Míster Mathias Gross, uno de los socios y ejecutivos de la empresa que compró los terrenos donde hicieron los estudios exploratorios de la mina de oro, se dedicó a recorrer Chicago, ocupado en la búsqueda de las máquinas y las herramientas requeridas para el montaje de la explotación que debería empezar dentro de poco tiempo, esto sucedía por los años veintitantos del siglo pasado.
Míster Gross hizo un alto en la fábrica de los buldóceres Caterpillar, que había comenzado su producción algunos años antes, allí debía buscar un equipo especializado para los movimientos de tierra y para jalar los carromatos por el camino a la mina, eran los aparatos que utilizarían en el acarreo de las partes pesadas o de gran volumen, imposibles de transportar en la mulada. Planteado el negocio de la compra, la primera objeción de los técnicos y vendedores fue que las máquinas requerían, para rendir en el trabajo, personas especializadas en su conducción y en su mantenimiento. No sería posible garantizar la eficiencia del buldócer en un país donde aún no había llegado una máquina de esas, era sabido que allá no había quien conociera su funcionamiento.
Creada al ejecutivo la necesidad de enganchar personas capacitadas para ese proyecto, solo le quedó la alternativa de indagar por el operario que se encargaría de conducir el primer buldócer que le entregarían en la fábrica. Empezó rápido la averiguación. Utilizó los medios informativos a su alcance. Pensó reclutar un número suficiente de aspirantes para escoger el mejor entre los entrevistados. Los primeros que llegaron a la conversación fueron renuentes ―como puestos de acuerdo―, a viajar al país lejano que no habían oído mencionar. En ninguna forma les resultó atractiva la oferta, pensaban que irían a trasegar por selvas incultas, con posibilidades de supervivencia reducidas. Las carreteras de nuestro país en esa época ―muy pocas―, ni siquiera aparecían proyectadas en los mapas. Los demás, los dispuestos a la aceptación del ofrecimiento, no cumplían con lo requerido: unos eran mecánicos de conocimientos escasos y completamente inútiles para la conducción; otros, buenos conductores, desconocían los fundamentos técnicos de los aparatos. Los demás que se presentaron, para alterar la paciencia de míster Gross, no satisfacían el mínimo de las experiencias requeridas.
Cuando parecía complicado encontrar el candidato en esos contornos de Chicago, apareció en el hotel donde se hospedaba míster Gross, Charles Snawser, ingeniero mecánico titulado en los Ángeles. Era empleado de la misma empresa Caterpillar. Cuando vio el anuncio en la prensa (que no por los comentarios dentro de la empresa), mostró su interés en el empleo que ofrecían. Dirigía el salón de terminación de los buldóceres, después de haber recorrido varias secciones de la planta siempre en posiciones de ascenso.
Durante la primera conversación, después de una cita anterior que Snawser no cumplió, míster Gross alcanzó a percibir que en ese aspirante había un misántropo inabordable: corto en las frases, limitado en las ideas, desconcertante en sus conceptos, remiso a mirar a quien le hablaba ––eso ya lo habían dicho a míster Gross en la oficina de relaciones con el personal de Caterpillar, al solicitar sus referencias––; no obstante, era notable la superioridad de sus conocimientos sobre las máquinas, su afición por las actividades de la mecánica, sus proyectos geniales y su habilidad en la conducción, como que por ese tiempo se ocupaba en probar, en ensayar los aparatos de esa línea de fabricación que iban saliendo a los patios de pruebas de la fábrica. Desde que empezó su trabajo en Caterpillar fue destacado como uno de los profesionales con más proyección en su carrera: sus iniciativas y sus recursos técnicos contribuyeron a la organización, al desarrollo de esa planta.
Al continuar míster Gross las investigaciones sobre Snawser, dedujo que dentro de esas capacidades excepcionales había un hombre con excentricidades en sus relaciones con los compañeros de trabajo; sin ser conflictivo, era de una poquedad de palabras que singularizaban su personalidad y lo conducían al aislamiento; también supo que parecía tener muy recalcada su devoción diaria por la bebida; comentaban, además, que lo veían engreído en sus atributos físicos muy atrayentes; apoyado en ellos hacía burla de los amores femeninos que le prodigaban en abundancia y que los volvía efímeros; por eso, había sido protagonista de escándalos callejeros que resonaron en la empresa y afectaron su prestigio. Una de esas amistades femeninas que fue capaz de castigar con la indiferencia, las mentiras con que pretendía demostrar la prueba de sus afectos ––como ninguna otra lo había hecho––, parecía ser el motivo para que él hubiera decidido ponerse a buena distancia de su país. Todo eso cuestionó a míster Gross, quien tenía en cuenta que su oferta laboral era para trabajar en lugares donde la facilidad de la persona para armonizar con la gente favorecería la eficiencia de sus actividades.
Al investigar en la planta otros datos del ingeniero con quienes lo conocían, corroboró, asimismo, los comentarios reiterados de su afinidad desmedida por el licor, era otro factor que hacía menoscabo en su hoja de vida. Otra cosa: también argumentaban que era un profesional que, con las aspiraciones de emplearse en un país lejano, frenaba una carrera con las mejores perspectivas, decisión que tomaba a consecuencia de la zurra propinada a su amor propio por una mujer que fue capaz de parar las burlas que él hacía a quienes le ofrecían afectos verdaderos.
Míster Gross, pensó y repensó este asunto durante dos semanas y, al fin, brincando por encima de sus vacilaciones, decidió contratarlo. Dedujo, después de discurrir, que los conocimientos de la ingeniería mecánica del aspirante, muy superiores, serían de gran ayuda en los montajes de la mina.
En cualquier forma allanaron los estorbos de las dudas, tal vez con algunas promesas de cambio en su carácter por parte del solicitante. Y, satisfechos los pedidos y las ofertas salariales, Snawser estuvo listo para viajar y estar pronto en el puerto de Barranquilla, donde recogería el primer buldócer de los comprados a la compañía Caterpillar.
Míster Snawser, recibió los dineros del anticipo para sus gastos del viaje y los tiquetes para su transporte. El itinerario marítimo en la Grace Line, partiendo de Nueva York, decía de una primera escala en la Habana, donde debía esperar unos días la llegada de otro barco para el trasbordo hasta su destino.
El puerto cubano era, por aquella época, la fascinación de los visitantes gringos: atraía por sus mujeres, por sus bailaderos y casinos; era encantador para quien llegaba con algún interés en disfrutar de las noches tropicales, alegradas por las mejores orquestas, con la vida bohemia al calor de los tabacos puros y los rones de rancia fama. Snawser, no fue inferior a la vida fiestera de la isla, hasta perdió dos itinerarios de los barcos que cubrían su ruta. Pronto recibió los telegramas de míster Gross, reclamándole por el atraso en el cronograma de su viaje; necesitaba sus servicios oportunos para nacionalizar la máquina, transportarla a su destino y empezar a utilizarla en los trabajos de la mina, El aparato, desde el día prometido de la entrega, que fue exacto, hacía su tránsito por el Atlántico.
Snawser, llegó a Barranquilla después de deshacerse de los apegos prematuros de una habanera que no tenía inconvenientes para acompañarlo en el viaje a su trabajo y quedarse con él.
Seguido al desembarque del buldócer, el plan era llevarlo a la mina jalando el carromato, cargado con las canecas de combustible, algunos repuestos y los aditamentos de trabajo. Lo embarcó en una gabarra que navegaba en sus itinerarios frecuentes por el río Magdalena hasta Puerto Berrio, prosiguió su recorrido en un planchón del tren hasta la estación Hatillo. De ahí en adelante fue un tránsito lento, por carreteras destapadas e inconclusas. Fueron medios y rutas de transporte que completaron veintidós días para llegar a la bodega de la mina de donde partía el camino para el caserío, cercano a la futura explotación. El aparato, desconocido en los pueblos por donde pasaba, fue identificado por las letras grandes sobre la coraza que componían la palabra Caterpillar; los primeros en avistarlo lo llamaron: la catapila, y el conductor, el ingeniero, Snawser, en ninguna parte tuvo otro apelativo que el de, señor catapilero.
Entonces, la catapila que conducía el ingeniero, Charles Snawser fue la primera máquina de transporte que pasó por el pueblo con rumbo a la mina cercana, pero para llegar al punto, debió allanar y drenar los atascaderos del camino mular, entre la bodega en la carretera principal y el caserío para permitir un tránsito más ágil; pudo hacer el recorrido completo después de que él mismo, con la cuchilla del aparato, siguiendo las cotas, con cálculos básicos, definidas con los ingenieros, logró ampliar en varias partes la trocha y mitigar los porcentajes en las pendientes de las cuestas con cortes de tierra que demoraron algún tiempo para su consolidación por la inestabilidad de las laderas arenosas.
Con premura, después de los días gastados en hacer un camino pasable, le pegó otra vez el carromato al gancho de la catapila; fue así como empezó a entrar las partes más voluminosas, más pesadas, o más primarias para los montajes. Eran las piezas de manejo imposible por los arrieros en las mulas. Algunas veces, por los tamaños muy grandes de las cargas, tuvo que hacer toda clase de peripecias para lograr el transporte por esa trocha de doce kilómetros; en el recorrido difícil hubo veces que tardó hasta tres días para arribar con la carga a su destino.
Después de que Snawser alcanzó el caserío con la catapila por primera vez, arrastrando el carro cargado con piezas de tonelaje, siguió haciéndolo varias veces en la semana, hasta cuando se integraron otros aparatos al transporte; así, llegaban alternadamente durante las horas de la tarde. Luego, al amoldarse al camino, Snawser y los otros catapileros, hacían su arribo a cualquier hora.
Charles Snawser era un californiano, cuarentón. Había llegado a Chicago ––donde lo contrató míster Gross––, siendo muy joven, después de haberse ocupado en San Francisco en los oficios fáciles de los hoteles; allá obtuvo su grado de ingeniero. Cuando míster Gross lo conoció trabajando en la fábrica Caterpillar, quedó impresionado por todo lo que decían sobre su frialdad y temeridad para vérselas con cualquier aventura que, combinadas, frialdad y temeridad, con la capacidad para aportar las soluciones rápidas a los problemas complicados de los trabajos, lo hacían un ingeniero admirable.
Desde la primera vez que lo vieron en el pueblo, lucía un sombrero de explorador, lo siguió usando sin falta y lo hacía evidente donde se encontrara. No apagaba una pipa recta, larga, cargada con picaduras extranjeras. Despuntaba por su estatura, inverosímil para los paisanos, y por su cabello mono; flaco, de piernas largas, ojos azules de expresión más o menos fría, sonrisa muy escasa, piel blanca, pecosa y arrugada; todo eso lo dejaba ver como un espécimen diferente a los habitantes comunes de la región; las mujeres pegaban en él al modelo del hombre que soñaban; pero Snawser, en esos años, ya parecía ajeno a cualquier requiebro que lo inclinara, tan desaforadamente como antes, a las querencias mujeriles; llegó ajeno a las palabras del idioma, pero esa carencia no lo frenaba para estar metido, a cualquier hora, en las tienduchas de aspecto mínimo, haciéndose entender, donde consumía en abundancia, brebajes que le entonaran el ánimo, sin indagar por la calidad o la procedencia. Su calzado habitual eran unas botas de cuero con raspaduras, sorprendentes por su tamaño, sin calcetines. Siempre usaba ropa color caqui, con la camisa afuera, que mudaba inicialmente cuando la mugre le hacía perder la identidad al color.
Recién llegado al pueblo, emparentó con Millita Oquendo, lavandera de buen oficio, que por su trabajo y después por sus afectos, resultó apurando tanto su amistad con el gringo que llegó a ser quien sabía de él, hasta de la dirección de sus pasos; fueron escasas las palabras que ella le decía por la brevedad de su cultura; pero cómo procedía, bastaba para doblegarlo con sus cariños sin la condimenta de las frases. Era de piel morena clara, en facciones duras, amestizadas, que le impidieron ser muy bonita; pero, con todo, el tono suave de sus palabras, su cara ambientada con una sonrisa ingenua, ilimitada entre dientes blanquísimos, la hacían encantadora; de estatura más alta que baja; sus senos, formados lindamente, muy proporcionados, erguidos, duros, rígidos, como si fueran fundidos en bronce, le aportaban un perfil hermoso; caminaba con una pequeña cojera de la cadera izquierda, casi inapreciable; todas sus formas eran bonitas: en los ojos exhibía actitudes sencillas y no había en ellos expresiones que delataran a una acechadora de los amores. Vivía sola, en la casita a la entrada del pueblo, donde transcurrió también la vida de sus padres, antes la de sus abuelos, y más antes, la de quién sabe cuántos otros de su pasado familiar. Rondaba por un poco más de los treinta y cinco años. Snawser, la conoció el día en que apareció en su casa con una maleta vieja llena de ropa sucia (cualquiera de la mina había recomendado a Millita, cómo que ella era quien mejor hacía las tareas de la lavandería); el día era domingo; esa tarde, ambos descansaban de sus labores, estaba bien acicalada; él le habló muy poco, casi con señales le mostró algunas irregularidades en las prendas; ella, despreocupada por el dinero, azarada y menoscabada por la presencia del extranjero, solamente contó las piezas recibidas, ni siquiera tuvo agallas para decirle cuánto valía el trabajo. La sorpresa de Millita fue de asombro al ver en su casa a esa persona por la cual se consumían las mujeres del poblado ante el acervo de atractivos en esa figura masculina. Ella no pretendió de él, nada más allá de la posibilidad de servirle con la limpieza de sus vestidos.
Al regresar por la ropa, después de algunos días, traía un talego con otras vestimentas sucias. Revisó el trabajo realizado, en presencia de ella y, tras repasar cada prenda, miraba sorprendido a Millita, al tiempo que los dos sonreían (la sonrisa de ella era tímida). Pareció que, en la limpieza, en el planchado, en los dobleces, en la delicadeza de los pequeños remiendos, en el pegado de los botones faltantes, en el orden de las ropas, hubiera encontrado Snawser, la solicitud que no sentía desde cuando fue niño y vivía en su casa. No preguntó por el costo del trabajo, le extendió unos billetes, diez veces más del precio estimado por ella (con ese dinero, no tenía necesidad de trabajarle a nadie más en varias semanas); ella le escribió en un papel el valor de lo adeudado con la actitud de devolverle buena parte de lo recibido, él le dijo que eso era lo que le iba a pagar. Pidió permiso, entró al cuarto donde dormía Millita y cambió de todo, lo que se quitó lo dejó con la ropa sucia que traía. Así, en la misma forma, procedió por semanas y meses con prolongación que se hizo hasta por |casi cinco años.
Snawser llegaba cualquier día a la casa de la lavandera; ella le mostraba algún enojo afectuoso al verlo mugroso. Al aparecer le tenía la ropa lista, la muda completa estaba sobre su cama para que cambiara. Millita, cuando presentía que él llegaría, duplicaba la organización de su hogar y estrenaba limpieza completa en su vestido. Todas las veces él recompensaba sus servicios crecidamente, le añadía en su agradecimiento las pocas palabras que iba aprendiendo; ella, le correspondía con sonrisas ingenuas. Transcurrió algún tiempo; él, haciéndose entender, le pidió no trabajarle a nadie más, él aportaría el dinero suficiente.
Así se sucedieron otros meses hasta cuando le anunció a Millita que debía viajar a su país a realizar algunas compras de maquinaria para la empresa minera; le dijo que le permitiera dejar en su casa todas sus cosas, solamente llevaría lo indispensable. El viaje tardaría varios meses. Ella le preparó la maleta. En la despedida, Snawser le declaró, con palabras escasas que, en ese viaje, ella sería lo único que le haría falta. También le dijo que aceptara, a su regreso, llegar a su casa, quería vivir con ella. Millita agachó la cabeza cómo si le pesara la sorpresa. Le dejó dinero suficiente que le permitía dedicarse solamente a las labores del cobijo sin preocupación alguna. El recurso también alcanzó para mejorar la presentación del cuarto.
Snawser, al regresar de su viaje, llegó a la casa de Millita, lo recibió con la calidez de quien sabe manejar el efecto de sus querencias. Ella presentía que debía soportar los comentarios y las envidias desatadas en ese pueblo pequeño.
Nadie especuló sobre el porqué del interés del gringo por Millita. Ella, sería tal vez el arrimo para consolar sus decepciones o el pago con el apego, por el esmero con que lo asistía. Las murmuraciones podían multiplicarse buscando pretextos, pero ella, partidaria de mostrarse como había sido, tenía para exhibir, nada más, los méritos acumulados por su trabajo. Nunca los vieron juntos en ninguna parte del poblado, sus vidas las disfrutaron solamente en los lugares discretos de la casa. Él fue creciendo en la cantidad de las palabras que le permitían un mayor vínculo con ella a través de los afectos conversados. De ella, de Millita, decían los vecinos, que lo único que muy de pronto le oían hablarle al gringo, eran sus ayes cuando copulaban.
Este míster Snawser, al tomarle confianza a las irregularidades del camino, andaba de día y de noche sorteando, casi a ciegas, borracho a veces, los abismos de la vía rústica. Donde lo cogían las noches, en los despoblados, complicadas por los aguaceros o los ventarrones, siempre con su osadía, buscaba una orilla, bajaba las carpas laterales y dormía un buen rato. Así transportó las máquinas y los materiales de la empresa durante cinco años y cuatro meses.
Lo encargaron de dirigir el desarme de los equipos en la bodega y su posterior ensamblaje en las instalaciones de la mina, su experiencia en la mecánica le permitió aportar y repartir conocimientos desde la iniciación de los montajes; fueron suyos los planos para armar los molinos movidos por los ejes con catalinas de buen diámetro que, para bregarlas hasta su sitio, recurrió a sus bien ideados artificios de madera sin poner en peligro la vida de los forzudos a su cargo. Pero, no dejó su labor con el buldócer, entre días salía a recibir los equipos que llegaban a la bodega de la carretera y regresaba con el carromato repleto con los fardos. Fue de un trabajo diario, en la mina o en el camino, dirigiendo a los otros catapileros o disponiendo las cargas para transportar en las bestias, fue un gran conocedor de su trabajo.
Su vida transcurría como la de cualquiera de los otros gringos trasplantados a las labores en la montaña; hasta cuando, en una madrugada, después de una noche que había sido harta en aguas y tempestades, unos arrieros que empezaban la jornada vieron la catapila rodada por el canalón del Cascajero, que era un desfiladero siniestro. Quién perdiera la senda en ese lado de la calzada burda estaba malogrado. Allá, en el Cascajero, quedó míster Snawser, debajo del buldócer y del carromato que venía repleto con una carga pesada de cinceles recién aguzados. Al otro día, cuando le contaron a Millita lo sucedido, le dijeron que con la noche muy alta salió de la fonda de los Hincapié ––estaba en la mitad del camino entre el rancherío y la bodega de la carretera––, como algunas veces lo hacía, luego de haber bebido anisados sin medida; esa noche, se exageró en sus dosis, cantando canciones que no entendía, con unos músicos eventuales. Fue difícil desprender sus restos mortales de los herrajes retorcidos de la catapila.
Lo sepultaron en el cementerio del pueblo en una bóveda de las que el sepulturero no tenía en la lista de las que encalaba porque nunca aparecieron dolientes o amigos para la paga (y en las minas, fuera de los apegos al oro, con su frialdad pegada a los que lo explotan, no es fácil el cultivo de los afectos); solo Millita Oquendo, mientras vivió, que murió de muchos años ―hasta cuando sus recuerdos ya acampaban en los olvidos―, fue puntual en visitar la tumba y, con sus recursos pobres, no dejó que la morada de míster Charles Snawser perdiera el blanquimiento del todo, o se enyerbara.
Javier Gil Bolívar. Noviembre y 2019.
Javier, ¡qué delicia de relato!. Su prosa es maravillosa. Excelente manejo del idioma, su forma de describir, hace que uno se interese por leerlo hasta el final. Una pregunta: ¿De dónde es usted?