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UNA BUENA HORA

Sin duda ninguna, las tres de la madrugada fue una buena hora para que mi vecino se muriera, esa hora parecía escogida por él como si hubiera estudiado con anticipación todas las horas, para decidirse por aquella en que pudiera morir mejor, más sosegadamente. Parece que esas horas son coincidentes con las horas en que mueren los que han aprendido a morir.

        A esa hora montaban guardia todos los silencios, los de la casa y los de afuera, nada se oía. Los que estaban con él, a su lado o en las   sillas cercanas, también silenciaban. La noche había sido de esperanzas sin sentido, estimuladas cada vez que dejaba escapar algún suspiro elaborado con el consumo postrero de sus fuerzas nimias; así venía sucediendo en las últimas semanas en las que había evolucionado el ciclo de la postración progresiva.

         Ya casi cumplía tres años pagando la valía de lo que tanto había implorado que no le sucediese: «Que Dios me libre de una cama larga». Entre suspiros y lamentos se desvanecieron durante la noche los restos de su vida, hasta cuando se extinguió la vela que lo velaba, esa extinción, por nadie provocada, coincidió con el apagón definitivo de sus sollozos.

          Los cuatro que estaban en la casa solo reconocieron y se convencieron de que había muerto porque empezó a enfriarse; no interrumpió desde un buen rato su quietud completa, en la misma posición. Sin un sollozo, sin un suspiro, sin dolores, sin un lamento.

          Parece que mi vecino se murió de lo que mueren los que tienen deseos de morirse, en eso estuvieron de acuerdo quienes lo conocieron, las otras sintomatologías no eran mortales; ninguno de los presagios, aparte de un derrame cerebral, diagnosticado y superado meses antes, nada parecía haberlo afectado seriamente.

          El tiempo de ese febrero era de un calor fuerte, sosegado por días de lluvias   escasas; la noche fue clara, con luna, y los vientos habían desvestido algunas de las estrellas que ordinariamente se veían poco.

          Ninguno de sus amigos lo acompañaba, no creían que sus últimos momentos fueran a ser cuando fueron. Duró tantos meses, entre sopores inconscientes y restablecimientos mínimos que al despertar se obligaba a repetir «¿por qué no me he ido del todo todavía?».

          Herminia, quien lo cuidaba, dijo varias veces que podía ser que tenía el cuerpo cerrado. «Todos los que trabajaron en minas se hacían cerrar el cuerpo para resistir el ataque de los peligros y de las enfermedades tropicales», decía ella.

         Llegaron los de la funeraria y se lo llevaron en una camilla rodante, cubierto con una sábana; una de las ruedas chirriaba, tuvieron que aliviarle un poco el peso en ese lado para no intervenir el silencio avecindado, todavía no eran ni las cuatro de aquella madrugada.

         Fuera de los cuatro que estaban en la puerta, y yo que miraba desde el postigo, nadie se dio cuenta de que mi vecino se había ido del todo o, mejor, de que se lo llevaran. No hubo lágrimas de nadie; las tristezas habían sido lloradas oportuna y largamente, el tiempo ya las había adormilado. Cuando salían con él, cosa solemne porque ya no volvería, parecía que iba detrás el espacio de una vida elemental que se acabó sin deudas con nadie.

         En los últimos días no percibía las presencias, no distinguía, no reclamaba. O no, tal vez si hubo alguno al que, cuando le dijo su nombre, él le apretó la mano, lo que pasa es que falla el recuerdo para decir quién era.

         La ventana de su habitación daba contra un paisaje lejano, muy verde, y cuando fue perdiendo el juicio y se vidriaron sus pupilas, parece que encontraba sus trayectos pretéritos en las frondas distantes, seguramente las asociaba con los caminos que recorrió en su vida. Recontaba para sí las historias de las ocurrencias que le sucedieron, lo hacía con la placidez de quien cumplió a cabalidad con un destino. Sus palabras gangosas o entrecortadas (cuando todavía fueron suyas las palabras), no contenían dudas, amarguras o remordimientos, parecía disfrutar el regreso a las veredas por donde había transitado…

        Cuando lo sacaron de la casa, solamente iba seguido por los silencios, por fortuna, los silencios todavía eran muchos.

        Desde mi postigo vi cerrar la puerta tras de los que se llevaron a mi vecino. Al poco rato, entré a su casa y fui a sentarme otra vez, ahora solo, en la silla que me soportaba durante nuestras charlas frecuentes. Su ausencia y los recuerdos me obligaban a pensar en él. Ahí comprobé, reclamé y lamenté que nos quedó faltando hablar de muchas cosas. Extrañé su ausencia porque necesitaba plantearle más preguntas; y así fue, hasta muy después. A los días, cuando me surgía cualquier interrogante, me proponía preguntárselo al verlo, al momento caía en la cuenta de que ya estaba lejano por su muerte.

          Hasta cuando mi vecino habló, en medio de la parvedad de sus palabras propinada por los desalientos, nos gastábamos las tardes, evadidos en las lejanías de sus reminiscencias. Varias veces refirió lo que me decía cuando aprendí a escucharlo. Eran los mismos cuentos, pero yo los degustaba porque, si bien eran los mismos, no les cambiaba ninguna de sus palabras. Era fascinante la forma cómo afianzaba la certeza en lo que me contaba o recontaba.

         Según sus relatos, había nacido en una finca familiar cercana al pueblo, cuando el siglo pasado mediaba en la primera década. Las casas de la vereda pertenecían a gentes de apellidos iguales o con aproximación entre las parentelas. Conformaban tropeles que desde muchachos estaban afianzados sobre principios religiosos y políticos idénticos. Los mayores de la casta empezaban a desprenderse de los miedos y de las carencias que les propinó la guerra, durante ella debían tasar hasta los granos de sal, todo era de consecución difícil.

           Los de la vereda corrieron sus niñeces y sus juventudes iguales; la formación de todos los contemporáneos fue tardía y lenta, la participación en las labores agrícolas para supervivir les quitaba mucho tiempo; fueron a la escuela de la señorita Susana Gómez, ella les dejó grabadas las enseñanzas religiosas fortalecidas con su ejemplo, las matemáticas, circunscritas a las cuatro operaciones; el lenguaje, sonsoneteando con entusiasmo la declamación    de la ortografía de Marroquín.

           La vida de ella apegada siempre al principio de los afectos imparciales, hizo los méritos para que la cubrieran con la pátina de la admiración y el cariño enorme que le profesaron, ahí dejaron los agradecimientos por su obra impagable como maestra perfecta. Para casi todos, lo que ella les repartió en sus clases, fue el único bastimento intelectual que llevaron por sus vidas.

           Muy niño, quedó mi vecino huérfano de padre; al morir, la recomendación trascendental que recibió fue proteger a sus cuatro hermanas. Donde don Ricardo, el del almacén de la plaza, pasó varios años reclutando con su trabajo lo que pudiera satisfacer las necesidades familiares primarias, todavía era adolescente. Allí aprendió a transitar por el camino de la vida en función del trabajo.

JAVIER GIL BOLIVAR, DICIEMBRE 29 Y 2024

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Publicado enCuentos

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