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«ADIÓS, DIJO AL MUNDO»

El obispo salió del pueblo muy temprano. Le habían conseguido una yegua, la mejor de las bestias que arrendaba don Gabriel Varela solo a personajes alcurniados. Iba para Cedeño en visita episcopal y, aunque la madrugada era lluviosa, no vaciló en emprender el camino para cumplir con lo dicho en los telegramas que había cursado desde semanas antes, anunciando el día de la visita y la hora probable de su llegada. Lo acompañaban el cura párroco y cinco caballeros que eran la flor y nata del lugar. Llovía, aunque no a cántaros, claro que eso no obstaba para la preocupación de todos por el cuidado a su Excelencia, si bien sabían que era ducho para cabalgar, después de haberle tocado las experiencias en terrenos selváticos y fangosos cuando necesitaba aproximarse a sus parroquias.

      La quebrada el Popal estaba crecida, las bestias recelaron pasarla porque en la parte de arriba hacía un ruido fuerte al chocar contra las rocas, no había sido grande su caudal, pero por las piedras movidas, parecía que estuvo muy aguada durante la noche

        En la falda del Anime cesó la lluvia incipiente pero los charcos, como tremedales, obligaban a practicar todas las precauciones, lo que supuso que, a ese paso, las seis horas de camino tomarían por lo menos una hora más.

        Ascendieron hasta el alto de Boquerón y ya empezaron a encontrarse con viandantes que iban hacía el pueblo aprovechando el escampe del agua; no se daban cuenta del porqué de la comitiva y solo hacían los mínimos saludos acostumbrados. Algunos extrañaban y reaccionaban sorprendidos cuando el Pastor se descubría del sombrero y los bendecía. 

        Aquella comitiva ya llevaba más de tres horas en el camino. En cualquier curva el obispo se arrimó al padre Gustavo, párroco de Cedeño, que iba entre los cabalgantes; con mucha pulcritud y con voz muy baja, le dijo:

       ―Padre, necesito urgentemente aligerar mi vejiga y, por ahí derecho descansar de un dolor de cintura muy fuerte. Usted que conoce este camino, ¿sabe de algún sitio donde podamos treguar un poco? ¿qué me recomienda?

       ―Si, Excelencia, no se preocupe (el padre pensó un poco), estamos para llegar a la Bramadora y ahí, al borde del camino tenemos una familia muy querida que nos prestará sus servicios. Son cinco o diez minutos para estar en ese sitio, nada más.

       ―Está muy bien, padre.

       El padre Gustavo, acosó a su cabalgadura y al galope adelantó al resto de la comitiva, llegó a la casa seleccionada, en el corredor reposaba don Jesús; parecía que hacía poco había desayunado porque todavía estaban los trastos en la mesita que servía de comedor; le contó rápidamente los detalles sobre el servicio que requería el mitrado que se aproximaba.

        Don Jesús, agradecido por tener en cuenta a su hogar para ese servicio, puso en alerta a su mujer, a su hija y a sus nietas. Todas se repartieron los oficios para tener lista la casa. Una aseó el sanitario, cuando eso de madera; otra puso el café en el fogón por si alguien lo quería, la mamá buscó la toalla que solo utilizaron en los partos y la jarra y la ponchera, ambas loceadas, que usaron solamente en iguales eventos. Total: cuando el prelado se apeó de la cabalgadura en el patio empedrado, encontró la preparación casi lista. Estaban todos los de la casa reunidos en el corredor y Monseñor, antes de cualquier cosa, les impartió una bendición repleta de indulgencias.

       El padre Gustavo, que ya había recibido todas las instrucciones sobre el lugarejo, orientó presto al obispo cuando llegó hasta el final del corredor de la casa campesina y se quedó esperándolo a distancia prudente. Cuando el prelado salió del cuartito, el sacerdote corrió hasta el lavadero donde estaban la ponchera y la jarra con agua tibia; procedió a verterla en las manos del obispo y ya tenía lista la toalla para secarlas.

         Uno por uno de los caballeros acompañantes procedió a imitar al prelado en el uso del retrete; mientras tanto, él participaba a los presentes de su oratoria amena con un corto mensaje de fe. Le ofrecieron un café, pero él dijo estar encantado con el olor de una mazamorra que hervía en la cocina hacía rato; decidió, más bien, solicitar un poco de claro que le trajeron prontamente revuelto con leche recién ordeñada, en una taza con plato, ambos de porcelana poco usados; adornaba el plato un pedazo de blanqueado que casualmente habían traído del trapiche de los Restrepos al comienzo de la semana. Mientras el obispo apuraba esa media mañana, Clarisa, la nieta de don Jesús, quien lo atendía, le comentó que le permitiera, cuando regresara de su visita pastoral, hablar con él sobre un asunto personal. Su Excelencia, prometió llegar temprano el día del retorno para escucharla.

        Tornó el séquito a montar sus cabalgaduras. Don Jesús le sirvió de palafrenero eventual a su Excelencia y aprovechó para invitarlo con su comitiva a un almuerzo cuando regresaran; reemprendieron el camino después de que el mitrado volvió a tocarse con el sombrero y salió, luego de impartir sendas bendiciones a quienes estaban en los distintos ángulos de la casa. 

        Las fiestas de Cedeño con la visita obispal, cómo que fueron maravillosas, hasta las gentes de fincas y caseríos remotos salieron a participar en los oficios religiosos, en las confirmaciones y en las primeras comuniones. El lunes por la mañana salió de regreso la comitiva, esta vez sin el padre Gabriel, párroco del pueblo. El día era clarísimo, lejanas las posibilidades de lluvia; el sol de los días anteriores había secado el camino y podía rendir más el paso de las bestias. Llegaron a la Bramadora y encontraron una recepción improvisada con vecinos que esperaban para presentar sus saludos al pastor. Los de la casa de don Jesús hicieron los preparativos para el almuerzo ofrecido, también para la comitiva y para algunos vecinos. La jarra con el agua, la ponchera y la toalla lavada, secada y planchada ya estaban cerca a la poceta para el aseo de las manos del obispo y las de los que ingresaron al cuartico.

        Terminado el almuerzo el obispo llamó aparte a Clarisa, la nieta de don Jesús, para cumplir con su palabra de escucharla. Estuvieron sentados buen tiempo en taburetes dispuestos en una sombra que hacía el patio, debajo de un limonero. Ella le hizo un resumen bien articulado de su vida y remató diciéndole que deseaba entrar a la vida conventual y le suplicaba su consejo y su ayuda. El prelado la oyó sin interponer objeción y sin pregunta alguna; Cuando Clarisa, concluyó su intervención, él desplegó todos los argumentos para hablarle de lo importante de su propósito y de las dificultades que la esperaban en la nueva vida a que aspiraba, que se diera un año de espera, le dijo, y que, luego de ese tiempo, le escribiera si estaba en condiciones de continuar con su propósito. Siendo así optarían por los pasos siguientes. Él terminó esa entrevista echándole la bendición. Acto seguido se despidió de los que vinieron a saludarlo y también los bendijo. La comitiva volvió al camino, al culminarlo, tres horas después, quedó concluida esa visita pastoral.

       Clarisa, acató las recomendaciones del obispo. Su vida siguió orientada por los preceptos que la habían marcado desde muy niña, sus amigos que la cortejaron cuando adolescente, porque era muy linda (blanca y espigada, ojos claros y cuerpo torneado), supieron que su inclinación andaba por la vocación a la vida religiosa. En las jornadas festivas del templo acompañaba las funciones eclesiásticas, pertenecía a la coral que interpretaba música sacra, en ella la recibieron desde cuando descubrieron en el colegio su voz timbrada de mezo soprano. 

       Pasaron algunos días después del año de haberse entrevistado con el obispo cuando estuvo en la finca por su visita pastoral. Clarisa, le envió una carta renovándole sus aspiraciones; a la vuelta del correo recibió una contestación donde le detallaba sus pareceres y la invitaba a ponerse en contacto con la superiora de la comunidad que ya tenía en sus manos toda la información respectiva.

       Viajó a entrevistarse con la Superiora del convento y fue aceptada su postulación. En la familia de Clarisa buscaron los medios económicos para completar la dote y el ajuar que requería la aspirante a la vida religiosa, cumplieron con los requisitos y en poco tiempo estuvo todo listo para el ingreso a su convento que fue convenido para el 10 de diciembre, fiesta de santa Eulalia de Mérida. Fue despedida en una noche de estrellas esplendentes, con la música de unos cantores traídos del pueblo que espabilaron el silencio sistémico de aquellos campos; era la misma finca donde le contó al obispo su aspiración a la vida religiosa. ¡Cómo la querían!, todos lloraron cuando su ausencia era inminente. Y, desde aquella noche “adiós dijo al mundo, y a todos, adiós”.

       La hermana Eulalia (que fue el nombre escogido por Clarisa para su vida conventual), superó con calificaciones excelentes los niveles preparatorios establecidos por la comunidad. Desde el tiempo de postulanta hizo méritos suficientes para que las superioras tuvieran la esperanza de encontrar en ella una monja con gran futuro. En el noviciado observó con precisión todas las normas que estipulaba la regla, desde el silencio, hasta los ayunos y las mortificaciones que hacían parte de las templanzas requeridas para abonarle a la vida espiritual. Descubrieron la calidad de su voz para el canto, la orientaron por el conocimiento de la música sacra, fue matriculada en un curso para la educación del canto. Conoció autores y composiciones, especialmente en latín, que aprendió a degustar y a interpretar con mucha propiedad y con gran solvencia artística; con todo lo aprendido, con la madurez de su tonalidad, aportaba solemnidad a los actos religiosos. Lo mismo sucedía con las presentaciones de la música culta que gracias a su voz realzaban a los actos culturales. El obispo y los sacerdotes capellanes del convento querían oírla en las ceremonias. En los recreos de monjas y novicias, que las reunía por las noches después del rezo de las vísperas, era invitada a cantar. Con la hermana Idalia, una virtuosa de la guitarra, aprendió a acompañarse con ese instrumento convirtiéndose también en una animadora de las catequesis.

      Así, entre los rezos, las meditaciones, el aprendizaje, los trabajos manuales y los recreos, transcurrieron los primeros años de la hermana Eulalia en el convento. Fueron días de adaptación a una vida de comunidad. Para ella ese era el prólogo donde estaba la satisfacción de sus ambiciones en el futuro; la oración llenaba de optimismo sus esperanzas; asumió con alguna frialdad los aplausos por su voz y, más bien, dedicaba todo el amor a los actos de oración que predominaban en la vida religiosa. Así, dedicándole todos los esfuerzos al fortalecimiento de su vocación, fue hasta cuando llegó el día de ser profesa y cumplir con la obligación de comprometerse con los primeros votos.

       Fue destinada a las labores educativas en el colegio de la comunidad vecino al convento y las superioras fueron sorprendidas con la eficacia de su capacidad docente y con la calidad de su apostolado. Era solicitada para amenizar las ceremonias religiosas y para presentarse en los actos con el alumnado, sobresalían las notas de aprecio conque la estimulaban. Fue convirtiéndose en la maestra que acataban las alumnas y a la que recurrían los padres de familia para buscar ayuda cuando se ahondaba la brecha generacional con sus hijas y cuando lo único que aportaba soluciones entre las partes era el consejo prudente y oportuno de la monja.

        La figura y el nombre de la hermana Eulalia fueron haciéndose tan populares en el pueblo que era invitada por otros establecimientos educativos a exponer sus conceptos sobre la formación de los jóvenes, cosa que maestros y educandos oían con interés. Su figura menuda, sus ojos claros que bailaban al son de sus palabras para ayudarla a transmitir con dulzura el mensaje de las verdades, su risa franca, desinhibida, reconfortante, fueron cualidades que la hicieron importante en la formación de la juventud femenina de ese tiempo.

      Transitaba casi sobre los cinco años de profesión religiosa cuando recrudecieron sus interrogantes sobre el verdadero sentido de su vida conventual y el cuestionamiento sobre el futuro de sus proyectos. Balanceaba que en ese tiempo de actividad monjil había soportado una contradicción, chocante con los ideales de su vocación. Hasta ahora había sido consentida por la vida, donde llegaba, recibía los mensajes admirados de quienes la conocían. Su labor educativa complementada por la belleza de su voz, le había regalado todos los elogios que no buscaba. A ella le parecía que esa misión era muy fácil y su compromiso íntimo había sido con el apostolado de la misión en lugares inhospitalarios, con climas malsanos, donde los recursos escasos le permitieran cosechar los méritos espirituales que deseaba acopiar. Quería que la ubicaran donde su trabajo estuviera lejos de los aplausos, de las congratulaciones de la gente con alguna cultura, de las comodidades, quería estar donde pudiera sentirse retribuida por las satisfacciones espirituales que no esperan la paga del mundo.

       Con sus reflexiones establecidas perfectamente, hizo presencia ante la madre superiora. Expuso lo pensado con todos los detalles, aseguró su capacidad y su deseo para enfrentarse con los peligros y con los inconvenientes de las zonas selváticas; cerró ante la superiora todas posibilidades de cuestionar sus argumentos y aseguró estar dispuesta y preparada para los sufrimientos de la experiencia misionera.

        La superiora no estuvo de acuerdo con los ideales de la monja, sabiendo que era muy joven, que llevaba una vida pagada con la gran admiración por su labor educativa y con el bien que hacía con su habilidad para el canto que ayudaba magníficamente en las labores pastorales y culturales del colegio, con el aplauso de las alumnas y de los padres de familia. No obstante, su inconformidad, puso en movimiento la solicitud de sor Eulalia y prontamente estuvo asignada al equipo para las labores misioneras que empezaría la comunidad en la región del Nechí y del bajo Cauca. 

        Las regiones ribereñas de estos ríos estaban, por esa época, atestadas de toda clase de alimañas portadoras de enfermedades: paludismo, disentería, tétanos, tisis, fiebres malignas, escorbuto, mordeduras de serpientes. No existían las vías de comunicación, todo tránsito se hacía por el agua o por caminos que eran trochas. Las gentes, casi todas de ascendencia indígena, hacían una vida llena de privaciones. Esa fue la región señalada a la monjita para practicar la misión de evangelizar.

          Aquellas eran zonas aisladas, las misioneras debían desplazarse por las aguas de los ríos que las llevaban hasta los lugares donde vivirían en las mismas condiciones de los pobladores. De pronto, les daban hospitalidad en covachas; en ellas gozaban de algunas seguridades ante fieras y culebras, pero su vida regular debían hacerla donde pudieran practicar la vida en comunidad.

        Las aspirantes que entraban al convento con el ánimo de misionar, seguramente tenían impreso ese carácter en su espíritu, pero las metodologías de la supervivencia y del sustento no residían en el proceso curricular, la confianza estaba puesta en Dios y a Él estaba pegada la certidumbre que las haría salir con vida de cada misión; la fe las hacía buscar apoyo en la eficacia de los exorcismos que sabían aplicar oportunamente.

        En las comunidades religiosas pocas veces tenían contemplado el tiempo que duraba cada misión. En muchas ocasiones, durante el viaje surgía la necesidad de fundar y construir; cuando el ambiente lo requería emprendían la edificación que ofreciera alguna comodidad a la subsistencia y a las celebraciones.  Muchas veces el equipo misionero permanecía en una región hasta cuando los años iban rematando las existencias de las integrantes y terminaban con el reposo eterno en el mismo lugar de la evangelización.

         La hermana Eulalia llegó a Zaragoza con otras tres monjitas, ella era la más joven y la de ingreso más reciente en la comunidad religiosa. La madre Inés, la directora del grupo misionero, tenía solvencia en conocimientos pedagógicos y pretendía formar un grupo que se encargara de la enseñanza a una comunidad muy grande necesitada de los conocimientos primarios. La hermana Juana, era talentosa como enfermera, había realizado cursos de primeros auxilios, era experta en la atención a las parturientas y tenía gran experiencia en el tratamiento de las enfermedades tropicales. Y, la hermana Marta, era la persona con los mayores conocimientos religiosos, ambicionaba llevar un mensaje cristiano en tierras separadas de todos los recados espirituales.

       Gastaron cuatro días de camino. desde la estación donde las dejó el tren, para llegar hasta el puerto sobre el río Nechí que las llevaría al sitio asignado para la misión. Aunque el tiempo era de un verano fuerte, fueron inclementes los días a caballo por la posición de sus cuerpos en los galápagos usados en ese tiempo. Se embarcaron en una canoa con dos bogas que las llevaron a punta de canalete hasta el caserío Cuturú, cercano a la desembocadura en el Cauca. La navegación se hizo rápida porque era realizada a favor de la corriente; por el sector eran aguas de quietud imperturbable, con puntos donde a simple vista no era fácil acertar sí iba o venía el agua.

         Las religiosas fueron enviadas a fundar una obra de misión a la orilla de la quebrada la Caribona, lugar que se lograba tras caminar tres horas adentro de la desembocadura del río Nechí al Cauca, donde había unas extracciones mineras y las familias indígenas padecían éxodos por los malos tratos y por las hambrunas que proporcionaban las miserias del trabajo incierto y mal pagado. Había habido una buena cantidad de muertos por efecto de enfermedades, de asesinatos y de refriegas donde hacían justicia por sus propios medios. No fue sino llegar las monjas al lugar para que vieran palpables las necesidades.

        Prestamente asumieron sus labores catequísticas, de salud, de alfabetización. Impresionaban a las gentes por el entusiasmo que entregaban en cada actividad. Desde horas tempranas estaban en la limpieza del rancho que les prestó el indio Eudosio Vidal. En las horas de la mañana las oían en el rezo de los maitines; los que pasaban, quedaban sorprendidos porque, aunque no entendían nada de lo que decían (rezaban en latín), las voces parecían hacer un coro con un llamado a las esperanzas. Luego, con la voz sorprendente de sor Eulalia, secundada por las otras monjas llenaban el villorrio de canciones de alegría nunca oídas en el contorno. Después emprendían sus trabajos cotidianos con la convocación a los infantiles y juveniles. Hacían remedos de comidas con lo que les regalaban, sin hacer del trabajo del comedor el único motivo de sus vidas. Por las noches también sucedía que las religiosas, sentadas en los orillos de madera adosados a los canceles de la casa, estimulaban al entusiasmo con sus cantos; todavía, todo fue más ameno cuando consiguieron el préstamo de una guitarra vieja que en el silencio de las noches tórridas, con las jerigonzas de los nativos y el estribillo monocorde de los grillos, con voces y música, intentaban sacar a los lugareños, con predominancia indígena, de su nostalgia acostumbrada. Al poco rato se les oía, entonando los rezos que remataban el día con el canto de las vísperas.

       Las monjas fueron convirtiéndose en los personajes manejadores de la esperanza y de las alegrías de aquel caserío remoto y pequeñísimo. Compartían lo que recibían, muchas veces sin que les sobrara; con frecuencia programaban comidas especiales donde repartían lo que preparaban. Las labores educativas fueron tomando fuerza, hubo clases para alfabetizar a los mayores, pronto tuvieron un buen número de adultos que aprendieron a firmarse. La hermana Juana, con algunos conocimientos de enfermería, ganó la admiración de los vecinos por la paciencia y por lo acertado de sus diagnósticos y tratamientos; mantenía intercambio de información con los centros de salud y contribuyó a espantar la muerte en muchos casos. Los hospitales más cercanos (tal vez dos), estaban a un día de navegación por el río, también eran dirigidos por monjas que con recursos limitados prestaban sus servicios. Las misioneras hacían largas caminadas por los contornos del caserío y en los ranchos de humildad grandísima dejaban el mensaje del evangelio contagiado de la alegría que regalaban por donde se movían.

       Ante las arremetidas de los grupos bandoleros, tenían como defensa la contundencia de lo bondadoso de sus obras, reconocidas por quienes las conocían; habitantes de los caseríos, que asumían como defensores de oficio en los momentos cruciales, por el aprecio que les debían, llegaron a tomarles tanto cariño que fueron los colaboradores espontáneos en sus obras. 

        Hacía siete años había llegado este grupo misionero al Paujil, nombre ancestral del caserío. Ninguna de ellas pretendió buscar vacaciones o días de descanso; a las cuatro monjas las atareaba el compromiso contraído con la indiada y los resultados eran halagüeños. En una ramada empajada dictaban las clases diariamente y ya tenían algunos alumnos haciendo el bachillerado en Zaragoza; la salud era atendida con la hermana Juana secundada por una enfermera pagada por el gobierno; hicieron programas con las familias y lograron buenos efectos en la salud por el aseo mejorado en las cocinas de los ranchos.

         A las hermanas las invitaban con frecuencia a las ceremonias religiosas que celebraban en los pueblos vecinos; querían contar, especialmente, con la presencia de sor Eulalia, quien agregaba con su voz, mayor solemnidad a las funciones del culto. Conmemoraban las navidades con cantos diarios llenos de alegrías, con pequeños regalos y con el mensaje de paz con el que buscaban hacer que fuera un tiempo distinto para los lugareños.

         Precisamente, en una de esas ocasiones, las monjas del hospital de Pato, una aldea de Remedios, invitaron a ese grupo de religiosas misioneras a una misa que celebraría el obispo en las fiestas de la patrona, la Virgen Inmaculada. Querían darle más brillo a la ceremonia con los cantos del coro integrado por la hermana Eulalia y por las otras monjas y las del hospital. Llegaron el seis de diciembre en las horas de la tarde; habían quedado con las monjas del hospital en hacer un ensayo de la misa en las horas de la noche, volvieron a ensayar el día siete. Dejaron preparada una misa coral de Palestrina a cuatro voces, había gran satisfacción entre ellas porque cada vez estaba más acoplado el grupo musical que había actuado en varias ocasiones anteriores.  Cuando concluían los ensayos en las noches, ya se oían los cantos decembrinos en las casas y las velas aportaban sus luces desacostumbradas; por demás, en las calles del villorrio, desde días antes, era la preparación para las fiestas de la Inmaculada, celebración a la que fueron a participar las monjas misioneras.

      A las siete de la mañana estaba llena la capilla del hospital para la misa solemne. Las preparaciones y los ensayos dejaban prever que la celebración sería abundante en frutos espirituales. Empezó la ceremonia. Todo era normal, iba in crescendo la piedad en la misa solemne, enriquecida por los cantos en las voces femeninas perfectamente preparadas. Ya estaban en la entonación del Gloria, cuando la monja cantante principal, sor Eulalia, sufrió un vértigo que la hizo doblar hasta el suelo con el conocimiento perdido. El acto religioso sufrió un descontrol inimaginado; en cualquier forma siguieron los cánticos, pero alterada la solemnidad con que venían; varias monjas corrieron a integrar el tropel que se ocupó de la monja maluqueada.  Eran los años en que se debía ayunar hasta después de la comunión; la religiosa, tal vez con un régimen alimenticio descontrolado y pobre, pudo haber sido que no soportó la abstinencia; fue llevada todavía inconsciente, de urgencia, a indagar por una de las camas del hospital; en medio de la confusión, a las carreras, buscaron un sitio sin paciente. La cama donde lograron acostarla, la había ocupado, hasta hacía poco rato, un fallecido a consecuencia de una afección tetánica. Sor Eulalia, recuperó el conocimiento a medio día; en las horas de la tarde, por los síntomas que fue desarrollando, sospecharon que había contraído la enfermedad del difunto. En las horas de la noche ya eran inequívocas las señales del contagio. Murió a los dos días, 10 de diciembre (fiesta de santa Eulalia de Mérida), en las primeras horas de aquel día; quizás haya sido una buena hora y una buena edad para morir, ella que estaba tan joven. Fue la primera monja que en esas tierras pagó con su vida la ambición desmedida por estar en esas misiones en búsqueda de lo mejor para la vida eterna; su muerte, también fue el primer aporte de la comunidad, fundada algunos años antes, de una vida en quien habían puesto muchas esperanzas.

     Sor Eulalia, ha sido desde entonces, la monja símbolo de un ideal realizado llenamente.  

Javier Gil Bolívar. Junio 4 y 2023

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Publicado enCuentos

Un comentario

  1. Tulio Mario Rojo Fernández Tulio Mario Rojo Fernández

    Javier, excelente relato sobre la Hermana Eulalia y sus compañeras de misión.
    Alguna vez transite en Chalupa por las riveras del Río Nechi y conocí muchos sitios de los nombrados por ti en esta magnífica historia.
    Gracias Javier por compartirnos tus conocimientos y hacernos disfrutar de tus agradables escritos. Recibe mí fraternal abrazo

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