Estábamos por los días en que finalizaba aquella cuaresma y en las tardes, en los encuentros casuales con algunos amigos, averiguábamos las alternativas que podrían propiciar actividades para gastar el tiempo en las próximas vacaciones de semana santa.
Teníamos un sitio en el parque donde nos reunían las citas imprevistas, casi nunca concertadas; era la banca que estaba al frente de donde estacionaban la aplanadora manual de rodillo con la que terminaban el reparcheo de nuestras calles asfaltadas. Todos los días aparecían unos contertulios nuevos y no iban otros; no había problema porque el registro era abierto, y los que llegaban recaían en el texto haciéndolo repetir, agrandándolo o traían otro. Los argumentos se habían sucedido en los encuentros aquellos, pero hubo uno del que tenía mucha información, Quincho García, que vivía en la calle de encima del plan de la Boca del Monte. Eran los espantos que aparecían en la cuadra de su casa (dos especialmente), de los que tenían conocimiento centenario, con versiones propias de sus actuaciones en todas las familias emparentadas. Se hablaba de una dama de vestido blanco que cuando salía, recorría la cuadra con pasos lentos y solemnes y que, antes de desaparecer se paraba cada vez en un punto distinto. El papá de Quincho dizque la había visto y perseguido durante una noche en la que él llegó en medio de una profusión de copas, pero no resistió cuando ella lo miraba y le señalaba alternadamente varios puntos insistentemente, a él le dio una maluquera, se trastocó el efecto de los tragos y al rato lo tuvieron que recoger unos vecinos voluntarios a quienes sorprendieron los ruidos. Lo llevaron hasta la cama con el conocimiento perdido, pero lo peor de todo fue que desde ese día dominó a don Serafín un atalegamiento, consecutivo hasta su muerte. En la misma cuadra también se aparecía frecuentemente, según decía Quincho, un viejito de barbas largas como sucias y enredadas, sonando unas monedas en un perol de bronce, decían que eran esterlinas, ese espanto hacía dar más miedo porque para que no lo persiguiera a uno, había que seguirlo hasta donde parecía que él dejaba algo en el hueco de una tapia larga que bajaba casi hasta el plan de la Boca del Monte y que tenía numerosas agujadas y huecos, allí se desaparecía el viejito. Lo peor era que cuando regresaba el espantado (con escalera y todo para alcanzar los huecos) a verificar el tal orificio en la tapia que él creía era la señalada, no había en ninguno de los tantos huecos nada de lo que le parecía a él que había dejado el viejito, ninguna señal había tampoco. En fin, Quincho, se desahogó ante nosotros durante algunas tardes de las versiones de los endriagos que rumbaban por su casa y que fueron materia profusa en el resto de la familia y en su vecindario.
Estos relatos crudos fueron recibidos por cada uno de nosotros con beneficio de inventario; hubo el desinteresado perfecto, el desconocedor que se quedó sorprendido con la información obtenida o el que pretendió montarles guardia a los espantos (especialmente los viernes santos), para comprobar si detrás de su presencia podía haber entierros que aportaran cualquier moneda.
II
Una tarde, de las últimas del mes de abril, se desató un aguacero con características diluvianas. Desde algunos meses no llovía tanto. Fue incesante el granizo y la tormenta hasta que, más allá de las diez de la noche, con la lluvia y con la tronamenta en su fina, se fue la luz en el pueblo.
Cuando sucedían estos eventos, mi papá, Domingo Gil, empleado municipal, era el encargado de organizar en el pueblo el personal que saldría en la madrugada para efectuar la búsqueda y la reparación del daño.
La luz de Yarumal se generaba por aquella época en la planta negociada con los gringos cuando cerraron la explotación de la mina de Berlín, ubicada en San Andrés de Cuerquia; entre las dos partes hay una distancia de 56 km. entonces, en estos casos también organizaba don Enrique Alvares, otra delegación en la planta, que salía hacía Yarumal siguiendo la línea de transmisión; hubo oportunidades en las que las dos comisiones llegaron a encontrarse sin detectar el daño. Durante el recorrido, ambos grupos hacían llamadas regulares por el teléfono de magneto conectado a una línea paralela a la línea eléctrica.
Cuando ocurrían estos eventos de la ida de la luz, mi papá me tenía asignada la función de salir a recorrer el pueblo para informarles a los trabajadores el suceso y convocarlos a reunirse, generalmente en el café el Rialto, donde tras un rápido y minúsculo desayuno quedaban listos para iniciar la jornada. Esta norma me tocó practicarla durante varios años, siendo preadolescente.
Aquella madrugada, (dos y media) salí de mi casa a cumplir con la obligación de ese día. Llevaba una linterna de luz pobrísima; era una amanecida muy fría, aumentada en el pueblo de clima frío, porque todavía perseveraba una llovizna rezago del aguacero; la mirada hacia el Nechí, que se veía desde allí, era pésima, persistían las nubes oscuras; la soledad de las calles era absoluta, cualquier ruido pequeño que lastimaba al silencio parecía oírse multiplicado. Cual pájaros, atravesaban de pronto la calle, los gatos ladinos que regresaban, sobre seguro, de sus citas eróticas como visitantes noctámbulos.
Subí por la falda de Pablo Loco a llamar a don Magín Arbeláez, gran persona conocedora de su oficio, amigo con virtudes ejemplares hasta su muerte; viejo trabajador del municipio. Yo sabía cuál era la ventana donde me contestaba, en otras oportunidades lo había llamado. Toqué la ventana, al tiempo que repetía su nombre.
– “A ver ¿qué se le ocurre?” –dijo cuando oyó los golpes.
– Don Magín -le contesté-, le manda decir mi papá que se fue la luz. Que haga el favor de bajar al café el Rialto, preparado para viajar. Que allá se encuentran a las cuatro para salir a buscar el daño-.
– “Oiga, hombre, Javier (me conocía de tiempo atrás), ¿y hace mucho rato se fue la luz?”
– Si, don Magín, desde las diez y media-.
– “Bueno, ya voy para allá”-.
Debía continuar mi recorrido para llamar a los otros trabajadores integrantes de la cuadrilla, que vivían un poco más lejos. Me tocaba ir donde don Emilio Jaramillo, persona fundamental en estas labores por su conocimiento técnico y por su habilidad inimitable, única, para llegar hasta las alturas de los postes; no había equipos, lo único disponible era la tozudez de las personas laborantes.
Caminé por la carrera del plan de san Ignacio y bajé por la calle del colegio de los hermanos hasta la esquina de la casa del doctor Hoyos, volteé por esa carrera a la izquierda buscando el alto de la falda del Bobo. Continuaba el silencio aterrador por todas partes y la soledad campeaba, no se veía la presencia de ningún cristiano.
Ya me aproximaba a la esquina cuando, para amargarlo todo, me acordé de los cuentos de Quincho sobre los espantos de la cuadra de su casa que con tanta atención le habíamos oído recientemente (estaba a cuadra y media de ese sitio y tenía que pasar por allí), y la derivación de su papá lisiado de por vida por esa causa; llegué hasta la esquina con los músculos engarrotados por el miedo y por momentos con un tembleque que me invadía todo el cuerpo. Empecé a bajar la pequeña falda y, debido a mi desatención, casi me voy de hocicos contra la acera al frente de la casa de las Gómez, las del Capri; así, trastabillando y teniéndome de la pared, pasé por el lado de la casa de don Jesús Ruiz, el de la botica, ahí ya era más plana la carrera.
Casi llegando a la esquina empecé a oír los gruñidos del perro Goliat de don Protocolo Tamayo. Caminé despacio, hice alarde de mucha seguridad y lo enfoqué con el chorro gastado de la linterna; parecía que sus años ya no le permitían esfuerzos inútiles, permaneció quieto en el quicio de la puerta. El silencio del perro como que me llenó de ánimos; enseguida pasé rápido por el sitio que me amedrentaba por los cuentos de Quincho, llegué a la esquina, volteé a la izquierda y llegué hasta la casa de don Emilio; cumplí con la entrega de la razón. Creo que todos quedaron despiertos en esa casa.
Bajé hasta la carrera de la Boca del Monte para evitar el paso por algunas cuadras que me infundían más miedo y todavía no había salido por completo de los temblores. Continué por la calle que conduce al asilo y llamé a don Delio, otro trabajador municipal que también era de la partida. Seguí por la misma vía y al frente del asilo reclamé el caballo Sacristán que, de noche, siempre lo dejaban en la pesebrera.
Sacristán era un vejestorio de táparo llegado al municipio después del remate de un embargo. Fueron grandes las súplicas al alcalde para que decidiera que ese jumento pasara al servicio de la Empresa de Energía Eléctrica para evitar que los trabajadores tuvieran que terciar con el equipo y con los materiales requeridos para las reparaciones, de acomodo difícil por ser cosas talladoras en la espalda, amén del cansancio por el recorrido que se hacía por caminos pendientes y mal tenidos, con todas sus dificultades.
Sacristán era de muchos años y tenía como principal debilidad que, andando, cuando menos pensaba uno, se iba de bruces y había que concurrir a socorrerlo para integrarlo nuevamente al camino. No obstante, como era una carga liviana la que transportaba no se le veía siquiera sudoroso en su trabajo.
Entonces, me vine con el caballo Sacristán desde su pesebrera hasta el sótano del palacio municipal, donde fue enjalmado y cargado con las herramientas y con los materiales. Luego, me fui con los que viajaban hasta la puerta del café El Rialto. Ahí terminaron mis servicios. El veedor municipal, cuando pasaban las cuentas de cobro, vigilaba siempre que fueran cuatro los desayunos, acordes con el personal que se desplazaba. Con la bendición de mi papá me fui para la casa a proseguir el sueño de la madrugada.
Estos periplos por el pueblo cuando se iba la luz, los realicé varías veces con distintos detalles que los pueden haber cargado de anécdotas que el tiempo ha relegado en el cuarto de los olvidos.
III
Agrandan este relato los detalles afectivos que sucedían en la familia cuando las idas de la luz, especialmente al llegar nosotros de la escuela; eso era sentir la angustia de la oscuridad más la confirmación de la ausencia del papá que había salido a reparar la línea. Se asomaba uno por la ventana del solar de la casa y veía el camino de Yarumalito, por donde debían ir, acosados por la lluvia, y veía los relámpagos y oía los truenos en sucesión con frecuencia desesperante; pensaba en la comida y en la dormida de ellos que las hacían en el corredor de algunas casas campesinas donde les permitían descansar. A eso podían sumarse los peligros del oficio al trabajar con la corriente eléctrica de voltaje mortal. Con la inseguridad de ropas, calzado y aislamientos que eran de dotación por su cuenta, y por ende, escasos. Aquellas líneas de transmisión no tenían línea a tierra y era difícil y peligroso bregar los cables con las acumulaciones de la carga atmosférica y muchas veces lloviendo. Solo personas como don Emilio Jaramillo que, con su habilidad lograban colocar una manea de cobre (que era un cable flexible, desnudo, uniendo las tres líneas con la punta a tierra para aminorar la carga estática), hacían posible desarrollar esas labores en noches y en madrugadas muy frías, para beneficio de los usuarios que disfrutaban el servicio naciente de la energía eléctrica en nuestro gran pueblo.
Además, escondidas pero recordadas han quedado las arbitrariedades de los jefes sin preparación, que no acataban meterse en el pellejo de los subalternos al tomar sus decisiones inoportunas para la realización de los trabajos. Sucesos como el que sigue marcaron algunas veces el proceso laboral: algún día se fue la luz como a las cuatro de la tarde (todavía llovía) y llegó ante el gerente uno de los trabajadores y le dijo “Señor, todavía está lloviendo, a esta hora es difícil organizarnos para salir, estuvimos trabajando todo el día, debemos reposar, estamos cansados para coger el camino a estas horas. Proponemos madrugarnos y nos rendirá más”-. El gerente, replicó: – “la hora de salir a la transmisión es ya”-. Sacó su revólver y lo puso sobre el escritorio.
Son comentarios elementales que pertenecen a la vida de los pueblos, especialmente a los que han caminado por las vías del progreso en tiempos en que las normas de seguridad y de las relaciones laborales eran desconocidas y que hoy son obligatorias para proteger a quienes trabajan en cualquier empleo.
Paradójicamente, en esas determinaciones aberradas y en la inseguridad sin controles, parece que estuvieran los fundamentos donde nacieron los impulsos para las vueltas del progreso en nuestra región, vueltas que para darlas tienen que haber sido alimentadas con los girones del cuero del pueblo, pueblo.
JAVIER GIL BOLIVAR , octubre 26 y 2024
Javier que historia tan agradable, sino la contas no nos daríamos cuenta como les tocó luchar x nuestro terruño, como ayudaste a tú papá y a todos, gracias,gran aplauso, es rico escuchar todas tus historias sino nunca sabríamos de tanta lucha y trabajo de nuestros mayores y pasado de Yarumal. Gracias.
Me encantan sus relatos. Muchas gracias.