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EL CARRITO DE MADERA

¡Caramba, si me costó dificultad conseguir los materiales para armar aquel carrito de madera! Mis fondos eran miserables; pasaron algunos meses entre ahorrar y gastar los centavos que requería, hasta cuando logré recoger lo necesario para poner a funcionar mi embeleco. Eran aquellos días del pasado remotísimo en que nos obligábamos, por razones económicas, a elaborar los juguetes añorados que, sin duda, disfrutábamos tanto o más que con los que, de pronto, pudieran regalarnos. Cuánto mayor era nuestra iniciativa, respaldada por la habilidad manual, más fácil producíamos los cacharros que nos satisfacían doblemente: primero por hacerlos y luego por disfrutar de la alegría de jugar con lo que habíamos construido.

    Algunos amigos de la cuadra ya habían hecho sus carros y, por las tardes, después de aplicarse a las tareas, salían a disfrutar con ellos llevándolos tirados por una piola pegada a las puntas del timón lo que les permitía maniobrar en las curvas o reversar.

     ¡Qué maravilla! Mis amigos eran los ocupantes de las aceras, remedaban las operaciones de los camiones cargueros, iban uno tras otro, como si fueran en caravana por las carreteras; con la boca hacían la imitación de los sonidos propios del ruido del motor, remedaban  los frenos de aire, los cambios de velocidades y, con los pitazos escandalosos, rompían los silencios parroquiales y  ponían a gruñir a los vecinos adultos, especialmente a don Rogelio, hombre torvo que, como en el cuento de Dickens, hasta los perros al pasar lo hacían por la calle porque se disgustaba cuando pisaban su acera.

    No podía negarlo, sentía envidia de mis amigos al verlos transformados en choferes; sorteaban en sus fantasías los problemas de los caminos al esquivar las irregularidades de las aceras y hacían algarabías cuando ocurría un volcamiento, como si fuera un accidente de verdad.

    Le gasté varias horas de mis sueños a la proyección de esa idea, pensaba en construir mi carro igual a los que conocía, cosa que me sirviera para desfilar con mis amigos en medio de los alardes como constructor y chofer. También contribuía a mis desvelos la cuestión más preocupante: cómo sanear mis finanzas pobrísimas, para comprar las partes requeridas.

    Para armar aquellos carros, era común utilizar la madera de un cajón, de esos en que venían los clavos para herrar hechos en Noruega o en Suecia. Eran en madera de pino blanco, cepillada, con grosor uniforme; esas tablitas podían trabajarse con alguna facilidad esquivando los nudos naturales al hacer los cortes.

       Renuncié a tomar algunos algos en la escuela, así ahorré el dinero necesario para comprar el cajón, valía treinta centavos y exigían pagarlo por anticipado para reservarlo, lo entregaban cuando vendieran el contenido. Hecha la compra, anduve casi todos los días hasta esa ferretería a preguntar por mi encargo; sentía incomodidad, me respondían, sin verificar: «ese cajón todavía está ocupado». Cuando lo entregaron ya casi estaba rebasada la primera prueba a mi paciencia.

      Desbaraté el cajón con esmero, muy lentamente, para que las tablas quedaran sin roturas y para que los huecos de los clavos no fueran de tamaño mayor, salieron en buen estado, la mejor de ellas, la que satisfacía las medidas para mi carro, tenía un nudo en la mitad, pero no afectaba el proyecto. Hice los trazos correspondientes, bosquejados antes en hojas de papel cuadriculado empatadas con cinta transparente. Tomé sin permiso el metro del costurero de la mamá y con él levanté los puntos de los cortes sobre la tabla. Esa fue mi primera herramienta de medida.

      Varias veces intenté desistir de la hechura de ese artificio al darme cuenta de los cortes de madera que me esperaban, carente de las herramientas que hicieran fácil el trabajo.

      Pero al fin, no fui capaz de quitármele a ese proyecto, pudieron más mis deseos de tener funcionando el carrito de madera. Como carecía de bastidor para las sierras, enrollé en la punta correspondiente un retazo de tela para evitar lastimar mis manos. No obstante, al avanzar la labor ya tenía ampollas suficientes que me obligaron a recurrir a las fórmulas caseras para tratarlas. Fue una manualidad dura de acometer por lo precario de la herramienta; por las tardes cortaba un poco, hasta el cansancio o hasta cuando reventaba alguna de las ampollas, ardían bastante; después, gasté otro tiempo puliendo las tablas con papel de lija para obtener mejores acabados.

     Me faltaba buscar las carretas de madera; para hacer esos carros usaban las que traían el hilo que utilizaban los sastres o los zapateros; con ellas hacían el remedo de las ruedas, después de hacerles un trabajo paciente. Debían partirlas por su eje y cortarles muescas, para buscar la imitación de la zona de tracción, de cada carreta salían dos ruedas; en el timón trasero iban dos a cada lado, invertidas, como si fuera la doble llanta.

       No fue fácil conseguir esas carretas. Primero las busqué entre mis amigos, recurrí a los más conocidos, a los que saludaba cuando nos encontrábamos. Abordé a varios sastres en sus talleres, hasta les recogía las cosas que al entrar veía en el suelo, caídas de sus mesas de trabajo, o les hacía cualquier favor espontáneo a ver si los comprometía; fue inútil toda mi cortesía, fue imposible ablandar sus mezquindades; cuando les solicité el favor, ninguno parecía ser mi amigo, me trataban como a un desconocido. Algo parecido sucedió con el talabartero, con él tenía alguna relación porque me paraba con frecuencia en la ventana de su negocio a observar su trabajo, también fue amarrado con sus malditas carretas.

    Estaba al borde de la desesperanza, quería claudicar en mi trabajo, cuando recordé que le había visto a don Martín Anzola, el zapatero remendón, una carreta con hilo encerado en la tabla donde colgaba las herramientas; ¿quién quitaba que las usara con frecuencia y tuviera algunas guardadas? Fui a la zapatería y lo esperé, estaba muy temprano todavía. Cuando llegó, don Martín, le conté mi empeño. Pero no, era la única carreta que tenía, la misma que yo había visto antes.

     Pasaron varios días, me parece que fueron casi dos semanas: por fin conseguí las tres carretas, creo haberlas cambiado con un amigo por un trompo de guayabo con su pita, era uno de los torneados por don Celso, muy cotizados en aquellos días. Así solucioné ese problema tan primario. 

     El proceso del carrito de madera proseguía con la elaboración de los timones donde van las llantas, un trabajo complicado, requería delicadeza y habilidad de carpintero ducho; era necesario rebajar la madera, sin romperla, hasta donde entraran las carretas por su perforación y rodaran libremente. Difícil de contar las veces que fracasé; el material, los pedazos de madera disponibles, se rompían fácilmente. Fue penoso luchar contra mi impaciencia, combinada con el desaliento, tuve que ensayar varios tipos de maderas que permitieran hacer los cortes. Fueron incontables las veces que estuve con proximidad al llanto y a la claudicación por la dificultad para pulir esos timones, solo me alentaba el deseo de imitar a mis amigos; no podía esconder mi envidia al verlos pasar presurosos por la acera de mi casa ocupadísimos con sus carros; quería estar con ellos.

     Reuní, pues, los materiales, hasta los clavos de pulgada y media y el pedazo de piola para jalar el cacharro y para mover el timón, dediqué toda la tarde de un sábado a ensamblar el carro de mis sueños. Tenía como herramienta fundamental un martillo que me prestó don Miguel, el vecino de mi casa. Fueron muchos los errores cometidos en el trabajo; sufrí los golpes dolorosos de los martillazos consecuentes con la falta de experiencia, esos porrazos, al no sonar sobre la puntilla, habían pegado en cualquiera de los dedos de mi mano derecha –– desde siempre he sido zurdo perdido––; hasta llegué a darme un golpe tan duro en una uña que la hizo caer a los pocos días. 

      Parecían superados todos los inconvenientes. Tuve mi carro armado. Para mí, fue la reproducción perfecta de un camión carguero: exhibía la imitación de su cabina, de su carpa, de los elementos que lo hacían identificable. Di principio a los ensayos en un corredor de la casa: pulí todos los detalles, suavicé unas ruedas pegadas ¡Qué paciencia la que invertí, por Dios!; pero, durante el proceso de las pruebas apareció una falla. La mala alineación de las llantas traseras hacía que su rodaje fuera atravesado, indócil a los mandos del timón delantero.

    La revisión y la corrección del desperfecto requirió el gasto de otras horas de perseverancia en el trabajo; fue tardío el resultado por el desbarate que hice, apuraba mi impaciencia.  Fue necesario pulir un timón nuevo; rompí el anterior, resultado de la ansiedad y la rabia.

    Pude alinear los timones, ahora las ruedas giraban fácilmente, la dirección obedecía. El trabajo fue tenaz, pero mi carro había superado las pruebas finales. Me colmaron de admiraciones por esa obra. Había hecho las llantas con las carretas más grandes, más escasas; por supuesto, las envidiaban mis amigos. Tímidamente, salí con aquel vehículo a efectuar las primeras andanzas hasta cuando, su funcionamiento perfecto, satisfizo mi confianza y envalentonó mi ego.

    Con expectativa esperábamos las tardes, después de hacer las tareas y luego de comer, para salir a nuestros recorridos. La tropa camionera llegaba puntual a empezar los viajes de la caravana por las aceras cercanas a nuestras casas. 

    Varias semanas, meses, o mejor, buena parte de ese año, disfrutamos el placer de hacer el tránsito frecuente con nuestros carros. Éramos vecinos y alumnos de la misma escuela donde hacíamos el segundo elemental.

    Un sábado por la tarde fue otra reunión desde temprano con nuestras máquinas, ya éramos seis los participantes más constantes en las caravanas. Hicimos los preparativos con el repaso, antes que nada, del estado de los vehículos. Fue una salida, como las acostumbradas, a darle la vuelta a la manzana; cada uno de los aparatos iba colmado con materiales distintos: piedras, trozos pequeños de maderas, arena, pedazos de adobe, toda la carga bien organizada sobre esas carrocerías.

      La alegría era completa, los carros funcionaban sin novedades; ese júbilo también contenía el gozo de la holganza al estar afuera de las casas. La tarde gris parecía preparar el prólogo de un aguacero, pero ¡qué importaba, mojarnos también sería bueno! Se nos ocurrió dar dos vueltas para pasar por los puntos de rutina, hicimos el primer recorrido con maniobras audaces; no peleábamos la posición en la caravana, cada uno estaba donde lo permitían las varadas que sucedían en el trayecto.

     ¡Hubo gritos, emociones con los pitazos, volcamientos! Ya venía anocheciendo; yo, cerraba el tropel arrastrando mi carro, no tenía ninguna prevención, lo jalaba despacio porque iba sobrecargado con maderas, no quería romper un timón; todo había sido normal durante los recorridos anteriores. Nos faltaba poco para empezar la tercera vuelta. Pero, ¡qué sorpresa, maldita sea! al pasar por la casa de don Rogelio, como a media cuadra de la esquina (no había observado la presencia de nadie, atento como estaba en el comportamiento de mi camión),  sentí un tirón fuerte en la piola con que lo arrastraba y me quedé con el timón de la dirección, despegado del clavo donde giraba… parecía un golpe; miré bruscamente hacía atrás y vi que don Rogelio, le había pegado una patada a mi carro, en ese instante volaba, pronto a caer en la mitad de la calle, hecho trizas; en la grama estaban los pedazos de madera. El señor regresó a su puerta, al punto donde se mantenía, mientras gritaba: «Vamos a ver si van a dejar la joda de pasar por aquí, o qué; ya se los he dicho muchas veces». Ese era el sitio desde donde nos hacía mala cara cuando pasábamos por su acera.

     Me devolví rápido, sin intimidarme me arrodillé y palpé el desastre: las partes principales quedaron rotas. Sentí la tristeza del que pierde lo que ha querido mucho.

    Apurado recogí mi trebejo, lo tuve en mis manos con cariño, mientras caminaba ligero a sentarme en la acera, al frente de la casa de don Rogelio, quería balancear lo sucedido; no comprendía por qué mi trabajo de tantas horas se había desbaratado con esa patada ¿por qué tenía que ser mi carro el destruido?

   El señor continuó en la puerta, pasó los dedos pulgares por las cargaderas de su pantalón; me miraba desafiante, iracundo, pero también aparentaba alguna satisfacción con el cumplimiento de su venganza; yo lo miraba sin rabia, angustiado, impotente; humillado, no escapé contra él ninguna palabra que desahogara mi tristeza. Entre tanto, los amigos de la caravana que llegaron a la esquina se devolvieron en carreras al oír el ruido del accidente, cada uno traía su carro debajo del brazo para protegerlo; hasta cuando estuvimos los seis, sentados en la misma acera, al frente de la casa de don Rogelio; nuestras preguntas y respuestas se cruzaban pasito, rápidas, descompuestas, atropelladas y aturdidas; las miradas de nosotros, todas las miradas  a la puerta, fueron indagadoras, contagiadas, resentidas.

   Había un silencio casi completo, solo podían percibirse los cuchicheos; mientras nuestras caras de niños opinaban el delate de la congoja, mis amigos fueron solidarios con mi infortunio.  Al volver a mirar el carro para reconocer otra vez lo sucedido, comprobé cómo había sido el tamaño del desastre: los dos timones quedaron hechos añicos, el vidrio de la cabina quebrado, los alambres, que sostenían la carpa, torcidos completamente, había perdido una de las llantas en la grama, no fue posible encontrarla, la rebuscamos por todas partes, quién sabe a dónde volaría. Ahí estuvimos otro rato, don Rogelio, entró y cerró su puerta de un golpazo (nada le dijimos, pero soportó todo el tiempo la carga de nuestras miradas, por ellas escapamos el desconsuelo).

     Fuimos hasta la acera de mi casa; nos sentamos a conversar en el quicio de la puerta, hubo repaso y pormenorización de los detalles habidos durante el incidente y, por ahí derecho, amenizamos los desahogos con la aclamación de las palabras soeces que dijimos dedicadas a don Rogelio. Mi mamá, que nos oyó, quiso comprobar nuestra inquietud, verificó la reunión, trató de imponer el orden; miró las ruinas del carro, lo teníamos como expuesto, pero no preguntó de quién era, tal vez ya lo sabía; al momento nos trajo, como para conjurar la tristeza, arepas redondas pequeñas con pedazos de panela por dentro. El aguacero pronosticado ya hacía de las suyas, nos apiñamos en el zaguán de mi casa hasta cuando escampó del todo. 

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Publicado enCuentos

2 comentarios

  1. Luis Guillermo Peña R. Luis Guillermo Peña R.

    Vivencias de la infancia, los más puros recuerdo s del ayer.

  2. Reina Luz Torres Giraldo Reina Luz Torres Giraldo

    Que lastima después de tanto esfuerzo y dedicación. Por la intolerancia de alguien truncar ese sueño.

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