Es grato o aburrido ––a veces ni sabemos qué será, porque las ambivalencias hacen variar nuestros sentires–– volver a esculcar ese cajón que guarda, celado por la llave de los secretos, lo que ha quedado de los tiempos idos; rebujar ese pasado es como estrujarles las vidas a los recuerdos; cuando esa averiguación sucede, se encuentra uno con las cosas que parecieran emparentadas, en línea directa, con los afectos.
Al mirar de nuevo lo persistido de aquel pasado, revivimos lo que los años no han podido echar abajo con sus efectos. Cuando remiramos, por ejemplo, las fotos de aquellos tiempos (aunque les haya caído el deterioro que viene con las vejeces), la memoria se devuelve y es inminente llegar al punto aquel donde nacieron los recuerdos. Y al estar allí, devuelta la cinta del tiempo, será fácil rehacer las imágenes tal como eran ―que nunca se borrarán del todo― de quienes mediaron en la epifanía de nuestros primeros amores.
Así, de ese modo, esculcando, gastando las horas desocupadas, volví a ver una foto maltratada por el tiempo donde estamos los dos. Esa foto contiene la memoria de un día que los años han puesto muy viejo. Yo sé que tú ya no la tienes, podría asegurar que la botaste con lo obsoleto; eso debe haber sido, seguramente, en uno de esos inventarios obligantes de la vida, al consolidar los debes y los haberes en tus balances.
Esa foto cuida uno de los tantos encuentros que tuvimos en el parque, en la parte baja del atrio, en el tubo de siempre, ahí donde era el punto habitual de nuestras citas. Aquel día, pasó el Mono del Tiple con su cámara, nos fotografió sin darnos cuenta, después nos vendió las copias. Desde cuando recibí la mía, siempre me sorprendo al mirarla; ¡cómo crece la carga de los afectos que contiene! Me declaro impedido para desprenderme de ella, he sido incapaz de romper el certificado de un recuerdo que los años no han podido asolar con sus vaivenes.
Mi memoria ya hizo borrosa la fecha aquella, la de aquel encuentro, aunque no la he olvidado del todo; creo que era un septiembre de 1970 y tantos. ¿Cierto?
La tarde opacaba o, tal vez anochecía, la recordación tampoco me favorece para reconstruir los detalles completos; sin embargo, eso es cierto porque aparecen encendidas algunas luces. El cielo aparenta brumoso, pero por el lado que se ve desde ahí, desde dónde estamos, allá lejos, cómo donde queda la finca Santa Juana, el sol de los venados todavía le hace resistencia a la noche.
Los yarumos de al lado tienen sus hojas refrescadas por las aguas de esos días. Las matas de las hortensias, en la mitad del prado cercano al punto que repetíamos, están tupidas de sus flores y, tal vez, hasta dispensaban los aromas estimulados por el sol que ya se había ido.
Había gente paseándose abajo por el Andén, los empleados municipales salían de su trabajo; ahí están copiados los almacenes, la farmacia, la salsamentaría, la oficina de don Antonio, el café de la esquina, los negocios de entonces, podría enumerártelos con sus nombres, uno a uno.
Mirando bien la foto, don Carlos, el conserje del club, ya había abierto la puerta, pero todavía no estaba apostado en ella cómo lo hacía, con su habano en la boca, de ruana y sombrero negros, en ese oficio que tanto armonizaba con su figura elegante. A propósito: se ven algunas tejas nuevas en el techo, por los días que obligaron este relato había visto al maestro Naborcito cogiendo las goteras.
No dejo de observar y referir trivialidades, pero esas tonterías tienen sus razones, hasta disimulan la escasez de las palabras, que se vuelan esquivas por la emoción de volver a verte. Oye: si de pronto lees estos párrafos, ten en cuenta que al percibir esta foto siempre se me escapa una pregunta: ¿será que no recuerdas aquel sitio? Imposible que lo hayas olvidado. Los momentos que dejamos allá, bien guardados dentro de esa casona, prevalecerán sobre nuestras edades, de eso estoy seguro…
Mira, este detalle tampoco lo evocaba: en la foto, a pocos pasos de nosotros, cerca del quiosco, hay un par de muchachitos que nos echan un vistazo, parecen sorprendidos, no sé si te miraban a ti por lo linda que estabas, o a los dos que tal vez los sorprendemos por nuestra dicha desbocada; yo, en aquel momento, quedé como anegado en la corriente de un suspiro.
A esa hora de aquel día, todavía vestías el uniforme del colegio, el viento se metía por entre tu pelo, tu sonrisa era fresca y grande, tus ojos y mis ojos se fijaban en nosotros mismos. Por si no te acuerdas, estamos cogidos de las manos, de las cuatro manos, parecemos incentivar las provocaciones descontroladas que nacen así, entre los que se debaten en sus primeros amores.
Repaso mis cuentas y debo aceptar que es una foto de hace mucho tiempo. Estamos los dos, no estoy soñando. Ya sabes, todavía la tengo. ¡Cómo han corrido de rápido los años, todo lo han modificado! La foto está un poco ajada, sus arrugas son como si fueran naturales, pero eso nada le quita para comprobar cómo estamos de cambiados, al menos yo; de ti, no sé nada, no he vuelto a saber nada; hace mucho tiempo no te veo, perdí las secuencias de los rumbos erráticos que te han llevado por la vida.
¿Cómo es que los años han alterado todo?; de todo no quedó ni el parque cómo era cuando eso. Todo lo han cambiado, todo nos ha cambiado. Creo que ni siquiera somos ahora un poquito parecidos a cómo éramos cuando eso.
Javier Gil Bolívar. Buenas tardes. Tu y tus hermosas historias ( o cuentos sacados de una historia de hadas ). Definitivamente me encantó, me dejaste esperando el nombre de la persona. Te felicito Javier. Recuerda el libro.