Antier, es decir el viernes, muy cuando la noche lindaba con la madrugada del sábado, Pepe Luis, el músico merendero, se rodó por las gradas de la calle 21.
Venía muy orondo, muy ladeado y zigzagueante, después de una noche favorecida por tragos plañidos que le habían procurado una borrachera mediana.
Empezó la juma de ese día en el bar la Cita con don Milcíades Cuadros, a quien abordó, y quien, ante sus ruegos, lo invitó a un aguardiente, siempre y cuando no cantara. Conversaron el trago con anotaciones dispersas y poco amenas; luego lo invitó a otro con la misma condición; hubo largos silencios porque los intereses no cuajaron, ni coincidían entrambos; después lo acometió a un tercer trancazo, a un cuarto, un quinto y otros más, reiteradas las condiciones de no cantar. Luego de un buen rato, cuando don Milcíades anunció que se iba, Pepe Luis, lo cuestionó decepcionado, diciéndole, muy serio, que lo terminara de emborrachar o que lo pusiera como estaba. Don Milcíades, no le paró bolas a sus argumentos; sorprendido por la conchudez de Pepe Luis, se despidió de un portazo y lo dejó hablando solo.
Pepe, después, cómo que enganchó en el café el Indio con tres campesinos de Canoas, deseosos de escuchar la música de ellos, como le dijeron. Esa chanfa que parecía lucrativa en un principio, rápidamente lo dejó entrever que no habría nada de plata, solo los tragos, limitados a cuando ellos los pidieran, y que eran muy lentos. Más confundido se puso al ver que dos de los contertulios se durmieron mientras él cantaba y, quien quedó despierto, no tenía figura de llevar consigo la mosca para el pago de la cuenta; el riesgo que presentía, Pepe, era que, por lo menos, a él le irían a cobrar lo que se había bebido. En esas condiciones, al rematar una canción, decidió despedirse y perderse; eso fue cuando faltaba, por ahí, una hora para la medianoche.
Pepe Luis, tenía poca acogida en las cantinas cuando iba con tragos, porque era de habladas muy largas y cansonas. Llegó al café Pielroja. Emprendió saludos expresivos y extravagantes y para sacarlo del parche le dieron una revoltura de alcohol al 40 con tamarindo, que habían sobrado unos bebedores que hacía poco salieron del lugar casi gateando; fue de ahí de donde, después de las doce muy pasadas, salió Pepe Luis, muy descompuesto a coger la calle 21 que es la de las Escalas.
Entonces, llegó hasta las gradas y empezó a subirlas; la madrugada ya estaba acompañada de relámpagos y truenos; los vientos venían malacarosos; aunque tontoleando, avanzó decidido.
Al llegar a la treinta y cinco que era la penúltima escala, un gran relámpago lo hizo trastabillar y, al no alcanzar a llegar con el pie a la última grada , se enredó en sí mismo, se desplomó y empezó a dar volteretas, a bajar por donde había subido; en cada una de las escalas pretendía ponerse de pie sin lograrlo; en los brincos sobresalía la guitarra, siempre en lo alto, que iba sin un rasguño todavía, aunque él ya tuviera una herida en la frente, otra en el codo derecho y una más en la rodilla del mismo lado; fue así rodando hasta cuando pegó en la tercera escala que era parte de la calle inversa a la por donde venía bajando; ahí sí, el instrumento dio contra la pared que era de un revoque burdo, brincaron las astillas y solo le quedaron en la mano los pedazos del mango que no soltó, junto con algunos trastes retorcidos.
El Mono Candelillo, que venía unos metros más abajo, arribita de la casa de don Jesús Álvarez, también con tragos a cuestas, oyó los ruidos, especialmente el de la guitarra cuando se hizo añicos; apuró el paso, al llegar identificó a Pepe Luis, quien tenía un tramojazo muy fuerte en la frente, otras heridas en los codos y, por los rotos de los pantalones en la rodilla, se veía la sangre de una herida que parecía haberse repetido, por los golpes en cada una de las escalas.
El Mono Candelillo, le insistió para llevarlo al hospital, por si había roturas de huesos o por si requería alguna costura en la herida más grande de la rodilla o en las de los codos.
No había ninguna disposición de Pepe para ir al hospital. Siguió apoltronado en la cuarta escala. Esgrimiendo palabrotas que solemnizaban su mala suerte.
—Oiga, Pepín — le repitió el Mono Candelillo —deje ahí esos pedazos de guitarra y vamos al hospital.
—Vea, Monito, yo no voy a ir a ninguna parte, no tengo nada roto. Voy es pa mi casa apenas me pase esta tristeza. Esa guitarra me la había obsequiado, Donato Ríos, hace como tres meses y lo primero que me repitió fue que no anduviera borracho con ella y mucho menos por estas gradas, y vea lo que me pasó, como si fuera una maldición: acabé con la guitarra y casi me desnuco, de ella no quedaron sirviendo ni las cuerdas.
Ya se oían correr las aldabas de los postigos, los vecinos estaban malhumorados por el atentado hecho contra sus sueños por las palabras duras de los borrachos que corrompieron el silencio poblano.
— Mono, váyase uste pa su casa. A mí todavía me falta llorar la pérdida de esta guitarra y no me voy a poner llorar delante de uste. Déjeme solo, váyase, después hablamos.
JAVIER GIL BOLIVAR. Septiembre 3 y 2023.
Javier, buenos dias. Hace días no te leía. Maravilloso relato de Pepe Luis. Lo ví rodando y percibí su sangre, la olí y sentí su dolor. Gracias por escribirlo