Aquella ventana del cuarto daba contra el paisaje. Ahora, cuando la recuerdo, caigo en la cuenta de que el paisaje era tan grande que entraba por ella con dificultad.
Desde cualquier ángulo dejaba ver todo un lado del mundo. Por la derecha, y muy cerca, aparecían los sietecueros y los guayacanes decorando de colores el panorama; más lejos, un valle amplio regado por una corriente que discurría hacia el sur y, al fondo, más al fondo, las montañas verticales, en partes con su vegetación tupida y en otras con manchas amarillas que delataban las erosiones provocadas por los últimos inviernos; esas montañas luchaban por destacarse entre las sombras que proyectaban los soles de las tardes. Por el centro, también con sietecueros cercanos, se desvanecían las alturas dando cabida a los cultivos inmensos que se prolongaban por el lado izquierdo, haciendo de la planicie, allá abajo, una hoja de mil cuadrículas donde estaban señalados los minifundios, cada cual adornado con casas de formas distintas.
Y, en las noches de invierno, cuando se desataban las tormentas tropicales, por esa ventana también entraba el espectáculo de las tempestades. Por todos los lados aparecían a intervalos los relámpagos que preparaban los oídos para escuchar el reventar del trueno que los sucede.
Y cuando llovía, y después cuando los vientos del norte empujaban sus neblinas, las hacían entrar al cuarto entonándolo de un ambiente blanco.
Pasó el tiempo y acabó con la casa, no quedó ni el rastro que permitiera afirmar hacia donde era que miraba aquella ventana. Menos mal que el mismo tiempo no se ha llevado los recuerdos todavía.
JAVIER GIL B, MAYO 2 y 2024