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OTRAS NOSTALGIAS

¡Cómo nos sorprenden las casas viejas! Las que ha ido envejeciendo el tiempo bastante e implacable; las que se sostienen con el apego traducido en el afecto por ellas de quienes las heredaron.

       Pero impresionan mucho más aquellas casas en las que el descuido y el deterioro consecuente, dan cuenta de la indiferencia de los dueños o de los descendientes indolentes o en litigio.

       En cualquier parte del mundo donde nos cruzamos con las casas viejas, pareciera que salen al camino para que las veamos y, adivinando, armemos las historias que guardan dentro, protagonizadas por quienes las construyeron y las ocuparon, y que lo hicieron, de pronto, estimulados por las esperanzas de los afectos familiares que incubaban. Las que amenazan ruinas, las mal tratadas, parece que nos asentaran sus quejas por la vejez dolida que les ha tocado.

      Todas las casas viejas parece que tuvieran historias parecidas, las casas humildes y viejas y las viejas mansiones patriarcales. Todas invitan a que la imaginación trajine por los motivos que estimularon su construcción. A veces parece que nos encontráramos en ellas con la presencia fantástica del enamorado que, al madurar sus sueños, las construyó pensando en donde arrumar sus sentimientos, lugar que sería la fortaleza de sus emociones.

       Todas, todas las casas, fuera de proteger, o de haber protegido de los fríos, de las aguas y de las noches, parecen contener, dentro de sus muros y paredes, las razones o los secretos que se dieron para planearlas y para construirlas. No es equivocado pensar que fueron proyectadas cuando los cariños cuajaron en los amores que obligaban a buscarle el cobijo arropador a los sentimientos crecidos suficientemente.

       Cuánto afecto debe quedar pegado en las casonas, donde la ejecución de cada muro o de cada tapia contiene las mezclas de los sueños y los esfuerzos que nacieron desde cuando prosperaron los amores.

      Se figura uno la calidad del romance que debe haber habido para fraguar las fachadas, hasta con figuras y arabescos que las hacían singulares; con escaleras internas torneadas donde posaban más bellas, las mujeres bellas. Con ventanas donde se transmitieron hacia la calle las primeras risas infantiles; ventanas que después testimoniaron los efectos afectivos de alguna serenata. De pronto, esas casas también con balcones, donde aparecía con frecuencia una adolescente, al pie de los claveles, las orquídeas o los jazmines. Todo eso hace consolidar las nostalgias inminentes.

     Casas pensadas con alcobas grandes donde cabían todos los hijos de la ascendencia planeada durante el tiempo de los noviazgos, con medidas amplias donde no estorbaban ni las palabras que componían los rezos familiares; también, donde quedaran amplias y aisladas las otras palabras, las que proponen la consumación del rito de los deseos durante las noches que culminaban con el desbordamiento de los afectos; alcobas que encerraron, después, los sollozos, los pujidos y los llantos que surgieron para estar en la cuna recién comprada.

      Casas proyectadas con los comedores grandes para que contuvieran a la familia entera, que soportaran a todos cuando las horas de las comidas y de las conversaciones agregadas  todos los días;  donde debía estar toda la familia con todo y las risas y las alegrías; donde también quedaran amplias las nostalgias de las despedidas cuando emigraba alguno de la parentela cercana; en fin, comedores donde pudieran estar todos, para saludar a los que volvían con la carga de las alegrías por los regresos.

     Todas las casas viejas tienen historias parecidas. Las del Trastevere romano: viejas casonas donde en los muros de cal y canto se quedaron engarzadas las leyendas pérfidas de los amores prohibidos y los ecos de los besos apremiantes y el roce del yelmo contra la malla en las despedidas de los templarios.

      Las casas viejas de Montmartre, donde subían las muchachas de París, a posar desnudas y gratis para los pintores que vivían en una pieza, pobres en vino, en pan y en queso. Muchachas, que encimaban a los artistas en ciernes, después de la pose, un rato con amor apurado.

      Las casas antiguas de Madrid, donde hace siglos nacieron quienes cortejaron los sueños de los conquistadores. Donde alimentaron las bondades que no fueron; donde galantearon las ambiciones que, por desmedidas, aparecieron pagando o cobrando con las vidas en los pueblos colonizados.

        Las casas de ciudad de México, torcidas desde cuando, por los años, se hundieron sus suelos; que conservan tapados con las capas de cal viva, los restos de la sangre de los españoles derrotados en la noche triste.

         O las casas del Buenos Aires viejo, en San Telmo o los conventillos del barrio de la Boca, donde todavía deben oírse los pasos trasnochados cuando el regreso alicorado de los bacanes. 

      Todas esas casas viejas sacuden el alma de quienes las miramos; mientras estén en pie guardarán un encanto dulce o amargo para quienes esculcamos en ellas buscando los recuerdos.

Javier Gil Bolívar. Septiembre 10 y 2022.

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Publicado enCuentos