El domingo, en la misa de nueve, el padre Céspedes, dio la noticia desde el púlpito: «feligreses míos, en quince días llegará el señor obispo, es grande nuestra felicidad; su excelencia había pospuesto el viaje varias veces por motivos de salud, pero en esta oportunidad vendrá seguramente».
Esa información comprometía a todos los fieles. Era la visita pastoral y el aparato no podría ser inferior al de otras veces. Debían pensar, ante todo, en la organización del tope tradicional, con la cabalgata que saldría del parque y regresaría con el visitante; eso haría más amable la llegada del mitrado; le tendrían enjaezado a Lucifer, equino que sonaba ser el mejor ejemplar de la región; en él recorrería las calles principales repartiendo sus bendiciones a diestra y siniestra, y forzando su cara para exprimirse una sonrisa mínima. Ese día, los pudientes del pueblo ensillarían sus bestias con las gualdrapas llamativas para, con su presencia, demostrar admiración, obediencia y adhesión al pastor.
Al llegar, monseñor, a la plaza, donde estarían presentes las autoridades civiles, el sargento y los policías, los estudiantes de las escuelas y colegios uniformados de gala y los representantes de las asociaciones pías, que pululaban en la parroquia, se desataría el desborde emocional de los feligreses. El pastor entraría a la casa cural y aparecería en el balcón, ese sería el momento para comenzar los aplausos incansables, que empatarían con los discursos repletos de los saludos.
Con la confirmación de la visita obispal, apuraron todos los preparativos: retocaron la casa cural donde se hospedaría: el aseo fue la consigna, el blanquimiento y la pintura estarían en todos los rincones para alistar el mejor ambiente paralelo con la dignidad del visitante.
Los que se aprovechaban de las fiestas religiosas fueron los primeros en aprovisionarse para sacarle el beneficio económico a la visita: los comerciantes revisaron inventarios y surtieron sus almacenes con las últimas novedades de las modas en las telas, los vestidos y los calzados. Los pequeños hoteles y restaurantes alistaron camas y comistrajos para atender a los peregrinos que pasarían por el pueblo durante los días de permanencia del obispo…
Dos días antes de arribar el prelado, apareció la turbamulta ––¡puntual siempre! –– de los que eran como las sanguijuelas de esas visitas. Llegaron los fotógrafos de ponchera que se instalaron al lado de la iglesia, con su telón negro donde tenían adheridas las muestras de sus trabajos, allí, en ese templo, sería la ceremonia de los confirmados, sus posibles clientes; también se ubicó en una esquina del parque, el vendedor de los conos y las paletas de agua, trajo los productos dentro de una lata, de aquellas donde viene la manteca, metida en un costal lleno de las cascarillas de arroz, protectoras del hielo seco. Igualmente, armaron sus chécheres los de las máquinas para hacer el algodón de azúcar, los de las crispetas y de los churros. Tampoco faltaron los de las diapositivas que mostraban la Pasión de Cristo, las aventuras de Tarzán, los vuelos de Superman, las cataratas del Niágara, o las que dejaban ver a las artistas de moda en vestidos de baño hasta las rodillas (eran las que más gustaban). Brotaron, asimismo, los negociantes de los cortes de telas y ––aunque fueran pecado esos juegos––, los de las ruletas taimadas, donde poquísimos ganaban; hasta un distribuidor del almanaque Bristol aparecía en el pueblo por esos días.
Don Antonio Guzmán era enmarcador de cuadros; su oficio de muchos años le permitía subsistir con aprietos: era ilusorio venderle un paisaje, una flor o cualquier figura detrás de un vidrio, a quien debía taponar primero los rotos que hacía el hambre.
Él, también estuvo preparado para anteceder al señor obispo en sus viajes por los pueblos. En aquella ocasión fue el adelantado de los vendedores que llegaron hasta el lugar de esa visita; desde las dos semanas anteriores a la fecha programada hizo el camino que recorrería el eclesiástico.
Aquéllas eran épocas de complicaciones económicas, la subsistencia de don Antonio y su familia le demandó recurrir a todas las artimañas posibles para lograr los recursos que atenuaran las carencias tan comunes en ese tiempo.
La visita episcopal aludida fue a un pueblo minero donde también estaban presentes las privaciones pero que, mediante los trabajos con el oro, las gentes obtenían más dineros que las de las regiones agrícolas o ganaderas.
Para don Antonio, aquel fue un viaje largo; se detuvo en todas las casas cercanas a la vía rupestre donde ofreció, o mejor, donde debió vender su mercancía. La duración del recorrido lo obligó a tener amanecidas en cualquier casa de las que hacían de posadas a lo largo del camino, a veces hasta permutó lo de su mercancía por las atenciones del mesonero; lo que mostraba esta vez eran cuadros con alusiones religiosas, de alguna aceptación entre la posible clientela de creyentes. Hizo el tránsito en dos caballos alquilados: uno, su cabalgadura y el otro con los artículos de la venta. Donde llegaba, la habilidad de sus argumentos, avivados por la necesidad de la recuperación de sus dineros, debía dar frutos inmediatos; además, estaba seguro de que a esa región no volvería a ofrecer sus cuadros porque sus estrategias comerciales eran muy ladinas.
––Buenos días, joven, por favor me llama a doña Anita. ―Había descendido de su cabalgadura en la primera casa que encontró en el recorrido de ese día.
––Buenos días, señor. No, señor, aquí no vive ninguna Anita. ¿A cuál Anita buscaba, Anita qué?…
―Entonces… ¿cómo es qué se llama la señora de aquí?
––Mi mamá se llama Elisa.
―Doña Elisa, doña Elisa… (Don Antonio, saca una libreta, se hace el que revisa un listado que no existe). Claro que sí, estaba equivocado, doña Anita vive mucho más arriba. Será que, me llama a doña Elisa, sino es una molestia.
Al momento salió la señora, que atareaba en la cocina. Dobló el delantal para esconder la mugre y lo llevó recogido y sostenido con la mano. Él miraba el jardín, dizque embelesado.
––Buenos días, doña Elisa ―ella denota su extrañeza porque un desconocido sepa su nombre―; qué matas tan bonitas las que usted cultiva, doña Elisa.
―Qué va, señor, han estado más bonitas, ahora las tiene muy aporreadas este verano.
― ¿Aquella de allá, la de la matera, es una azalea? ––prosigue don Antonio con sus preguntas, trata de animar el ambiente frío, establecido por la señora.
―No, yo no sé cómo se llamará esa mata. Esa es de un piecito que me regalaron y creció lo más de bonita.
― ¿Y aquella de la canasta qué mata es?
― Esos son geranios criollos que pegan muy bien en esta región. Y la que está al lado es una rosa amarilla muy difícil de prender. La sembré hace tres años y apenas floreció hace poquito.
― Ah, qué bien, qué jardín tan bonito; y es más gracia tenerlo así con este verano, como usted dice.
Don Antonio extendía una charla forzada, la señora no adivinaba cuál era el propósito del visitante llegado a hora tan inoportuna; él trató de hablar del clima, del verano tan prolongado que estaba influyendo en la escasez de la leche y de los productos agrícolas; agregó preguntas por la salud de todos los de la casa, con respuestas limitadas por la timidez natural de la campesina ante el desconocido, recién llegado. Él fue reafirmando para sí, que el ambiente era árido para entablar una conversación preliminar con mejores espacios para despachar su oferta. Hasta cuando, después de la palabrería precocinada, le dijo.
―Bueno, no le quito más tiempo, doña Elisa: voy a hablarle del motivo de mi visita:
Cómo usted seguramente sabe, la semana entrante llega el señor obispo a su Visita Pastoral, por aquí va a pasar, con toda seguridad, porque viene de la capital de la diócesis. Con motivo de esa visita, él me ha enviado con anticipación a ofrecer en todas las casas de la región el cuadro de la Virgen de las Misericordias.
––Oiga, perdone que le atraviese mis palabras ¿entonces, usted va hasta Quintanar, esa vereda que está como a diez horas de aquí?
––No, señora, ojalá uno fuera capaz de hacer todos esos recorridos; uno dice que, a todas las casas, pero ese es un decir, eso es muy difícil, es que son tantos los pueblos y los corregimientos de la diócesis que es imposible visitarlos a todos…
» Cómo le decía, yo vengo ofreciendo en todos los hogares cristianos del camino, unos cuadros de la Virgen de las Misericordias. Usted debe saber que esa es una devoción nueva que se está implantando en la diócesis, ahora que ha entrado con tanta fuerza la masonería, el comunismo y todas esas sectas que siembran los grandes errores contra la doctrina. O, si no, vea todos los escándalos de las mujeres metidas en los sindicatos ateos y corrompidos o montando a caballo con pantalones de hombre, o bebiendo en los clubes y en los salones dizque sociales. Todos los libros y los escritos, ateos y pervertidos que están circulando, y la gente tan tranquila.
» Le voy a mostrar los tres tamaños que traigo. Me permito decirle ––y no es para forzarla a que me compre––, que es muy importante adquirir el cuadro en esta oportunidad para poder obtener la bendición general con las indulgencias respectivas que impartirá el señor obispo cuando haga su visita la otra semana. Le voy a decir los precios…
––No señor, no es necesario ―interrumpió doña Elisa― yo no estoy interesada en compras de más cuadros, seguramente es una devoción muy bonita, pero ahora yo no puedo comprar cuadros; no, no, yo no estoy preparada para esa compra.
―Doña Elisa, no es un cuadro más. Es la imagen de una virgen muy milagrosa que le va a servir de compañía ahora cuando los bandoleros, sin Dios y sin ley, buscan apoderarse de estas regiones tan ricas.
¡Ay, señor!, ya le dije que yo ahora no puedo comprar cuadros. Es que, vea, para mejor decirle, no hay ni siquiera dónde colocarlo. Ya he comprado y me han regalado cuadros suficientes; en esta casa los hay por todas partes. Vea: tengo a San José, a la Virgen del Carmen, a San Judas Tadeo, la Última Cena, a Santa Rita de Casia, a San Nicolás de Tolentino, a María Auxiliadora, a la Virgen del Perpetuo Socorro. Tengo el cuadro de la muerte del justo; el de San Roque ―de cuerpo entero y con el perro―, el de yo vendí al contado (¡ay, no, qué pena!, perdóneme que ése no es de éstos). Uno con el Ángel de la Guarda, el de San Martín de Porres ―que es un santo muy nuevo―, San Antonio con el Niño, San Jorge y el dragón… Dígame usted, ¿yo para qué más cuadros?
––No diga eso, doña Elisa. Todas las devociones son necesarias, el señor Obispo sabrá por qué quiere tanto a esta Virgen. Para él es muy importante esa devoción por lo milagrosa que es y más hoy en día que pretenden partir la diócesis, él quiere pedirle a Ella el milagro de que no lo hagan.
––No, no, yo ahora no tengo plata para ese gasto, mejor dicho, es que ya le dije que no tengo ni dónde colocarla.
––Piénselo bien, doña Elisa. Es una lámina traída de Italia por el propio obispo, en distintos tamaños, tres tamaños muy proporcionados, está bellamente enmarcada y, con ella, usted se va a beneficiar de todas las bendiciones e indulgencias.
––Ya está pensado, señor, yo no puedo comprar ese cuadro hoy. No me insista más. Yo no puedo comprarlo. Es que vea, no tengo con qué.
––Está bien, doña Elisa. Como le dije al comienzo, esta es una devoción que el señor obispo desea extender por toda la diócesis. Claro que comprar el cuadro no es una obligación, usted está en toda su libertad para comprarlo o dejar pasar la oportunidad de tener la compañía de esta Virgen.
―Usted, insiste mucho, señor. Está como otro señor que pasó por aquí la semana pasada vendiendo zapatos. Suplicó tanto, me habló tanto, hasta que al fin no tuve más que hacer que cambiarle tres gallinas por un par de botas para Euclides.
―Claro, señora, que ese no es mi caso porque yo no puedo cambiar la Virgen por nada. Ya le dije que yo soy un enviado del obispo y, ¿qué tal si yo me le aparezco con animales en vez de la plata que es lo que él necesita para sus obras?
―Si, claro, yo entiendo eso.
―Vea, déjeme que le muestre, sin ningún compromiso, uno de los cuadros que traigo. Ya sé que usted no lo va a comprar, pero yo cumplo con mi obligación de mostrar la imagen y quedo tranquilo, a eso fue a lo que me enviaron.
―No, no traiga nada. Para qué, si yo no le voy a comprar ninguno de esos cuadros.
―No se preocupe, doña Elisa, esto es completamente voluntario, no se pretende obligar a las gentes a esta compra o a que admiren el cuadro; más ahora que atravesamos épocas tan apretadas para hacer cualquier gasto ―esto lo decía mientras sacaba del bolsillo su libreta de apuntes―. En esto ha insistido mucho el obispo: no es una obligación. Pero, de todos modos, hágame el favor y me da sus nombres y apellidos completos.
― ¿Nombres y apellidos?… ¿Y cómo para qué necesita ese dato?
― No, no para nada en particular, simplemente, el señor obispo quiere tener la lista de las personas pendientes de entronizar el cuadro de esta Virgen en sus casas. Y también quiere saber el nombre de los que compran la imagen para tenerlos en el altar, cercanos a sus oraciones. Aquí en esta libreta llevo anotados a todos los que han comprado el cuadro desde donde empieza este camino. De pronto, usted le puede preguntar a cualquiera y verá que desde la tienda de don Rudesindo, al que le dicen Caracho, de ahí para acá, he visitado todas las familias. Aquí tengo la lista, solo dos no han comprado y eso porque no había nadie en las casas. Yo tengo prohibido dar a conocer estos nombres. Pero créame que es como se lo digo.
––No, no, yo le creo, no faltaba más. Oiga y ¿cuántos días hace que está por esta región? Por aquí hay muchas casas para visitar.
––Llevo trece días y todavía me gasto otros tres. Tengo que estar en el pueblo el domingo, porque, cómo usted debe saber, el lunes llegará el obispo.
―Señor, ¿quiere tomarse un tintico? Ya que ha hablado tanto; también puedo ofrecerle claro con leche muy fresquito.
―Muchas gracias, doña Elisa, yo amanecí aquí cerquita, en la posada de los Vidales, y me dieron un desayuno trancadísimo, como para resistir todo el día. Muchas gracias, de todos modos.
―Oiga, doña Elisa, entonces ¿usted definitivamente no se va a quedar con uno de los cuadros de la Virgen?
―Yo ni sé qué decirle, es que con todos estos cuadros que tengo y además que no hay plata ¿Y cuál es qué es el precio?
―Vea, doña Elisa, llevo tres tamaños: El grande vale quince pesos, el mediano diez y el pequeño cinco. Pero espéreme un momentico yo se los muestro para que usted se haga a una idea mejor.
Don Antonio fue hasta el caballo y desamarró la caja que contenía las muestras, presuroso regresó donde estaba doña Elisa.
―Vea, pues, mi señora, aquí tiene. Mírelos bien; cuál de los tres más bonito, es la misma Virgen solo cambia el tamaño.
― ¿Y, este de la mitad en cuánto lo deja? Rebájele un poquito.
― ¡Ay, señora! Son precios fijos. Yo trabajo con esto por un sueldo, no puedo subir ni rebajar los precios.
―Vea, señor, definitivamente yo no tengo plata. Pero si quiere, y eso porque me da pena con usted que me ha rogado tanto, le puedo pagar con dos castellanitos de oro que tengo recogidos. Eso al venderlo le da un poquito más de los diez pesos. Usted sabrá.
― ¡Ay, señora, ahí si me mató! Y ahora ¿qué hago yo para llevarle oro al obispo.
―Ese no es ningún encarte. Eso lo vende fácilmente y le lleva la plata.
―Qué voy a hacer yo con usted. Traiga, pues, esas pelusas.
Mientras ella rebuscaba el oro, él empacó los otros cuadros y fue a amarrarlos en la bestia sobre las otras cajas.
―Aquí tiene, pues, señor, son dos castellanos larguitos y está limpiecito, se lo garantizo. En el pueblo lo vende fácilmente. No es sino, que diga que es del que sacan donde los Pulgarines y ahí mismo se lo compran.
Se despidieron, satisfechos los dos por el negocio realizado. Ella se quedó mirando el cuadro. Él ya iba a salir del patio de la casa, cabalgando en su caballo de alquiler, cuando ella le gritó:
― ¡Oiga, señor, señor, se le olvidó apuntarme en la lista de los que compramos el cuadro!
― ¡Claro que sí! Se me olvidaba. Pierda cuidado. En seguidita la anoto, doña Elisa.
Al leer tan agradable relato, reviví aquellos lejanos tiempos de las visitas pastorales en las que los maestros teníamos tantísimo trabajo haciendo los arcos para la entrada triunfal «de el que viene en nombre del Señor.
Cómo todos los escritos de Javier, contiene toda una historia, en este caso, el vendedor oportunista que sin necesidad de mucha retórica pero sí de mucha labia, convence a los incautos y los engaña para lograr su objetivo.
Es otro de los retratos del paisa negociante.
Lo mejor de tus historias es que uno se pega a ellas hasta terminar de leerlas sin perder el entusiasmo en espera del final.
De nuevo felicitaciones y gracias por compartir