“Queda comisionado para redactar mi despedida que, aunque llevo tres intentos por atravesar el río de Caronte, en los regresos no he visto ningún borrador escrito y, no quiero dejarlo para improvisarlo”.
Supe que mi amigo, el odontólogo, quien me envió hace algún tiempo el epígrafe que antecede estas palabras, ahora sí había traspasado el río; cómo que fue escogido, entre la multitud de los que se apiñan en la ribera del Aqueronte, para ser de los pasajeros en la barca de Caronte. Ya es inevitable aceptar que esto es definitivo; puede decirse que casi nadie regresa después de que el barquero lo pasa. Los que han logrado retornar de ese trance, han sido muy pocos: dicen de Hércules, a quien Caronte dejó pasar el río sin pagar y por eso lo castigaron; Orfeo, que también pasó, lo hizo porque fue capaz de encantar con su música a Caronte y a Cerbero, iba a traer a su amada, Eurídice, a quien perdió definitivamente en el viaje de regreso; hablan, así mismo, que de ese viaje también volvió Psique, quien logró hacer el trayecto doble estando viva.
Siendo así, siendo que todo ya es definitivo, no hay más remedio que intentar algunas palabras, tal vez distintas en la forma como él las quiso, pero con el sentimiento de admiración que sirva para rubricar la despedida al amigo de tanto tiempo.
Hace como treinta años empecé a demandar de mi amigo, el odontólogo, sus servicios profesionales; claro está, lo había conocido antes, todavía en su vida de universitario, desde cuando demostraba las capacidades personales enriquecidas por su espíritu investigador. Manejaba una figura apuesta combinada con una simpatía natural y con una labia afortunada que lo hacía de relaciones sociales muy fáciles; en las tertulias amigueras ―a las que era un gran adicto― sabía llevar el compás de las discusiones con aportes oportunos, acicalados con la discreción y la medida.
Queda dicho: era un buen conversador, mantuvo un amplio y renovado surtido de anécdotas y comentarios científicos, apuntes filosóficos y literarios, bromas y chistes que exponía con gracia suficiente. Esto hacía que al conversar con él se pudiera divagar placenteramente por muchos de los perfiles de la vida.
Fue, mi amigo, un pasajero del mundo participante de todos los paisajes que veía en sus rutas. Podría decirse de él que vivió alentado o en función de la capacidad de asombro, especialmente ante los fenómenos y las bellezas de la naturaleza; el comportamiento de un animal libre le gastaba sus mejores expresiones en consuno con los adjetivos más floridos. Fue débil ante la belleza en su pluralidad de manifestaciones.
Pasó poco tiempo después de su doctorado para que empezara a buscar especializaciones que consolidaran el rumbo de sus conocimientos, por los lados donde tuvieran cabida las habilidades de sus manos. Estuvo en Chile y en Cuba donde hizo estudios que favorecieron a muchos de sus pacientes y que compartió con sus alumnos en las cátedras universitarias. Su devoción por penetrar en los fundamentos de las ciencias que tocan con la estomatología y con la cirugía maxilofacial, hizo que juntara soportes sólidos para sus explicaciones junto con la habilidad manual que hacía tangibles sus argumentos.
Mi amigo, fue un buscador incansable de su verdad. Quién sabe, ―nunca lo supe―, cuál sería la verdad de su búsqueda. Lo que sí puedo aventurarme a pensar es que debe haber transitado por las islas donde viven como náufragos los iconoclastas de todas las edades; por los meandros que casi vuelven a juntar sus corrientes como para formar un lago y que, en cada recodo, dejan habitar a los que presumen tener las herramientas para pretender hacer que el mundo gire en otra forma; también debe haber andado por países, por planes y montañas, por aguas abundosas y por sequedades y arideces, hostigando a las filosofías más encumbradas; le trazó a su búsqueda los itinerarios por pedregosos rumbos persiguiendo a pensadores respetables que lo hicieron descansar en la blandura de las negaciones. Tal vez nunca pudo encontrar su verdad, o sería que los caminos que emprendió eran rutas equivocadas; pero no es raro que hasta estuviera de incógnito en averiguaciones por San Pablo para que le hablara, como a los atenienses, del Dios Desconocido. De todos modos, mi amigo, fue un alma grande que profesó los amores y las gratitudes con toda la vehemencia y que se los llevó como equipaje cuando su partida.
Algunas veces nos acompañamos en partidas de pesca, una de sus aficiones favoritas. Por donde pasábamos, en las idas y en los regresos, lo seducían las manifestaciones de la naturaleza: las madrugadas y los amaneceres enriquecían su entusiasmo, solía alborozarse con trivialidades aparentes: con los árboles y con las flores, con el revoloteo de los pájaros que inician el día; amigo de las sencilleces disfrutaba plenamente de un fiambre como almuerzo; y por las tardes, en las tardes cuando volvíamos, parecía querer meterse dentro de los arreboles que preceden a las noches.
Sobra decir que, desde cuando fueron mis citas en su consultorio, siempre lo escuché con la boca bien abierta. Normalmente, en cada cita, tenía un apunte nuevo que rondaba por asuntos relacionados con algunos de los saberes: primero, la explicación al procedimiento a realizar, y después, cualquier comentario sobre el acontecimiento del día, la economía, la política, la literatura, la evolución de las especies, la naturaleza ( no sobra repetir que de ella fue un amador irredimible), la música, en la cual era capaz de ascender o descender de un tango, por ejemplo, con el curioso estilo con que lo dirigía Juan D’arienzo hasta el Va Pensiero de la ópera Nabuco.
No es necesario surtir muchos argumentos para decir que, durante las consultas, tuve pocas oportunidades de disentir con él de lo que exponía; siempre aprovechaba para hablar de los temas opuestos a mis pensares cuando me tenía atarugado de los algodones o de sus instrumentos de trabajo. Pero no, mentiras, también hubo oportunidades de hablar con él en condiciones iguales, de usted a usted como nos tratábamos. Fue cuando supe de su interés grande por las manifestaciones científicas, artísticas o culturales, donde, en algunas de ellas, trajinaba con facilidad por los conocimientos acopiados de sus lecturas que eran muy frecuentes. Además, intercambiábamos chistes, unos más flojos que otros, que hicieron parte de los elementos contribuyentes al alivio del dolor posterior a sus intervenciones.
Hace algunos años, mi amigo, el odontólogo, se descubrió una lesión hepática con características graves (hepatocarcinoma), sus auto–diagnósticos le predijeron la lucha grande que debería emprender para afrontar la dolencia. Vivió todos los ciclos de un tratamiento ilusorio, concluyente en la única alternativa de un trasplante como única fórmula de supervivencia. La aparición oportuna de la donante logró una intervención quirúrgica exitosa. El ciclo posoperatorio, marchaba perfectamente hasta cuando surgió un problema pulmonar, lejano a la cirugía, que empeoró las cosas. No obstante, asumió sus condiciones con espíritu de valentía ejemplar, que combinaba el optimismo que lo hacía creer obstinadamente en sus esperanzas. Fueron cuatro años de lucha diaria contra las complicaciones a un lado del problema hepático. Por ese tiempo, ya en el epílogo de su vida, fue cuando me dijo de su despedida, por haber estado varias veces, muy próximo al paso del río, al otro lado de la vida.
Entonces, con él ahora, después de ese paso, en la otra ribera del Aqueronte, solo me queda desearle que sus días y sus noches sean suficientemente plácidos, y a sus familiares y amigos, invitarlos a vivir de los buenos recuerdos de quien anduvo por el mundo tras la búsqueda de la verdad y que en su profesión tuvo mucho tiempo para hacer el bien muchas veces. Javier Gil Bolívar Octubre y 2019