Ni el padre Soto que llegaba a la iglesia todos los jueves a las cuatro y media de la madrugada para el rezo de la Hora Santa, había comenzado sus oraciones. A esa hora, Picolino, el que era boquinche, que vivía en una de las últimas casas del pueblo oyó caminares, escasos tan temprano, abrió el postigo y los vio pasar orondos y tranquilos. Iba con ellos un perrito lanetas, la perra Toscana de esa casa simpatizó con el animalejo y salió tras ellos, al poco rato regresó sin otras intenciones a su hogar. Todos cargaban costales a la espalda, parecían pesados, por lo tanto, equipados con suficiencia. Todavía llevaban holgura en el caminar y radiaban entusiasmo, parecía que emprendían alguna aventura. Picolino, no alcanzó a distinguirlos como para decir quiénes eran, pero su afirmación de que eran tres, si coincidió con los que habían desayunado juntos en el café El Rialto, donde tampoco supieron distinguirlos. Alguno que estaba pagándole el servicio de un café a don Martín Orrego, le comentó, cuando ellos salían, que había oído decir que eran unos baquianos que venían a meterse a Cueva Bonita a explorarla. Que eran conocedores y estudiosos de la región y tenían información precisa sobre el asunto.
Cueva Bonita es una abertura creada por la naturaleza, ubicada en morro Azul, morro tutelar al oriente del gran pueblo, cueva a la que han colmado de leyendas a través de los siglos. Varias generaciones han oído hablar del accidente geográfico y le han atribuido encantamientos y hechizos que pueden haber sucedido ahí o en sus contornos. Para acceder a la cueva hay varios caminos y todos ofrecen las dificultades de los terrenos quebrados. Se ha dicho que, después de superar el obstáculo de algunas piedras atravesadas en la supuesta boca, el explorador que intenta ingresar a la cueva se encuentra con una gatera por donde puede pasar arrastrándose una sola persona. Al entrar la cabeza y después de algunos metros ve el espectáculo tremebundo de una oscuridad completa a cualquier hora del día. Aconsejan que, quien entró primero, se cubra la cara antes de encender la linterna, se ubique a un lado de esa entrada, que también deben mantener despejada los acompañantes que están afuera; los pasones del rayo de la linterna por todos los rincones estimularán la salida de la bandada de murciélagos y animales nocturnos alérgicos a la luz.
Al familiarizarse con su equipo de iluminación, el explorador se reunirá con sus compañeros adentro, superada la entrada y buscarán las desviaciones interiores para avanzar en el sendero correcto. Son tres, pero sólo por una de ellas (que es la más difícil de encontrar), y que es la única por donde se puede ingresar a hacer el recorrido que llega hasta la orilla del rio Nechí y que remata en una salida de la que el punto todavía es desconocido. Puede ser que esté en uno de los reventones del agua y se camufle desde la corriente. Parece que, hasta la búsqueda de la entrada verdadera, sin encontrarla, es hasta donde han llegado los más avispados, los que han intentado conocer y recorrer la galería larga de la cueva; es porque demora medio día salir de cada uno de los accesos que no son ciertos, y que son más expeditos, estas dificultades acaban con la temeridad y con la paciencia del buscador.
En el recorrido total se encuentran los tres salones de que han hablado en las tradiciones orales, con riquezas en oro que los hacen deslumbrantes, parece que ahí están los depósitos de los tribales de varios siglos, donde amontonaron los poporos, pectorales, collares, máscaras, la producción de muchos artículos en oro, plata y amalgamas muy valiosas y una cantidad grande de oro lavado y guardado en jarrones de barro curado, que han sido por los siglos de los siglos la obsesión de los que llegan a conocer las leyendas que, por lo regular, son los futuros indagadores de los tesoros.
Después de entrar a la cueva y luego de encontrar la desviación correcta, hay que empezar un descenso por unas escalas salidas de la roca, rústicas, irregulares, faldudas, que demandan máxima atención al caminar para no tropezar o resbalar por las superficies húmedas y lamosas. La iluminación artificial, absolutamente necesaria en todo el recorrido, solo puede hacerse con equipos sin llama porque, más adentro, hay un espacio que dura media hora para caminarlo donde la roca expele unos vapores sulfurosos de combustión eficiente y peligrosa que pueden provocar incendios hasta con las chispas de los zapatos contra las piedras; por eso, también es necesario usar el calzado sin taches metálicos. La respiración está supeditada al uso de máscaras de oxígeno para lo cual es requisito llevar botellas de remplazo para el camino. Se estima que son dos o tres días de dificultades muy tenaces los que puede cobrar ese recorrido. Dicen que hay un punto de no retorno al superar el paso de un agua muy nutrida que, después de sus recorridos dentro de la tierra, sale al Nechí. Se dice que es un punto de no retorno porque es una parte que es posible transitarla solo bajando que, no subiendo, por la estrechez y la verticalidad. Son consejos aportados por las tradiciones orales.
Cuando salieron de El Rialto tomaron el lado del parque por la calle que pasa por la falda del doctor Hoyos y subieron a coger las estaciones del Viacrucis, por eso fue el paso que hicieron por la casa de Picolino. Continuaron por el camino a La Cruz, pero al llegar a la carretera que va para la Marconi, siguieron por ella hasta adentrarse por un atajo que conducía a la finca que fue de don Reinaldo Mesa, era la misma trocha que servía para llegar a Cueva Bonita.
Dos de los tres eran forasteros, santarrosanos propiamente. En los pueblos, los recién llegados son investigados, descuerados y muchas de las cosas que pretenden mantener en secreto son averiguadas, esparcidas y conocidas por muchos en poco tiempo. La persona que era del pueblo parecía ser el sabedor, quien tenía toda la información y había aportado los detalles de las leyendas sobre la cueva. Los compañeros contribuyeron con los dineros para los pasajes, los equipos y las manutenciones. Convinieron en reparticiones iguales sobre lo obtenido.
Tomaron, pues, el atajo que hay arriba de La Cruz, el terreno estaba muy enmontado y no permitía avanzar con celeridad, debieron turnarse para proceder con el machete para hacer viable el camino; ya iban siendo las diez de la mañana, el hambre los acosaba y todavía faltaba una hora para llegar a la cueva, ahora por un sendero más fácil.
Fue grande la emoción al llegar, quedaron igualados a disfrutar del descanso y de la satisfacción de encontrarse en el sitio de la ejecución del proyecto que los había comprometido desde algún tiempo. Les dieron| una mirada indiferente a las piedras colocadas en el punto desde los siglos; creyeron que con los barretones disponibles estarían en condiciones de moverlas para abrirse paso. Pero ante todo quisieron reposar un poco y hacer una comida que los preparara para el trabajo y para resistir la emoción de la espera.
Empezaron el movimiento de las piedras. La primera, que era la más pequeña, les gastó tanto tiempo en despejarla y tantear su movimiento que ya empezaba a oscurecer y la decisión fue madrugar para seguir con la labor que, aunque cansona por el volumen de las rocas, parecía posible para encontrar la entrada.
Ya iba amaneciendo, el cielo presentaba el espectáculo de un azul perfecto y algunas nubes blancas proveían una policromía sutil que presagiaba un día sin lluvias. Las bramas del ganado que parecía lechero, acompañadas con los trinares multi tono de los pájaros de tierra fría, surtían los sonidos de una sinfonía perfecta.
Estaban comprometidos con la elaboración del desayuno, ya hervía el agua traída de una fuente cercana, ideal para un café excelente. Aunque reservados, era imposible esconder del todo el entusiasmo que los embargaba.
Ya desayunaban, estaban deliciosas las porciones; disfrutaban ese café que los pondría de frente a las piedras que faltaban por calcularles su tamaño, cuando oyeron una súbita quebrazón de ramas y juntamente apareció una persona armada frente a ellos:
–Señores, ustedes han invadido una propiedad privada, sin ningún permiso. –les dijo, con un tono de voz ofuscado, que no era de los tonos para establecer un diálogo. –Ya veo que empezaron a intentar mover piedras y eso está prohibido en este lugar. Aquella piedra se las debiera obligar a colocar otra vez en su sitio, pero ahorremos tiempo. No hay ninguna alternativa, sólo espero que empaquen sus cosas. El patrón, que está aquí cerca, me ha ordenado que los lleve hasta el camino de regreso con la advertencia de que no pueden regresar. Los venimos espiando desde ayer cuando los vimos saltar el alambrado que divide el potrero. Entonces, nos vamos, los estoy esperando—.
Sin atravesar palabra con el recién llegado, empezaron a empacar; entre ellos hablaban pasito, haciéndose inculpaciones entre los tres.
Uno de ellos se atrevió: –Oiga ¿y así creen que es de grande este tesoro que lo están cuidando tanto?
–No estoy autorizado para responder preguntas. Nos vamos ya.
Rápidamente estuvieron en el camino y luego en la carretera de regreso al pueblo; el perrito lanetas que parecía despeado por la caminada del día anterior, los seguía sumiso. Ya solos, el silencio hacía el acompañamiento a la frustración prematura cuando los proyectos de los tres estaban fundamentados en lo obtenido del tesoro de Cueva Bonita.
JAVIER GIL BOLIVAR, DICIEMBRE 16 y 2024
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