La llamada de ella lo sorprendió tanto que hasta lo hizo titubear en las palabras que componían sus respuestas.
Hacía poco rato había llegado a su estudio, concluido el trajín del día. Descansaba en la silla más cómoda. Antes, puso música relajante, lo absorbía el Nocturno Opus 9, número 2 de Chopin (cómo si fuera para una premonición de la nostalgia); sirvió de la botella en la mesa un poco de wiski sobre los hielos que previó en un vaso; también tenía el periódico del día, al entrar lo recogió de debajo de la puerta.
La comodidad en la silla, la música, el wiski de la botella mermada y el periódico: esa fue la rutina predicha, parecida a la de todos los días. Pero hoy, cuando la llamada, el periódico intocado quedó en su sitio, la llamada imprevista alteró el esquema que remataba los días de trabajo.
Estaban a once años desde cuando ella decidió concluir la ruta que recorrían juntos por la vida; había sido un emprendimiento sin ceremonias, juramentos o ataduras; desde ese tiempo, once años, deshicieron el camino por donde transitaron animados por los afectos que presintieron en común.
Habían tomado el rumbo de esa unión, después de que resultaron incontrolables las caricias y las manifestaciones desmedidas; desconocían el punto de llegada adónde los llevaría esa vía. Cada reposo de aquellas rondas, siempre de pocos días, les servía para reavivar los sentidos y para volver sobre los desafueros embrujadores multiplicados en cada encuentro.
La llamada estableció en el estudio un ambiente gélido. La identificación plena de la voz de ella lo hizo empujar un trago grande, desconcertado por el saludo, lejano a cualquier afecto. Aunque en sus frases vacilantes fingía indiferencia, dejaba adivinar que la avenida de los recuerdos atajaba sus palabras y, hasta de pronto, alguna lágrima pudo hacerla opacar lo que decía.
Él volvió con la botella sobre el vaso ahora casi con los hielos solos.
Ella le dijo que estaba en la emigración del aeropuerto, que en dos horas comenzaría el último viaje de su vida, iba a un país nórdico ―ni siquiera quiso decirle a cuál país viajaba―, del que no tenía previsto regresar. Ya había liquidado todos sus sentimientos familiares; a los difuntos, dueños de sus quereres, les pagó oportunamente, con creces, las deudas de gratitud que la comprometían; y a los vivos, que le importaban muy poco, no les firmó siquiera el recibo con el valor de lo que acaso podía deberles. Las vivencias con él, los recuerdos habidos con él ―según le repitió ella―, serían los únicos que ocuparían algún espacio en el bagaje de lo afectivo durante los itinerarios restantes de su vida.
La extrañeza de él fue incontrolable. El ambiente del estudio al comienzo de esa noche era más oscuro. El wiski no fue capaz de refrescar o atemperar su sentimiento. No había vuelto a verla ni a oírla en los últimos once años, y durante ellos las soledades de ambos fueron comunes a sus temperamentos igualmente huraños y resentidos. Ninguno de los dos, durante ese tiempo, hizo nada para intentar lo que hiciera coincidir el rumbo de sus caminares. Tenían empañada la mirada hacia el pasado de sus vidas; en esa forma, nada los dejaba devolverse a echarle un vistazo a los momentos vividos: a los felices, y a los desventurados, arrumados ahora en el rincón de los desapegos.
Vivían condenados a pagarle el sometimiento a las distancias, fue así como las indiferencias progresaron. Ambos coincidieron en deshacerse de todo lo que presagiara, provocara o condujera hacia la rehabilitación de algún afecto. Desde cuando separados, cada uno viajó por su mundo en periplos extravagantes y enloquecidos, sin puertos que los acogieran; ninguna vez pudieron hallar la misma paz que gozaron en sus andanzas juntos, cuando la búsqueda de lo que no encontraron. Tampoco disfrutaron de la armonía que les regala la vida a los que pueden hablar de sentimientos cancelados, que ya no les importan. A ellos, por donde volteaban, los perseguía la sombra crecida de sus recuerdos, torturante, aunque la evadieran.
La impresión juvenil, al descubrirse en la vida, como personas del pueblo desde la infancia, no fue grata; ambos vivían engreídos en sus simpatías y en los atributos físicos que les repetían con frecuencia quienes conformaban el montón de sus amistades. Varias veces gastaron mutuos saludos fríos en los encuentros de eventualidad insospechada. Nunca pensaron que, ante la frialdad recíproca, existieran asomos de afinidades posteriores.
Les parecía haberse amado desde cuando eran estudiantes, aunque nunca se dijeron sus sentimientos, faltó la franqueza que les diera la seguridad de sentirse queridos; estaban en los años que concluyen las adolescencias, coincidentes con los cursos finales del bachillerato.
Tuvieron algún acercamiento en unos de esos cenáculos accidentales de amigos del pueblo que tinteaban con frecuencia en la heladería el Nevado, cuando Pepe Luis era el mesero; gastaron las primeras oportunidades alternando miradas distraídas, indiferentes, y zurcían conversaciones triviales, armonizadas solamente con el paladeo de algún refresco; lo que hablaban tocaba con la desgana. Así eran, lejanos a las sonrisas que estimulan los coqueteos, y a todas las palabras invocadas en los cultos donde practican las galanterías entre los iniciados en los rituales que hacen crecer el volumen de los afectos.
En los grupos, que variaban de integrantes, los dos disfrutaron de las tardes esporádicas en los sábados o los domingos, infiltrados en las palabrerías del grupo donde se incubaban los chistes flojos, el aporte a la solución (pocas veces) de alguna tarea o novedad estudiantil, los resultados y los pronósticos deportivos, las anécdotas recocidas, los comentarios olorosos al tufillo de los chismes… De alguna de esas charlas, podían salir las risotadas apabulladoras de la calma de los otros tertuliantes en el local. Idénticas reacciones frías entre los dos sucedieron en oportunidades más frecuentes.
Pasaron algunos meses, tal vez hasta más de un año, para que buscaran la forma de estar cercanos, al desear compartir palabras, desviadas del tema central que se decían entre los de la caterva.
Al tiempo, mediano, sin duda, los temas personales ya no cabían en los encuentros con los amigos; donde cruzaban por las calles ya caminaban juntos. Fueron ocupantes fijos de cualquiera de las bancas o de los tubos del parque, a la misma hora, antes de la jornada de la tarde en sus colegios. Varios días de la semana, al anochecer, iban al Capri de las Gómez, a degustar el mejor de los cafés que servían en el pueblo, otras veces caminaban hasta la heladería que abrieron más allá del puente de el Tablón; entre tardes, también tuvieron la oportunidad de encontrarse en la tienda de Ángela Madrigal a tomar los algos con el ingrediente delicioso de la familiaridad aportado por la dueña, a más de las noticias actualizadas de toda la parroquia; en el club, pasaban las horas, casi siempre en la misma mesa, aislados de la gente, cual par de eremitas. En domingos esporádicos, eran visitantes en la cancha del San Vicente si había algún partido interesante y, en los bailes familiares del pueblo, fue la pareja que se ganaba el homenaje de permitirles bailar, sin que nadie intentara hacerlo con ninguno de los dos. Y, además, tantas y tantas oportunidades donde se encontraron a disfrutar de su compañía en los lugares que ofrecía el gran pueblo para estimular un romance.
Fueron la pareja deslumbrante en todas partes: recordados, glamurosos y simpáticos como ningunos, altos, abundosos en la elegancia, seguros; parecían obras excelsas creadas para ellos mismos. No eran escasas las miradas tímidas de los que los veían por donde pasaban, con la admiración a los dos y a las familias de donde ascendían.
El enamoramiento, o más bien, la costumbre de necesitarse los alcanzó sorpresivamente, tal vez sin darse cuenta, no presintieron que ese afecto los seguía. No conocieron el nacimiento y la evolución del proceso que siempre será más gustoso cuando se engendra desde el alma. Sus temperamentos duros no les permitieron aceptar, sin que fuera a regañadientes, las razones para llegar a necesitarse tanto, sin pensar en algo que no fuera el gran encontrón lascivo; tal vez fueron enamorados así, de ese talante habido en los encuentros, sin el conocimiento ni el disfrute de los otros valores quitados por efecto del contrasentido de la vida que los hizo amarse trivial y tibiamente. O, hasta sería que se enamoraron de sus orgullos. Lo romántico pudo haber sido transverso a sus naturalezas egoístas.
Terminaron sus estudios de bachillerato en el mismo año, ambos con notas brillantísimas. Fue inmediato el acceso a la universidad, ella en las ciencias de la salud y él en una ingeniería muy en boga.
Empezaron a vivir juntos, en coincidencia con el comienzo de los estudios profesionales, capearon las dificultades económicas con el entusiasmo común a sus voluntades capaces de aportar las soluciones. En el tercer año, él fue llamado a participar en un grupo universitario de investigación. En esos primeros salarios apareció la solución transitoria, aunque racionada, a los requerimientos monetarios de la pareja.
Lograron sus títulos: ella, médica cirujana y él, en la ingeniería que ya ejercía desde estudiante con trabajos laureados para uno de los principales proyectos energéticos del país. Las actuaciones que siguieron en sus vidas como profesionales les prodigaron alegrías periódicas; fueron continuos los reconocimientos a los dos, a eso agregaron las ganancias de los dineros que satisficieron holgadamente los requerimientos solicitados por la vida. Ascendieron hasta el punto culminante, al estar allí, creyeron que no regresarían jamás donde dejaron las penurias. En esa posición social tan halagüeña, no requerían atizar el fuego de otras ilusiones para darle más brillo a sus carreras.
Estaban sobre los dieciocho años de su convivencia, la vida les iba sabiendo a lo mismo, parecía que dentro de ellos «se hubiesen aburrido los te quiero»; los afectó la monotonía inmisericorde que produce tenerlo todo; hasta cuando despertó aquello de que «no hay peor soledad que la de dos en compañía». La abundancia económica y la necesidad de indagar por la razón para estar juntos, fuera de la exploración harta de sus cuerpos, los hizo emprender recorridos periódicos por ciudades en países ignotos, a rebuscar afanosos los ingredientes faltantes a ese amor incompleto. Adonde fueron, estuvieron detrás de la explicación al motivo que los unía, sabiendo que hasta habían agotado las cuestiones que antes los hicieron divagar por entre las sencilleces de las conversaciones entretenidas. Donde llegaron, buscaban primero los santuarios de los Adonis y las Afroditas, sitios del peregrinaje de los que son creedores de sus bellezas; lugares aquellos que, con los vestidos y los perfumes y las unturas, le rinden culto y tributo al cuerpo tratando de buscar que, ante los demás, no aparecieran los efectos que envejecen. De todas partes regresaron a su punto de partida llenos de cosas, pero con las manos vacías de lo que buscaban.
Vivieron algunos años más, apegados solamente por la costumbre de estar juntos, después, al desacostumbrarse del todo, llegó el caos. Las insatisfacciones crecientes llenaron el espacio de sus vidas. «Resolvieron separarse cuando toda la sangre los unía», tal vez reconocieron, después de todo, que fue la sangre la que les marcó el camino, no los afectos, los afectos que vienen desde el alma, los afectos que ellos desconocieron desde siempre…
La llamada fue muy corta, los balbuceos de ambos hicieron opacas las palabras, oscuras las ideas. Pero, quedó claro: ella se iba del todo para un país nórdico. Lo había llamado solamente para anunciarle el viaje, ni siquiera pretendió que algún día la llamara.
En el vaso del wiski quedó el reposo de los hielos en sus restos, la música de Chopin extendía la sucesión flagelante de sus acordes en el piano.
Después, nada fue distinto a la tristeza que empezó a embargarlo desde aquella noche en medio del ambiente desolado de su estudio oscuro.
Para los dos fue la última llamada.
Javier Gil Bolívar. Diciembre y 2019
Que detalle tuviste conmigo al enviarme este relato de la última llamada
Me pareció tan maravilloso, que por un buen rato estuve en Yarumal, como hace muchísimos años
También cuando estaba engreído en la lectura sentí la impresión de indagar por los descritos.
Creo que siendo tan entretenido y real, de lo mejor es la incertidumbre que se crea.
Faltan palabras para describir este rato tan lleno de recuerdos.
Una enorme FELICITACION.
Amores… Agotados por el tiempo y el espacio….. Excelente interpretación literaria!!!!