Volvamos a repetirlo, qué le hace: el parque, o mejor, la plaza principal de un pueblo es su cara, es el retrato de su identidad. Cuanto más se conserve y mejore la estructura que lo define por años más valor tendrá para las generaciones que se sucedan.
Desde tiempos bien remotos, ese espacio ha sido utilizado por los poblanos de cada región para los encuentros de negocios, para las citas con sus amistades o para las reuniones imprevistas e informales donde se ventilan los temas más diversos. En los pueblos pequeños, el parque es el punto obligado para los juegos infantiles, los adolescentes también disfrutan algunas de sus zonas para sus parloteos y para congregar las barras de los amigos. Cuánto más pequeño es el pueblo, es mayor su ocupación por parte de la gente menuda. Eso sucede aquí y en Jerusalén que es tierra santa.
Los parques de nuestros pueblos fueron construidos y dotados obedeciendo a mínimos conceptos urbanísticos o estéticos; se desarrollaron y adquirieron personalidad ―bonita o fea―, a través de los años, con las agregaciones y con las mutilaciones que les asestaron los políticos de cada tiempo ―dígase alcaldes―, que dejaron en las obras realizadas la impronta de la calidad de su gusto (las más de las veces con cirugías mutiladoras del buen gusto). En todas partes, el elemento esencial de los parques son los árboles y, de pronto, algunas obras artísticas sacadas de moldes, casi siempre con méritos harto discutibles.
Más aún, la arquitectura de los edificios circundantes, sin una planeación aprobada que se desconocía, son una mezcla espuria de estilos nacidos, mal concebidos por arquitectos obedientes al mal gusto de los propietarios, generalmente los ricos del pueblo, o con ideas de los maestros albañiles o de los mismos dueños que satisficieron su ego de diseñadores empobreciendo la estética de los parques.
Pero, aun así, como son ―así como están los parques de los pueblos―, quedaron arrimados a los recuerdos más primarios y más imborrables de cada una de las generaciones que los han transitado.
Es fácil deducir que los parques son el patrimonio rotatorio que se adjudica tácitamente a las generaciones que se suceden, y donde cada una deja allí los jirones de los recuerdos que, con el tiempo, cuando la memoria es quien vuelve con ellos, lo primero que se añora es aquel lugar donde aconteció lo vivido.
En nuestro pueblo tuvimos un parque que invitaba a las tertulias imprevistas. Sus gradas, sus bancas de concreto frio, acogían nuestros divagares y nos sentábamos hasta en el filo de los espaldares para apreciar mejor a las mujeres que pasaban. Los tubos fueron parte esencial en nuestras citas con los primeros amores o con los amigos que participaban en las tertulias espontáneas o en los cotorreos donde quedaron engendradas las amistades que todavía tienen vida.
Los parques de los pueblos han tenido la desventura de ser intervenidos casi siempre por los mandatarios de turno. Se convirtieron en el lugar donde parece que les hubieran dejado el botín de las mordidas, de las coimas, de las comisiones que solicitan sin vergüenza, botín sin el cual parece que no pudieran concluir el ciclo fugaz e irrepetible (por ineficiente) de su mandato, porque es grande la cantidad de los que salen de las administraciones con requerimientos judiciales por actos cuestionados.
Lo peor de todo lo de las llamadas remodelaciones, es que la escogencia de los proyectistas y constructores la hacen sin la transparencia de una licitación aprobada por una junta conocedora de los trabajos, que otorgue su decisión a la mejor propuesta. Por eso es que siempre quedan los espacios oscuros en los negociados de las obras públicas; esas faltas contra la transparencia son las creadoras de las desconfianzas y las ojerizas contra las administraciones municipales.
Qué bueno que los alcaldes tuvieran iniciativas concluyentes en mejorar lo existente, en hacer obras con fines sociales que dejaran grabados su altruismo y su buen gusto para honra futura de su nombre. Hasta les darían más votos en el futuro, por ejemplo, sus intervenciones en el acceso a las viviendas populares, las mejoras en el servicio del agua, la atención al pavimento de las calles, la conservación de los edificios públicos, la atención a los caminos y a las carreteras de las veredas y corregimientos. En fin, tantas obras que dejan de emprender por estar embelecados en realizaciones nacidas entre las sospechas de los intereses personales y las prevaricaciones por las decisiones que brincan por encima de las necesidades más sentidas y más urgentes.
Javier, ¡Cómo lamentamos el horror de haber probado a nuestro pueblo de los adorables tubos, donde confesamos nuestras primeras cuitas de amor.