El abuelo Belarmino ―alma buena que de Dios goce―, hombre honesto como había sido, presionado desde tiempo atrás por su parentela que consideraba concluida su vida lucrativa, resolvió cerrar la tienda donde trabajó durante cincuenta y cuatro años (hasta las altas horas de la vida). Allí pasó buena parte de su existencia luchando contra las dificultades, persistentes siempre, atosigándolo sin darle algún respiro. Estuvo detrás del mostrador, constante —casi ni se enfermaba—, y, desde ese punto, logró satisfacer con decoro los gastos familiares. Todas las carencias surgidas en el tiempo las sosegó con lo que aportaba el comercio pequeño.
Los años del viejo, que ya iban más allá de los ochenta, mellaron sus capacidades, propiciaron las equivocaciones y las lentitudes que, juntadas con sus chocheras —cómo no aceptarlo—, fueron aprovechadas por una clientela deshonesta, que no perdía ocasión para robarle.
Los últimos días en su oficio se sucedieron en medio de impaciencias continuas, así escapaba a su ansiedad por la culminación inminente del espacio fructífero de su existencia. Lo apuraron las indecisiones previendo la inutilidad de su futuro; a veces, cuando lo abordaba el optimismo, se consolaba diciéndose: «menos mal, los días que me faltan para vivir ya están contados». No le fue fácil aceptar haber sobrepasado, con méritos suficientes, el tiempo para deshacerse de la rutina del trabajo y empezar ese otro curso de sus años donde era invitado a disfrutar en paz, viendo la caída de la tarde de su vida, donde las tranquilidades deberían ser lo relevante.
Qué difícil fue para él aprender a disipar las horas en las actividades que suponía inútiles —o tal vez ni aprendería, qué sé yo—; no estaba acostumbrado a los egresos improductivos de su tiempo; su norma en cuestiones de trabajo había sido estricta.
Al cancelar las salidas de la casa a sus labores, su problema grande fue hallar, desde cuando amanecía, actividades que llenaran los espacios del día. En sus años no practicó ningún pasatiempo para distraerse: sus ojos présbites y tocados por las cataratas, le restringían la lectura. Y con sus amigos, de los cuales quedaban cuatro o cinco, solamente derretía minutos ocasionales, al telefonearse para unos saludos atropellados, o para contarse sus enfermedades; no tenían la posibilidad de los encuentros frecuentes por las inhabilidades limitantes. Eso sí, al saber la enfermedad de alguno, los otros eran constantes en seguir a diario el transcurso de las eventualidades.
Su familia fue pequeña, ahora eran su mujer, sus hijos y sus nietos; sus hermanos y parientes, muy pocos, ya no estaban.
Las desazones más evidentes para el viejo llegaron cuando fue realidad la terminación de su trabajo: afloraron las alteraciones, las enfermedades aletargadas despertaron pronto. Creía tener deudas con su eficiencia en las actividades donde gastó la vida; le parecía que no merecía el descanso, por eso lo aceptó de mala gana; ocultaba sus necesidades como si fuera un pobre vergonzante, no quería convertirse en carga que soportaran los demás.
A las horas precisas de las comidas ––aunque no tuviera hambre––, caminaba por el comedor zapateando o haciendo sus silbos, así se hacía notar para que lo llamaran. Y cuando estaba en la mesa de la cocina, a la espera de que le sirvieran —él y la abuela ya tenían poco para hablar—, se le revertían en horas los minutos, pensando que la tardanza sucedía, porque ella —temperamental como era—, lo atendía como si fuera un parásito inútil y mantenido. Eso no fue cierto: ella, ¡Pobrecita!, se distraía en otros quehaceres, o, por su edad, olvidaba lo que hacía, mientras él aguardaba.
Los primeros años de su retiro coincidieron con la necesidad de someterse a una cirugía de cataratas, aplazada desde tiempo atrás por las justificaciones que él establecía. Fue tarea heroica convencerlo para la realización de esa operación, nunca transigió con las bondades de la medicina. Después de haber tenido una salud como la de pocos, sus encuentros con los médicos fueron muy escasos. En su indiferencia hacia ellos, parecía esconder el temor de que le colgaran el recuerdo de las enfermedades, efectos de su vejez y, que le hicieran un balance cantado de sus dolencias.
Recurrimos a todas las estrategias para hacerlo modificar sus pareceres; replicaba haber visto lo suficiente o que, ya era hora del aparecimiento de sus cataratas. Él no quería soportar dolores, o padecer el terror de verse sobre la mesa de un quirófano. Así fue durante algún tiempo. Después de muchos ruegos y vacilaciones y, esperanzado en releer cómodamente los libros de sus afectos, aceptó someterse al procedimiento.
Estuvo donde el médico. El oftalmólogo-cirujano, anticipándose a cualquier programación, lo envió al anestesiólogo para evaluar su estado y para hacerlo oír las instrucciones a tener en cuenta el día de la operación; este profesional, después de catalogarlo como un fumador curtido, le recomendó, antes de cualquier intervención, una terapia respiratoria para aminorar los riesgos; le hizo un diagnóstico de sus probables afecciones pulmonares y lo conminó a dejar de fumar como única forma para evadir las complicaciones que, a su edad, podían ser mortales. Todo lo escuchó dentro de un silencio auténtico, como los suyos, cuando los hacía; mi abuela, su acompañante a esa cita, debió asumir las respuestas.
Desde la salida del consultorio aquel día, dejó planteada su dimisión a la operación; con notable enfado, aseguró no someterse a tratamiento respiratorio alguno y descartó definitivamente la posibilidad de abandonar el cigarrillo; para confirmarlo, desafiante, encendió uno, cuando estuvo en la puerta que salía a la calle.
En la familia, nos propusimos el nuevo proceso con los mismos ruegos la otra vez superados; aprovechábamos cualquier oportunidad para insistirle, con los mejores argumentos, lo conveniente que sería para él cumplir con las recomendaciones sugeridas.
Yo también, creyendo ser su nieto predilecto, pretendí hacer como consejero la tarde de un domingo, en cualquier pausa que hizo cuando me contaba alguna de las historias de sus años jóvenes. Aproveché la ocasión, me deshice en términos optimistas y le agregué un tono con voz suave, para recabarle sobre lo valiosa que era su vida para nosotros. Armé una disertación sobre su salud. Rebusqué los detalles que lo condujeran a pensar distinto. Me miraba con indiferencia, por momentos parecía interesarse en lo expresado. Yo cobraba más arrestos, añadía nuevas fórmulas, otras evidencias; él espabilaba y parecía mirarme con el rabillo del ojo; no volvió a hablar, con su silencio arruinó mi perorata, pero, tercamente seguí alargando la exposición de mis ideas.
Así fue por algún momento; hasta cuando, de pronto, sin respetar la frase que yo disponía, frenó mis palabras y me habló con un tono subido que pocas veces empleaba con sus nietos:
—Vea, Fulgencio —me dijo—, yo no lo he llamado a pedirle recomendaciones y no se me ocurre asegurar quién lo ha enviado a dármelas, pero tengo mis sospechas. Usted está muy muchacho para decirme qué es lo que yo debo hacer con mi salud y cómo debo actuar. Usted no debería meterse en cosas que son importantes solamente para mí, le repito, solamente para mí. A propósito, todos los de esta casa se convirtieron en mis consejeros y yo no le he dicho a ninguno de ustedes que lo haga. A nadie le he pedido consejos ¡no faltaba más! Eso también está dentro de las faltas al respeto a los mayores. Déjenme tomar las decisiones, por mi cuenta.
—Abuelo —le respondí desconcertado—, ninguno de nosotros quiere que haga cosas distintas a las que piensa, usted es dueño absoluto de sus determinaciones. Solo pretendemos animarlo para que se someta a lo dicho por el anestesiólogo, porque al realizar ese tratamiento, puede mejorar la calidad de su vida. Nadie le ha recetado nada; solamente estamos apoyando lo que dice el médico.
—Cuál calidad de vida, ni qué nada. Desde hace mucho tiempo vivo con los días limitados, como todo el mundo, claro está, pero los míos ya son muy poquitos; los años que he vivido son suficientes. Por favor, déjenme vivir en paz el resto de mis días —encendió un cigarrillo y continuó—. Solamente les falta mandarme a poner la piyama a la hora que decidan. Aquí les dio a todos porque tengo que hacer lo que ustedes digan, lo que cada uno quiera que yo haga, y se fregaron, yo todavía puedo tomar las decisiones como me dé la gana. Además, usted sabe muy bien, Fulgencio, lo que pienso de los médicos. Ya le he dicho lo que me parecen, lo que siento por ellos: siempre están adivinando, adivinando siempre, y si de pronto aciertan en lo que a uno lo afecta, no tienen los elementos necesarios para curarlo; entonces ¿para qué quieren que vaya donde ellos? ¿Para que me avisen de qué me voy a morir y para que me aprenda el nombre de la enfermedad que me va a matar?
—No, abuelo —lo interrumpí—: hoy en día la medicina es otra cosa; ya tiene muchas ayudas que tal vez usted desconoce: aparatos, exámenes de laboratorio, historias clínicas; hay procedimientos de evaluación; ahora usted trata con especialistas. Con todo eso, el médico y el paciente van a la fija.
—Cómo no, cómo no, Fulgencio, no sea ingenuo, es lo que le digo, estoy de acuerdo con usted: tienen muchísimas informaciones para darle a uno: cuál es la enfermedad que lo afecta, a cuántos ha matado y cómo ataca más a los fumadores, que a quienes no lo hacen, pero curarlo, ju, ju. O, si no, vea esta asma que me ha jodido tanto tiempo; he tomado todo lo que me dicen, todo lo que me han recetado y oiga este ahoguío; lo mejor será creerle a los brujos y tomar sangre de gurre.
Las últimas palabras, marcadas con una ironía poco usual en él, las dijo acompañadas con un jadeo aumentado por el esfuerzo al pararse de su silla. No quería hablar más del tema. Al irse poniendo de pies, refunfuñaba, desahogándose del mayor de sus disgustos. Yo también me paré y lo seguí a donde iba. Llegó al comedor; allí estaba la abuela conversando con mis tías.
—Cómo les parece —les dije—: el abuelo está enojado conmigo porque le insinué, en todas las formas posibles, que él debía acatar el concepto del médico: dejar de fumar y someterse al tratamiento pulmonar para procurarse una respiración mejor.
—Dejalo —contestó la abuela—, aquí se lo hemos dicho en todos los términos, pero él parece querer vivir como don Balbino, el vecino de la otra cuadra, pegado a un tubo con oxígeno por el resto de sus días. Él sabe que todavía está a tiempo y, si pone de su parte, su salud va a mejorar muchísimo.
Al espabilarnos y al mirarnos, el abuelo había desaparecido silenciosamente de donde estaba, sacándole el cuerpo a las recomendaciones, convertidas por esos días, en una cantaleta perseverante.
Pasadas algunas semanas, cualquier tarde me contaron que había ido espontáneamente a recibir las terapias respiratorias. De la primera sesión, regresó con la neura desatada porque la enfermera lo sometió a unos masajes en la espalda. Él consideró que fueron unos estrujones, que ella complementaba sobándolo con un cepillo, de estropajo —según él—, ese tratamiento lo dejaba adolorido en las costillas. A pesar de todo cumplió con las citas programadas y al final disfrutó de un gran estímulo: superó con creces los requerimientos del especialista.
Y, por esos días, llevaba como cincuenta sin fumar; a esas alturas, la abuela decía que, por esa razón, iba desatando un malgenio que le desconocían, lo hacía intocable, parecía un poseso desde cuando se levantaba; recorría la casa sin hallar un sitio que satisficiera su acomodo, argüía por todo y mantenía un buen prontuario de regaños para todos los de la familia. Fueron días de incertidumbres, sin palabras alegres, con respuestas duras; pero no volvió a fumar.
La cirugía fue dispuesta y realizada sin contratiempos. Los temores sobre sus posibles problemas de respiración, en la aplicación de los sedantes, los superó felizmente. Salió de la clínica rozagante y optimista. Le informaron los cuidados durante la convalecencia y aceptó cumplir con las recomendaciones.
Estuvo recostado; nos sorprendimos al verlo en la cama durante el día, muy pocas veces lo había hecho en su vida. Parecía resignado a someterse a las normas; tenía los ojos tapados y todo iba de acuerdo con lo prescrito. Pero, al tercer día después de la operación, en un descuido de la abuela, lo sorprendieron agachado tratando de amarrarse los cordones de los zapatos, cosa que el médico le había prohibido perentoriamente. Fue grande la preocupación de todos, ya esperábamos verlo supurando por las gasas. Pero no, para quedar ante él como los eternos fatalistas, a la semana siguiente, cuando fue a la clínica al destape y a la revisión, lo encontraron estupendamente; le renovaron las normas que debía seguir, sobre todo, la necesidad de guardar reposo, de permanecer en la casa otro tiempo para evitar cualquier golpe que pudiera mover los lentes; si eso sucedía sería muy crítico, especialmente antes del tiempo de su acomodo.
El abuelo era la persona más importante en nuestra familia; todos girábamos alrededor de su vida, a eso nos sometía su personalidad agradable, delicada, entusiasta, luchadora, fuerte en las dificultades y parca en el manejo de los triunfos. Los años lo habían repletado con experiencias y detrás de ellas aparecía el hombre de conversación muy agradable; con ella, en las reuniones familiares, servía los pasantes de sus anécdotas y de sus historias, que bien contaba.
Los nietos lo buscábamos, desde la infancia hasta entrados en la adolescencia, para disfrutar sus cuentos y sus crónicas habladas —poseía un muestrario abundante—, los decía con un dramatismo sorprendente; o para que fuera el líder en nuestros juegos, como en el del trompo o en la elevada de las cometas, donde era un maestro de los buenos; lo mismo, se igualaba con nosotros jugando a la gallina ciega o a los escondidijos, o hablando de cuestiones elementales, debatiendo como cualquiera de sus descendientes. A él acudíamos confiados a preguntarle sobre tópicos desconocidos, a contarle cuanto nos intranquilizaba, cuanto dudábamos, o a buscarle solución a muchas de nuestras pequeñas crisis económicas, resueltas por él sin críticas ni limitaciones, preguntaba poco y lo hacía con mucho gusto; por su intercesión fueron indultados varios de nuestros castigos; además, nos alcahueteaba las travesuras infantiles y distraía a nuestros padres para que ellas pasaran inadvertidas. Nos amaba sin medir hasta dónde podía querernos, sin sospechar y sin prepararse para la falta que le haríamos después, cuando el tiempo fue trayendo con las edades, el punto donde se partían los caminos que, hechos distancias, nos alejaron de sus sonrisas. Sus afectos y sus larguezas se acomodaban perfectamente a lo escrito por Víctor Hugo: «Hay padres que no quieren a sus hijos, pero no hay ni un abuelo que no adore a su nieto».
Era de cara blanca, toda llena de una alegría fina, fácil, transparente; miraba con humildad y con interés, pero en sus ojos también nacía la seguridad al tomar las decisiones; siempre se repetía cariñoso cuando lo abordaban, sus caricias y sus bendiciones fueron como la misma cosa; el tono habitual de sus palabras remansaba cualquier impertinencia; de sus palabras, salían con frecuencia lecciones marcadas con la conclusión en los perdones; imponía sus argumentos con tonos calmados, las más de las veces asentados sobre fundamentos sólidos. Creyente hasta los tuétanos, aseguraba que sus oraciones eran eficaces porque, aunque siendo breves, las hacía con la seguridad de los confiados en lo que rezan; siempre se escurría de las ceremonias religiosas largas y afianzaba sus preceptos en las actuaciones prácticas. Sus frases oportunas con pizcas de humor negro, cosechaban risas abundantes entre los que nos reuníamos; no utilizó las burlas para nosotros ni para nadie, y su vocabulario nunca se escabullía por el atajo de las palabras burdas…
Entonces, empezaron los días de la convalecencia del abuelo por la operación de sus cataratas; el médico había reiterado las recomendaciones, todas fundamentadas en un buen reposo.
El primer día, desde muy temprano, al sentir sus ojos destapados, no se cansaba de hacer comentarios alegres sobre la limpieza de su visión. Percibía todas las cosas como creadas recientemente; volvió a disfrutar de los asomos al balcón a recrearse con el espectáculo de los comienzos de los días, diversión a la que le había perdido el gusto por las manchas que le empañaban el paisaje; reestrenaba la forma de divisar mejor lo que miraba, acercándose otra vez a la contemplación de los detalles simples y pequeños: no podía disimular su dicha. Como admirador de la naturaleza, no perdía oportunidad para exaltar lo advertido en ella. Ese día primer día, en la noche, vencido por la emoción, nos contaba que, estando muchacho, cuando participó en los trazados preliminares de la Troncal a la Costa, por selvas intocadas, gastaba las tardes después del trabajo, y los domingos, después de lavar la ropa, en la indagación de las manifestaciones de los animales y en la búsqueda de muestras de las hojas y las maderas de los árboles desconocidos en su tierra. Ese asombro por la naturaleza nos lo transmitió a nosotros, a sus nietos: recuerdo cómo en las tempestades nos enseñaba a observar la belleza de los relámpagos y a calcular, por el sonido del trueno, la distancia aproximada donde se ocasionaban.
Al otro día, destapados sus ojos, protegiéndose con unos lentes verdes, tal vez excedido en la confianza que a veces termina en los excesos y con la osadía reprochada por todos, caminó sin compañía hasta la esquina de la casa. Esa tarde hablamos con él sobre los riesgos de las salidas apresuradas, esas aventurillas lo hacían peligrar el goce de su visión nueva. No tuvo en cuenta nada de lo dicho para evitar cualquier percance, así lo hizo también el tercer día, haciéndonos creer que ya se había cuidado lo suficiente.
El cuarto día se aventuró a un recorrido más largo. Seguramente lo desbordaba la impaciencia por volver a disfrutar de la variedad de la vida en las calles y del concierto de los colores arrinconado en su memoria. Superó la primera esquina y, sin dudarlo, decidió alargar la caminada. Sentía seguridad suficiente, veía con nitidez cada detalle de la acera: así pasó una y otra y otra esquina. En la cuadra siguiente, al transitar por el lado donde jugaban un picado de fútbol callejero, un balón que salió con gran fuerza de la cancha improvisada pegó en su cabeza; lo hizo perder el equilibrio, en la caída se golpeó contra la acera. Algunos que pasaban, lo ayudaron a incorporarse y a buscar sus gafas, habían quedado a la distancia. Notó su visión descompuesta, regresó en cualquier forma a la casa, procuró restablecerse, pero comprobó que veía menos que antes de la operación reciente.
En la cita con el médico, los pronósticos derrumbaron las esperanzas, los lentes se habían movido, afectando la parte donde se recibían. No obstante, sugirió nuevamente reposo y dejar pasar algún tiempo antes de cualquier procedimiento.
De ahí en adelante emprendimos el peregrinaje por los consultorios de los especialistas que nos referenciaban. Lo llevamos donde los que traían las nuevas técnicas y los mejores equipos; donde quienes él oía por la radio, mejoradores de la visión por medio de lentes especiales; donde los de las fórmulas naturistas y homeopáticas, donde los santos de moda que hacían curaciones a porrillo; después de todo, los resultados no fueron favorables; claudicó ante su enfermedad. Él mismo decidió no hacer más romerías plañideras, se enconchó dentro de su ceguera progresiva y a quien le hablaba de la cuestión, proponiéndole otras formas para curarse, lo despachaba sin miramiento alguno.
Así transcurrió algún tiempo, al mismo paso de los días, fue mermando la luz de sus ojos, hasta cuando no vio más.
Javier buenas noches. ¡Qué bueno que sigas produciendo contenidos en ésta época, de improductividad! ¡Lo leeré mañana!. ¿Ya lo subiste a tu página web?
Espectacular historia, llena cualquier espectactiva. Felicitaciones.
Excelente relato , hermosa manera de describir a los abuelos , nos trae a la memoria los recuerdos ,. Gracias por deleitarnos con tus relatos .