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UN REGRESO

Venían de pasar el puente del seis de enero en una casita muy linda, recién comprada, situada a un lado de la carretera que va a la Pintada, cerca de las partidas para Montebello.

      Iniciaron el descenso en el alto de Minas detrás de una cantidad grande de automotores de todo tipo, seguramente incluía a los veraneantes que regresaban de vacacionar por las navidades. Era media tarde, pero a ese paso tardarían hasta tres horas para llegar a su casa; trayecto que, desde ahí. no demoraba más de una hora en condiciones de tránsito normal.

       Cada curva que tomaban dejaba apreciar la congestión, se hacía superior en las vueltas varias veces repetidas, desde donde ellos veían hasta más abajo la cantidad de vehículos, previniéndose porque el comienzo del descenso pronosticaba un viaje de varias horas.

      Continuaron bajando a vuelta de rueda que, además de las curvas consecutivas; esa lentitud estimulaba el calentamiento de las bandas de los frenos, cosa que contribuía a la sumatoria de los peligros en la conducción. Así fue la velocidad, pesadísima hasta la Salada donde, para alargar el tiempo del   recorrido, estuvieron detenidos más de veinte minutos. Cuando volvieron a arrancar, estaba más entorpecido el tránsito por la cantidad de vehículos que desfogaba la troncal del café en el sitio Primavera.

      Lucelly, la esposa de Enrique (él era quien conducía), medio volteó a mirar hacia la banca de atrás y los dos hijos estaban completamente dormidos, era un sueño que tal vez reparaba el de las noches pasadas que, ocupados en los juegos, gastaron horas de sus sueños.

      Terminaron el descenso, avanzaron por la Variante con un movimiento todavía muy lento, aumentado el ralentí por la ineficiencia de los semáforos de Caldas. Nada hacía progresar el flujo. Total, al pasar por la Tablaza, llevaban hora y media de tiempo gastado hasta ese punto, cuando en condiciones normales ya estarían en la casa.

      En la misma forma lenta ascendieron hasta el alto de la Bomba y divisaron la cantidad de carros, poco común, que podía verse hasta el Ancón; rodaban con lentitud desesperante. Al pasar por Sabaneta, uno de los carriles estaba interrumpido por el accidente de un camión tracto mula contra cuatro automóviles que pretendieron sobrepasarlo, la curiosidad de los que   avanzaban volvía más lento el movimiento.

     Enrique, el esposo de Lucelly, ya acumulaba el cansancio de ese recorrido.

      —Qué hora tan mala la que escogimos para salir, qué carramenta tan bastante la que ha habido. La próxima vez debemos salir después del desayuno —dijo él desbaratando el silencio que había sido perfecto en gran parte del recorrido. Tal vez se auto reconfortó porque ya casi llegarían a la casa―.

      Iban pasando por el puente de el Pandequeso; estaban sobre las cinco y media de la tarde.

      —Si, ahí vamos aprendiendo al paso que sigamos viniendo más por estos lados. De pronto, hasta la salida podría ser después del almuerzo para no aguantar tanta hambre como la que llevamos. Yo no sé por qué estos muchachos no han pitado, puede ser que, desayunaron muy bien. ―Argumentó Enrique y Lucelly remató―

      —Eso puede ser. Mira. Nada que merma este taco y ya vamos llegando al puente de la 33.

       Las condiciones del tránsito no mejoraban, lentamente fueron superando el puente por el que pasa la calle san Juan.

       — Oye Enrique, oí la sirena, parece una máquina de bomberos. Parece que estuviera saliendo de la estación. Qué bueno que coincidiera su salida con nuestro paso para seguir detrás de ella y avanzar un poco más rápido. Pero, hasta poco nos servirá porque ya estamos cerca al puente por donde debemos subirnos para tomar la avenida Colombia.  

        ―Ve qué bueno, mija, parece que el carro de los bomberos va a tomar la oreja del puente. Aunque vamos un poco lejos de esta máquina algo nos puede servir para avanzar más rápido.

      Ya en la calle Colombia siguieron muy cerca del vehículo bomberil hasta el semáforo de la carrera setenta que los cogió en rojo. Perdieron de vista la máquina; más aún, en el semáforo de la glorieta de la carrera ochenta, qué también estaba en rojo, el vehículo debió aumentar su distancia.

      Así prosiguieron hasta la carrera ochenta y seis por donde debían doblar a la derecha otras seis cuadras.

      Casi llegaban a la calle 53 cuando vieron una columna de humo; a pocas cuadras crecía una columna muy negra. Seguramente para allá iban los bomberos. Avanzaron un poco más y comprobaron que el incendio era en la calle correspondiente a su casa. Cuando llegaron a la esquina donde debían doblar a la derecha, la cuadra ya estaba cerrada, el humo lo invadía todo. La oscuridad de la noche declarada opacaba el ambiente Quienes salían del cordón policial solo acataban a decir: «De esa casa incendiada solo quedan las cenizas». A Enrique y a Lucelly les impedían avanzar por la calle; los destrozaron los comentarios que escuchaban; desde donde estaban no podían precisar cuál era la casa quemada. El humo aumentó por el efecto del agua sobre los tizones. Miraban insistentes buscando su casa ¡Que incertidumbre! ¡Qué tristes estaban! ¡qué tos, qué ardor en los ojos! todo por el humo. Ya estaba muy definida la noche cuando los dejaron pasar. Cada uno iba con un hijo de su mano; empezaron a caminar las tres cuadras que los separaban del siniestro en medio del llanto que dominaba a los cuatro. Pronto vieron la casa incendiada, de ella solo quedaban las cenizas; miraron fijamente por entre el humero, esa no era la casa de ellos, era la de sus vecinos. A nuestros referidos solo les quedaron alientos para abrasarse entre sollozos inmensos.

JAVIER GIL BOLÍVAR,  mayo 18 y 2025.

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Publicado enCuentos

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