Me parece que el doctor Bernardo Álvarez (un gran médico que vivió en el pueblo muchos años), había llegado temprano a la Colmena aquel sábado. Lo digo porque cuando pasé por allí, como a las siete y media ―aunque seguí de largo ―, si lo oí en una de sus intervenciones caracterizadas por el tono inimitable de su voz, que combinaba con la vehemencia y con la claridad de sus ideas; no podría asegurar de qué discutían a esa hora porque las intrusiones de los tertulianos eran atropelladas y con el volumen de la voz un poco alto. Pero, perdón, recordándolo un poco más, si no estoy mal, el doctor repetía una historia ––muy socorrida por él––, sobre los indígenas ascendientes en la región.
El doctor Álvarez, era un gran manejador de las palabras; ayudándose por su figura corta, tenía el don de pegarle a las frases los movimientos de su cuerpo y de sus manos que, en conjunto, como un señuelo, atraían y retenían la atención de quienes lo escuchaban.
Lideraba las tertulias con destreza y, en las discusiones, su tono reposado y su atención fija en los ojos del interlocutor, confundían a quienes lo refutaban. Fueron muy famosos sus discursos pronunciados en las fiestas patrias y en los acontecimientos religiosos y culturales (casi siempre con un buen número de maluquiados, afectados por la largura de sus argumentos). En las clases dictadas en los colegios, fuera de su gracia para explicar, aportaba cantidades de conceptos adicionales a los programas de los currículos con datos acumulados en su memoria, habidos en los libros que frecuentaba como buen lector que era. Escribía sobre temas históricos, untados de sus sentimientos políticos y supo buscar con ellos, con sus escritos armados con las normas de los clásicos, los caminos por dónde llegar a una democracia sin estorbos demagógicos.
En lugares como la Colmena, cuando soltaba la gata en sus borracheces ocasionales, congregaba un público propio y espontáneo que se deleitaba al escuchar sus intervenciones, siempre novedosas por el dominio de los asuntos y por las dosis de humor negro con que los exponía.
La Colmena, fue en el pueblo por algunos años ––que no muchos, por cierto––, un lugarcito propicio para que concurrieran los conversadores de los intereses más diversos; un local reservado para los hombres allí nunca hubo mujeres. El nombre no era alegórico, estaba perfectamente relacionado con su tamaño, muy pequeño y hasta incómodo; solamente disponía de una mesa chiquita con cuatro asientos que, más bien, parecían repisas para colocar materas, además de una banca pegada a la pared donde cabían tres o, de pronto, cuatro personas; total: los clientes sentados, no pasaban de siete u ocho. Los demás, los que llegaban tarde, estaban de pie, recostados en la puerta o sentados en la acera.
La Colmena estaba en la callecita torcida que pasa por el lado de la piedra de los Aburridos, donde están las casas quintas construidas por los españoles, primeros idos del poblado cuando la guerra. Esa calle también está sucedida todavía de las casas con las ventanas arrodilladas donde nacieron y florecieron muchos amores; esas maderas, entre las capas de sus pinturas, encubren lo guardado de las intimidades con los secretos, y de las añoranzas con las ilusiones, iguales a los de cualquier parte y en cualquier tiempo, seguramente, pero con la particularidad de que esos idilios tuvieron el encanto de estar adobados con lo rumorado por los sonidos de la quebrada que pasa cerca; calle vieja ésta, que también fue testigo de las leyendas de dos familias que se acabaron al matarse entre ellos, en venganzas alternadas, nacidas en un problema menudo de muchachos. En este sector del pueblo aún predominan las noches silenciosas; antes, solamente las trastornaban, algunas veces, los vozarrones originados en la Colmena.
¡Ah, no puede ser, lo olvidaba! En esa calle también vivían las Hernández, las mujeres más lindas que conocieron en el pueblo y que, con los años, cuando envejecieron, solteras recatadas, caminaban por las aceras sin menguar su dignidad, tratando de erguirse hasta donde podían, pero arrastrando los pies, cansados por el peso de sus añoranzas.
La Colmena solo abría las puertas ––¿qué digo?: abría su puerta, era una sola–– en las horas de la tarde y en la noche, por ahí de las cuatro en adelante, hasta dejar agotado el público y, por ende, la parla de los clientes; o, con el ambiente crecido en las vísperas de las fiestas y en los fines de semana, hasta cuando fuera posible hacer que el policía de turno transigiera con el alboroto.
La Colmena fue el sitio ¡Qué nostalgia! ideal para los urgidos en desfogar sus obsesiones empecinadas: afectivas, económicas, políticas, religiosas, culturales. O, para quien requería desembucharse ante sus amigos del poema que recién cuajaba (el maestro empírico del cemento, Israel Oquendo, leía sus poesías allí, las llevaba escritas en la parte de atrás de una caja de fósforos); lugar frecuentado por los aficionados a escuchar música ––de esa que removía las penas––, en el radio del local, con el concierto de la noche que venía por la emisora del pueblo, enfervorizadas esas melodías con el paladeo de unos buenos anises.
Ese fue el barcito acogedor, convertido en hospicio por los que llegaban, heridos en el corazón, buscadores del consuelo en las palabras de don Rafa, el dueño, que, para ayudar a mitigar las aflicciones, se pasaba de la raya en la copa medidora al servir los aguardientes; y, de pronto, hasta los acompañaba con un trago para él, trago que solemnizaba la solidaridad que lo enternecía.
La Colmena tenía una clientela ocasional, pero en la renovación continua estaba el encanto de sus tertulias; quienes llegaban, eran participantes activos en los comentarios que se sucedían, dichos en todas las formas de expresar los asuntos: desde las trivialidades, asociadas con el lenguaje repugnante con el que algunos exponían; hasta con las excelsitudes del buen pensar y el buen decir, hilvanados con las palabras bellas, engalanadoras de lo que conversaban…
Aquella noche, cuando volvía a mi casa y debía pasar por la Colmena, no quise continuar el camino; me atrajeron las palabras con relevos entre quienes departían. Y también ––¡válgame, Dios! ––, no podía irme, sin antes saborear un aguardiente de los servidos por don Rafa, con pasantes de uchuvas y pedacitos de coco, tomate de árbol y mango biche.
El lugar estaba copado. Desde la puerta saludé al doctor y a los otros que también eran mis amigos. Mis reverencias interrumpieron una discusión, parecía traída desde hacía un buen rato, sobre la Evolución de las Especies. Todos aportaban sus exposiciones; entendí de primera mano que los criterios pasaban por la aceptación, casi unánime, de las teorías expuestas. Cada cual contribuía con sus razones, trayendo a cuento sus lecturas donde se elogiaba a Darwin, y a los científicos que afianzaron las hipótesis del inglés y de otros autores, que pasaron a la historia con las narices metidas en el asunto.
Quienes había en la Colmena, adentro, sentados, siguieron con el gasto de sus palabras, prosiguieron, entre algunas alabanzas, el debate y la crítica enardecida de las teorías. De pronto, si alguno se salía de la idea predominante, los otros, rápido, lo regresaban al redil del asunto.
Mientras tanto, el doctor Álvarez, escuchaba tan atento como lo hacía, seguramente, al atender a sus pacientes en las consultas. Sus ojos, mandadores de miradas perspicaces, seguían a quien se turnaba en los argumentos, movía la cabeza lentamente para enfocar a quien manejaba la palabra, tomaba un pedacito de coco, después una uchuva, perseveraba serio como buen escuchante, a veces de pies, otras sentado, siempre en silencio, quieto, menos en los momentos cuando lo dicho no coincidía con su forma de pensar: ahí sí, voleaba la cabeza forzando una sonrisa rápida.
Parecía agotado el asunto. El silencio surgido, coincidió con el momento en que el doctor se deshacía del aguardiente servido un rato antes por don Rafa, desde la botella. Inmediato miró a los de la mesa, a los de la banca y a los recostados en la puerta atisbando hacia adentro. Se acicaló la cabeza, asentó los cuatro pelos de su ilustre calva brillante; se puso otra vez de pie, como quien va para una disertación académica. Iba a empezar, cuando lo interrumpió Roberto Céspedes, previniéndose: el doctor era tendencioso a explayarse por buen tiempo en lo que decía:
–– Doctor, pero cortico y al grano, hable, por favor, solamente de lo que estamos hablando.
–– Trataré de hacerlo, como ustedes me han enseñado, ¡ustedes, son para mí el mejor de los ejemplos! –– dijo con tonalidad irónica y sentenciosa––. Todas las exposiciones que he oído, unas más sufridas que otras, voy a complementarlas con la mía.
–– Doctor ––intervino Nacho Lozada––, sin salirse del tema, no hemos oído sus aportes sobre este asunto, hágalo ahora, siempre han sido interesantes sus conceptos.
––Pero, déjenme hablar ––replicó el doctor––. Llevo más de una hora oyéndolos piadosamente y no he interrumpido a ninguno, ahora hablaré yo ¡No más interpelaciones!…
Cómo les parece que ––empezó su intervención, el doctor––, cuando presté mis servicios como médico en Santa Rosa, hasta hace pocos años; allá, dicho sea de paso, quiero contarles que me tocaba reconocer a las gentes de Hoyorrico, el Roble, el Chaquiro, y las de Aragón ––atendía consultas en este villorrio que, ya les he comentado varias veces, desde siempre me ha parecido que es un ordeñadero con capilla––… Entonces, allá en Santa Rosa, como les digo, algunos de los que trabajábamos en el pueblo, nos reuníamos casualmente, de vez en cuando, en un lugarcito parecido a éste.
––Perdóneme, doctor, pero este sitio es irrepetible en cualquier parte, ––interrumpió Efrén Velásquez— Si o no, don Rafa; estamos en un lugar privilegiado –– remató, dirigiéndose al dueño.
––No gaste más tiempo dándole coba a don Rafa, hombre, Efrén; déjeme seguir ––protestó el doctor y continuó––: alguna noche nos reunimos en aquel cafecito, como estamos ahora, hablando de lo de arriba y de lo de abajo, de todos los asuntos que se nos ocurrían. Me parece que, hasta de la vuelta a Colombia en bicicleta, habíamos hablado. Creo que aquella noche, tuvimos tiempo para meternos en los recovecos religiosos, políticos, artísticos, musicales, inspirados por medio de esos tragos de anisado, venidos tan oportunos en las noches frías de aquel pueblo.
––¿Noches frías en Santa Rosa? ¿quién lo dijo? ––interrumpió, Efrén, otra vez,
––No joda más, hombre, Efrén, déjeme continuar, pues; ese aguardiente ya lo tiene pateado ––y prosiguió, el doctor Álvarez––: aquella noche de que les hablo, departía con algunos maestros del colegio, todos adoradores de la educación; con el tesorero del municipio, él, dueño de una figura delgadísima, como la de un fósforo, bigote negro muy espeso y sombrero, que rimaba con aquél (por lo negros); creo que también estaba don Serafín el del estanco, no recuerdo más ––¡Cómo que no!––, me faltaba el principal, el juez promiscuo municipal, él va a ser la figura central de mi anécdota».
« Cómo les parece, pues, que, de pronto, no recuerdo cuál de todos, sacó de su caletre la cuestión que prosiguió en la charla y empezó a exponer algo parecido al asunto que estamos explorando ahora; otro, tal vez un maestro de la escuela, aportó más argumentos sobre lo dicho de la Evolución de las Especies; después hablaron otro y otro y otro más, hasta cuando intervino el juez promiscuo ––Absalón Sucerquia, se llamaba––, y elaboró espontáneamente un discurso con valiosas filigranas. Hacía elogios de los evolucionistas, de Darwin y sus teorías, de los seguidores más notables, de todos los prohombres que las acataban. Cerraba todas las posibilidades de la discusión; según él, la teoría era de tal verosimilitud y de tal alcance, que no quedaba otra alternativa, sino aprobarla, creer en ella de rodillas y estar seguros de que la ascendencia del hombre provenía del mono, en línea directa. Después de deshacerse de sus evidencias y de proseguir un silencio en el ambiente, un silencio aprobatorio, yo me atreví a exponer mi pensamiento, tímidamente»
«Vea, hombre, Absalón, le dije aquella noche al juez de Santa Rosa ––alargó su cuento el doctor Álvarez––, hay ocasiones, en las cuales yo no entiendo las razones naturales predominantes en el mundo, me despistan; con esos argumentos de la exposición suya, me preocupan las pocas diferencias establecidas por usted entre los humanos y los animales, sus palabras mueven el piso a mis conceptos médicos. Baste decirle que, yo no me explico por qué, mientras hay unos pobres micos viviendo en las selvas del Bajo Cauca o en las riberas del Porce, a la intemperie, guareciéndose de la lluvia apeñuscados bajo las hojas grandes de los árboles, comiendo mangos podridos, bananos con cáscara y todo, restos de lo que regodean de las frutas en cualquier parte, tomando aguas de cualquier factura, y, a veces, hasta tirándole a uno sus cacas cuando lo ven pasar. Mientras les sucede todo eso a los pobres monos, me queda difícil, ateniéndome a la ley de igualdad que debía prevalecer en la naturaleza, me queda complicado, digo, aceptar que mientras algunos micos sufren todo eso, otros micos vivan cómodos y felices, siendo, por ejemplo, jueces aquí en Santa Rosa… Me interrumpió disgustado, se atravesó con sus palabras para impedir la continuación de mi exposición. Lo cierto fue que, disipó algunos segundos, desmadrándose en sus argumentos finales. ¡Ya no quería ser mico el verraco!»…
Las risas de los que tertuliábamos fueron comunes en el ambiente de la Colmena y se escaparon por las calles de aquel barrio, inmóvil a esa hora. Al degradarse la calidad de la conversación, decidimos concluirla con los comentarios frívolos proseguidos por el silencio, fuimos desertando de a uno. La noche iba por buena parte de su recorrido y don Edilberto, el policía municipal, ya exhibía malas caras, parejas con su disgusto por nuestras risotadas turbulentas del silencio.
Javier Gil Bolívar. Agosto y 2019.