Estuve lejos de mi pueblo desde muy joven, casi adolescente. Cuando resolví hacerme al camino, buscaba las oportunidades desde donde mis ambiciones tuvieran otros horizontes; esa indagación tardó algunos años, más años de los calculados por mi inexperiencia.
Los viajes largos me aislaron de la vida de los abuelos y de sus quehaceres. No tuve las vivencias de su parsimonia senil, ni presencié las chocheras naturales (condena que impone la vejez achaquienta); quedé, nada más, con la herencia de sus cariños que, en vida, cuando la infancia, nos habían entregado a los hijos y a los nietos; estoy seguro: al hacer esa repartición me dieron más que a todos.
Durante los años de mi ausencia, solamente logré algunas comunicaciones con la abuela: sus esquelas, que yo releía casi a diario, mitigaban la necesidad de tenerla cerca. No obstante, esos mensajes estuvieron contagiados por el mal de la inconstancia: solo nos escribíamos cuando ocurrían los sucesos familiares, generalmente los peores, luego recaíamos en silencios muy largos. En los últimos tiempos sus cartas fueron pocas, según ella, sus ojos y su ánimo ya habían claudicado para tales cosas e, igualmente, los extravíos de los correos alimentaban nuestras conjeturas. Tal vez llegamos a pensar que era mejor no saber nada de contestaciones.
Mi regreso no había sido previsto para aquel día, todo fue apresurado. Llegué a la casa y entré a la alcoba de la abuela; el médico, que había salido un poco antes, dejó establecido que transcurrían las últimas horas de su vida; estuve a su lado toda la tarde y buena parte de la noche. Alternaba mi preocupación y mis silencios con los saludos a los familiares y a los conocidos, y también a otros del pueblo, con los efectos de sus edades tan marcados que, para reconocerlos, debieron recordarme quiénes eran.
Aquella noche afectó mi vida, reposa fondeada en la lejanía de los años y siempre reaparece cuando hago el inventario de mis recuerdos. Inevitablemente se suceden en cadena las recordaciones con detalles insuperables; pareciera que la noche aquella hubiera quedado anclada en aquel tiempo de mi existencia.
Durante esas horas en la alcoba de la abuela, no tuve un minuto de sueño: ya era la madrugada cuando, para atemperar el tedio y para satisfacer el deseo de estar solo, me fui al comedor en la parte posterior de la casa.
¡Qué sorpresa fue encontrarme con lo que miraba!: vi regada la vajilla sobre la mesa; así estaba esa porcelana, testigo de tantos acontecimientos familiares, como pudo quedar luego de alguna comida reciente; los vasos desorganizados, con restos de aguas y algunas sobras de pan en la bandeja, componían un ambiente distinto. La luz de la lámpara, escasa por demás, no alcanzaba a superar las sombras: su iluminación tristona hacía un aporte a la nostalgia del momento. La luna en esa noche de octubre se metía por la ventana grande que daba al patio; a ratos su esplendor superaba el reflejo amarillento de las bombillas.
Me senté, sin cuidar la posición. Corrí algunos cubiertos. Apoyé un codo sobre la mesa, soporté la barbilla en la mano y distraje mi angustia con miradas indiferentes a las moscas en tránsito por los bordes de los platos sucios. Iban y regresaban, jugadoras con desparpajo. Mientras algunas decidían caminar, otras hacían piruetas en el aire y caían sobre el mantel. Las veía escarbar con sus patas diminutas. Pasaban sobre lo lamido, se iban lejos y otra vez volvían cerca, combinando pasitos rápidos y lentos. Alguna rondaba sobre la manga de mi saco y subía por ella hasta la nuca. Sus regresos repetidos al mismo punto eran fastidiosos, igual que sus andanzas y la agilidad para escapar a mis manotazos.
En la mitad de la mesa, dentro del azafate en porcelana blanca –– que fue una herencia de los bisabuelos––, había algunos limones aporreados por el tiempo; debieron haber hecho parte del arreglo con frutas ––renovado por la abuela todas las semanas––, que llenaban la casa con los aromas de lo cosechado recientemente.
Lo que miraba en aquel comedor chocaba con las imágenes que retenía en mi memoria. La abuela estaba atenta al manejo de las comidas y conseguía lucirse en las fiestas familiares: tenía buen gusto para la combinación de las decoraciones y los colores. Yo no había olvidado cómo surgían por todos los espacios las improntas de esa mujer nacida para las labores de la casa. Desde cuando la tengo en mis recuerdos, empezaba el día revisando sus flores. Joven, insistía en cuidarlas con esmero para mostrarlas a las visitas cuando aparecían por las tardes, ante ellas presumía de su habilidad para cultivarlas; después, al sufrir los efectos que los años traen, compartía con el jardín las soledades y las pesadumbres. A diario entabló monólogos ante sus matas: al verlas fértiles y bonitas dejaba escapar palabras admiradas, y diatribas prontas y sentidas, cuando despreciaban sus afanes.
¡Esa abuela, cómo la añoro! iba y venía por la casa muchas veces durante el día ¡Qué costumbre!: abría las puertas y las ventanas, corría las cortinas, miraba aquí, movía allá y sacudía más allá; corregía la posición de todo lo que encontraba a su paso: los cuadros, las sillas de la sala, los taburetes del comedor, las carpetas, los ceniceros y el florero. Se detenía en los portarretratos, debía limpiarlos y detallarlos diariamente, ante cada uno gastaba segundos proporcionales a sus afectos con el fotografiado.
Durante las horas de sus labores diarias, sacaba tiempo para revisar el mantel de cuadros que debía mantenerse sin una arruga, repartir la ropa limpia, poner iguales las blondas de las cortinas, revisar los tendidos de las camas y hacerle la ceba al aceite de la lámpara votiva que mantenía al pie de La Guadalupana…Y, por las tardes, en la silla preferida, debajo de la repisa del radio, sin el delantal, muy limpia y emperejilada y puestos los anteojos de marco dorado, se deshacía en risas y en palabras abundantes cuando estaban sus amigas. Otras veces, en el mismo punto, bordaba, tejía o remendaba en medio de la paz que invadía la casa; así lo hizo puntualmente hasta cuando la salud le permitió acometer esos oficios.
Al repasar las paredes del comedor aquella madrugada, la decoración era distinta; o mejor, había desaparecido una buena parte de los adornos: quitaron el florero grande que estuvo en el estante de madera tallada, al lado izquierdo, en toda la esquina. Extrañé ver ese jarrón sin flores, en el suelo. Cuando ella lo enriquecía de colores, el ambiente derrochaba aires de distinción, estimulados por la fuerza de su tamaño. A los recién llegados, los detenía su belleza, lo admiraban sorprendidos: tras el asombro, proseguían los halagos que derretían a la abuela… Tampoco vi los cuadros con los paisajes europeos ni los oleos de los bodegones ni una cena muy antigua en color sepia; ¡todo eso faltaba en mi memoria!
El reloj de péndulo estaba todavía donde lo colocó el abuelo, en la mitad de la pared, al frente de la entrada. Era una pieza de construcción europea y los sonidos de su tictac rodaron por la casa durante muchos años. Lo compró en uno de sus viajes.
Contaba el abuelo que, al caminar por alguna calle parisina, cercana a su hotel, lo sedujeron las notas que daba el carrillón en las medias y en las horas. Pasó varias veces por el almacén antes de resolverse: el tamaño, incómodo para transportarlo, y el costo que golpeaba su presupuesto, lo hicieron vacilar desde cuando quiso hacer la compra.
Muchas veces narró la historia de la traída de ese aparato, sin quitar ni ponderar detalles. Decía haberlo aforado con su equipaje en el tren que va hasta Marsella, vigilar el embalaje para el viaje trasatlántico y, luego, cuidarlo de las lluvias que caían sobre el río Magdalena, con tempestades miedosas: fenómenos, aparejados con los vientos en un tiempo en que eran muy fuertes y hacían entrar aguas a su camarote en el vapor Pérez Rosa. Ya en el camino, tuvo alegatos con los arrieros por el trato malo que le daban al cajón, cargándolo o bajándolo con brusquedad en las posadas del hospedaje. Y, cuando estuvo en la casa, hizo gala de conocimientos y paciencia suficiente para armarlo y para hacerlo funcionar perfectamente.
Las noches de los domingos, después de los rezos familiares, parado en un taburete, nimbado de suficiencia, con pasos idénticos, procedía a aceitar algunas de sus partes con una pluma; limpiaba el mueble con las mismas sobadas cariñosas que lo conservaron bonito a pesar del tiempo; y, antes de cerrarlo, comparaba la hora con la de su reloj de leontina, hacía el ajuste y le daba la cuerda, así podía mantenerlo activo toda la semana.
Después, cuando miré el reloj largamente, noté que tenía gastados sus acordes y enloquecido su carrillón; solamente, al llegar a las horas, conseguía amagar sonidos tordos. Así mismo, lo dejaban inmóvil muchas veces —como estaba aquella noche––, ya no había quien fuera constante, como el abuelo, para sustentarlo con la cuerda.
Para mí, la mesa y los taburetes de aquel comedor, en comino crespo, siempre fueron los mismos. Según contaban las tías, los fabricó don Luisito Ramírez, el ebanista, con ideas aportadas por el abuelo, en tiempos de una cosecha cafetera que permitió sacarle al presupuesto familiar, tasado por las temporadas de estrecheces, ese lujo que los años vieron aplazar por varias veces…
Yo proseguía solo en el comedor de aquel caserón, ese fue un lugar que estuvo bien pegado a nuestra vida familiar. Los parientes y los amigos alargaban su estada en la alcoba de la abuela. La soledad del momento, el silencio de la madrugada y el ambiente de la casa, lóbrego como nunca, seguían llevándome hasta los años donde vivían los recuerdos de mi niñez remota.
Recordé cuando, en mi infancia, viví algunas temporadas en esa casa de los abuelos. En nuestra familia, fueron épocas de tambaleos económicos. Mi padre contrajo una enfermedad desconocida y los ahorros cortos se consumieron pagando los médicos y las recetas que no acertaban. La abuela insistía en tenerme cerca, así no percibiría las carencias. Los abuelos ideaban diariamente novedades para sorprenderme: golosinas agradables, comidas especiales para satisfacer mis gustos y, por las noches, las salidas a disfrutar de las travesuras con mis primos contemporáneos…
Al paso que avanzaba la madrugada, también se fortalecía mi nostalgia. Los años viejos presionaban para retornar en tropeles imparables, cada uno aportaba evocaciones diversas. Recordé, cuando aprobé algún grado de la escuela. Aquella vez, la abuela, que tenía cosida mi vida a la suya con la fuerza de los detalles, solicitó mi presencia en su casa. Al llegar, me llevó a la mesa del comedor ––la misma mesa donde yo estaba aquella amanecida––. Era la tarde de un viernes, tal vez el último de noviembre; el abuelo no había llegado todavía. Ella, después de felicitarme por mis calificaciones, con palabras muy floridas ―tras la ceremonia intencionada, de fingir hacerle fuerza a la memoria para recordar dónde había dejado las llaves de la alacena, de traerlas y abrirla―, sacó alguna cosa de uno de sus cajones, la llevó con las manos atrás y me retó a que adivinara. La emoción distrajo mi atención, tenía borradas todas las palabras; la curiosidad, junto con la turbación, no dejaron imaginarme nada. Entre risas me entregó, deshaciéndose en un abrazo y en un beso imponderables ––cuando evoco aquellos abrazos de la abuela convengo en aceptar que fue ella quien me enseñó las maravillas de su lenguaje––, un paquete envuelto en papel colorido con un moño rojo, que contenía un libro, La Cabaña del Tío Tom y un tarro con galletas. La tarjeta, decía, más o menos: «Para el nieto que alegra mis horas. Muchas felicitaciones». Me conmovió recibir aquel regalo, muchas lágrimas apuraron su asomo y participaron del momento. A estas alturas de mis años, aún me impresionan las emociones que me sacudieron aquella tarde.
Todavía era de madrugada, mis recuerdos reiteraban su concurrencia: aquel comedor, queda dicho, fue el centro de las reuniones familiares; allá conocimos a los habilidosos para conversar y nos embelesábamos y nos reíamos con sus crónicas y con sus ocurrencias. Fue, tal vez, donde nació mi gusto por el buen decir y mi afición por las palabras. Nos hacían disfrutar de las meriendas con los parientes cantando guabinas, pasillos y bambucos que acompañaban los tiples de las tías y la lira del abuelo, él sabía tocar con mucha gracia; allí despedíamos a los viajeros y nos reunía la celebración del arribo de los que volvían cargados con las alegrías del regreso; escuchábamos boquiabiertos sus anécdotas y soportábamos los recuentos, al repetir lo contado para sacar del atraso a quien llegaba tardíamente a saludarlos. Al recibir los telegramas o las tarjetas postales de los viajeros, nos complacía seguir, reunidos allí, sus itinerarios en los mapas.
En aquel comedor, donde yo repasaba la vida de la familia, aquella madrugada, celebrábamos las fiestas de los cumpleaños, los matrimonios y los nacimientos. En las navidades y en las noches de los años viejos, poníamos en el techo y en las paredes bombas y trenzas en papeles de colores.
Las comidas de nuestro grupo familiar las servían en un ambiente de sencilla y grata ceremonia; cada uno ocupaba el mismo asiento, regularmente, sin que nadie lo hubiera asignado. Yo, tenía la costumbre de sentarme en el puesto al lado izquierdo, en la entrada, lugar ocupado por el tío Januario hasta su desaparición. Por cierto, cuando los abuelos quedaban solos, la abuela ponía la mesa igual con ese puesto, coqueteándole a la esperanza de que el tío estuviera de regreso a cualquier hora. También, honrando su recuerdo, no dejó ocupar su alcoba y sobre la cama, tendida impecablemente, hizo que permaneciera por muchos años su guitarra…
Todavía estaba solo en el comedor; sin embargo, ya iban transcurridas varias horas. Los demás conversaban en la sala y en la alcoba de la abuela; como era una casona tan grande, las voces se percibían muy lejanas.
En vez de los reflejos de la luna, algunos relámpagos sucesivos iluminaron la ventana y fueron el presagio de un aguacero que se desenlazó al poco rato.
Oí llamar a la puerta de la casa, ya casi amanecía. Alguien salió a abrir. Al momento evidencié la llegada de quienes presentía. Eran los trabajadores de don Juvenal, el carpintero, traían el Cristo, el ataúd y los candelabros para el velorio de la abuela.