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A TRABAJAR, M‘HIJA

Salía de un antro de esos que hay en algunas calles de Niquitao, arriba por los puentes de la Oriental. Jalaba de un lazo a una perra con el pelo sucio, que exhibía sus costillas dibujadas en el cuero, que iba con la cabeza gacha y con un andar remolcado, cojo y lento; cuando salían del lugar, entraba la Pisinga, una viciosa con edad madura; el hombre de la perra parecía tener con la mujer compromisos diferidos, de acuerdo con las palabras que se cruzaron: picantes, y las repetían con las expresiones más agresivas de sus rostros.

   Por la puerta de esa olla, como llaman a esos lugares, salían olores mixturados con todas las ascendencias: humedades descontroladas, orines y excretas; marihuanas, pegantes, opiáceos y alcoholes; lociones, perfumes penetrantes de jabones baratos: todo revuelto, que estimulaba náuseas inmediatas a quien se detenía y los percibía por accidente.

   Lo que se veía por la puerta, era un zaguán largo con unas paredes sin empañetar hasta la mitad de su altura, los ladrillos desnudos y, en algunas partes, gastados por raerlos para combinar y completar con el polvillo las dosis bazuqueras; de la mitad hacia arriba, tenían un color deslucido e indefinido. El techo era en esterilla de caña brava, con partes que perdieron el emboñigado por las goteras caídas en los últimos inviernos.

   Adentro se oían gritos eventuales de hombres y mujeres, reclamándose por deudas nimias de yerbas mal compartidas. Alguna extendía alaridos insultantes contra quien sospechaba que le fue infiel, mentiroso y corrompido después del amor ocasional que compartieron alguna noche cercana.

   Parece que ese día había mucho trajín en ese antro: detrás de la Pisinga entraron otros; seguro, iban a barequear la provisión narcótica que buscaban. 

   La mañana era sin sol, tristona, pero no había llovido. No obstante, las bocanadas sucesivas con un aire muy frío, podían colarse por la ropa, y unas nubes negras que se consolidaban en el sur, predecían un aguacero inminente.

   El indigente que salió con la perra de cabestro era muy conocido en esas partes sórdidas de la ciudad, soportaba varios años mostrando el deterioro progresivo de su figura. Se hizo célebre porque siempre iba emparejado con el animalejo y por el consumo desmedido de los barbitúricos baratos con las revolturas enloquecidas de todo lo bebible con lo que se olía. Lo llamaban el Sastre, era tan conocido con ese remoquete que nadie sabía de él otro nombre. No le decían así porque tuviera algo que ver con ese oficio, sino porque, años atrás, aparecía con frecuencia en las cantinas de el Fundungo, comerciando pantalones a precios rebajados —allá, los posibles clientes, utilizaban el cuarto de los orinales para probárselos—. En sus ventas iba provisto con metro de modistería para ajustar lo que no servía del muestrario: después reducía o alargaba y satisfacía el pedido. Esas prendas, sin marquillas, las ofrecía así para soportar el argumento de venderlas a precio bajo porque él mismo las cosía. Era mentira: todo se supo después, cuando estuvo en la cárcel por un hurto continuado en el almacén de ropa donde hacía como celador. Esto sucedía, antes de que el vicio terminara envolviéndolo en su tromba.

   El Sastre emigró a Medellín en el año 78, de una vereda del suroeste. Allá acostumbraba tasar entre las amarguras y las necesidades, las frustraciones de una vida con el rumbo del futuro torcido hacia la incertidumbre.

   Su niñez coincidió con un tiempo, cuando las venganzas rurales se cobraban, hasta por diferencias intrascendentes, prendiéndole candela al rancho de aquél con quien disgustaban.

   Le había quedado en el costillar derecho, desde la paleta hasta abajo, hasta la nalga, la cicatriz de una quemadura atizada por un pedazo de alfarda encendida que le cayó, antes de darse cuenta que ardían el empajado y los bahareques de la barraca que lo acampaba. Cuando eso, no había cumplido más de siete años; salió vivo de chiripa. Fue una noche siniestra: los vientos de una estación con días calentados por canículas abrasadoras ayudaron a regar las llamas y las pavesas encendidas que consumieron desde los techos con los pajonales secos, hasta las paredes rústicas de bambúes o de orillos desmerecidos por el tiempo. Todo ardió sin tregua, la candela se veía pasar de rancho a rancho con velocidad e intensidades infernales, desde antes de mediar la noche, hasta cuando el sol brillante del otro día completó la cadena del calor horrendo que no amainó hasta muy tarde. De todo no quedó nada, se perdió hasta el punto en que estaban sus viviendas, después debieron trenzarse en reyertas y en mediaciones para recuperar el sitio donde moraban. Los muertos quedaron enmarañados entre los carbones minúsculos, se achicharraron y se consumieron. La cuenta de los difuntos pudo hacerse con los que cada cual declaraba desaparecidos.

     Lo que estaba más vecino en el rancherío, se volvió cenizas. Con eso pagaron, entre todos, el desquite por lo que no debían. Esa noche, la orgía de la maldad sació sus ganas.

   El tiempo de la curación del niño que era, fue prolongado y severo; las quemaduras, convertidas en llagas hediondas, lo retuvieron en un servicio de sanidad con elementos pobres. Al empezar su alivio, descubrió que las cicatrices, con el ingrediente de los gestos lastimeros, le abonarían aportes compasivos, capaces de llevarlo soliviado por una vida de tránsito muy fácil, lo que a la postre lo convirtió en inútil. Y cuando Tella cayó en la cuenta de que la vida limosnera del hijo lo anularía, ya no había a quien demandarle nada. Solamente pudo hacerle digerir, braveado, las letras con las que ensayaba una lectura montaraz y escasa.

   Entonces, sucedió lo de siempre: cuando los del caserío y los viandantes de los caminos y las carreteras lindantes vieron que ya nada lo afectaba, le sacaron el cuerpo. Ese fue el motivo para declararse abandonado por quienes lo sostuvieron con las dádivas, tiradas para apaciguar sus actitudes quejumbrosas.

   Ahí debió darse cuenta de que las cicatrices que sostuvieron su infancia pordiosera solo le habían servido para ahorrar en la cuenta de los desatinos y, para obtener como balance, su transformación en otro incomprendido. Desde ese tiempo hasta la adolescencia, con aporreaduras en su autoestima, vivió trampeando, mantenido por esfuerzos cicateros que en nada lo comprometieron con el futuro.

   Ya tenía diecisiete años. Salió de su tierra de súbito, huyéndole a un acoso realizado por unos militares, que allegaban muchachos para el servicio. A esa batida escapó, ya lo tenían contado y concentrado en la escuela. Un teniente, al darse cuenta de la fuga, le dejó con Tella una razón, amenazándolo: «Dígale a su hijo que, donde lo encuentre, lo haré pagar cárcel por remiso».

    Para consolidar la reculada al ejército, se largó de la vereda con lo que tenía —todo lo que tenía cabía en una bolsa plástica—, y le cayó de sopetón a una tía tuguriana, en Granizal. Allá llegó a compartir las necesidades de quien no lo esperaba. Y, por ahí mismo, sin más ni más, se registró en la rutina con los desafueros citadinos, en los entreveros estimulados con los vocabularios estridentes del parlache: a eso parecía tener inclinación innata. Hasta cuando, después de rodar por trabajos de mala muerte, y participar en quehaceres con la duda puesta en la legalidad de sus fines, lo detuvieron otra vez para pagar el servicio: ahora lo mejor fue no escaparse.

   Hasta esa época, ya hecho y derecho, todavía estaba alejado de los compromisos o de las normas que lo ataran con alguna disciplina. El problema de la subsistencia lo resolvía con sustentos atravesados en los acasos; primaba, muchas veces, la necesidad de satisfacer los vicios ubicados entre sus necesidades cardinales.

   Su vida en la milicia, lo enfrentó con las responsabilidades que había esquivado y le prestó la oportunidad para tener comidas a horas regulares, volviéndolo olvidadizo de las hambrunas soportadas. Pero allá tampoco encontró lo que pudiera modificar radicalmente sus tendencias a la vida basta: no tuvo arrojo ni intención ni nada, para algo heroico. Más bien, quedó definida la bastardía de sus actuaciones cuando, casi al término del servicio, en una inspección realizada en el cuartel, le encontraron un paquete con hojas de cannabis, cosa que tal vez hacía parte de la cuota a la cual se había acostumbrado.

   La vida barrial lo esperaba con sus sorpresas y conflictos. Volvió respirando aire grueso, presumiéndose como si tuviera los merecimientos de un gran veterano: caminaba con arrogancia militar y correspondía a los saludos con frente altiva, tratando, con todo, de imponerse como el bacán de la gallada.

   Con tales ínfulas mermadas, debió llegar varias veces, a las carreras, donde la tía en Granizal a buscar refugio después de salir con vida de los tropeles que encendía con sus alardes en los bailes de música dura. Allá, donde la tía, también caía a resguardarse en las noches, solamente en las noches, durante el día las posibilidades de comida eran parvas. Por ese tiempo ya tenía marcadas las improntas que lo estampillaban como un cliente frecuente de las drogas.

   Tras las vagancias y las privaciones, los reclamos por su mal oficio y su aspecto decadente, algún pariente lo referenció en una compañía de vigilancia donde podría, con buen juicio, alivianar la carga de sus insolvencias. Después de disimular con promesas las dudas que dejaba descubiertas su hoja de vida militar, fue enganchado para prestar servicio temporal en un campamento minero, en la región del nordeste.

   Era una mina de oro explotada por extranjeros, puesta en un desmonte en plena selva. Suponía una topografía brava, de tránsito engorroso.

   Un lunes, la tranquilidad recorría todas las secciones de la mina; no había novedades, la mañana estuvo sostenida por la normalidad en los trabajos. Después del mediodía, cuando salían a descanso, oyeron los disparos en la parte anterior, cercana a las oficinas. Los de la defensa parecían atentos, pero mientras reaccionaron, hubo un compañero muerto.

    Nuestro hombre, recién llegado, vigilaba en el puesto más interior del establecimiento; por esa parte el ataque fue más severo. Al cabo de los minutos, de esos minutos que el recelo y el suspenso hacen inmedibles, se sintió herido en un brazo, ya había agotado la munición. Así, la única opción señalada por el desespero fue salir por detrás y esconderse en la selva, evadiendo los disparos, todavía esporádicos.

   El miedo, aumentado con la soledad, lo hizo caminar un buen rato hasta sentir la seguridad que le daba la distancia. Buscaría una trocha, existente en esos lados, por ella regresaría a la mina. Tomó un descanso para verificar la gravedad de la herida: ya sentía los dolores y la sangre no cesaba de humedecer la manga de la camisa, que rasgó por la costura y con la tira improvisó un vendaje. Empezó a oscurecer, eran tierras desconocidas, buscó impaciente el derrotero de su marcha. Ya la noche hacía de las suyas, restándole posibilidades a la orientación. Ensayó varios rumbos, ninguno coincidía con la trocha. Gastó las fuerzas disponibles, disminuidas por la tensión del día, y por la sangre que perdió en la herida. Apabullado por la fatiga, aceptó que estaba extraviado en medio de una selva que amedrentaba. No tuvo otro remedio que esperar la aparición del otro día.

   Vagaba sin sentido, iba errático por cualquier lado que se proponía. El monte es igual en todas las direcciones para quien lo desconoce. La techumbre verdosa, por donde entraba poco sol, le impedía puntos de referencia que mostraran su salida.

   Cuatro noches sin dormir, decían sus cuentas: los ruidos de los animales expresando su lenguaje, alborotados en sus parloteos nocturnos, lo obligaron a permanecer espabilado. Y los silencios, cuando todos callaban, lo ponían a hacerle sus reverencias a la soledad, mezcladas con el miedo. A la media mañana del quinto día, percibió un ruido lejanísimo, estuvo atento a la dirección y entre los intentos acertó el rumbo. Al caminar algunas horas, descendió y volvió a subir, para comprobar el sonido del serrucho en un aserradero. El que manejaba el serrucho, arriba del andamio, trabajaba de frente, lo vio primero; no pudo disimular su sorpresa, dejó abajo la herramienta, se llevó un sobresalto; ese aserrador sentía miedo por los comentarios, circulados en la región, sobre los arrastrados por los movimientos armados.

   Cerca al cobertizo del aserradero quedaron agotadas sus últimas fuerzas. De bruces en la tierra, los del serrucho tuvieron para reanimarlo, solamente, el agua fresca del tarro que tenían a la mano.

   Lo afectaban varias dolencias: la herida en el brazo por el tiro de carabina, convertida en purulenta; la desnutrición, apoderada de su organismo en los días transcurridos, subsistido solamente por el agua de los arroyos que se atravesaban en su ruta dudosa, y las manifestaciones de una enfermedad conseguida en el monte que, según los aserradores, tenía las características de unos fríos y fiebres, porque ya hacían de las suyas las primeras calenturas incontrolables. No hablaba. Nada decía de su origen, lejano a las explicaciones sobre lo acontecido; vivía en alucinaciones incesantes. De acuerdo con su estado, era imposible moverlo en una bestia de carga, único medio de transporte disponible.

   Dada la condición del aquejado (ya habían pasado tres días desde su llegada), llevaron al rancho a un médico trashumante, que oficiaba en una empresa ganadera muy adentro del camino.  El médico diagnosticó un colerín infeccioso, complicado con la herida infectada y con las consecuencias de la deshidratación y el hambre padecidos; ese estado, no tenía forma de paliarlo con las pocas drogas que cargaba en sus alforjas. No obstante, hizo hervir la jeringa, y combinó dos ampollas, podían ayudarle a bajar la fiebre para que soportara algo de comer, pues ya eran evidentes los signos de la inanición severa. Su concepto desalentaba: en esas condiciones y con las carencias en la región, las posibilidades de supervivir serían escasas.

   De poco sirvieron las inyecciones: solamente mitigaron las fiebres por un día. Los síntomas anteriores y el vómito, persistían con la misma frecuencia. Se hundía en divagaciones incoherentes, cada vez con menos intervalos; trataba de levantarse, gastando las fuerzas que no tenía. Esta situación azaraba a los aserradores ante la posibilidad de tener que bregar con un difunto.

   Conscientes de la realidad, buscaron a Evaristo, un curandero de la región. Hicieron las indagaciones y convinieron cuál de ellos saldría en su averiguación.

   Evaristo hizo las preparaciones con menjurjes que sacaba de su jíquera de cabuya; estaba en la parte del rancho de ellos que hacía de cocina, a la luz insegura de un candil de petróleo, dando la espalda y tapando sus acciones con el cuerpo. Al acabar la preparación, sin dar explicaciones y sin estimular preguntas, entró solo y estuvo mucho rato cerca al enfermo, a esa hora deliraba con animales monstruosos que lo perseguían y con aguas peligrosas por donde se despeñaba. Cuando dejó al enfermo, regresó a la cocina, fue a sentarse en una de las banquetas rústicas, tomó limonada, se cubrió hasta la cabeza con el poncho y encima el sombrero de iraca; arrebujado, se cogió la cara con las manos. Parecía dormir. Así quedó hasta que el día nuevo estrenó sus primeras claridades.

   Decían en el contorno que Evaristo era ayudao, nadie sabía decir por quién. Comentaban, entre muchas otras cosas: suponían haberlo visto convertido en una llave vieja dentro de un canasto, cuando lo perseguían los cuatro hijos de Bertulio Santa para matarlo, porque no quiso ir a estancarle la sangre cuando lo machetearon, al sorprenderlo en una partida con unos dados cargados, luego de haber pelado a los jugadores. También decían que había hecho levantar al macho Topacio, de don Ángel Rivillas, el de Quebradona, después de llevar dos días muerto por un cólico de torsión. Y que, a Zenaida, la del matarife, la curó de un flujo, con ella desde chiquita, solamente con mirarla porque no se dejaba tocar de nadie.

   En la tarde, después de las cuatro, ya se había ido Evaristo; dejó dos o tres recomendaciones. El enfermo empezó a gemir por el dolor de la herida, a preguntar dónde estaba y a pedir algo para tomar, tenía la boca seca. Fue atendido con los recursos disponibles, parecía empezar a reponerse, aunque la llaga continuaba mostrando mucho pus y malos olores.

    Bastaron otros tres días de cuidados pobres, para decidir entre los aserradores ayudar al convaleciente a salir de la región; entonces, todo fue amarrarlo sobre la enjalma de una mula que utilizaban para cargar las rastras de madera. Así lo llevaron, cabestreando a la bestia.  En esa forma, alcanzaron un puerto del Magdalena, estuvo recluido en el hospital del pueblo.

   Después de un restablecimiento rápido, volvió a Granizal. Fue enganchado como celador a término indefinido en la compañía de vigilancia, gratificando su comportamiento en el incidente de la mina. Pero desde ahí, con el presupuesto floreciente, desató su angurria por las drogas, ensayándolas todas y comparando sus efectos, en una carrera contra el tiempo probable de su vida.

   Recorrió varios sitios donde la empresa tenía sus contratos, siempre en el puesto de celador. De todos salía, puestas las dudas sobre la eficiencia de su trabajo, por la inclinación al vicio. Disfrutó de varias oportunidades, aunque su comportamiento era malo. Al final, lo enviaron a un almacén de ropa y calzado. Allí fue donde esquilmaba los inventarios; lo sorprendieron en el robo, fue condenado a pagar tres años de cárcel que solo le sirvieron para consolidar su vicio, para registrar el apodo de el Sastre, que lo identificó por el resto de su vida, y para traer de ese encierro los primeros síntomas de una tuberculosis que, en algún tiempo, remató las cuentas de su existencia. 

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   Iba, entonces, el Sastre, aquella mañana opaca, por una de esas calles de Niquitao, cabestreando a la perra, a la espalda el costal mal terciado con un contenido indescriptible. Sobrepasó a la mujer que le cobró las cuentas. A quien venía en su ruta, desde cuando salió del antro, le extendía la mano, procedía con una cara que empeoraba su porte miserable: así intentaba sensibilizar a quien pasaba. Al pedir una moneda, argumentaba que, necesitaba completar el desayuno. Nadie se interesó en sus necesidades, proseguían la calle, esquivándolo. Y él, cada vez se satisfacía, sin parar su senda, con una retahíla de procacidades, que se regalaba ante la mezquindad de quien no le regalaba nada.

   Tenía que manejar una cojera evidentísima adquirida recién salido del penal por un trabucazo, en un encontrón durante un robo callejero, que le rompió la tibia y el peroné y, que, por un descuido en el tratamiento, hecho a la carrera en los bajos fondos, huyéndole a la investigación de la justicia, sumó a la herida complicaciones desencadenantes en el defecto tan notorio. Aquel ladeo era completado por los zapatos torcidos, llevados sin cordones: ambos, cojera y zapatos, le hacían exhibir pasos irregulares y desafinados.

   Los truenos empezaron a participar en la mañana brumosa y, algunas gotas secuenciales de lluvia confirmaban el presagio del aguacero.

   Pasó el Sastre con su perra por el lado de los aguapaneleros, que tempraneaban en su labor cerca a uno de los puentes de la Oriental y le ofrecieron algo para comer, regalado: nada lo satisfizo. Los efectos del dopaje continuo, primero de hambres insaciables, ahora le había creado aversión a la comida.

   Aunque la mañana ya iba sobre las once, al Sastre todavía lo atenazaba la resaca de la noche anterior, conseguida con el hartazgo de todos los excesos: de fumaradas de yerbas de varias procedencias, revolturas de alcoholes baratos, solos y adicionados; esas combinaciones debían sumarse a las hambres acumuladas y, para rematar, solo durante la madrugada lluviosa debió haber logrado hacer un sueño pobre, doblado sobre la zorra*, cuando cerraron el cafetín donde la estacionaba bajo el alero: siendo así, pudo haber dormido pocas horas, sin mojarse.

   Vestía el mismo saco que siempre vestía; difícil asegurar de qué color había sido. El pelo, asomándose por debajo de la gorra maltrecha, revelaba la plenitud del abandono.

   Ya iba llegando a las oficinas del gobierno, donde habitualmente hacía la primera parada pordiosera del día. Tenía prefijadas las palabras usadas para docilitar a quienes dirigía sus actitudes plañideras.

   La perra acompañante era un animal de raza difusa, de porte mediano y edad añosa. Lo seguía, pegada al lazo, con la pereza y con la mansedumbre impuestas por el hambre, la vejez y el trato malo que le daba el amo, variable de acuerdo con el grado de dopaje en que lo tuviera algún alucinógeno.

   Bajó a la primera escala, descargó el costal. Decidió sentarse al frente de la puerta de las oficinas oficiales. Empezó a llover, aprovechó la entrada veloz al corredor de los que estaban afuera y también lo hizo, colado entre todos. Miró hacia los lados, reconoció a los vigilantes del día. Metido entre la gente, sacó del costal una coca plástica y la puso en la boca de la perra.

   Los vigilantes ya lo conocían, le tenían prohibida la entrada a la sala de espera.

   Caminó hasta otra de las puertas, todavía con el costal terciado. Desde allí podía cubrir con su voz todo el salón, a distancia del vigilante. La perra continuaba a su lado cogida del lazo. Ahora, él tenía la cabeza adentro de la sala y medio cuerpo afuera, parecía que no era el momento oportuno para hablar; la duda surgía, sentía encima la mirada del vigilante. Pasaron algunos segundos, y todavía en ese trance. De pronto se resolvió y se destapó, muy seguro, duro para que lo oyeran, con la retahíla de siempre: 

   «Hágamen el favor y me colaboran con una limosnita para el cuido de esta perrita, que llevo muchos años educándola. Ella es muy querida y muy inteligente, verán cómo va a pasar por todas las filas con la coca en la boca. De lo que ustedes le echen yo no saco nada para mí. Todo lo que le den es para su comidita. Ya sabe hacer muchas piruetas: ya sabe pararse en las patas, brincar sobre un lazo, puede bailar. Y, eso no, si le colaboran yo le sigo enseñando, ya tengo pensado hacerla practicar el brinco sobre una candelada. Háganlo, delen la platica… Que Dios los bendiga».

   La perra ya estaba lista para hacer su oficio: el Sastre se arrodilla, se le acerca a una oreja, y le dice pasito:

   «A trabajar m’hija. Si quiere comer hoy, tiene que pasar por todas las filas, como se lo he dicho: despacio, que la gente la vea; le repito lo mismo de todos los días: tiene que pararse al frente de cada silla hasta que le pongan la moneda en la coca, espere, espere. Póngame cuidado; a veces parece que uste no me oyera, o que se ha vuelto muy bruta: va a ir muy despacio, sin carreras, no tiene afán, pasando por todas las filas, pensando en lo que hace, ya se lo dije. Hoy hay mucha gente en esta oficina y le puede ir bien. Y, si le va bien, tengo pensado algo muy bueno que le voy a comprar para que se coma esta tarde: carne con hueso para que ruña. No se le vaya a olvidar lo que le digo».

   Soltándola del lazo, y deshaciéndose con ella en sobijos zalameros, terminó su arenga:

   «Vamos, pues, Violeta. A trabajar m’hija. Allá se lo haiga. Arranque, pues. Despacio, muy despacio, Violetica».  ––le dijo, mientras le echaba la bendición al salir; ya iba con la coca plástica en la boca.

Javier Gil Bolívar, octubre 3 y 2022.

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Publicado enCuentos