en la tienda de Chucho Mentiras? No sabe uno. Él a veces nos sorprende con sus determinaciones ¿Quién sabe qué le pasaría?», pensó Fulgencio, sin decir nada.
Dio vueltas por el corredor del lado y buscó el punto desde donde podía ver el camino de la cordillera. Bregó, se deshizo en miradas escudriñándolo todo; pero nada, no vio nada, nada se podía adivinar, siquiera. Esperó con paciencia, pasó un ratico y miró otra vez, pudo comprobar cómo la neblina había asentado sus algodones más espesos: todo se volvía neblina en la montaña. Sin dejar de atisbar hacia la pendiente, prosiguió a la parte posterior de la casa, pensativo pero reposado. Ahí estaba Carlota, su mujer, al lado de la cocina, donde caía el chorro de agua. La encontró lavando la batea que usaba en la máquina de moler. Le dijo algo sobre lo fea de la tarde fría —eso no era lo que lo inquietaba—. No oyó su respuesta, la vio asentir con la cabeza. Estuvo recostado a la pared, luego siguió su senda, lentamente por el lado opuesto al por donde venía; pasó por la cocina y fue al corredor de atrás, el del otro lado. En la esquina, se apoyó en la barandilla por poco tiempo. Lo inestable, revelaba que su preocupación crecía descontrolada.
Volvió a desandarlo todo, y otra vez estuvo donde el agua se oía cantar más cerca; detuvo su andar, oía el rumor y miraba su caída; no perdió de vista a su mujer, tampoco le dijo nada; pasó por su lado y fue hasta más allá ―ya andaba con pesadez―, hasta el punto donde había estado antes, donde alcanzaba a ver el camino de la loma. Insistió, insistió mucho, como procurando limpiar con su mirada la montaña cubierta por la neblina. Indagaba en cada una de las curvas, la bruma no le permitía ver nada. Porfió y volvió a porfiar, nada veía. Retornó al punto de donde había venido. Excedían las preguntas que le sacudían la cabeza para hacerle a Carlotica cuando otra vez estuvo cerca de ella; ahora, lavaba el cajón para guardar la carne, como lo hacía los domingos, antes de llegar el mercado. Fulgencio no aguantó más:
—Hace rato llegaron seis mulas, pero no han aparecido ni la Chaguala ni Eladio.
—Todavía está temprano —contestó Carlotica, con aire tranquilo—. Qué tan raro ¿Será que usté no se ha dado cuenta de lo oscura y lluviosa de la tarde? Hasta un buen aguacero lo tendrá guareciéndose en cualquier parte.
Fulgencio pensó para sus adentros que podía tener razón, todavía estaba temprano.
«¿Qué le podría haber pasado a la maldita mula o a Eladio?» ― lo dijo en voz alta, caminando.
Por el corredor del lado volvió al otro que daba hacia el patio de piedras donde estaban las bestias. Se recostó contra el pilar de la chambrana. No tuvo más que hacer: desde su preocupación sacó ánimos, se quitó la ruana, fue a descargar la bestia con parte del mercado, y a desenjalmar las otras mulas. Las amarró por turno en el bramadero, les quitó los aperos y revisó que estuvieran sin mataduras. Cumplió los pasos de limpiar, doblar y recoger enjalmas, jáquimas y sogas, tal como la ortodoxia de la arriería lo manda. Terminó su trabajo, les abrió la puerta de la pesebrera y las empuntó al comedero para que aplacaran la sed y el hambre; habían estado en el trabajo desde muy temprano. Fue a guardar todo en el cuarto de los aparejos y en los viajes, al pasar por el corredor al frente del patio, y ,mientras se enruanaba, se encontró con el perro Sultán, aullando sin pausa, paseándose inquieto de lado a lado, con la cabeza baja, algo extrañaba el can triste. «¿Qué será? ¿Qué será lo que tiene triste a este maldito chandoso?» ––se dijo, Fulgencio. Mientras hizo los oficios, transcurrió un buen rato: así aplacó su intranquilidad que era progresiva.
Volvió a recostarse cerca al poste de la chambrana, desde donde podía echarle un ojo a las mulas que ya pacían en el comedero. Gastó un buen tiempo mirándolas y remirándolas. Su imaginación descontrolada se fue por las suposiciones. Hurgando entre las posibilidades, buscaba en su cabeza el lugar donde a esa hora pudiera estar Eladio.
«¡Tanto rato y sin aparecer Eladio!», -repitió varias veces el mismo cencerro hablándose a sí mismo.
La imaginación, salida de su quicio, rebotó por todas las conjeturas; en esos minutos, las suposiciones trágicas le cerraron el paso a cualquier figuración que pudiera mermar su preocupación desenlazada.
La impaciencia crecía, mientras la tarde casi saldaba sus horas. Buscó otra vez a Carlotica por la casa; la encontró recostada en la ventana de la cocina mirando hacia cualquier parte —la intranquilidad la había contagiado—. No destrabaron palabra, solamente se miraron, una mirada donde había un buen espacio para acomodar los interrogantes. Ella salió a encender los mecheros de petróleo; él se quedó mirándola, conmovido por su tristeza.
Fulgencio caminó una vez más por el corredor con pasos desganados. Volvió a la esquina donde había estado, llegó a la baranda, de espaldas a la cocina, puso los codos y apoyó la cara entre las manos, persistió con la mirada perdida en las eras de la huerta. Al momento retornó su impaciencia en medio de suposiciones desorganizadas. Reflexionó con prisa, sacudió la cabeza tratando de frenar los nervios, reabrió las escolleras a su imaginación y se fue detrás de Eladio, al pie suyo, acosándolo en los trabajos que debió haber hecho en la mañana de ese día: lo percibió en el pueblo, temprano, yendo por las bestias a la manga de misia Joaquinita; lo siguió a enjalmarlas en la pesebrera, a salir a la tienda de don Próspero, al pie del parque, a cargar las que traían el mercado, empacado desde el sábado por la tarde. El muchacho sabía tener en cuenta las previsiones para que las cosas no sufrieran: las más delicadas donde no las dañaran las sobrecargas. Debía haber puesto el bulto más pesado sobornado con la maza para el trapiche (fue su encargo urgente); y afuera, para evitar estragos en el bastimento, las botellas con el petróleo para las lámparas de mecha. Con la recua aperada, supuso verlo ascender en la mañana por las calles pendientes en la salida del pueblo, y desde ahí hasta la fonda de los Guzmanes, donde compraban con qué mitigar el hambre después de algunas horas de jornada. Lo secundó despuesito en el otro ascenso, el más duro, corriendo para alcanzar las mulas que, mientras compraba, siguieron su ruta solas hacia la casa. Pensaba Fulgencio en lo ruda y en lo larga de esa pendiente; también especulaba que Eladio, un tigre para echar pata, no se mellaba para estar rápido al lado de las bestias, aunque estuvieran frescas.
Fulgencio, extendía su tiempo en el mismo punto del corredor, pensativo, incapaz de espantar de su cabeza la cantilena que averiguaba por el hijo: lo perseguía en las vueltas de su regreso. Lo figuró otra vez en el final de la falda, al detener las mulas para requintarlas para que así no aflojaran los bultos al empezar el llano cuando galoparan. Estuvo con Eladio en ese último repecho, donde los animales pujan haciendo esfuerzos para culminar la cuesta, donde el arriero exhibe el redoble de sus guapezas y multiplica los jadeos, al extenderse por sus músculos el dolor de los cansancios. Lo siguió, insistido, en las curvas del camino, recodos cabidos en su caletre con todos los detalles: en los collados, en los pasos con riesgos, en los lodazales que eran el atascadero eterno de las mulas; en las quebradas limpias, donde, en los días de verano, hacían un cuenco con las manos, para tomar el agua…
La tarde había gastado su tiempo, la noche conseguía su presencia, revestía el mundo con el velamen más oscuro. Fulgencio retardaba su estada en el corredor y mantenía la mirada perdida por el lado del cebollar sin atreverse a proseguir con las suposiciones; arrinconado en la esquina de su impotencia, mientras la llovizna crecía y decrecía caprichosamente y los relámpagos anunciaban los truenos multiplicadores de sus ecos roncos sobre el cañón del río y mientras la neblina con su parsimonia blanca era sólo ella en el paisaje: mientras todo eso, él desamarraba su desasosiego al repensar que Eladio debía pasar por el patio de la finca el Campanario. Las ofensas fueron repetidas en veces incontables, al utilizar esa servidumbre; hubo amenazas, provocaciones, desafíos y, hasta aquel disparo reciente que desbandó las mulas. Con los dueños de esa casa de el Campanario no hubo fórmula para conciliar los intereses. Al trajinar por el patio de esa finca estaban expuestos a las amenazas del perdonavidas.
A esa hora de la tarde, Fulgencio fue incapaz de atajar el desboque de sus nervios. Sus entendederas enceguecidas claudicaron ante cualquiera de las opciones que le señalaran la salida por la puerta de las esperanzas: las alternativas solo lo conducían a pensar que habían agredido a Eladio en la casa de el Campanario. La corazonada ya no lo dejaba discurrir por otras contingencias: «Lo atacaron, a la mansalva, seguramente». Los pálpitos fortalecían sus razones por la intolerancia del muchacho cuando lo atosigaba el cansancio.
Fulgencio se despegó del rincón donde anudaba sus cavilaciones y al caminar a la deriva por el otro corredor, vio a su mujer que volvía de encender las lámparas de petróleo.
Había anochecido del todo, la lluvia repartía goteras nutridas y limpiaba la neblina al paso que ésta aumentaba. El desespero contagió a los de la finca Tierradentro: hasta temblaban las cosas iluminadas por los mecheros con su luz movida por los vientos. Fulgencio se amparó dentro de la incertidumbre:
—Carlota, por Dios —le dijo cuando la vio cruzar, muy alterado —, ese muchacho debía haber llegado a la una o dos de la tarde. Van a ser las siete. Y tenía que pasar por el Campanario, acuérdese, allá nos la tienen sentenciada. Este miedo mío tiene razones suficientes. No hay más remedio: iré a buscarlo. Y con esta noche tan negra.
Confrontada Carlotica, corriendo por entre el laberinto de sus desazones, encontró una salida por la puerta de su llanto. No aceptó que se fuera solo, tenía ajustada su respuesta:
—Yo me voy con uste. Con todos los riesgos que hay en esa trocha, y en esa casa y a estas horas: nos vamos juntos.
La impaciencia no les dio tiempo para especular sobre las dificultades del camino. Las bestias de silla pastaban muy lejos, apremiaba salir. Partieron como estaban vestidos, se echaron encima los cauchos que usaban en las cabalgaduras. La lluvia agrandó sus goterones. Los relámpagos, desencadenados por la tempestad cercana, iluminaban fugaces el trecho del sendero, luego sonaba el ruido pavoroso. Esa oscuridad absorbía la luz de la linterna; los músculos fríos, apenas aprendían a tolerar los efectos del cansancio. Las lágrimas de los dos hicieron el prólogo durante los primeros pasos en la loma. No querían hablar: lo que una pretendía el otro lo desdeñaba por intrascendente. Las oraciones sufrían el mal del olvido, las iniciadas no pasaban de las palabras del comienzo; además, vieron cómo rezando añadían más gastos a las cuentas de su agobio. El invierno había deteriorado el trayecto: pisaban donde el agua se detenía y apoyaba la formación de los pantanos pegajosos a sus ropas. La fatiga se volvía un dolor propagado desde las corvas hasta por todo el cuerpo. Y el pánico, por el encuentro con la realidad pavorosa, crecía, crecía incontrolable. La intranquilidad no les permitió comer en la tarde, así salieron. El chaparrón no cesaba, probablemente llovería la noche entera, como había sido en las noches transcurridas de ese octubre.
Mientras tanto, Carlotica, yendo pesadamente, no sacaba de su cabeza el drama del encuentro con su muchacho tendido en el camino. Lo suponía empapado por el agua, sucio por los pantanos. Temía que le hubieran disparado por la espalda —a él le tenían miedo—, pensaba que el ataque pudo haber ocurrido al cruzar el patio de la casa de el Campanario, o tal vez desde ese alto, más acá, donde alguien le apuntó a Fulgencio con la escopeta. Presentía que a Eladio lo habían ofendido al pasar por ese patio, seguro, y cómo estaba cansado… ¿Habría quedado herido? ¿Por qué no haber venido antes a auxiliarlo? Era toda una sucesión de interrogantes atropellados; flotaban dentro de su cabeza las imágenes trágicas. El llanto hacía de las suyas.
Carlotica, muy endeble, sacó fuerzas para avanzar al lado de Fulgencio. Nunca fue así cuando caminaban sin las rapideces de esa noche. Los alientos de ambos escaseaban, los silencios parecían resumir lo que pensaban.
Los venció el desaliento. Se detuvieron a reparar sus fuerzas. Desde allí, al subir de día, podían ver la casa; pero esa noche, la oscuridad total solamente les permitía ubicarla a tientas. Metiendo las palabras dentro del jadeo, intentaron hablar de su tragedia.
Todavía sentían sus ahogos. Fulgencio sentenció con desconsuelo:
—¡Qué cosa tan rara, las desgracias nunca llegan solas! Vea este aguacero, Carlota, y estos rayos, todo se ha juntado.
El llanto le atajó a ella su respuesta.
Continuaron la marcha al volver la respiración a ritmos más normales. La tempestad había cuajado su fiesta, corrían los rayos sobre las montañas y se sucedían los truenos, prolongaban su efecto en los oídos retumbados. La luminosidad de los relámpagos encandilaba y sometía la luz pobre de la linterna. La lluvia hacía treguas y volvían las aguas con más arrestos, los vientos empujaban los granizos.
La indecisión los superó al finalizar la cuesta. Iban como parias por la vida, devastados por la tragedia en medio de la soledad y la oscuridad completas: los ornamentos del cielo se enfundaban en las brumas. Pensaron por momentos en la torpeza de continuar la travesía, pero no querían replegarse, sin saber siquiera dónde había quedado Eladio.
Ahora hacían una parte del camino con ascensos más ligeros. Superaron los linderos, siguieron hacia la casa de el Campanario; cada paso les avivaba el presentimiento de estar cerca del terreno recelado.
Marchaban con previsión, indagaban por lo que se moviera a sus lados. Fulgencio temía cualquier celada preparada para cuando aparecieran. Miraba con detalle, apagó por momentos el resto de luz de la linterna, por si los espiaban.
Los conmovía cada vuelta. Ya, en la próxima, presumían encontrarlo tendido; los movimientos de los animales, residentes naturales en ese monte, asustados por sus presencias desusadas, ponían a los dos en vigilancia.
Ya iban por donde presumían que le habían disparado a Eladio. Disminuyeron el paso, repartieron miradas en cada rodadero del camino, no fuera a estar aventado por alguno de los despeñaderos; se detenían donde excedían sus dudas, movían las ramas cercanas y se arrimaban al precipicio. Con los fulgores de los relámpagos eventuales comprobaron que los fondos estaban intactos.
Miraban con los ojos salidos de sus cuencas, esa rutina se repetía a cada paso. Para ellos, vecinos de esos parajes, nada aparecía distinto a cómo había sido siempre: hasta ahí todo se igualaba. Esa paridad hacía crecer el desconcierto, le extendía más dimensiones al miedo de enfrentarse a la gente en el patio de el Campanario donde, seguramente, lo encontrarían muerto. Hasta les dispararían para atemorizarlos si pretendían arrimar a verlo.
Es grande la tristeza que establece el desconcierto. Prevalecía el desbarajuste en los ánimos de los dos aportado por el cansancio, por el hambre, por el frío de la montaña; el agua y la tempestad también los confundían. En medio de la incertidumbre, Carlotica despegó los labios:
—¿Sabe lo que estoy pensando? Seguramente lo mataron al pie de la casa, al pasar por la puerta de trancas, o hasta sería en el mismo patio.
—Yo no sé, ya casi lo sabremos todo —respondió Fulgencio, más descontrolado.
Todavía faltaba quitarle otras vueltas al trecho que los retraía de esa casa. La tempestad insistía, la lluvia menguaba, volvía a brisar y se agrandaba. Y ellos continuaban a buen paso, azarados. Esa tranquilidad volvía a cebar la desconfianza. Miraban a todas partes, insistentemente: en medio de la oscuridad nada era distinto. La noche, más oscura por más brumas, mandaba a caminar atentos a las formas burdas del terreno; lo demás era trastabillar consecutivamente.
La tirantez y el miedo apuraban desde cuando llegaron a los linderos de esa finca. Ahora, más cerca de la casa, los desasosiegos prosperaban. Alcanzaron a ver, escondida entre las nieblas, la puerta de golpe, la entrada al patio, ya iban a llegar: parecía estar cerrada, como se mantenía; desde ahí, nada era extraño en ese patio. Solo contaminaron el silencio los ruidos de la lluvia y los perros que ladraron con su voz de alerta.
Carlotica y Fulgencio daban cada paso al ritmo que orquestaba el desconcierto. Avanzaron otro tanto, miraron atentos indagando alguna reacción que surgiera en esa casa por los ladridos que aumentaban. Fulgencio, como estaba prevenido, le ordenó a Carlota con voz mandona:
—Paremos aquí, no sea que, de pronto, nos ganemos también un trabucazo.
—Qué nos van a ver ahora desde esa casa, con esta noche tan oscura; y con el ruido que hace este aguacero sobre ese techo de lata, no oyen los perros… —respondió ella, resuelta. No obstante, aumentó su llanto.
Desde ahí podían ver alguna parte de la casa, tal vez un lado completo: todo apagado, una construcción en ele, techada con un zinc ya enmohecido, tapias vencidas, vivienda de aspecto misterioso, con pedazos de tapias que nunca utilizaron.
Fulgencio desperdició otro tiempo mirando el piso, se agachó para alumbrar las huellas, aparecían gastadas por la lluvia. Debían ser los rastros de las mulas que bajaron solas cuando pasaron después del mediodía, casi se lavaron con las acometidas de los chaparrones.
—Y esa mula perra tampoco aparece, vea uste—dijo Fulgencio, sin pretender que Carlotica contestara.
Andaban con las ropas entrapadas, la protección había sido ineficaz contra los aguaceros sucesivos. Ni se miraban, la oscuridad no alcahueteaba el entendimiento de sus miradas. Volvieron a sus pasos, lentos, atentos y hasta solemnes —como los que están en una guerra—, decididos. Poco les quedaba por perder, era suficiente la angustia que los dominaba. Unos pasos más y estarían al pie de la puerta de golpe.
Asomados al patio, por entre los travesaños de la puerta, el corazón se les escurría por el miedo, hablaban temblando. Ojearon hasta donde la oscuridad los dejaba rondar por los detalles; solo había, fuera de lo que no tiene una casa lóbrega, unos terneros debajo del corredor, escampados de la lluvia. Los perros criollos de poco aliento llegaron al lado de la puerta; ladraban menos, tal vez cotejaron las personas cándidas traídas por la noche con las que, de pronto, habían olisqueado cuando pasaban por ese patio. Los de la casa dormían sin ningún acoso; prevalecía la paz de esa noche. Avistaron todo, hasta dónde la intervención de los relámpagos ayudaba a mirar, nada denunciaba lo supuesto. Cruzaron sus miradas, interrogándose por la sospecha equivocada; también nacía el titubeo recíproco para encarar lo que seguía después de ese chasco. Continuaron, decidieron seguir, abrieron la puerta lentamente para que el crujir natural de las maderas no le aunara ruidos al silencio de la noche cortado por la lluvia sobre el cinc y por los perros. Ahora si caminaban por el patio empedrado, lentamente; advertían todas las partes y todo era igual, nada presagiaba que algo hubiera ocurrido durante la tarde en esa casa; iban como en puntillas, solamente los perros repitieron su alboroto siguiéndolos en procesión ruidosa. En esas aleteó un gallo y al ruido le agregó su canto. Ladridos, aleteos y canto y el agua cascada sobre las piedras y la que hacía el ruido sobre el techo asistieron el paso de Fulgencio y Carlotica por el patio de la casa en la finca el Campanario. No perdieron de vista los lados de la vivienda, ni lo que pudiera haber detrás del muro mampostero, ni tampoco las huellas calcadas en las piedras por donde pasaban las bestias; así fueron, hasta cuando, caminando más rápido, estuvieron al pie de la otra puerta, la que permitía la salida hacia el pueblo lejano. La abrieron con cautela, su chirrido sonaba multiplicado. Al atravesarla quedaron más especificados sus conflictos. Carlotica habló pasito:
—¿Sería que lo mataron aquí arriba, antes de llegar a esta casa?
—Qué va a saber uno. Pero vea, no hemos atinado en nada de lo que pensamos, Carlota. Ya no supongamos más, esta situación me tiene jarto, Sigamos a ver —alcanzó a replicar Fulgencio.
Prosiguieron, daban pasos tolondros, así como son los pasos cuando no hay certeza de la razón para proseguir en el camino. Los dominaba la vacilación, iban lentamente. Lo visto por donde pasaron, no los dejaba creer que lo hubieran baleado en la casa de el Campanario. Avanzaron un poco más, ya los perros se habían devuelto frustrados. Entonces, decidieron apostarle un rato al descanso.
Fulgencio, no había pasado en su vida una noche tan incierta como esa que enfrentaba con Carlota, era una noche mala. Los nervios los deshacían. Las suposiciones estaban agotadas.
—Yo no creo, Carlota, que desde esa casa le hayan disparado a Eladio. Cualquier cosa rara se vería. Al menos estarían esperando a la autoridad para el levantamiento, aunque el que lo hubiera matado ya no estuviera. ¿Y la mula? ¿Qué le parece? Ni la maldita mula está por ninguna parte, pues, carajo. ¿Uste vio? Todas las huellas de las bestias están lavadas, eso es porque pasaron hace mucho rato.
― Pero, vea, movámonos. Parados aquí no hacemos nada. Con este frío, vamos a terminar encalambrados, Diga, más bien, si seguimos o qué ―interpeló Carlota.
––Deje a ver, reposemos otro poquito y pensemos bien la cosa, lo que sigue para adelante es lo más jodido ―remató él.
Fulgencio, cabizbajo, y entelerido como Carlotica, daba vueltas enredado en sus pensamientos, preocupado por lo que seguía: si continuaban el camino, después de andar otra hora; y ya iban por los lindes de la medianoche (al cálculo, porque el reloj de leontina había quedado en el pantalón bueno), estarían por los lados del tremedal, el hacedor de los recelos para cruzarlo ―y más de noche, y con tanta lluvia que ablandaba más la tierra―. A través de los años, dejaron historias de indios, colonizadores, finqueros y animales tragados en el pantano, y de los que habían rescatado, impotentes para salir por sus fuerzas. Todavía en el reposo, Fulgencio despegó los labios:
—No tenemos más qué hacer, sigamos. El perdido siempre busca el monte. Me preocupa la pendejada con esta linterna que ya está sin pilas. Puede que abriera un poquito la noche, y la luna, que está llena, nos diera una pizca de luz para pasar con menos peligro ese pantano. Pero ¡Qué va! Mire p’arriba, vea, está cerrado por todos los lados, oscuro, como boca de lobo ¡Maldita sea! Pero ¡sigamos, sigamos!
Las fuerzas gastadas en la tarde y en la noche los tenían agotados. La impaciencia y el fracaso de las suposiciones atrancaban la posibilidad de atreverse a otras conjeturas. Volvieron a implantar sus silencios, los resuellos sustraían el aire para las palabras, pero, forzados a mirarse por algún traspié, volvían a compartir el diálogo sin mezquindades.
Ese camino se prolongaba sobre la parte alta de la cordillera, por ahí solamente pasaban las pocas gentes de los cuatro latifundios; el tránsito nocturno solo era en las eventualidades graves; tenía a sus veras la vegetación enflaquecida de la tierra fría. Prevalecían las temperaturas bajas que acobardan el ánimo; el piso resbaloso, los huecos frecuentes, así crecían las fatigas del recorrido.
Iban por el calvario de Arcángel Misas, hermano de Fulgencio, muerto muy joven por la mordedura de un verrugoso en un desmonte de la finca. Cuando pasaban por ese punto, confrontaban los recuerdos familiares, más esa noche, al caminar poseídos por la incertidumbre.
Los pasos iban lentos todavía. Fulgencio caminaba retraído, no podía encontrar el asidero para pegar otras posibilidades, otras alternativas que le ayudaran en la búsqueda del hijo. La preocupación ahora, era el paso del tremedal con Carlotica, en medio de esa oscuridad, con alumbrado tan precario, tan a ciegas.
El silencio era repetido, las indecisiones copaban sus cavilaciones. Carlotica preguntó, desorientada:
—¿Vamos por el Plan del Anime?
—Hace rato lo pasamos —contestó Fulgencio—. Vamos por los planes del Ventiadero. Ya casi llegamos a los tremedales. Y lo que nos espera, pasarlos, y con esta noche tan negra y lloviendo todavía. No sé cómo lo intentaremos.
La lluvia arreciaba y volvía a reducir su efecto, y cuando creían mitigadas las aguas, repetía la entonación con fuerza mejorada. Los relámpagos hacían recarga de sus luces y asomaban más grandioso el espectáculo de sus colores, los truenos y su ruido invertían su origen, a veces por el norte o por el sur. Desde esa altura de la cordillera el formato celeste nacía inmenso. El frío paramuno entumecía los tendones, la respiración trazaba el vaho al frente de las bocas. La sierra de esa montaña hacía derroche de escaseces y pesadumbres. Las covachas más próximas estaban a buena distancia todavía, más allá de los pantanos, a esa hora ninguna tendría la puerta abierta. Ese era un ambiente donde se asían los desarraigos, donde tenía su feudo la pobreza, allí el frío se adhería con más fuerza sobre los indefensos. Cómo transitaban por un descampado tan alto, los vientos retorcían sus efectos y daban contra ellos. Ya iban a llegar a los tremedales y el susto para cruzarlos aumentaba.
—Oiga Carlota. Pare, pare, ponga cuidado, oiga, algo está sonando allá adelante. ¿Lo oye? ¿Qué es eso, Carlota? — dijo, Fulgencio, muy pasito, y con un miedo que le desbarajustaba las palabras—, es allá lejos, como dentro del pantano, Carlota. Ahí dejó de sonar —hizo una pausa exigiéndole más eficiencia a sus oídos—. ¿Qué será eso?
—Yo no oigo nada, nada se está oyendo. El pantano todavía está como a una cuadra. Eso es pura sugestión suya, el viento es el que suena a cada rato, está sonando con un pitido fastidioso que se mete por…
—Óigalo, volvió a sonar —la interrumpió Fulgencio, alterado por el miedo— No me venga a decir que eso es el viento. Eso es distinto, es un ruido distinto; yo no sé qué pueda ser eso.
La lluvia volvió a crecer, hubo multiplicación de truenos. Dieron otros pasos, avanzaban socorridos por la luz efímera de los relámpagos. Nada lograban ver, después del encandilamiento sucesivo. A porfía, sorteando los traspiés, estuvieron donde empezaba el tremedal.
—Vea, Carlota, lo mejor debe ser esperar hasta que haya un poco de luz que deje ver siquiera dónde pueda uno poner las patas y pararse sin peligro, para no dar un paso en falso. Porque uste sabe que, si uno se cae en este atolladero, a esta hora, no es capaz de salir solo y ni siquiera trajimos una soga para jalarnos.
—Uste sabrá —respondió ella; era una aceptación forzada.
Llegaron al pie del pantano. Con las manos recogidas bajo el caucho, tiritaban sin control. No presentían, ni querían presentir hasta dónde deberían caminar para encontrar a Eladio.
Al cálculo, pensaron que ya iban sobre las horas de la madrugada de ese lunes. Estaban sentados al lado del camino. Había unos sietecueros. La lluvia ya iba rebajando su fuerza, retornaron los vientos fuertes, vientos ayudantes del frío, entre ellos se llevaron las aguas. Los truenos ya se originaban muy distantes y los relámpagos solamente aparecían solapados entre las nieblas. La luna iba mostrando que era llena, ahora su luz podía ayudar a ver las irregularidades del camino.
Solo disponían de las piedras para sentarse, única forma de rebajar el cansancio. Fulgencio agotó su paciencia, esperando condiciones mejores para pasar el tremedal. Después de dar vueltas entre las vacilaciones y los miedos, entre acercarse y alejarse del lodo; después de ensayar la superación del recelo, le propuso a su mujer:
—Debemos hacer cualquier cosa, Carlota. Voy a caminar por el pantano hasta donde me sienta seguro. Voy a ir solo; cuidándola a ustey dándole la mano, me friego yo y no llegamos a ninguna parte. Si puedo pasar el fango y veo forma de pasarlo con uste, vuelvo por uste y seguimos juntos. Uste se va a quedar aquí, atenta por si me pasa alguna cosa, siendo así le pego un grito. No se preocupe si me estoy demorando, eso quiere decir que he podido llegar más lejos. Oiga bien, no se vaya a mover de aquí, nos enredamos; uste no es baquiana para defenderse sola en este tremedal. Ponga mucho cuidado si le grito. Le repito, no se vaya a mover de aquí.
—Sí, sí, aquí me voy a quedar hasta que vuelva. No se preocupe —respondió Carlotica, sin más detalles, apurándolo para que saliera.
Ella no se dio cuenta cuando Fulgencio empezó a caminar sobre los puntos seguros del lodazal. Eso pudo coincidir al cambiar de posición para sentarse más cómoda en la piedra. Ajustó el sombrero alón para que drenara con eficacia la poca agua que ahora caía. Se recogió hasta donde pudo, así la ruana de caucho le tapaba los pies, procuró acopiar un poco del calor para entibiar las ropas empapadas. Con los codos sobre las piernas, sacó las manos por el cuello de la ruana, y en ellas, con los dedos muy abiertos, puso a descansar su cara.
Carlotica era pequeña, delgadísima, parecía que los años hubieran favorecido su enjute; sus ojos tenían un azul bonito, présbites desde algún tiempo; para leer y para remendar se ayudaba con unas gafas, de esas genéricas; aunque las arrugas a la sazón ya habían cuajado sus efectos, debió haber tenido una cara con rasgos agraciados; el pelo amonado también debió armonizar con su piel tan blanca. En la región decían que era hija de un noruego, uno de los venidos a instalar los molinos californianos para la explotación del oro en las minas de la Bramadora. Manejaba un temperamento agrio, pero al hacer su sonrisa limpia, dibujaba con ella las alegrías de una mujer sensible.
Procuró alejarse del llanto y de los nervios, probó a jugar con todos los recuerdos de las pasadas, buenas y malas, que le tendió la vida; con todo, no logró liberarse de la imagen de Eladio que la perseguía en todos sus respiros. Pensó en lo imprudentes que fueron los dos, al suponer que lo habían matado en el Campanario, porque, sin desechar del todo las sospechas, eso era improbable.
El cansancio estragaba el cuerpo de Carlota: por momentos se entredormia, despertaba asustada y retomaba los pensamientos en el hijo. Divagó en el rebusque de las posibilidades para encontrarlo, todas le parecieron inciertas: debía estar en cualquier parte del camino; recordó las tres fondas del trayecto, creyó que en ninguna de ellas debió quedarse. Acató que, de vez en cuando, muy de vez en cuando, tahuriaba en la tienda de Chucho Mentiras, con las hijas, y eso si no venía con el mercado, y no hasta muy tarde, allá cerraban temprano. Y, si de pronto estaba allá, qué lejos estaba esa tienda todavía.
Cuando la madrugada había avanzado casi otra hora, los truenos ya venían desde lejos; los espacios del silencio eran más largos y era más tímida la luz de los relámpagos; el aguacero había rematado la manifestación de esa noche, solamente algunas gotas distanciadas escurrían del diluvio sucedido. La luna estaba llena y la copia de su reflejo se repetía idéntica en las partes húmedas del tremedal.
Carlotica, empezó a preocuparse por el Fulgencio que no aparecía. Se levantó de la piedra, fue hasta el borde del lodo para desahogar la angustia, no recibió señal que lo ubicara. A mediana distancia, el fangal formaba una curva hacia el lado derecho que tapaba la vista de su transcurso. Era cierto, en condiciones normales, y en el día, demoraban más de media hora atravesándolo.
Otra vez sentada en la piedra, agitada por la tardanza de Fulgencio. Solo encontró descanso refugiándose en su llanto. Los nervios la pusieron a dar vueltas sobre viabilidad de las opciones, no podía atreverse a incumplir la decisión de avanzar por el pantano, conocía los riesgos que retaba; sería una impertinencia devolverse sola para la casa. Debía esperar, aunque los nervios la estallaran. Volvió a cubrirse; el frío de la madrugada enfriaba sin misericordia.
Insistió en su llanto, pensó que les faltó impertinencia para rebuscar a Eladio en el Campanario. En ese desamparo de la montaña, sola con la soledad, las dudas fueron fuertes y la figura de la tragedia rebotó para atormentarla; un grito que vino desde el pantano alborotó su miedo e interrumpió su llanto:
—¡Carlota, Carlota, Carlota! —Fulgencio gritaba desde lo más lejos, desde donde no se veía —, espéreme, estoy en el paso más difícil, voy muy despacio, ya casi llego.
—Está bien, ya lo oí —alcanzó a responder Carlota con voz chillona, el susto que en medio de ese yermo le produjo el alarido de aquel grito, aumentó su falsete. Se levantó de donde estaba, sacudió las gotas habidas en la ruana y en el sombrero y fue a pararse donde empezaba el tremedal. Miró, más serena, buscó entre las sombras, la sombra de Fulgencio.
Lo vio contoneándose en los puntos que lo sostuvieran. Estaba muy lejos, ella regresó a la piedra; todavía tenía pendiente la deuda de encontrarse con la realidad de la tragedia que él trajera, Desde ahí no alcanzaría a verlo llegar, pero sentiría el sonido de sus pasos sobre el lodo. No deshacía sus razones para argumentar devolverse a rastrear a Eladio más abajo, antes de arriesgarse a pasar el tremedal.
―¡ Carlota, no más preocupaciones. Eladio está al otro lado del pantano! —gritó otra vez Fulgencio, todavía lejos, con la voz descompuesta, cansada la voz por el esfuerzo de brincar de punto en punto del lodazal.
—¿Cómo así? ¿Dónde lo encontró? ¿Cuente cómo está? — gritó, Carlotica con la voz desmejorada, partida por el llanto— ¿Cómo lo encontró? —volvió a insistir, como abatida.
—Espérese, ya le cuento todo… Está vivo, y hasta muy borracho todavía. Qué susto tan bárbaro el que me hizo pegar. Yo no lo había visto cuando me habló —respondió Fulgencio, poniendo un tono de ironía muy marcado. Ya estaba cerca de ella.
—Y uste ¿por qué no se quedó ayudándolo a salir? Este frío sí lo mata.
—Vea, primero que todo, dizque por venir a avisarle a uste, para que no se preocupara por los dos —contestó él, sin mejorar el genio—; además, es imposible sacarlo sin la ayuda, siquiera de una soga, para no irse uno también de cabezas allá, está lejos de la orilla. Tuve que venir por el maldito machete, lo dejé escondido aquí cerquita para no manearme con él pasando este barrial, lo necesito para cortarle la sobrecarga a la Chaguala que está hundida hasta las orejas, puede que soltándole la carga sea capaz de salir. Y después, con las sobrecargas empatadas, bregar a sacar ese muchacho antes de que se quede tullido por este frío.
—Oiga Fulgencio, ¿y qué fue lo que pasó? —volvió a preguntar Carlotica, disfrutando de alguna calma.
—Él me dijo (todavía tiene la lengua enredada) ¡Yo no creo mucho en lo que dice! —empezó a contar Fulgencio—, que había llegado muy temprano a la tienda de Chucho Mentiras y se entró, dizque a escampar el aguacero que caía a esa hora. Venía al anca de La Chaguala. Las otras mulas siguieron solas. Que la mujer de Chucho tenía el santísimo expuesto, es decir, uste sabe, tenía montado el alambique sacando tapetusa, eso lo tienen que hacer los domingos, cuando la ley no llega. La casa estaba oliendo muy bueno y él se antojó de tomarse un trago. Entonces, después empezó a jugar dado, con las hijas de Pastora Muñetón y se tomó con ellas otros tragos, él dice que poquitos (¡Qué va a saber uno cuántos fueron!), hasta que escampó y decidió venirse. No quiso montarse otra vez al anca de la mula porque estaba muy mojada (cómo no iba a estar mojada si se quedó todo ese tiempo afuera mientras pasó ese lapo de aguacero). Todo iba bien hasta cuando sintió, camino muy abajo, que se le estaba yendo el mundo, ya estaba llegando al lado de allá de este fango. Sacó fuerzas como pudo y se tiró al anca de la mula, ustesabe cómo es de pajarera esa maldita. Salió a la loca, él ni siquiera le había soltado el cabestro, y más adelantico esa maldita se metió por cualquier parte del fangal, botándolo dentro del lodo y en una de las partes más hondas. Ella también quedó atascada ahí cerquita. Como le dije, está metida en el barro hasta las orejas. Eso dizque fue hace como hora y media. ¿Cómo le parece, todo el tiempo que tuvo para amarrarse la juma que trae?
—Entonces ¿qué vamos a hacer, Fulgencio? —indagó Carlotica, que lloraba cómo para disimular lo de la borrachera del hijo.
—¿Uste qué, entonces va a seguir chillando? Es lo que yo le he dicho siempre: “Llanto de mujer y cojera de perro” ¡A ver, ¿qué se le ocurre, pues, diga qué quiere que hagamos!? Yo voy a ir a sacarlo… ¿No le dije, pues, que está vivo todavía? ¿O qué otra cosa se le ocurre a uste? Diga, diga, pues, a ver…Puede ser que hace falta lo que uste diga para que terminemos de pasar esta maldita noche tan mala y tan larga —fue la respuesta de Fulgencio cuando salía solo a rescatar a Eladio.
JAVIER GIL BOLIVAR. Agosto 8 y 2022