Cuento
La tarde ya casi se metía entre la noche. El sol de los venados alumbraba el remate de un día bien trajinado en la finca. El ambiente estaba saciado por el olor a la miel de la última pailada que iniciaba sus hervores; ya era el final de la molienda de aquel viernes en la ramada del trapiche al lado de la casa.
El abuelo llegó al corredor y se dejó caer en la poltrona preferida; al momento disfrutaba de una buena taza de café, deseo que sabía presentir la mujer de toda su vida; él había cumplido su labor durante ese día, y como todos los días de molienda, a esa hora era difícil que escondiera el cansancio.
Con los nietos, que llegaron por la mañana, entabló una conversación sobre cuestiones intrascendentes: los verdores del cañadulzal, que se advertían desde ahí, logrados con los abonos y las aguas recientes; la belleza de la tarde jaspeada por los arreboles, el calor que vendría en la noche; las noticias del pueblo: solo picardías, nada trágico ni novedoso; la salud de los familiares: todos en buenas condiciones; las vacaciones de la escuela que ya iban por la mitad. Repasaron la política nacional, e intercambiaron las noticias internacionales que, en la casa del pueblo y en la finca, mantenían actualizadas por los boletines radiales que escuchaban en la onda corta. Se detuvieron un buen rato en los comentarios sobre las crueldades de una guerra civil en que se debatía algún país centroamericano.
Así era con frecuencia al reunirse el abuelo con los nietos: iban repasando espontáneamente los asuntos aparecidos y, entretenidos entre las risas por los cuentos y los chistes, vencían las horas, hasta cuando recomenzaban los acosos de la abuela que los increpaba a que dijeran si era que pensaban amanecer en el corredor.
En esa noche que empezaba, y en algún espacio donde las palabras del viejo tuvieron un reposo, Manuelito, de once años, insistió en una cuestión evadida por el abuelo en otras oportunidades.
––Abuelo, a propósito de la guerra de que hablábamos, y ahora que todavía está temprano, por qué no conversamos de lo que te he preguntado tantas veces; acuérdate, de la guerra donde estuviste cuando eras joven; siempre me has dicho que en otra oportunidad me cuentas todo; hoy puede ser ese día; mira, apenas se está anocheciendo, tienes mucho tiempo para hacerlo, antes de que nos empiece a llamar la abuela.
––Vea, Manuelito, no solo ha sido por falta de tiempo, también me ha faltado valor para remover las miserias que padecimos durante aquel tiempo; me fastidia recordar las amarguras de esos hechos que yo no quisiera ver repetidos sobre ningún pariente de otra generación, mucho menos en la de ustedes. Me aterra regresar a esos acontecimientos que cambiaron la trayectoria de muchas vidas, que acabaron con gente muy joven y dejaron tantos huérfanos. Esos fueron años con entreveros perversos, contiendas dirigidas por políticos sin vergüenza que solamente creían en las soluciones que se daban con el uso de las armas. Esas guerras civiles, nacionales o regionales, casadas entre caudillistas, hacían más daño que los conflictos declarados entre las naciones; aquéllas, tan frecuentes y tan cercanas a nosotros, aportaban muertos, hambres y desgracias sin cuento y dejaban toda una generación de paisanos resentida por los hechos.
El abuelo se detuvo algunos segundos, acató a reflexionar en silencio sobre esa cuestión que tanto había evadido, aprovechó para limpiar las gafas, encendió un cigarrillo, tratando de dilatar o repensar su compromiso; balanceaba el efecto que causaría a Manuelito lo que iba a decir, él que apenas discurría por los comienzos de la adolescencia. Los otros nietos se escabulleron, pensando en lo monótona que se presentía la conversación planteada entre el abuelo y el nieto, dispuestos los dos, como siempre, para hablar de guerras.
–– Me ponés en aprietos, muchacho, hay cosas para las cuales parece que uno nunca estuviera preparado, esta es una de ellas; pero, en fin, parece que ya no puedo aplazar más la satisfacción de tu curiosidad… Sigamos a ver: voy a empezar, hablándote sobre los antecedentes de aquella guerra:
Los programas para gobernar expuestos por los políticos en aquel tiempo, cuando ganaban el poder ––continuó diciendo el abuelo, temeroso todavía del posible desconcierto de su nieto––, estimulaban la creación de regimientos, de cuarteles, hasta en las provincias más pequeñas, esos fueron sus objetivos principales. Las pocas escuelas públicas privilegiaban a los pueblos grandes. A eso se debía que la juventud de los que vivíamos en los caseríos transcurriera alejada del estudio, solamente teníamos como alternativa soportar el flagelo del sol contra las espaldas para conseguir con qué apaciguar las necesidades de una subsistencia precaria. Era una vida con mucha pobreza, Manuelito; cuando eso, aguantábamos hambre a lo perro y teníamos que empezar a trabajar siendo muy niños, no había legislaciones ni nada que controlaran esos abusos con los niños y adolescentes.
––Abuelo, pero ¿tu papá trabajaba para la casa en ese tiempo? ––preguntó Manuelito.
––No, mijo. Acuérdate, varias veces te he contado: mis padres murieron muy jóvenes, recuerda que los mató una epidemia de viruelas (ambos murieron con diferencia de pocos meses), que hubo por aquellos años. A los hijos que éramos cuatro, nos repartieron donde los parientes más cercanos. Yo me levanté en la casa de mi tía Crisálida; era pobrísima, pero lo que conseguía lo partía conmigo, fue muy buena. Pero, dejame, te sigo hablando sobre los antecedentes de esa guerra.
––Las guerras civiles fueron los métodos empleados por los políticos para fortalecer sus partidos o para atacar a los contrarios, cuando rozaban las ideas entre ellos. Muchos de esos resentimientos, que pudieron aliviarse con los compromisos que se hacen con los razonamientos, fundamentados en las palabras aplicadas a las acciones rectas ―que son el arma de los mejores pensadores―, nos llevaron a curarlos en los campos de batalla, donde peleábamos entre tropas miserables, conformadas por combatientes desconocedores, muchas veces, del motivo de sus luchas. Esas guerras, mijo, fueron atizadas por los gobiernos vecinos con armas y dinero, no sé persiguiendo qué fines, talvez querían amangualarse con el gobierno de los triunfadores. Como te dije, muchas veces pudo más el ánimo guerrero de los que buscaban el poder, que un examen sereno que allanara los desacuerdos. Y para saber que siempre tenían que terminar hablando en las mesas de las discusiones.
Mi juventud coincidió con esa guerra, esa fue la Guerra de los Mil Días, recuerda el nombre, así la llamaron. Yo tuve que participar, de algún modo, en esa contienda, al ser obligado cuando fui incorporado a uno de los batallones. Esa fue una guerra de batallas con mortandades dantescas que impresionaron al mundo entero.
––En el año de 1899 —año de recordación penosa—, los politiqueros recrudecieron sus diferencias y soltaron sus rencillas, prostituyeron la paz e involucraron a muchas regiones en la guerra. Los favorecidos con los grados militares, sin carrera alguna, venían a los pueblos cazando a quienes tuviéramos alguna habilidad para aprender a disparar contra los otros, muchas veces contra los mismos de nuestra condición, agrupados en las filas del partido contrario.
––Abuelo ¿y por qué el nombre de los Mil Días?
––La razón es muy sencilla: esa guerra duró más o menos tres años; en días, mal contados, son más de mil, de ahí su nombre. Pero, déjame continuar… Los enviados a reclutar a la gente, llegaban a las aldeas, a los ranchos miserables y todo el que se movía, les servía para engrosar sus filas ––exagero un poco para que entiendas: alzaban incluso con los enfermos––. Además, esculcaban hasta los rincones de las casas, buscando lo que pudieran robarse para utilizar, para estimular, para financiar, para pagar las acciones partidistas ¿Me entiendes Manuelito?
––Sí, sí, te entiendo perfectamente ––respondió el muchacho.
––Vea, Manuelito, había pueblos donde llegaban con anticipación las noticias de la guerra y los reclutamientos: los alertados emprendían la fuga hacia el monte, donde pasaban durante semanas. Eran vejaciones (o agravios, mejor, para que me entiendas) y atropellos sufridos por las gentes provincianas en nombre de la politiquería, peste negra de nuestro pueblo tercermundista. ––Ya te han hablado sobre la peste negra en el colegio ¿cierto?.
––Sí. ¡Que acabó con mucha gente!
––Muy bien. Algo parecido, ha sido la politiquería. Yo tenía diecinueve años y caí, por desgracia, en una de esas cacerías, donde reclutaban paisanos para aumentar los combatientes en alguno de los ejércitos partidistas.
» Mira cómo fue eso: Yo jornaleaba en una finca dedicada a cosechar granos, como maíz y frísol; era una de esas extensiones grandes en la tierra fría donde los cultivos entretenían la vida de los campesinos. Para mitigar las hambres, cambiábamos el trabajo por la comida y por algunos restos de lo que recogíamos.
» Una noche, Manuelito, a poco de haber oscurecido y cuando todos los trabajadores estábamos en la cocina de aquella finca, ladraron los perros en algún vecindario, lo hicieron con unos ladridos, que nos dimos cuenta eran ladridos provocados (ya, seguramente, te has dado cuenta por los perros de aquí que ladran en distintas formas; los perros tienen la entonación de sus ladridos de acuerdo con la situación que enfrentan). Adentro de la cocina, los mecheros de petróleo proveían luces que, vacilantes por el viento, retorcían las sombras proyectadas en los canceles; unos lavaban sus pies al procurarles el agua caliente y otros nos estirábamos en el piso, a reponer las fuerzas consumidas por el sol en las labores del aporque. No habíamos comido. Aunque el hambre nos hostigaba, la escondíamos, o la disimulábamos, más bien, entre la palabrería abundante. Todos nos metíamos en la conversación intrascendente del que hablaba. ––¿Sabes qué es una cosa intrascendente?
––Me parece: que no tiene mucha importancia.
––Está bien. Ya no te preguntaré más, todo lo que no entiendas me lo preguntas, mejor, para avanzar más rápido. Te decía: aquella noche, hacíamos intervenciones inoportunas, cortas y destempladas. Crecían las risas al hacer efecto las palabras gruesas, estorbándole a cualquiera que amagara entonar alguna canción nostálgica.
» Estábamos pues, en esas horas habituales del descanso antes de acostarnos cuando, justificando el alboroto de los perros lejanos, la orquestación era completada ahora con los ladridos de los animales de la casa. Sentimos los ruidos de una cabalgata cercana, inusual a esas horas; al llegar a la puerta de tranca que daba al patio (como decir, que llegaron hasta aquella puerta de hierro por donde entramos a esta casa), se aumentó la algarabía de esos chandosos. Entre los que estábamos en la cocina, nos cruzamos miradas de sospecha, interrogantes, porque los comentarios propagados por la aldea con los cuentos de la guerra eran predominantes, habíamos oído decir de la forma abusiva del reclutamiento y del maltrato que daban a los enrolados; las advertencias reproducían los miedos y creaban conjeturas entre todo el vecindario.
» Cuando una de las muchachas de la cocina (las encargadas de hacer la comida), no recuerdo cuál de ellas, salió a la puerta —desde ahí se veía el patio empedrado, donde se originaban los pasos caballares—, se encontró con el grito de uno de los jinetes que llegaban:
—En nombre de la ley, que nadie se mueva. O a ver quién se va a mover para que sea otro héroe muerto.
Los demás, Manuelito, también desaseguraron sus armas, marcando el territorio con la ley del atropello. (Tú no sabes lo que uno siente, impotente, teniendo un arma apuntada casi contra la cabeza). Tres que habían desmontado de sus cabalgaduras llegaron a la puerta de la cocina. Uno preguntó, todavía a los gritos:
— ¿Cuántos son los hombres que hay en esta casa? — A una respuesta de cualquiera, siguió con sus anuncios—: Todos irán con nosotros al pueblo. Solamente los hombres; no queremos nada con las mujeres.
––Los que estábamos en la cocina nos quedamos de pie, pasmados ante la confirmación de nuestros recelos, apretujados entre la sorpresa y la incertidumbre. Todas nuestras miradas convergían a la puerta abierta, pero ninguno intentó fugarse. Afuera, la noche oscura y la luz escasa impedían la posibilidad de identificar a los recién llegados.
––Vea, mijo, Manuelito, otros dos bajaron de sus monturas, y recorrieron la casa hurgando hasta por entre las tablas. Solamente encontraron tres ancianas y un viejo de muchos años, achacoso por una artritis que lo obligaba a caminar con los pies arrastrados. Al oír los ruidos anormales que hacíamos en la cocina, los cuatro se metieron en la pieza más alejada, encerrados con su miedo.
––Quienes trabajábamos en la finca éramos diecisiete. Nuestras risas y nuestras palabrerías quedaron cortadas. En la cocina, solamente se oía el nombre de cada uno al señalarlo. Quien nos anotaba, lo hacía en unas hojas sucias y arrugadas, con una caligrafía lerda, insegura y desordenada. Los listados salíamos al patio, donde quedó el resto de la gente a caballo que vigilaba como veinte más, reclutados durante la tarde en las fincas cercanas.
––Abuelo ¿Y después de la guerra no te volviste a encontrar con ellos? Nunca nos has hablado de esos compañeros.
––Me lo contaron, después a los años: seis de los que trabajaban conmigo en la finca, murieron en la guerra. Yo me encontré, hace mucho tiempo, con tres de los que regresaron: Alcides Sepúlveda, es ganadero en la costa, Danielito, el de mayor edad, fue policía municipal y Jesusito Céspedes, hizo algún dinero en una tienda con abarrotes. De los otros, no volví a saber nada.
El abuelo pidió otro café, lo saboreó, al paso que lo acompañaba con un cigarrillo que fumaba con solemnidad; Manuelito fue a la cocina y le quebró un pedazo al blanqueado estirado al medio día. La noche había tomado posesión de todo y la luna alardeaba con su brillo.
» Sigo con mi cuento, Manuelito. Cuando nos tuvieron anotados a todos, organizaron la salida. No hubo ninguna explicación sobre el motivo de la detención, ni cuál era el partido político que nos requería. Nos dijeron que en el pueblo nos explicarían todo.
––Oye, abuelo ¿pero esa guerra ya había empezado del todo o apenas recogían la gente para pelear?
––Hombre, Manuel, en esa época no había información oportuna, abundante y exacta, uno conocía las noticias a medias, varios días después de sucedidos los hechos. No era como es hoy, que todo se sabe al rato, al sintonizar el radio.
» Sigo donde iba, mijo: cogimos las ruanas y los sombreros, no habíamos comido; como le dije antes, solo lo que agarramos de las ollas o los peroles. Salimos con las ropas usadas en el día, con el encapillado. Las muchachas de la cocina nos vieron partir; los otros de la casa, que eran los dueños de la finca, todavía escondidos, nos adivinaron en la oscuridad por las rendijas de los postigos.
» Nos llevaron por el camino que de la vereda iba al pueblo, separados en grupos, cada grupo vigilado por tres o cuatro jinetes vestidos con uniformes desgualetados y mugrosos. Era gente forastera en la región. Parecían venidos del centro del país; ponían caras amenazadoras; las palabras que nos cruzábamos fueron mínimas, solo tenían un no sé para cualquier pregunta que alguno se atrevía a modular entre dientes. Unos estaban armados con fusiles Mauser mal tenidos y otros con escopetas de chispa que permitían ver montado el fulminante, pisado peligrosamente con el percutor.
» Arribamos al pueblo más allá de la media noche; en las calles dominaba un silencio y una soledad inmedibles ––todo el mundo muerto de miedo––, quebrados, no más, por los pasos desafinados de los caballos cansados sobre los empedrados irregulares y por los ladridos de uno que otro perro salido de los solares, al sentir el ruido de los que pasábamos. Cruzamos las callejas y llegamos al cementerio, al otro lado del pueblo, convertido desde algunos días en cuartel casi al aire libre, escogido por estar cerrado con tres hiladas de tapias que evitarían las fugas. Las puertas del lugar fueron arrancadas de sus goznes, el sepulturero escapó con las llaves al maliciar que empezarían los desafueros.
» En la oscuridad, adentro del cementerio que tenía una parte con techo, buscábamos un lugar para aliviar el cansancio del camino. Alguno tendió la ruana que pudo traer consigo; otros, nos sentamos a su lado; cabeceábamos, nos dominaban los bostezos o les ensayábamos a los guardias, en voz baja, imprecaciones con lo peor de nuestras bajezas.
A la media tarde del otro día, llegó al cuartel improvisado el comandante del reclutamiento. Dijeron que tenía el grado de teniente.
––Abuelo ¿y no habían comido nada hasta esa hora?
––Claro que sí, hombre, habíamos desayunado y almorzado; esos ejércitos llevaban algunos utensilios y algo de comida para que la gente no se muriera de hambre, pero te puedes imaginar la clase de comida que nos daban.
» El teniente que te digo era alto, lo singularizaba un bozo negro, grande y descuidado. Estaba armado con un revólver de cañón largo, vestía un uniforme militar, parecía cosido con premura por un sastre de malas hechuras. Gritó para reunirnos, cosa lograda tras varios intentos: estábamos muy dispersos. Nos acercamos a él sin ganas, aperezados; nos miró, como sin percibirnos, fastidiado, y empezó a hablarnos con una voz inventada y carrasposa, con palabras rebuscadas, puestas donde mal estaban. Nos dijo, más o menos: « la guerra es la guerra y a ninguno le van a preguntar si quiere o no quiere estar en ella. El partido los requiere y es obligatorio prestarle el servicio; desde este momento son militares y cualquier intento de fuga será motivo para el fusilamiento, sin fórmula de juicio. Vamos a la guerra, a ganarla, y al regreso, si eso se logra, lo más seguro es que serán nombrados alcaldes, o tesoreros, o alguaciles de las cárceles; o maestros, o telegrafistas, o policías, o barrenderos en los parques, para que, trabajen descansados y con buena plata. Si eso es así, dentro de poco podrán vivir amamantaos de la teta del gobierno». Promesas, las mismas promesas, como las que hacen los políticos de hoy en día, Manuelito; en todo tiempo ha habido las mismas ofertas, las mismas mentiras. Esas, tampoco dejaron de ser promesas solamente.
» Nos dijo, también: «partiremos a la madrugada por la trocha al Magdalena, vamos a buscar un cuartel establecido cerca al río. Allá les enseñaremos milicia mientras llega un barco que los llevará a las sabanas de Bolívar, donde los requieren con urgencia. Pueden despedirse de sus familias sin salir de este cuartel». Yo no tenía quién me despidiera, ya te dije: solamente me quedaba la tía Crisálida y vivía en un pueblo lejano.
» Por todos, éramos cincuenta y ocho: ahí estaban también mis compañeros de trabajo en la finca. El resto de la tarde y en la noche entraba y salía gente, cada cual celebraba a su manera el ritual de los adioses. Se repitieron las escenas dolorosas actuadas por los que tomábamos rumbos inciertos y por las mujeres, los hombres mayores y los ancianos, que se quedarían en el pueblo, hilando a todas horas las suposiciones funestas.
» Partimos a la madrugada. Por cierto ––cosa que recuerdo con gran fidelidad, Manuelito—, esa era la época de la florescencia de los guayacanes amarillos, y como la luna estaba llena, parecía que su luz se regara por el suelo.
» Los familiares anochecieron en la calle del cementerio, y a la salida de nosotros, las lágrimas hicieron más patéticas las despedidas, despedidas alargadas con las miradas hasta donde se invertía la calle. Íbamos vigilados por diecisiete hombres a caballo: intercambiaban posiciones en la caravana y no tardaron en repetir las amenazas, procurando amedrentarnos para evitar las fugas. De vez en cuando, alguno miraba con desprecio al vigilante más cercano y armaba para sus adentros una cadena de palabrotas incontables.
» Atrás venían algunas mulas cargadas con las armas, los pertrechos y algún bastimento para comer durante ese recorrido. No existía ningún poblado, pero con frecuencia había ranchos bordeando el camino y una que otra casa, asiento montañero con pequeños sembrados o con unos pocos animales lecheros.
» Te imaginás, Manuelito, aquella romería; era lastimosa esa concentración de desarrapados donde íbamos nosotros; ninguno, o tal vez muy pocos, seríamos capaces de engendrar mística por el color partidista que nos había reclutado. Íbamos ahí, al garete, por miedo al tiro de gracia prometido a quien pretendiera una fuga; eso lo sabíamos desde que empezaron a circular los rumores de las cacerías en los pueblos, ya había habido algunos fusilados.
» Estábamos tocados con toda clase de ropas y de sombreros, componíamos un mosaico con estilos y colores que acreditaban la indigencia de esa tropa. Había sombreros de fieltro, recuperados con puntadas donde el uso y el tiempo hicieron de las suyas; también de iraca y paja toquilla que perdieron la identidad de sus materiales y aparecían deformados, y los de algún otro material donde aparecía demostrada la edad por su deslustre. Imagínese, Manuelito, todos los estilos y los colores que quiera, y ahí estaban.
» El primer día, a la media tarde, llegamos a una rústica molienda de caña, engastados en un cansancio que no admitía disimulos. Era una construcción con techo de paja con posibilidades para pasar la noche. Hallamos unos trapiches de palo, eran los llamados «mata gente», y unos arrumes con caña recién cortada.
––¿Cómo así que trapiches «mata gente», abuelo?
––Sí, Manuel, eran unos trapiches antiguos, hechos con troncos de maderas muy duras, tenían brazos movidos por personas, fue un trabajo durísimo, por eso los llamaban así. ¿Cómo te parece? Y también los llamaban «amansa yernos», por el cansancio que producía trabajarlos.
» Entonces, como llegamos acosados por la sed y el hambre, nos repartimos en parejas y pusimos a funcionar esos armatostes; extrajimos guarapo suficiente para mitigar la sed de todos y para acompañar la ración para ese día. Ahí, tendidos sobre los bagazales, pasamos la noche; los guardianes nos vigilaban por turnos, con las armas desaseguradas.
––Oye, abuelo, ¿y sí es posible dormir sobre bagazos como los que se amontonan aquí en el trapiche de nosotros?
––Claro que sí, Manuelito, con el cansancio tan grande dormimos, a pesar de las cucarachas, los insectos y hasta los reptiles que viven en ese ambiente.
» Muy a la madrugada volvimos al camino, eran terrenos faldudos y pedregosos. Asaltábamos las casas y los ranchos aparecidos durante las jornadas ––esto es parte de lo que me da vergüenza contarte–– y en las cocinas, por naturaleza mal surtidas, no se escapaba nada de lo que pudiera menguar el hambre. Cuando caía la luz del día, armábamos la dormida en cualquier sitio que nos ofreciera un pequeño cobertizo protector de esas lunas que pegaban los fríos paramunos. Tendíamos en la tierra una tela tosca y sobre ella no demoraba en empezar un buen sueño, estimulado por el cansancio. Así fue también como transcurrieron las otras noches que nos tocó estar en el camino.
» Gastamos seis jornadas duras, a veces por senderos empinados, que no por rutas muy transitadas, con ascensos fatigosos, o descensos donde los jinetes se obligaban a poner pie en tierra para evitar salir despedidos sobre las cabezas de sus cabalgaduras. Te da risa, pero esos eran unos caminos difíciles, hasta se hacían peligrosos recorrerlos a caballo.
» Al quinto día, después de movernos entre los árboles y los pastizales de los lugares cálidos que escondían la trocha, vimos a lo lejos el río Magdalena, solemne y caudaloso, partía la tierra en ondulaciones caprichosas, estremecían a los que llegábamos, desconocedores de esa profusión de aguas. No conocíamos un río tan grande. El calor fue insoportable para los de las tierras frías; algunos se desmayaban: los mojaban sobre sus ropas para reanimarlos.
» Ya empezaba a apagarse el sol, le aplicaba al horizonte las tonalidades rojas, como esas que vemos por las tardes de verano desde este corredor, Manuelito. Así llegamos al río y seguimos por la orilla, corriente abajo, vadeando aguas detenidas y poco profundas, donde montones de zancudos nos esperaban con los ensayos de sus polifonías, seguidas de las picaduras, eso añadía más dificultades al cansancio, al hambre, a la sed, todo eso nos complicaba la jornada. No me quiero acordar de tantas cosas que nos afectaban.
» Ya estaba oscuro; uno de los vigilantes que iba con nosotros, práctico de la región, nos mostró unas luces lejanas, dijo que allá quedaba el campamento. Fue un trajinar por varias horas más; casi a tientas; logramos estar en un pequeño puerto improvisado con maderas, en un recodo del río. El cuartel estaba asentado en una playa larga, que concluía en una quebrada con aguas transparentes; atrás empezaba la selva frondosa con todas las gamas de los verdes que enriquecen la escala de los verdes tropicales.
» Los guardias que hacían su turno nos recibieron sin sorpresa. Quienes estaban de tiempo atrás en ese cuartel, dormían. Alguno, con el grado de teniente, que con otros dos uniformados compartían sus insomnios ayudándose por aguardientes de procedencia dudosa, reclamó que le parecían muy pocos los reclutados, cuando allá en occidente habían prometido más gente, para satisfacer las necesidades de la guerra.
―¿Estás cansado con este cuento, Manuelito?
―No, no, sigue, sigue.
― Entonces, continúo. El cuartel estaba compuesto por unos ranchos de construcción reciente, sin paredes, techados con hojas de iraca. Más lejos, había otros cobertizos pequeños, utilizados por los centinelas como garitas, especialmente durante las noches. Otro empajado más grande oficiaba de cocina, y a esa hora se veía medio iluminado por los rescoldos de los fogones en el suelo; también se usaba como depósito de las vituallas. A un lado sobresalían varas con pescados salados curando a la intemperie, con ellos, nos harían después, a diario, sancochos idénticos, a mediodía y por la tarde.
» Los recién llegados, buscamos en todas partes cómo mitigar la sed y el hambre de la jornada; algo había, después nos repartimos en los ranchos. Nos tendíamos en el piso, en cualquier campo libre, aporreados por el cansancio. Fuimos recibidos con pereza por quienes dormían, como si temieran compartir el pequeño espacio.
» Oiga, Manuelito: pasaron los días, llevábamos casi un mes en nuestra condición de reclutas, la vida del campamento transcurría con la espera aburrida del vapor que nos llevaría a las sabanas del norte. Los de mayor afecto por las causas del partido, salían a las fincas cercanas a rebuscar con qué completar las provisiones, atravesaban el río buscando sorprender alguna res que les permitiera carne para llevar a las brasas; otros gastaban las madrugadas cortando leña, requerían buena cantidad para alimentar la caldera del barco cuando llegara. No te quedes en silencio, me parece que te estuvieras durmiendo.
––Que va, abuelo, no creas, no me voy a dormir oyendo lo que he querido conocer, todavía está muy temprano.
––Por las mañanas ––continúo donde iba––, antes de apuntar el sol, nos obligaban a algunas prácticas militares, eran muy aburridas y hasta peligrosas por la inexperiencia de los instructores, no dejaban de ser politiqueros torpes de pueblos desconocidos, venidos a más al colgarles los grados que los incluían en la milicia.
» Durante las noches, después de la comida que la repartían al pie de los fogones en el piso, no faltaban algunos tragos sacados de unas damajuanas grandes puestas al lado de la cocina; eran chichas, con su efecto alentaban el canto con sones melancólicos, entonados por voces quejumbrosas en armonía con los susurros lúgubres del río. Con la bebida, despertaban los sentires a muchos y rodaban lágrimas que hacían honores a las nostalgias. Yo aprendí algunas de esas tonadas y las canté repetidamente, muy desafinado como he sido, hasta muchos años después, en los encuentros con mis amigos, como aquella que decía ― no sé si me la has oído―:
Este es el amor, amor,
el amor que me divierte;
cuando me lanzo al combate
no me acuerdo de la muerte.
― No, abuelo, no la conocía. Tampoco te la he oído, entre las que cantas.
––Así debe ser, es una tonada muy vieja… Entonces, completamos cinco semanas de haber llegado al cuartel del río. Todavía no teníamos noticias sobre el arribo del barco, aunque pasaba con frecuencia la mulada de los correos amigos, trayendo los bastimentos y con ellos las informaciones habladas sobre los últimos incidentes de la guerra. Unos comentaban que habían emboscado e incendiado la nave y otros aseguraban que, por la vejez de la máquina, ya estaba proscrita para itinerarios confiables.
» Las condiciones precarias de sanidad y las plagas tropicales, afectaron la salud a varios de los futuros combatientes; algunos padecían fríos y fiebres —como llamaban a la malaria de ahora—. Los delirios febriles, hasta en las noches frescas, y el castañeteo de los dientes por el frío, a pleno sol y con calores rechinantes, afligían la moral de algunos integrantes de la tropa improvisada.
» Manuelito: mi vida estaba lejana a todos los intereses políticos. Mis ilusiones, trabajando en el pueblo montañero de donde me sustrajeron, eran remotas a las ligerezas partidistas; todas las aspiraciones de los comandantes de la guerra, contrastaban con mi talante chapucero. Encuartelado, preparándome para ponerme a disparar contra quienes nada me debían, contra los que no me habían hecho ninguna ofensa, fue una contradicción para mi forma simple de pensar; no comprendía mi condición de recluta, mi temperamento no se acomodaba a ese remedo de vida militar y, con los días, crecía mi resentimiento contra quienes me mandaban; derretía las horas maldiciendo la suerte al estar donde no quería. En mis devenires de razonador primario comparé la maraña de las alternativas y me la jugué por la que me pareció mejor que todas: desertar.
» Hablando con Hilario, un mulato montaraz y humilde, cortés y franco, proveniente de las tierras del Cauca, coincidimos en nuestros enfados, y juntos reforzamos los propósitos. Ambos pasamos otras semanas midiendo continuamente las posibilidades, hasta que ganó la determinación del día y la forma de la fuga.
» A través de mi vida, he cubierto con los tapujos de las vaguedades los detalles de aquella huida: siempre he buscado la forma de irme por los atajos de las imprecisiones cuando hablo de esos momentos; pero contigo, Manuelito, no soy capaz de escaparme de la verdad de los sucesos, debes entenderme: fue en una época muy difícil de mi vida, me ha costado muchos lagrimones, cambió mis pensamientos de campesino, por la participación directa en un conflicto que me aportó nada. Lo cierto, es que eso no se puede borrar: en el episodio de esa deserción, murió el centinela, fue dura la forma cómo lo atacamos para que no gritara, lo dejamos sin fusil y sin uniforme. ―Esa es mi gran pesadumbre―. Era uno de los que esa noche se apostaban en las garitas de vigilancia, nada nos debía, nada había hecho contra nosotros.
» Antes de salir fugitivos, dejamos encendido el farol con espermas en la caseta de vigilancia para evitar sospechas rápidas. El crimen fue descubierto al amanecer, cuando llegó el relevo ¡Siquiera mi vida ha sido larga, para tener tiempo de arrepentirme muchas veces!
― ¡Qué bárbaro fue eso, abuelo! Me haces dar susto, pero sigue, sigue.
― ¿Ves? Por eso evitaba contarte esto. ―voy a continuar para terminar cuanto antes con esta vergüenza―. Ya evadidos, caminamos muy rápido protegidos por la oscuridad de la media noche, nuestro rumbo era errático. El amanecer nos sorprendió en una selva con árboles abultados, muy grandes, solamente dejaban entrar un sol racionado, que anunciaba el día cuando volvíamos a ser libres. Así anduvimos, hambrientos, siguiendo el ascenso, esa fue la característica predominante de ese bosque, íbamos al lado de una quebrada pequeña, nos permitía menguar la sed a cada rato, era el único refrigerio disponible. No lográbamos decidir una ruta cierta; desconocíamos esos lugares, nos asaltaba el miedo, en todo momento creíamos volver a estar cerca del cuartel, o que hubieran seguido nuestros rastros y pronto nos sorprendieran, para fusilarnos.
» Pasamos la segunda noche en cualquier parte, todavía no sabíamos dónde estábamos; guarecidos bajo un árbol con hojas grandes, nos acosaron los truenos, anunciaron un aguacero que llegaba, fue imposible evadirlo, amanecimos emparamados. Al otro día, localizamos en un claro de la selva una ruta de las utilizadas por los arrieros del ganado. Después vimos partes más claras, por donde penetraba un sol pleno, y trajinamos mañana y tarde con la fatiga y la impaciencia producidas por el hambre de tres días, solamente la mitigábamos rebullendo guayabos, como decían.
––¡Qué sucesos tan trágicos, tan horribles, abuelo! Nunca me imaginé que hubieras hecho eso, o que hubieras participado en muertes como la de ese guardia.
― Te repito: ya debes suponer por qué evitaba contarte esto. Es lo más doloroso que me ha pasado en mi larga vida. Quisiera evitar los comentarios tuyos, Manuelito, para no apesadumbrarme más: pero debo aceptar tu opinión de lo sucedido: es cierto, fue horrible, fue lamentable lo ocurrido. Tú me conoces, he sido un hombre de paz. Pero nadie predice la reacción de una persona a la hora de los desesperos. Esa es una amargura, un remordimiento, me ha tocado soportarlo toda mi vida ¡Piensa bien, antes de cualquier determinación que vayas a tomar! ¡Qué a ti, no te vaya a tocar algo parecido!
» Ya voy a terminar, esto siempre me aterra, hasta recordarlo. Lo que me falta para contarte es poco. El recorrido de la escapada fue penoso: eran trochas perdidas, devoradas por la vegetación. Después de andar horas y horas, trillando monte, Manuelito, querido, volvíamos a aparecer en los mismos sitios. Esa tarde, la cuarta desde nuestra fuga, alcanzamos a ver una vereda cercana, alejada del sendero que seguíamos. Devolvimos los pasos y nos fuimos por un camino limpio. Casi espesaba la noche cuando entramos al pueblo, y, de acuerdo con lo convenido antes, Hilario, iba adelante con las manos sujetadas atrás, yo lo seguía, vestido con el uniforme del centinela y armado con el fusil robado. Cuando nos preguntaban, yo le decía a la gente que era un preso evadido que ya volvía para la cárcel. Nos acogieron en alguna casa de ese poblado, ya ni recuerdo en qué caserío estábamos, nos calmaron el hambre, era mucha, y allí pernoctamos buenamente. Mi amigo amaneció acostado, con las manos amarradas y atado de un pie a un poste del corredor, para que no se fugara, así les dije también a los de esa casa, estaba, pues, convertido en su guardián.
» Durante otros cinco días transitamos por pequeños poblados y por rancherías desconocidas, en ellos no había autoridades civiles, engañábamos a los lugareños donde nos alojaban, convenciéndolos con el mismo cuento. Procurábamos un norte que nos siguiera alejando del cuartel del río. Las comunicaciones mínimas y la desorganización de la justicia por las disipaciones de la guerra hicieron posible avanzar sin tropiezos. Al cabo de siete jornadas, resolvimos separarnos: cada cual buscaría el lugar que lo alejara del crimen que ya empezaba a causar efectos en nuestros remordimientos. En algún rancho, volvimos dos nuestros caminos. Nos despedimos como quienes no han afianzado sus afectos. Nunca más supe de la vida de Hilario; supongo, que él tampoco volvió a saber nada de mí.
» Yo había oído hablar en mi pueblo de tierra fría, tiempo atrás, cuando trabajaba la agricultura, de una región al norte del país donde solo esperaban tiempos con un poco de paz, para empezar las labores de construcción de un ferrocarril que requería el trabajo de mucha gente. Comentaban que vendrían extranjeros contratados para los trabajos con maquinaria muy moderna. Ahora, cuando estaba perseguido por la justicia, consideré que, en aquel sitio, en medio de gentes de todas partes y en las antípodas del cuartel, nadie me encontraría. Me dirigí hacia allá.
––Abuelo, abuelo ¿Y por los pueblos donde caminaste no había batallas?
––No m’hijo. Por ese tiempo, ya estaban muy definidas las regiones donde se concentró la guerra. Solamente debía cuidarme de los reclutamientos, todavía se hacían en algunas partes. Cuando caminaba solo, ya sin Hilario, alcancé a unos arrieros de bueyes; llevaban cargas de maíz; seguí con ellos y, en los descansos, les conté algunos pormenores de mi fuga; los ayudaba en la brega de los animales; me invitaron a comer y a amanecer en el corredor de las posadas donde pasaban la noche. Al otro día madrugué y fui ayudante en la enjalmada y en la cargada de los bueyes, les caí bien; yo tenía algún conocimiento de ese oficio. Así continuamos varios días. Llegamos donde descargaron; cuando fui a despedirme, no me dejaron ir, me dijeron que me quedara, algo podían pagarme y evitaría estar metido en las luchas, según ellos, muy sangrientas. Así, ayudándoles en la arriería en distintos pueblos, descarté la búsqueda de los trabajos del ferrocarril, pasé con ellos más de tres años. En ese tiempo, supe de las noticias de la guerra, de la cantidad de muertos en los combates; hasta cuando oí también de los generales que habían caído en cuenta de la existencia de las mesas para conversar e hicieron lo que deberían haber hecho antes de empezar la lucha. Cuando tomaron la decisión, cuando se sentaron a dialogar, se acabaron los motivos para planear otras batallas.
» Los ruidos de la guerra apagaron sus ecos. Los políticos debieron apagar los fuegos, ninguno respondió por lo quemado durante las peleas avivadas por los desatinos y las barbaries. Las noticias de los que no regresaron (no volvieron. Sin nombre los enterraron en cualquier parte), crecieron las angustias de quienes no fueron al conflicto; los lisiados o mutilados tornaron a sus casas en cualquier forma y achiquitaron las raciones familiares por el resto de sus vidas inútiles; los perdedores y los que se creían triunfadores, también llegaron peor que antes, no trajeron nada. Las promesas quedaron truncas, nadie apareció a responder por lo ofrecido. Flotaron los pasivos del gran pleito. Entre todos los vivos, nos repartieron la carga de la pobreza.
» Manuelito ––ya voy a terminar––: fíjate, se acabó la paciencia de los veteranos, no fueron pagados ni recompensados; sin más qué hacer, destaparon sus resquemores, hasta pensaron cobrar en cualquier forma lo prometido, poco faltó, casi vuelven a encender las pólvoras.
» Asomaron los cobros de la justicia (para hacerlo, cómo que se destapó los ojos; vos ves: la representan con los ojos tapados), y señaló a quienes habíamos dejado cuentas sin saldar: yo estaba ahí, en una de esas listas. Fui procesado y condenado en ausencia por el crimen del cuartel.
» Pero simultáneamente con la sentencia donde me condenaban, en los mismos días de la información, me había presentado ante un juez municipal, él conoció mi confesión del crimen del cuartel del río. No tenía con qué costearme un abogado; quedé en manos de la sentencia del juez: su fallo condenatorio me hizo pasar por la cárcel los años que a ti te han contado… Lo demás, creo que lo sabes todo. No más preguntas, Manuelito. Tu interrogatorio es otra tortura.
Oye, la abuela ya nos está llamando. Es mejor que nos vayamos a dormir.
JAVIER GIL BOLÍVAR. Agosto 7 y 2023.