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LA ERRANCIA DE LOS DOMICOES

       Los domicoes, fueron una tribu desaparecida desde hace varias centurias, que estuvo posesionada de la Tierra de los Organales desde siglos difusos. Por las crónicas habladas  transmitidas, aumentadas o mutiladas entre la indiada de cada época, se decía que habían llegado aventados del norte, muy cerca del mar del norte, donde tuvieron su origen; allá dominaban una región harta de vegetación: bosques grandes y variados frutos silvestres comestibles; una fauna que satisfacía fácilmente los requerimientos de la caza; aguas abundantes donde pescaban variadas especies que secaban al sol para asegurar a los tribales el sostenimiento sin penurias durante las eventualidades de las estaciones.

        En la tierra de sus orígenes, donde creían que nació su estirpe, hacían sus cultos religiosos al dios Cuandé, al que veían y adoraban en las alboradas, cuando empezaba a amagar el sol y, especialmente por las tardes del verano, al tomar el firmamento formas y colores que los sorprendía e impresionaba hasta provocarles catalepsias extenuantes aliviadas, solamente, con la caída de la noche cuando se borraban en la bóveda del cielo las nubes que dibujaban las figuras provocadoras de las conjeturas que los excitaban.

         Creían que, aquel dios Cuandé, en tiempos muy remotos, había bajado de una nube que pasó rozando la llanura, durante una tarde precedida de días con calores estivales que, en aquella ocasión, era quien había traído consigo a los primeros pobladores, hombres y mujeres elegidos por sus capacidades, para hacerlos progenitores de una raza eterna. Uno de los que trajo venía dotado con el poder del manejo de la palabra y con la consigna de transmitirla a los demás hasta cuando aprendieran a comunicarse sin señales, bastados con una sola forma hablada, misión que empezó a cumplir desde el momento en que desapareció Cuandé.  El escogido ya traía consigo un buen repertorio de vocablos con los que nombraba al animal o cosa que señalaba. Les iba diciendo los términos a los que lo escuchaban, y cada cual los repetía lentamente, con el esfuerzo de quien aprende; al principio estuvieron sometidos a la abundancia de las confusiones, porque no era fácil igualar la forma en que hablaban para entenderse entre todos. Después, con el aporte de cada uno, imaginaron más palabras y las aplicaban a otros animales y cosas; con el tiempo fueron capaces de hablar en una forma idéntica.  

         También decían las leyendas de los domicoes primigenios. que Cuandé dejó a sus descendientes el encargo de realizar el proyecto de hacer una raza superior posesionada de todo lo que veían. Y, después de señalarles con el dedo índice de la mano derecha los límites de sus dominios, que iban por todas las partes que les indicaba, hasta mucho más allá de donde se consolidaba el horizonte, les fijó con esa entrega las normas que debían tener en cuenta para conservar lo que les proporcionaba sin término de tiempo. Dentro de esos cánones estaban incluidas las formas de tratar a todos los vegetales trasplantados durante los tiempos a esa tierra; y a los animales, a los que debían conocer y intimar como si fueran sus parientes. Les insistió también en el derecho que se reservaba de ser el dueño de todo, lo que les dejaba era prestado. Plantó en ellos la semilla de la procreación estimulada con el entusiasmo de las atracciones mutuas, con eso les aseguraba la repoblación eterna.

         Desde aquellas épocas, perdidas para los domicoes en las lejanas horas de los tiempos, el dios Cuandé dirigía el destino grupal. Por temporadas, cuando menos lo pensaban, pasaba delante de ellos, únicamente en el día, lejos, sobre una nube, y con los gestos de sus expresiones parecía llamarlos a cuentas por sus procederes y notificarlos sobre la responsabilidad de lo sucedido que comprometía el comportamiento para las evaluaciones en inspecciones futuras. Cuando todo andaba bien, cuando no se alteraban las relaciones, los premiaba con las aguas y con los soles regulados, con los frutos exuberantes, con los animales para comer y con los peces, todo en medida suficiente, de acuerdo con las necesidades de cada tiempo. Así, habiendo soles abundantes, les repartía aguas suficientes para aliviar sus sedes y sus cansancios. Y, cuando llegaban los fríos, con las lluvias copiosas les obsequiaba también los vientos que los calentaban. Tenían para vestirse fibras blancas que nacían como fruto de algunos vegetales y, trabajadas por las mujeres, les permitían ropaje simple y cómodo.

         Cuando los vientos soplaban con furia, que eso era con frecuencia, él pasaba más constantemente, siempre sobre su nube, y transitaba más rápidamente. Con el desfile de Cuandé por los aires mermaban sus miedos y fortalecían sus esperanzas. Era el hacedor del futuro y les prodigaba, a todos por igual como bienandanza, el derecho a saber que los días sobre la tierra los pasarían alentados hasta cuando cada uno dispusiera morirse.

        Por las generaciones de los domicoes transcurrieron los cataclismos y las pandemias horribles que casi las arrasan, atribuidos como castigo a sus liviandades, especialmente cuando creyeron ser dueños de la naturaleza que les había prestado Cuandé; él tuvo la paciencia para perdonarlos y cada vez, después de los indultos, proseguían en la repoblación de la tribu que crecía más y más, dando con ello gracias a las bondades de su dios.

        Así pasaron treinta y seis generaciones (lo decían ellos, sin confirmación por ninguno de los exploradores y sabedores del tiempo), hasta cuando Cuandé, en otra de sus venidas, les descargó el fuego. Decían los domicoes que sus ancestros dejaron referido que esa había sido una experiencia dominada por el terror y por la sorpresa, que al principio consideraron inútil ese regalo porque lo consumía todo. Por algún tiempo se pasaron contemplándolo, sin atinar al uso que podían darle, ni siquiera lo requerían para calentarse, porque cuando Cuandé lo trajo, soportaban los calores ardorosos de un verano. Todo cambió cuando una tatabra mona, enredada en su carrera, fue sorprendida por las lenguas de la candelada y, después, al retirarla de los rescoldos, la miraron con curiosidad para ver cómo había quedado. Al rasgar su cuero encontraron carne con sabores nunca conocidos. De ahí en adelante aprendieron a multiplicar el fuego, empezaron a repartirlo, a usarlo y a conservarlo en la entrada de cada uno de los ranchos.

       La tierra, el monte y las aguas les daban todo. Fácilmente subsistían, dada la abundancia; valiéndose de ardides ingenuos y elementales para cazar y pescar que Leguerí, el primer cacique, ingenió y les enseñó a construir, lo mismo que les enseñó a construir y mejorar los ranchos; además los instruyó para cultivar algunos vegetales comestibles propagados por Cuandé, que utilizarían en la alimentación rutinaria. El mismo Leguerí les organizó la vida social y crecieron tanto que dominaron la tierra conocida. Cuando Leguerí quiso morirse, lo hizo para ensayar la vida en otra parte donde su dios lo llevaría a manejar los artificios que originaban las lluvias para que él fuera quien ordenara proveer a esa tierra del elemento vital donde quiera que lo necesitaran.

         Cuandé volvió a castigarlos varias veces durante los tiempos con fenómenos naturales devastadores porque habían desobedecido sus leyes impuestas, por irrespetar la vida de los vegetales y de los animales. Las epidemias vinieron tras los desórdenes de sus vidas. También les había enviado rayos y temporales que destruyeron, mataron y, a la vez, trastornaron los recorridos de las aguas e hicieron desastres que acabaron con muchos de los que propiciaban las malquerencias entre los tribales. 

        También decían las leyendas de los domicoes que habían vivido un tiempo donde aquella raza sufrió la peor de sus decadencias: trashumaron sin progresar, no buscaron opciones o materiales para el mejoramiento de sus chozas. Desencadenaron conflictos entre los distintos clanes de la tribu, en tal forma que con frecuencia fomentaron las grescas exterminadoras, armados con dardos y lanzas de macana. Maltrataban a los animales que les confiaron, mataban los micos demostrando su puntería y se burlaban cuando el animal agonizante sobaba la sangre con su mano y la miraba con tristeza, también se reían de los animales del aire cuando les interrumpían su vuelo y caían enredados en las flechas; cometieron todas las aberraciones que Cuandé conocía y detestaba; en las trifulcas tribales dejaban muertos, heridos y resentidos que alentaban la cadena sucesiva de venganzas que servían para estimular los combates próximos. Llevaron el fuego hasta los árboles más grandes y frondosos e hicieron arder la tierra. Las nubes se ponían rojas con las llamas y, en cada ocasión, Cuandé desaparecía por mucho tiempo.

           Durante muchas lunas llenas llevaron una vida muelle dominados por las debilidades que los condujeron a la molicie. No cultivaron, lo que comían lo sacaban de las actividades primarias de recoger lo que encontraban. La bondad de la tierra y de las aguas sirvió para alcahuetear la pereza que fomentó los vicios, donde la pasividad se reflejó en la mínima trascendencia de sus anales, nada de lo vivido merecía guardarse, o contarse.

        De esa época de los domicoes, solamente quedó con algunos pormenores, tal vez por haber sentido lo dañino en su propio pellejo, la historia de la marcha sin rumbo que tuvieron que emprender tras la condena de Cuandé al agotarse su paciencia por el desatino de sus tropelías.

         El castigo los condujo a transitar un camino que dilapidó los esfuerzos de dos generaciones entre las cuales quedó como herencia la impronta de la condena a las andanzas inacabables, y la condena (peor que todas) a morir cuando él lo quisiera.

        Sus crónicas habladas hacían referencia a ese hecho. Fueron sentenciados a emprender un viaje que rompía con el regreso, huyéndole a una plaga de langostas contra la que no pudieron los conjuros de sus mohanes y chamanes, ni los sortilegios de sus hechiceros. Fue una plaga que aniquiló los poderes de las contras y de los maleficios que tenían reservados por siglos para su defensa.  Lucharon contra el flagelo, armados con todo lo disponible: el fuego, el agua, el humo, los azotes con ramas. Al fin, después de agotar todos los recursos, vencidos, decidieron salir devastados por la plaga que les arrojó Cuandé; desterrados de la región carísima de sus ancestros, donde vivían protegidos por su dios, en medio de elementos suficientes para subsistir sin grandes afanes. No resistieron más el acoso del hambre al romperse la cadena de la subsistencia con la escasez de todo lo de coger y de los animales que servían para cazar y consumir; todos, afectados por la gran plaga, desertaron de su medio.

        Tuvieron que salir cuando comprobaron que habían perdido la tranquilidad al ser trásfugas perseguidos hasta por sus sombras, atosigados a toda hora por la venganza del dios que se desquitaba del pecado que habían cometido los mayores de la estirpe; fueron condenados a soportar la plaga de las langostas que se reproducían detrás de ellos, en secuencia inacabable, por muchos años. En el futuro, con la cuenta perdida de incontables lunas llenas, donde llegaban los domicoes, también llegaban las langostas y sólo empezaban a perder fuerza en el lugar cuando ellos volvían a emprender la marcha.

         Sin otra alternativa, tomaron el camino incierto componiendo entre ellos una larga fila de triste parsimonia, con las caras hundidas en melancolías inconsolables. Domiró, que era el cacique, iba adelante y sólo tenía silencios para repartir entre su indiada. Todas las edades de la tribu estaban incorporadas en la marcha: desde los recién nacidos que iban asidos a las indias persiguiendo un amamantamiento reseco, y los que caminaban sin conocer las razones de la huida, y los que achacaban a los mayores la razón de su desgracia. Hasta los ancianos que caminaban con dificultad cargando el peso de sus edades, huían de las langostas. Todos viajaban lentamente, sin rumbo, sin apuros, sin jornadas calculadas, todo era incierto. Avanzaban en el día llevando constantes la sed y el hambre; llegada la noche se acurrucaban y el cansancio los doblaba como si fueran unos enajenados, así permanecían hasta el otro día. Las langostas venían detrás, perseguían a la turba a poca distancia, acabando, paralela a su persecución, con todo lo que vegetaba; cuando miraban atrás, los árboles quedaban desnudos, las hojas eran consumidas por la plaga insaciable. 

         A sus espaldas aparecían sin ropajes las lianas delgadas y los bejucos de gran calibre, los sapanes y los algarrobos, los encenillos, los tolúas, los nigüitos, el caraño, los cedros y el laurel hediondo, los chingalés, el abarco, los nogales, el roble, guayacán, el comino, el piñón de oreja y el palo santo, todos competían conformando el espectáculo afligido de una naturaleza desarropada, desvestida después de que hacía su peregrinaje la tribu seguida de cerca por las langostas. Al paso que avanzaban los fugitivos de la ira de Cuandé, siempre taciturnos, se trazaba en la selva un verdadero camino que zigzagueaba dejando a la vista la panorámica de los destrozos.

          Caminaban y caminaban, el tránsito se hacía más tedioso porque a pesar de lo descubierta que resultaba la selva no les permitía ver las nubes donde eran los   aparecimientos de Cuandé. Lo buscaban con necesidad para rogarle que les ayudara a mitigar un poco la nostalgia.

         Trajinaron sin rumbo durante setenta y siete lunas llenas, seguidos con perseverancia por las langostas. Ya era un pueblo rematado en todos sus talantes. Los muertos, los enterraban al paso de la marcha, sin ninguna señal que marcara el sitio donde reposaban. Ni siquiera tenían tiempo para llorarlos. Los que nacían subsistían mamando de las miserias.

       Domiró, el cacique, había envejecido precipitadamente, en tal forma que todos los días amanecía con un rayón nuevo en el surco de sus arrugas, no encanecía como tampoco encanecía ninguno de los de su raza, pero sus fuerzas disminuían tan notoriamente que los que estaban cerca lo miraban sorprendidos. Su figura se fue doblando, se fue acabando y perdió el equilibrio hasta para lograr algunos pasos. Sus ojos abatidos solo infundían tristeza, los tribales empezaron a palparlo desde la lejanía de lo inservible. Sentados en un claro de la selva donde al parecer un rayo pretérito había hecho los descuajos, decidieron parar la marcha tras un silencio de aprobación acorde. Hacía tres lunas llenas que las langostas habían desaparecido de sus espaldas. Pero, el alejamiento de ellas fue una ilusión prolongada solamente hasta cuando empezó el cuarto menguante, ahora volvieron con más fuerza destructiva y en cantidades abultadas.

        Donde llegaban los domicoes, después de caminadas inhumanas, pasaban algunos meses tranquilos y el día menos pensado, sin el mínimo signo que los presagiara, aparecían los animales en hordas incontenibles que oscurecían por horas la luz del sol. Se posaban en árboles y en sabanas, y en pocos días limpiaban la naturaleza de todo lo verde por media legua a la redonda. Esto sucedió muchas veces.

      Los de la tribu vagaron por climas ardientes donde tuvieron asentamientos temporales muy cortos porque tras ellos aparecía la plaga con más persistencia, multiplicada en progresiones alarmantes.

       Entre los domicoes, siempre anduvo a través de las generaciones la tradición de la tragedia que soportaron los primigenios de la tribu. Sobre ese hecho contaban que, acosados sobremanera, y con la población diezmada por el hambre y las enfermedades, decidieron, después de varias cavilaciones, remontar las alturas de la montaña, a la vista más elevada buscando sobre ellas algún sitio que les permitiera esconderse de las langostas. Esas montañas los seducían desde cuando las contemplaban muy lejos, en los días limpios, allá desde su tierra, antes de llegar la plaga de las langostas.

         Llevaban otro tiempo caminando tanto que ya habían hecho tránsito hacia la muerte todos los integrantes de la generación que emprendió el éxodo; pero entre la nueva generación habían quedado frescos los recuerdos de su peregrinaje porque de ellos habían recibido y entregado puntualmente esos recuerdos, celosos de la historia que su dios les propinó en castigo.

        Aunado al escarmiento de las langostas impuesto por Cuandé, también perdieron toda posibilidad de verlo en las mañanas y en las tardes. Gastaban mucho tiempo mirando hacia donde creían que podían avistar su aparecimiento, escudriñaban todo el azul tratando de verlo, aunque fuera en lo remoto de una nube lejana.  En la sucesión de tantas lunas no vieron aparecer en los días soleados la figura del dios que con su presencia podía mostrarles el camino de la esperanza al rezago humano de los que faltaban por morir, logrando con el sacrificio de esa zupia, saldar la deuda contraída cuando los antepasados ponderaron sus faltas y sus derroches.

       Iban en esa soledad de su dios y diezmados de su gente, conformados y homologados en su mala suerte; todo se sucedía en la monotonía y la desesperanza. Una tarde que ascendían perezosa y lentamente por la montaña, vieron pasar a Cuandé en su lejanía, en la profundidad del cañón por donde corría un río grande. Era una época de vientos fuertes, él iba en la nube con gran presteza y, aunque estaban agrupados en la franja de la montaña, mostrándose para que los viera como los algunos que eran todavía, él no hizo ninguna intentona por determinarlos. Quedaron afligidos por la indiferencia de su dios y decidieron parar la marcha en la mitad de la cuesta, para intentar llamarle la atención cuando volviera por si ese era alguno de los caminos que frecuentaba. Soportaron otro buen tiempo en la falda sin observar señal alguna. Proliferó la cadena de sus males, hacían tránsito por un medio repelente a sus regímenes de vida, las condiciones de sus cuerpos no respondían a los esfuerzos requeridos para los ascensos. El frío empezó a demostrarles la futilidad de sus ropas mínimas.

       Ayategó, que  estaba joven y  en ese tiempo era el cacique, aprovechó una tarde de un sol radiante para reunirlos y los desafió a coronar la montaña; les habló con el mejor surtido de sus palabras, les participó de un sueño de hacía pocas noches en el que Cuandé  le prometió que, a todos los que lograran llegar hasta la altura que los esperaba, les tenía reservado el perdón a la carga de las penas que habían recibido, de ahí en adelante quedarían en paz de todo lo que pagaban; desde allá, desde ese punto cimero, los orientaría hacia una tierra donde encontrarían lo requerido para alimentarse con recursos de la naturaleza que les permitirían vivir con desahogo. Una tierra con un gran río para buscar y extraer el oro y con manantiales donde abundaba la sal. Serían los amos de una comarca que podía surtir a otras tribus lejanas con los elementos indispensables que allí eran abundantes. Hasta allá los guiaría y les gestionaría el beneficio de la paz.

       Entonces recobraron las esperanzas y volvieron a emprender el resto del ascenso que les gastó casi hasta otra luna llena. Los que continuaban en la marcha componían una caravana de miserables y enfermos, entre ellos se provocaban lástimas recíprocas. Dados el hambre y el agotamiento sólo se comprometían con jornadas cortas, treguaban con frecuencia para reponer las mínimas fuerzas, ensayando comidas de frutas y yerbas que no conocían y probando las aguas frescas que se encontraban en el trayecto, bajadas por las paredes de las montañas. No tenían conocimiento de los números, entonces fue una historia incierta de la que no quedó constancia de cuántos caminaban todavía.

        La avanzada de ese pueblo transeúnte y trashumante especuló que había llegado a la altura de la montaña una tarde de composición oscura que no permitía confirmar que lo habían logrado. Ayategó, dio la orden de parar la marcha, estaban al lado de una corriente grande de agua fría que se despeñaba por la montaña que habían superado. Todavía transcurrieron otras varias lunas llenas mientras esa población cercenada por la tragedia trataba de procurar su reposo.

        Siguiendo las instrucciones elaboradas por Ayategó en sus sueños, decidió partir, después de un buen descanso, en compañía de los más jóvenes y sanos de los tribales, a buscar una cueva hecha en piedra por la naturaleza. Esa cueva era la primera referencia del camino exacto que los llevaría a la región escogida por Cuandé para levantar el caserío donde ellos, los Domicoes subsistentes, empezarían otra vida, con la esperanza de quitarse de encima y para siempre, el asedio de las langostas.

        Los indagadores tardaron una luna llena en regresar al punto donde había quedado la mayoría de los tribales. Les informaron del hallazgo de la cueva en piedra anunciada por Cuandé. Todos abundaban en impaciencias. Esperaron para volver a la andanza hasta que hubo reposición de las fuerzas de quienes buscaron la cueva y, en ese descanso, también hicieron la preparación a la comunidad para las últimas jornadas que los llevarían a la cueva de piedra que por su inmensidad les serviría de aloje natural mientras buscaban la tierra que les señaló Cuandé, donde cesaría definitivamente la marcha enloquecida que gastó las  generaciones cancelándole a su dios la deuda que había comprometido a sus antepasados, inculpados por la causa de sus desórdenes.

       Ya iban todos hacia la cueva prometida. Reanudaron la andanza por una planicie inmensa, de extensión incalculable, con aguas corrientes que se repetían con frecuencia; tenía árboles de un verdor exuberante como si hubieran pelechado para reforzar los silbos de la brisa.  Esos árboles eran los solistas en los conciertos que los vientos de las tempestades orquestaban antes de los aguaceros estremecedores de las humanidades del sobrado de la tribu miserable. Caminaron guiados siempre por Ayategó, que conocía el rumbo por los sueños y además desde cuando exploró la ubicación de la cueva. Fueron días dificultosos porque venían de tierras con calores extremos. Así recorrieron la llanura y, donde parecía finiquitarse, apareció la cueva inmensa tallada en la piedra por la naturaleza en su labor de los milenios. Desde allí podían visionar, con el recurso de las montañas lejanas el sitio probable de las rocas grandiosas que vio en sus sueños el cacique Ayategó, y que él llamó de los Roquedales.

        Dentro de la gran cueva establecieron un vividero de paso, mientras se restablecían del cansancio y podían adaptar sus cuerpos a los climas que desconocían. Era tan fabuloso el tamaño de esa roca, que no alcanzaban a reconocerse los de uno y otro lado.

       Fue otro tiempo de incertidumbres, muchos dudaron de las bondades del futuro y repartieron esas dudas entre todos, haciendo difícil su entendimiento y dudando sobre los mandamientos del cacique. Todavía faltaban varias lunas de jornadas penosas comprometedoras de las vidas de muchos. Tal vez sólo llegarían los de las últimas generaciones.

       Ayategó volvió a reunirlos otra tarde, les habló muy poco, les señaló la dirección del rumbo desde un collado (era el lugar de los Roquedales señalado por Cuandé en los sueños), pero no supo decirles cuanto tiempo demorarían en ese recorrido. Les insistió que sus sueños señalaban ese sitio con unas moles de piedras enormes que en ninguna otra parte las encontrarían. Les enseñó a buscar la orientación por los puntos donde salía y se ocultaba el sol y les recomendó no caminar cuando no estuvieran viendo su luz brillante. Los dejó que se unieran de acuerdo con las ascendencias familiares más cercanas para que pudieran mezclarse y darle el vigor que requería la nueva raza para las faenas futuras. Cuando eso, cuando el encuentro en el sitio de los Roquedales, Cuandé, les señalaría quien ejercería el cacicazgo y dictaría las normas para el comportamiento en la nueva tierra. Ayategó, se fue solo, por una ruta imprevista, sin despedirse y sin llorar porque no sabía hacerlo.   

         Cada casta de pocos miembros se establecía en los lugares donde creía que los frutos de la vegetación silvestre podían paliar el hambre, siquiera mientras llegaba otra vez la plaga de las langostas que contribuiría a a acabar con los recursos pobres de la tierra donde estaban y que aplicaría la presión que los empujaría a reiniciar el éxodo, pero no fue así, las langostas no volvieron nunca más.

      Los mayores de cada casta, cuando amanecía, siempre buscaban la salida del sol y lo hostigaban durante el todo día hasta cuando se ocultaba, en búsqueda de la figura de Cuandé en las nubes para reverenciar su paso.

      Vagaron y más vagaron, desperdigados a veces de entre ellos mismos, sin volver a verse durante algún tiempo, llevando a cuestas, sin lamentarse, su suerte de parias. Cada casta hizo su vida, pero fue tan simple, tan sin hechos para contar, que de ese tránsito no quedó ningún recuerdo.

       Y, cuando volvieron a encontrarse, unos y otros, se burlaban entre sí al mirarse envejecidos, se sorprendían al ver a los tribales que habían nacido y se entristecían por la ausencia de los que ya no estaban.

       Pasado algún tiempo de tregua, decidieron reemprender juntos la ruta trazada por Ayategó, separados entre clanes, ya eran más pocos porque la muerte hizo sus efectos. Bajaron otra vez a los valles cálidos, atravesaron ríos corrientosos, ayudados por lianas y troncos secos, y caminaron alrededor de lagunas inmensas hasta encontrar la salida que deseaban, porque carecían de experiencia y de recursos navegables. Volvían a encontrarse las supervivientes. Tampoco habían hecho nada por su historia porque la incertidumbre del éxodo y sus silencios no les permitían establecer diálogos fluidos entre ellos mismos, alimentando solamente la tristeza acostumbrada.  Dejaron muy poco de su historia, carecían de líderes que los agruparan y los excesos y las hambres desmedidas causaron traumas que menguaron los recursos de su memoria.

        Una noche de truenos y relámpagos constantes, alcanzaron a ver muy distantes, cuando la tierra se iluminaba por los fulgores, el espectáculo sorprendente de las grandes rocas. La sorpresa les cortó las palabras, ni siquiera tenían preparado el lenguaje para lo que veían. A pesar de la gran distancia, la imponencia de las rocas los sobrecogía y sólo alcanzaban a mirarse en silencio.

         Continuaron caminando por otros días llenos de escaseces. Algunas veces perdían de vista las rocas cuando descendían en las depresiones de la selva, pero continuaban fieles al rumbo y a cualquier hora volvían a disfrutar del espectáculo de la región donde estaba la esperanza y el descanso.

        Llegaron a la tierra de las grandes rocas. Era cierto lo que antes, en algunas lunas llenas, les había pronosticado, Ayategó cuando los convocó a aceptar el reto que Cuandé le predijo en sueños: eran rocas inmensas, no las conocían en la tradición de su peregrinaje, eran rocas únicas.

         Cuando estuvieron más cerca fueron sorprendidos por unas fuentes de aguas saladas que, desde la creación, nadie las había tocado. Era una cinta blanca que les iba a permitir obtener el elemento para sus comidas. El efecto de los grandes calores dejaba los granos superpuestos en las piedras y los llegados podían coger y probar su salazón.

         Era inmenso el espectáculo de esa tierra. Grandes extensiones planas pródigas en sombras y en frescura indicaban los sitios probables donde la indiada estaría amparada de los fenómenos naturales. Todo era verdor, las especies vegetales parecían haber sido renovadas por Cuandé hacía poco tiempo para tenerlas listas cuando ellos llegaran. Las aguas poseían la limpieza y la frescura que nunca habían visto. Cada vez que ensayaban los frutos silvestres que los árboles les ofrecían, quedaban sorprendidos por la agradabilidad de los sabores. Parecía una región destinada por el dios para sus mejores hijos.

        Tardaron algún tiempo para volver a tener el fuego porque durante el peregrinaje no lo habían necesitado. Varias generaciones anteriores lo habían usado, hasta ellos había llegado la tradición de las palabras con la forma de obtenerlo. Gastaron algunos días en los ensayos porque las maderas que friccionaban no trasmitían los efectos que propagaban el calor. Cada vez intentaban resolver el problema con los materiales que iban trayendo cuando hacían grandes caminadas para conocer el medio donde estaban. Un buen día lograron su propósito y tuvieron el fuego que repartieron por todos los ranchos   recién construidos. También encontraron maderas de máxima resistencia que empezaron a probar en la elaboración de los elementos de cacería que, por la tradición conservada, tenían nociones de la forma de hacerlos. Algunas piedras les sirvieron para afilar los dardos y las flechas y en poco tiempo tuvieron los elementos que les proporcionaron la carne de una fauna rica en especies y con cantidad de sus ejemplares. 

        Empezaron a recoger la sal en odres hechos con cueros de tatabra y la guardaron en cobertizos de palma, era la sal que los tiempos habían secado en las pocetas naturales que se hacían en las piedras grandes. Era sal suficiente para un buen tiempo, fuera de la que podían sacar después evaporándole el agua al sol cuando la requirieran.

       Cuanto más recorrían el entorno, más sorprendidos quedaban con el tamaño majestuoso de las rocas. Parecían estar en una parte intermedia de ellas, no sabían dónde comenzaban, ni donde terminaban. Cuando escalaban alguna por su acceso natural, bajaban transidos de vértigos, se quedaban por tiempo mirando desde abajo la altura colosal.  

      Dominados por el regocijo, habían olvidado estimular los recuerdos de Cuandé. Los árboles de alturas magníficas tapaban los lados por donde él probablemente se movía. Pero dentro de los tribales seguía pegada la noción agradecida por tener ubicada a esa generación en una tierra nueva donde brotaba la vida en cualquier parte donde estuvieran.

       Los domicoes ya habían vivido muchos años en la Tierra de los Organales sirviéndose racionalmente de una naturaleza pródiga en todo lo que requerían. La tribu pequeña conducida ahora por el cacique Frenegó hacía una vida de convivencia ejemplar. Seguramente quedaron marcados por los recuerdos de las generaciones que sucumbieron a consecuencia del castigo con la plaga de las langostas. Las hambres, los sacrificios, las pesadumbres de sus antepasados hicieron huella en las angustias que desentrañaban sus miradas, aunque estuvieran ahora en el disfrute de las abundancias.

       La vida diaria sucedía con la monotonía fácil de las satisfacciones. Un día, Frenegó, propuso a algunos elegidos de la tribu salir a buscar otras regiones donde encontraran gentes con las que pudieran establecer el comercio con los trueques de sus productos. Salieron con provisiones suficientes hacia el lado opuesto al por donde habían llegado a los Organales. Al regreso trajeron mercancías novedosas y donde visitaron dejaron la constancia de su existencia y de la abundancia de sus productos. Esa romería hasta sirvió para que los demás conocieran su vida muelle y propiciaran los resquemores.

       La vida sibarítica de los Domicoes, que era pregonada y envidiada por los indios de las tribus vecinas, alborotó las ansias de los conquistadores, quienes buscaron todas las formas para conocer los detalles de lo que les decían; fue así como se sirvieron de indígenas de otras etnias con aproximaciones en los dialectos y los aprovecharon como intérpretes para presionarlos y obtener de ellos informaciones de primera mano. Los domicoes, habitantes del lugar por centurias, fueron renuentes a aflojar los secretos, pero esto avivó más el interés de los primeros peninsulares, que dejaron consignados en sus notas de viaje, comentarios sobre la importancia que tenía para la Corona hacerse al conocimiento del lugar exacto donde estaban esos tesoros.  Por un tiempo cesaron los embelecos de los extranjeros; pero, desde entonces, el sitio alimentó el delirio de los aventureros atraídos por las cantidades fabulosas del oro que le atribuían a las profundidades de la Tierra de los Organales.       

        Los domicoes habían explotado muy poco esas riquezas auríferas que abundaban en las gateras que dejaban las piedras entre una y otra, porque en su territorio había fuentes salinas que les proporcionaban el producto necesario para un intercambio fluido por los elementos que requerían; por eso no dependían del oro para subsistir, aunque tenían el conocimiento exacto de la forma de llegar hasta las arenas por un túnel vertical construido por ellos cuya boca era imposible de hallar por los foráneos.

         En el apogeo de la colonia invadieron el territorio de los domicoes y los obligaron a mostrar el sitio exacto por donde podían bajar hasta las arenas (cuestión que nunca revelaron). Después los pusieron a trabajar la mina de acuerdo con los sistemas de los que llegaron. Los aborígenes eran sorteados para descender al socavón, que no era el cierto, sin calcular los peligros de la profundidad, y casi todos los que exponían no volvían a salir o los sacaban sin vida. Por su constitución delicada desaparecieron muchos cuando los sometieron a trabajos para los cuales eran incapaces. También murieron bastantes de la tribu reducida, al tratar de rescatar sus territorios del dominio de los ibéricos. Eso sucedió una noche en que le prendieron fuego a los ranchos y a los bohíos de la aldea recién levantada por los extranjeros y mataron a todos los que los habitaban. Hecha la matanza, decidieron los de la tribu abandonar el lugar de los roquedales y se llevaron consigo los secretos para llegar a las profundidades a extraer el oro. Fue una salida impensada, acosados por la amenaza de la llegada de un ejército muy grande de peninsulares. Aquella noche de la rebelión, ninguno de los invasores salió con vida.

        Otra vez, después de los siglos, volvieron los domicoes a las andanzas cruentas que practicaron sus antepasados. Anduvieron errantes, sin territorio, y se fueron acabando, porque llevaban el estigma de ser hombres muy mayores, con muy pocas mujeres jóvenes. Se llevaron también los secretos del lugar con sus riquezas del oro y de sus accesos.

        Los otros que vinieron a buscar el amarillo a través de los tiempos en seguidillas, desbordaban codicia y entusiasmo cuando llegaban; después husmeaban el terreno y hacían pronósticos, balanceaban los recursos disponibles con los requeridos y terminaban  mamándose de sus pretensiones al comprobar que debían buscar, entre múltiples lugares probables, el sitio exacto para descender con éxito a conquistar las profundidades donde el aire se enrarece,  donde  la oscuridad es eterna y sólo  puede mitigarse con la luz escasa y vacilante de las velas de sebo, encendidas con la ineficiencia de los yesqueros al llegar al fondo, porque en el descenso estrecho debían  utilizar las dos manos y no cabían con cosas encendidas, sin quemarse; esas velas, al final, eran las que contribuían a hacer más pobre el elemento respirable. Ahí también, en esas profundidades, estaban de punta los recelos a los animales adosados al medio y dispuestos en camarillas atacantes: murciélagos, abejorros de gran tamaño con un cacho en la cabeza, culebras, alacranes, escorpiones y toda una cofradía de bichos desconocidos que en su ambiente natural se disponían a hacerle la vida imposible a todos los recién llegados. Todavía más, todos los intentos de lograr el oro a través de las centurias, había cobrado las vidas que tuvieron como tumba esas profundidades y cuyos cadáveres fueron lavados por las borrascas de los tiempos, sin quedar restos siquiera de su osamenta. Todos eran factores negativos que, sumados a la incertidumbre del confinamiento, convertían la idea de lograr la profundidad de las arenas en una labor suicida.

        Esos obstáculos desafiaban toda pretensión: a primera vista, era inevitable bajar por entre esas rocas de volúmenes inmensos, de consistencia lisa, en medio de estrecheces incómodas que sólo permitían el descenso de una persona cada vez; en el fondo manejar las aguas circulantes y recorrer los recovecos marañosos gateando por entre las pequeñas aberturas que dejaban las rocas entre sí, para llegar hasta las arenas perseguidas con ansiedad, con voracidad y hasta con rabia.

        Los Domicoes salieron de la tierra de los Organales sin rumbo establecido, ya eran el reducto mínimo de un pueblo, compuesto ahora por hombres y mujeres muy viejos y devastados por las enfermedades; de los jóvenes, muchos habían muerto en las tentativas de explotación de la mina y en las luchas contra los invasores extranjeros, además, muchos sufrieron problemas de infertilidad que limitaron notablemente el crecimiento de la población. En todas las partes donde se establecían en su tránsito alocado sin puntos de llegada, iban dejando a alguno de sus individuos. Total, se fueron decepcionando de trabajos y cultivos y explotaciones mineras y se entregaron solamente a esperar la muerte. Habían sido hábiles cazadores y mejores pescadores porque desde sus ancestros sabían construir artes que los hacían fuertes en los oficios. Habían tenido algunas reyertas con tribus vecinas porque en sus territorios, a más del oro, tenían algunas fuentes salinas que les procuraban jugosos intercambios, pero también costosas envidias. Cuando empezaron la trashumancia, desencadenaron la errancia que fue acabando con los últimos restos de la tribu, el tiempo los remató desperdigándolos, convirtiéndolos en personas acabadas e inútiles.    

       El indio Servando, el último de los Domicoes conocido, aunque hubo otros que buscaron la deserción en silencio hacia otros rumbos, era un hombre muy viejo cuando llegó al palenque del Golfo; llegó casi arrastrándose, muerto de hambre y vestido solamente con un taparrabos harapiento. Había tocado el sitio por casualidad, no sabía de él ni de la gente que lo habitaba. Estaba lloviendo y ya casi anochecía cuando unos negritos desnudos que corrían detrás de una ardilla colorada, herida por un animal más grande, lo oyeron tosiendo persistentemente y al buscarlo lo vieron sentado en el tronco de una palmera recién caída. Sin inmutarse porque se mojaba y sin mostrar sorpresa alguna cuando se acercaron los muchachitos a comprobar su presencia. Siguió tosiendo, sin levantar la cabeza, su figura se les hacía desconocida, ni siquiera tuvo fuerzas y curiosidad para mirarlos.

        Los niños que parecían ser buena parte de los del palenque salieron en tropel hacia los ranchos de paja donde vivían y contaron a quienes los vieron entrar despavoridos sobre la presencia del desconocido. Quienes estaban en los ranchos, vecinos del palenque, llegaron inquietos a escucharlos.

         Un desconocido que llegaba o pasaba por el palenque creaba grandes dudas y muchos miedos entre ellos que eran cimarrones y que, desde varios años atrás, llevaban una vida trashumante de fugitivos, modo de vida al que se veían sometidos pues, desde que se fugaron, las cabezas de todos tenían precio en el inventario de sus amos negreros.  

        Rápidamente y reuniendo todas sus estrategias pobres, llegaron algunos hasta donde permanecía sentado el indio Servando, estaba igual, como lo dejaron los niños. Cuando comprobaron que nadie lo acompañaba se arrimaron un poco más. Él continuaba sin inmutarse por el agua que caía insistente y tampoco le preocuparon los ruidos que hicieron los negros desde donde lo oteaban.

         Los que vigilaban se acercaron más hasta quedar de frente al indio. Alguno de los negros se atrevió a hablar, pero aparentemente no hubo ninguna reacción. Le siguieron hablando hasta que la luz de un relámpago iluminó momentáneamente las caras de todos y comprobaron que tenían ante ellos a un pobre anciano indefenso. Algunos volvieron a los ranchos y otros se quedaron contemplando al indio que, por momentos, cuando lo acosaba la tos, parecía perder el poco de la vida que le quedaba.

        Los que habían ido a los ranchos regresaron. Todos, a la luz de otro relámpago, comprobaron cómo desfallecía el recién llegado. Nada contestaba a las preguntas de ellos, no levantaba la cabeza, nada lo inquietaba, Resolvieron llevarlo hasta el rancho que estaba detrás de la entrada. Lo acostaron en una esterilla, en eso entraron algunas de las mujeres que habitaban en el palenque. Todas quedaron sorprendidas al evidenciar que el indio parecía haber emprendido el trance hacia la muerte. No obstante, una de ellas, Nilea, la congolesa, que era la más joven y la más sensible, había salido y regresado con un casco de totumo lleno de agua fresca. Sólo se alumbraban con unas hojas de yute que ardían afuera, con esa luz pudieron medio palpar la mirada vidriosa y perdida del indio anciano.

        Mientras tanto, los hombres del palenque, al otro extremo, hablaban y argumentaban, atizando la preocupación que les proporcionaba la presencia del indígena, como si pensaran que él era la avanzada de quienes hubieran descubierto el palenque. Vacilaban en cuál determinación tomar: dejarlo morir sin prestarle más auxilios o arrojarlo al mar por uno de los acantilados que les servían de fortaleza o, alguno propuso, procurar restablecerlo para que explicara su procedencia y los motivos que lo hicieron recalar en el palenque. Pero otro argumentó que de nada les serviría tenerlo vivo para investigarlo, porque sus palabras debían ser distintas a las de ellos.    

        Pasó toda la noche entre los estertores de la muerte, tendido en la esterilla que lo aislaba del suelo húmedo. Sólo le habían untado en el pecho enjundia de garza para desatacarlo de la tos y parecía que le había hecho un buen efecto. No tenía fuerzas para tragar el agua que le ofrecían, sólo servía para aliviarle los labios resecos. A la madrugada, o mejor al amanecer, porque el sol de la temporada estaba apareciendo muy temprano, fueron otra vez las mujeres a darle vuelta y lo encontraron peor que como lo habían visto en la noche, la claridad del día dejaba ver su estado precario con más detalles.

           Después de todas las discusiones en esa especie de cabildo negrero que los ocuparon hasta media noche, no tomaron ninguna decisión acerca de qué hacer con el anciano. Su estado, que dejaba presentir su muerte próxima, terminó por apaciguar los miedos que ocasionó el día de su llegada. Se prepararon, más bien, para darle sepultura.

          En la tarde abrió los ojos; cuando los negros fueron a verlo otra vez, le había vuelto la tos y el estado febril lo mantenía haciendo monólogos erráticos que contribuían a agotarlo más y a crear más incertidumbres sobre su procedencia. Por la insistencia de una de las mujeres tomó un poco de agua, le repitieron el tratamiento de la enjundia y lo dejaron solo. Entre todos aumentaban las suposiciones e inquietudes, sabiendo que en el tiempo largo que ya tenían en el palenque, era la primera vez que alguien distinto de los negros hubiera entrado a ese fuerte.

         Contando desde los negros que conformaron el primer palenque, tuvieron siete asentamientos que fueron destruidos por ellos mismos cuando se vieron perseguidos por los blancos que pretendían vengar su acción cimarrona. Vivían pendientes de los mínimos incidentes para poder respirar seguros dentro de su territorio. Hacía algún tiempo habían divisado un galeote en las afueras del golfo. Entonces convinieron en apagar todos los fogones de los ranchos, hasta seis días después cuando estuvieron seguros de que había desaparecido el peligro.

          Habían pasado cinco días desde cuando el indio Servando, el sobreviviente de los domicoes, llegó al palenque. Su estado era igual, sólo que la fiebre ya era intermitente con fríos insoportables. Esa tarde, a Nilea, la congolesa, se le ocurrió darle un poco de agua-sal con huevos de iguana y aunque renuente a recibir, después de las insistencias comió un poco, dijo algunas palabras incomprensibles y miro fijamente a los que entraban a saciar la curiosidad de conocer al indio anciano. 

          Su lenguaje trastabillante e incoherente no tenía el menor asomo de lograr interpretación fluida entre los palenqueros. Ninguno se atrevía a suponer, siquiera, lo que él decía. La dificultad para entenderlo creó conflictos distintos a los iniciales de la seguridad; ahora la gran preocupación era tratar de entenderlo para saber quién era y como había llegado hasta ese sitio que ellos consideraban infranqueable. Además, los inquietaba el celo que mantenía sobre un paquete de hojas de biao resecas atadas con un fique que cuidaba entre su mano por medio de la liana que lo amarraba.

         Con el caldo de huevos de iguana pareció empezar la recuperación de Servando. Al otro día, resolvieron llevarlo en andas hasta la playa para asearlo. Él forcejeaba por el impacto que le causó el golpe de las olas que no conocía y luchaba para que no lo apartaran del paquete misterioso.

      El palenque estaba situado en una altura rocosa con un lado que daba al mar por acantilados verticales, los otros lados tenían selva tupida lo que les permitía gozar de un aislamiento confiable. Un poco al lado había un riachuelo de aguas blanquísimas que a pocos metros se precipitaba en caída vertical al mar.

        Los negros no tenían la cuenta del tiempo que llevaban ahí, llegaron antes de morir Benhoi. Él parece haber sido el primer cimarrón del palenque, escapado cuando lo descargaban en el puerto. Él llevaba la cuenta de los días en un palo de algarrobo que rayaba todas las mañanas con una piedra afilada antes de salir a pescar, nadie volvió a hacerlo porque lo consideraron de mal agüero.     

        No fue posible hacerle a Servando la cuenta de sus años porque el sistema de medirlos en su tribu no coincidía con calendario alguno. Ninguno de los negros se atrevió a calcular esos años porque no tenían entre los suyos alguien que se asemejara en la edad del indio. Entonces, mientras vivió con ellos, nadie se preocupó más por investigar su vida.

        Era algo sordo y sus ojos sólo le permitían adivinar figuras a la distancia, de cerca no alcanzaba a presagiar ni los dedos de sus manos que, por torpeza, se mordía a cada rato cuando comía. Había perdido la cuenta de los días que había vagado por las selvas húmedas, después de abandonar el tambo, subsistiendo a base de frutos silvestres y agua de los arroyos. Traía en las manos un envoltorio pesado hecho con hojas de biao, que no descuidaba y apretaba con insistencia.

       El indio Servando ajustó siete meses en el palenque viviendo de lo que algunos negros y negras procuraban ofrecerle para no dejarlo morir de hambre. Vivía en un cobertizo de paja a la entrada de la empalizada. En algunos días de sol iba hasta el agua limpia a lavar su ropa, la ponía al sol y al secarse se vestía con esos andrajos que lo cubrían escasamente. Su complexión minimizada, quedaba satisfecha con los redrojos de comida que podían ofrecerle.

       Ya era una vida sin objeto, la de Servando, sus limitaciones le permitían andar en forma insegura, junto con su visión precaria que lo hacía trastabillar. De madrugada salía frecuentemente por las orillas del mar a buscar el deleite del sonido de las olas contra las rocas del acantilado; donde era más fuerte el golpeteo, buscaba sitio para sentarse un largo rato. Parece que con la oscuridad del día confundió su ruta, tal vez cogió la del despeñadero y se precipitó por cualquier parte de ese derrumbadero que daba al mar. Solo encontraron en la playa pedazos de las hojas de biao correspondientes al paquete que escondía y que no dejaba tocar de nadie.

JAVIER GIL BOLÍVAR, MAYO 18 Y 2025

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