Ya era después de la media tarde en ese pueblo calentano; la inactividad en uno de los días de entre semana permitía a los tertuliantes, regulares y empedernidos, desempacar sin apuros, en las bancas del parque o en los cafetines de sus encuentros, las chacharas reservadas para atizar el gasto del resto de las horas de ese día. No eran muchos, casi siempre eran los mismos integrantes de los grupos de contertulios.
―¡Eh Avemaría, hombre, Querubín! ¡qué casa tan buena la que usted va a comprar! ¡Esa casa es mucha casa! ¿Cómo es que nosotros, que hablamos con tanta frecuencia, de tantas y tantas cosas, no habíamos comentado nada sobre esa propiedad? Esa vivienda tiene muchas historias, en este pueblo le han montado muchos cuentos; unos ciertos y otros que son puras mentiras.
Empiezo por decirle, hombre, Querubín, que esa casa fue de nosotros, de los Segura, casi toda la vida; por eso todo lo que le diga es comprobado. Usted se ha dado cuenta, algunos todavía la llaman así: «la casa grande de los Segura», es por lo mismo: fuimos los dueños desde su construcción.
Cuando mi hermana Fidelina me habló de sus proyectos, yo quería que nos viéramos para contarle algunos detallitos (de esos que se guardan celosamente entre las familias y que uno hasta los dice con timidez), relacionados con la historia de esa propiedad.
¬¬¬¬¬¬––Ya me lo habían dicho, don Tarsicio; de esa casa han puesto a rodar toda clase de comentarios. Desde hace mucho tiempo, desde cuando yo estaba chiquito los he oído; los he vuelto a oír ahora, hace poquito, antes de que pensara en esa compra; esas historias o comentarios han sido muy repetidos, vuelvo y se lo digo, los oí cuando niño y ahora más, después de graduarme y volver a trabajar a este que es mi pueblo. Claro, yo no sé nada más allá que lo dicho por la gente cuando le ha dado por hablar; aquí le cuentan a uno las historias, sin preguntarlas. Por eso, lo que usted me cuente, lo desconozco, seguramente; y será muy importante para tenerlo en cuenta cuando me entreguen la casa.
—Eso está bien, hombre, Querubín. Vea, en este pueblo abundan los comentarios desmadrados. En todas partes dicen que dizque las paredes oyen; pero aquí, aquí, si no estoy mal, hasta pueden hablar estas malditas, y no estoy exagerando —dijo don Tarsicio, fastidiado y prosiguió—. Pero ¡qué diablos! No le voy a dar importancia a los chismorroteos, voy a contarle algunas cositas, casi confidencias, nadie las sabe; yo sé que usted también las desconoce porque está muy joven. Son hechos sucedidos hace bastantes años. Es parte de los anecdotarios que van quedando en la vida de las familias con integrantes se han ido gastando o, mejor, que cumplieron con el último paso de la vida, que se fueron. Oiga, y a propósito, Querubín, y para mermarle a lo trascendente, no está por demás decirle: con esa compra a usted lo está persiguiendo la buena suerte…
Así era con frecuencia. Otra vez se encontraron, casualmente, don Tarsicio y Querubín, amigos desde mucho tiempo, aquél jubilado del municipio y éste, maestro de escuela en ejercicio. Hoy se vieron sin proponérselo en el café de don Guillo, en la calle principal del pueblo, al lado de la plaza. También se convocaban a menudo, citados allí, en el mismo punto; a veces, hasta coincidía el encuentro en la misma mesa, donde hacían y deshacían asuntos variadísimos, frívolos casi todos, paladeando un buen café como les gustaba, venido directamente de la cafetera cuando, en el reverbero de gasolina, ensayaba los primeros hervores antes de envasarlo en los termos.
» Entonces, Querubín —insistió don Tarsicio en su cuento—, esa casa perteneció a mi familia hasta hace pocos años; pocos años digo yo, sabiendo que son dieciocho o veinte; eso fue cuando mi papá, en vida, la vendió a Wenceslao Porras. Ese negocio debió hacerse porque éramos cinco personas, solo cinco personas viviendo en un caserón tan grande, tan difícil de mantenerlo, a eso contribuyó también que hubo algunos incidentes suficientemente aburridores (más adelantico se los digo). Esas eventualidades nos obligaron a salir de esa vivienda. Durante este tiempo ha pasado por otros tres dueños, o por cuatro con usted, que va a quedarse con ella, seguramente.
» En la casa grande —siguió diciéndole don Tarsicio a Querubín—, como, le repito, la llamamos al recordarla, empezó el quehacer del tronco familiar de los Segura; allá vivieron algunos de nuestros ascendientes; se sucedieron como propietarios los hermanos mayores de cada una de las generaciones. Mi papá la obtuvo por herencia testamentaria del abuelo al hacer repartición de sus bienes. Desde cuando nos dimos cuenta de la vida, muy niños, la disfrutamos a plenitud; especialmente yo que fui el mayor; vivíamos en ella como si fuera en una finca: tuvimos varios perros, gatos, a la vaca Mariposa, que nos dio terneros y leche durante algunos años, el corral de las gallinas y el de los marranos y la huerta con las cebollas, los tomates y las coles, el papayo y el brevo y un durazno sembrado hace muchos años ―yo no sé si todavía estará produciendo―, el cedrón, la malva, el sauco, la mejorana… todo cabía en esa huerta.
» Mi tatarabuelo, Rosendo Segura, empezó a levantarla en el lote que le correspondió en suerte cuando participó en la fundación del caserío.
» Esta historia nos la contaron muchas veces —prosiguió, don Tarsicio—, desde cuando éramos muy niños todavía. Es una parte de los tantos relatos dichos por mis tíos al venir de las fincas a sus diligencias en el pueblo, era común que los hicieran en las noches, luego de la comida. Esas fueron unas veladas cándidas, ambientadas por el silencio habitual en aquellos años, interrumpidos solamente por los ladridos de los perros; ese era un silencio recreado por el ruido del río al golpear sus aguas sobre esas piedras tan grandotas por donde baja de la cordillera. La costumbre en aquellos tiempos era sentarnos en el granero y en las banquetas de la cocina, la cara cogida con las manos, como en actitud pensante, sorprendidos con lo que aquellos viejos decían o contaban, alumbrados por las llamas y los traqueteos de la leña verde y por lo tanto ruidosa, que iluminaban primero la figura de Herminia Loaiza, la muchacha del servicio; la recuerdo descalza, de pie junto al fogón, con su figura morena contagiada de la tristeza indígena, alumbrada también por las velas de sebo que hacía don Salvador Cifuentes ––yo creo que a ese señor si lo oyó mentar usted––, aún no había electricidad en esta tierra. En aquellas reuniones familiares, amigo Querubín, nos repartían merienda con chocolate y arepa de chócolo con quesito traído por los parientes de las fincas; después, algunos hasta nos quedábamos dormidos, era lo normal por estar acostumbrados a encamarnos a la misma hora de las gallinas. Y, con el miedo que nos daban los relatos de espantos oídos en la velada, esperábamos para salir todos juntos hacia los dormitorios.
» Usted, que ha entrado varias veces a esa propiedad, amigo Querubín, sabe de su tamaño, ocupa toda la manzana, la extensión del solar es casi de medio mundo ––como decía mi papá––. Como le dije antes, la empezó a construir el tatarabuelo, Rosendo Segura: toda en tapias de tres cuartas de ancho, con cuatro vueltas de tapial. Mire esas tapias en las partes de afuera y verá lo viejas que están: ya están lambidas por las lluvias y por los vientos habidos en tantos años. Tiene diez piezas, la cocina atrás; los corredores son muy amplios y rodean un patio cuadrado, antes estuvo forrado en ladrillos y tenía eras sembradas con azaleas, hortensias y bifloras ¡No es por decírselo, ni por chicanear, Querubín…: pero, ese patio todavía tiene sus encantos! A esa casa le hicieron pesebreras donde podían cuidar hasta treinta caballos, no le exagero, esos animales cabían perfectamente las veces que se juntaban los tíos y los primos venidos de las fincas. El solar es muy grande, producía maíz y frisol para gastar durante todo el año. Esto que le estoy diciendo no es para ayudarle a cuajar el negocio al que se la está vendiendo, usted sabe que a mi eso no me importa, yo no soy comisionista
―No se preocupe, yo sé que eso es así. Oiga, don Tarsicio ¿y dónde nació ese tatarabuelo que usted ha mencionado varias veces? ––apeló, Querubín interesado en el tema—. Yo no había oído hablar de él, y conste que he sido de aquí toda la santa vida.
—¿Qué no, Querubín? Ese es otro cuento, mi amigo. Vea: don Rosendo Segura, mi tatarabuelo, fue uno de los fundadores de este pueblo. Allí en la sala del concejo municipal está su retrato; cuando entre, mire y ahí lo verá en la pared al frente de la puerta: es uno flaco, de bigote en manubrio, mirada muy firme, con los brazos cruzados y con la camisa blanca de manga larga abotonada hasta el cuello. Él nació por los lados de Cáceres, cuando a esa población le quedaba algo de la importancia conseguida durante la época colonial. Muy joven, fue dueño de una piragua, hacía recorridos hasta donde el Cauca es navegable, después bajaba cambiando sal y baratijas por el maíz cosechado en la región. Parece haber sido muy apreciado; sobra decirle que fue muy buen conversador y poseía una inclinación natural a estar metido en las bebetas de tapetusa. En una de esas borracheras, mató a un indio en una cantina cerca a Puerto Raudal; nunca nos contaron esa tragedia cuando estábamos chiquitos, solo al estar mayores vinimos a saberla sin muchos detalles, fue dizque en legítima defensa; él se entregó y al juzgarlo resultó culpable, lo condenaron a pagar presidio en Antadó. Cuando lo llevaban con otros presos logró fugarse. Rodó por veredas y montañas sacándole el cuerpo a la justicia. En alguna parte supo de quienes preparaban la aventura de venir a fundar el caserío donde empezó este pueblo y se enganchó con ellos. Los incidentes de su vida llaman mucho la atención, hasta darían material suficiente para hacer un escrito largo; nadie se ha interesado por seguirle el rastro… Pero, cortemos por aquí, eso es otra cosa; en fin, ahora, si no está muy tarde, conversamos sobre sus andanzas.
» Entonces, vuelvo al relato que traía, mi estimado Querubín. Los viejos, al contarnos la historia de esa casa, la empezaban en el tiempo cuando la guerra de los Mil Días estaba en su apogeo: según eso, llevaba como cinco meses de haber sido declarada.
» Esa fue una época con las necesidades regadas por todo el país, país todavía con las heridas, apenas en curación, de otra guerra civil concluida pocos años antes: no había trabajo en las ciudades, muy pequeñas cuando eso, y muy poco en los campos donde muchas veces pagaban el jornal con parte de lo producido en las labores; abundaban las muertes, las epidemias que podían controlarse mataban mucha gente.
» El general Amancio Legarda, un agricultor del Cauca, venido a más cuando los políticos le pagaron los favores y las lambetadas que les hacía con ese grado militar, recorrió los pueblos de esta región tramando todo tipo de picardías con sus seguidores. En cada lugar tomaba como suyos los locales, las casas, las fincas, lo que le provocaba, donde pudiera acampar o tener su ejército, sin respetar las propiedades, y sin pagar los destrozos ocasionados. Se dedicaba a reclutar a quienes pudieran servirle como soldados, no le importaba si eran simpatizantes de su partido o no; también brincaba por encima del compromiso familiar del alistado; en cualquier forma buscaba conseguir la gente que le requerían para combatir en los Santanderes de hoy en día y en las sabanas de Bolívar; eran exigencias que le hacían para garantizarle las prebendas de que gozaba.
» Los de la tropa, mi estimado Querubín, protagonizaron todos los excesos que usted se imagine, en todas partes dejaban la traza de sus borracheras, apuradas con los anises de las damajuanas embejucadas, que siempre iban adelante de las muladas con los suministros. Fueron comunes las violaciones, las mujeres entregadas por miedo al militar o las que lo hacían ilusionadas con las promesas de los edenes ofrecidos para disfrutar cuando pasara el conflicto.
» Esto era frecuente en la región: nadie escapaba de ser obligado a trabajar para ese ejército cuando algún capataz lo exigía. Los herreros debían prestar sus fraguas y su labor para arreglar los deterioros de las armas y para provisionar de herraduras al caballaje; a los carpinteros les quitaban su tiempo tallando las culatas en las maderas más costosas para reconstruir los fusiles; los talabarteros disipaban sus materiales reparando las sillas de montar y los aperos ¿Y de plata? Nada, nada, lo que se dice nada, todo lo hacían de balde, para salvar el pellejo.
¬¬¬—¿Y ellos llegaron hasta aquí, don Tarsicio? —preguntó nuevamente, Querubín.
—Para allá voy, espérese y verá. Pero, antes pidamos otro tintico. He hablado mucho, ya tengo seco el guargüero —contestó don Tarsicio y prosiguió con su cuento. Habían pedido el café.
» Por la época de que le estoy hablando, en plena Guerra de los Mil Días, mi bisabuelo (mi bisabuelo, porque el tatarabuelo Rosendo –– quien construyó la casa de que estamos hablando––, había muerto años antes), era el rico de esta región. Poseía, entre otras cosas, una boyada con doscientos cincuenta animales repartidos en cinco grupos de a cincuenta; a toda hora, una de esas partidas estaba en el camino. Fue el transportador más grande de toda la región, todo lo traído a estos pueblos era movido sobre esos mansos.
» El bisabuelo fue dueño, además de la mina del Conguital, allí sacaba oro con muy buen rendimiento y de excelente kilataje, tenía cuarenta trabajadores fijos. En ese tiempo lo consideraban como el gran empleador de estos lados. Fundó un almacén, aquí en el pueblo, donde vendía las misceláneas que usted se imagine; estaba situado allí cerquita, al frente en la otra calle de este parque, donde hoy está esa tienda grande de los Elorzas; esos locales le pertenecieron a él, hasta la esquina. También tenía una finca ganadera donde levantaba bueyes de gran alzada, admirados donde llegaban.
» Empezó en el trabajo como arriero y al conseguir algún modo se hizo a esa casa que usted va a comprar. Obtuvo los derechos de sus hermanos y, entonces, él, mi bisabuelo, Ángel María Segura (había olvidado decirle el nombre), bastante platudo, le gastó un dineral para ponerla a su gusto, como la deseaba tener desde tiempo atrás: le construyó los balcones que dan hacia la calle, le hizo los techos con teja de barro, los corredores cementados y el primer escusado con tuberías que hubo en este pueblo —ese dizque fue una novedad—. Ah, y también el baldosado del zaguán, tampoco lo tenía nadie por aquí, además del contra portón con vidrios en colores.
—Oiga, don Tarsicio —interrumpió Querubín—, ¿la bañera alemana que vi allá la pusieron después?
—No, hombre, eso fue por esas mismas calendas. Si usted oyera las anécdotas chistosas que se decían sobre la traída hasta aquí de ese armatoste tan incómodo para cargar en los bueyes.
» Vea, le cuento más: las puertas y las ventanas, todas en comino, también las mandó a hacer él y son las mismas que tiene la casa hoy en día. La cocina con leña (en esos años todavía no había electricidad, como usted debe suponer), tenía unos atanores de barro en el fogón, una especie de chimenea, por donde salía el humo sin meterse a las piezas. Para resumirle, esa era una casa con tantas comodidades —tantas, digo, para ese tiempo—, que hasta hubo un gramófono de los accionados por cuerda y manivela, y la gente del pueblo venía los sábados y los domingos y se paraba al frente de la casa a oír las melodías que sonaban desde el balcón donde colocaban ese aparato; entre paréntesis, hombre, yo creo que, al sonar esa música, debió haber salido de ese aparato con un ruido como de fritanga.
Esa casa fue la más grande y la más surtida de toda la comarca.
» De todas esas mejoras quedó muy poco, casi todo se acabó, se deterioró o se lo robaron durante la guerra.
» Y lo que son las guerras, hombre, Querubín: fíjese, cuando el bisabuelo conoció las noticias sobre las expropiaciones hechas por el general Legarda en otros pueblos más retirados, él presintió, y se lo dijo a mucha gente: «la llegada de ese ejército va a arruinar mi vida». Y dicho y hecho: cuando ese militar estuvo más cerca, él fue perdiendo el entusiasmo por el trabajo, no quiso buscarle nuevas alternativas a sus negocios y se dedicó a vivir sin ningún interés por su futuro. Vendió a la carrera y por cualquier cosa la mina de Conguital y regaló a los trabajadores otras vetas suyas muy ricas, todas cercanas; lo mismo, fue feriando el ganado y dejó la finca casi sin surtido.
» Siguió metido en el almacén, pero no compraba un solo centavo en mercancía nueva; todo el dinero realizado en las ventas, dicen que lo recogía y compraba morrocotas. En la misma forma fue saldando los bueyes y dejando a un lado el negocio del transporte de mercancías.
» Pasaron algunos meses, hasta cuando en la tarde de un viernes de junio, según contaban, sintió un ruido de caballos en la plaza. Salió a ver lo que ocurría; era una avanzada del general Legarda con algunos de sus oficiales, venían a conocer este pueblo, en pocos días llegarían con su ejército a quedarse por algún tiempo.
» El general dio una vuelta por el pueblo. Venía con una camada de muchachitos –– lo seguían, curiosos por su arma, el uniforme y los arreos––, llegó a la puerta, entró al almacén; después de admirar el negocio, llamó aparte al bisabuelo y le dijo casi en secreto, que iba a necesitar mercancía para su gente y algún ganado de la finca: estaban muy mal de carne para la tropa. También le comentó que, cómo él sonaba con tanta plata (ya le habían dicho al general que era el rico del pueblo), debía desprenderse de algún dinero proporcional a su riqueza para ayudar al sostenimiento de la guerra. Insistió: en dos semanas estaría tomándose el pueblo y desde ese momento quedaba a la espera de sus colaboraciones voluntarias y generosas.
» El bisabuelo recogió otras platas en unos pocos meses, todos esos dineros los tenía constituidos en morrocotas, que había agregado a las acumuladas desde tiempo atrás, guardadas por él con todos sus misterios, no se supo dónde.
» Oiga, pues, ahora sí, póngame toda la atención: aquí es donde viene lo más importante de mi cuento, estimado, Querubín; esto es lo que a usted puede interesarle: por aquellos días, cuando iba a llegar el general a quedarse en este pueblo (y esto lo han asegurado en todas las épocas de la familia), se perdió de la cocina de la casa un perol sueco, un perol de los fundidos en hierro, con tapa y todo. Y cómo decían: no era cualquier perolcito, fue, según cuentas, donde hacían las comidas en las fechas con invitados especiales.
» Usted no se imagina la escandalera desatada entre los familiares y los allegados por la desaparición de ese trasto tan usado en la cocina; se armaron todas las suposiciones, achacándoles la pérdida a unos y a otros. Pero la bisabuela, Leontina, afamada de poseer un sexto sentido (el de las suposiciones), ahí mismo la caló, a pesar de que el bisabuelo no la tenía en cuenta para sus decisiones o sus negocios. Ella trató de disimularlo todo para evitar las conjeturas entre los familiares y para que él no asumiera actitudes desconfiadas; ante los conocidos preguntones, inventaba sitios donde debía estar el perol perdido. Diferentes esas imaginaciones cada vez, delataban sus esfuerzos para perfeccionar sus mentiras.
» Lo cierto del caso, amigo Querubín, es que la gente en esa época aseguró a pata junta: ese perol perdido de la cocina y lleno de las morrocotas con todos los ahorros del viejo fue enterrado por él en cualquier parte de esa casa tan grande para evadir las pesquisas del General Legarda…
» Pero, aguárdese otro momentico, espérese que mi relato contiene más detalles, estimado Querubín. Mire: como a los cuatro meses de estar por estos lados el general Legarda, le mandó una boleta al bisabuelo Ángel María, diciéndole que necesitaba su casa en préstamo (y el bisabuelo con las morrocotas enterradas en esa casa) solamente por un tiempo, para el alojamiento y para las oficinas de su estado mayor; hacía la solicitud —le decía—, porque esa era la más grande del pueblo y la única con una pesebrera con capacidad para sus animales. De nada valieron las protestas y las ofuscaciones de don Ángel María ni la intercesión de un pariente, jugador frecuente de póquer con un militar, con el superior del general Legarda, ni los ruegos, ni siquiera los ofrecimientos de dinero; porque, entre otras cosas, la colaboración voluntaria y generosa solicitada antes, cuando se la dio, no satisfizo ni pizca al general. Entonces, no tuvo más que hacer sino entregar la casa. El día fijado llegaron los soldados a posesionarse del inmueble y los de la familia debieron salir con el encapillado para otra casa que tenía el abuelo aquí arriba, en la calle de las Mediaguas. Claro, después la devolvieron, pero en condiciones lamentables; los objetos de mayor valor tomaron distintos caminos.
» Y decían que, desde hora y punto de esa entrega, el bisabuelo empezó a perder el juicio. Por esos mismos días, prendió una candelada en la puerta del almacén y chamuscó los libros y los cuadernos donde contabilizaba las deudas de sus clientes.
» Andaba por las calles, en el día o en la noche, con la mirada sin rumbo, el pelo en mechones, vestido en cualquier forma, descalzo, con pasos de largura irregular, el cuerpo torcido; diciendo a todas horas una retahíla de maldiciones incoherentes que le provocaban fatigas impresionantes. Fue difícil retenerlo en la casa por la actitud agresiva contra su mujer y sus hijos. Aquí, en el pueblo, fueron solidarios con la angustia familiar y trataban con respeto las manifestaciones del orate que había sido el hombre más platudo de la región.
» Al deschavetarse, a quien hablaba con él, le reiteraba, una y otra vez que los soldados lo sacaron de su casa. Dejaba oír las palabras con tristeza, eran correspondientes a una idea fija, con entonación monótona, repetida muchas veces, hasta cuando dormía las reiteraba en sus pesadillas.
—No puede ser, hombre, don Tarsicio.
—Créame, Querubín, es cierto lo que le estoy contando.
—No, no. Yo le creo, lo digo es por la enloquecida de su bisabuelo.
—Con seguridad fue como se lo he dicho. Eso debió haber sido muy triste. Y todavía hubo más episodios para agregar a los acontecidos en esa época: tardó poco tiempo para que tuvieran que encerrarlo en una pieza de la casa que le he dicho, allí arriba, a la salida del pueblo, donde vivieron mientras se fue la tropa. Don Ángel María aceleró su deterioro y murió en demencia total. Y, estaban tan pobres en la familia, que tuvieron que sepultarlo en la tierra, fue un entierro de tercera; para él no hubo bóveda en el cementerio. Quedaron seis hijos. De ellos, solamente conocí a don Matías, mi abuelo, cuando, ya muy anciano, vivía con nosotros en la casa grande. Era de una gran fortaleza física y muy hábil para los negocios.
—Oiga, don Tarsicio, ¿Entonces, a la familia no le quedó nada de qué echar mano cuando murió el bisabuelo?
—Vea, hombre, como le decía, la casa fue devuelta después, muy mal tenida; les quedaron algunos locales y otras viviendas, la finca completamente desvalijada; pero en metálico, nada, lo que se dice nada. Eran los últimos meses de la guerra, el general Legarda y su tropa habían abandonado el pueblo; las propiedades valían un carajo y nadie tenía para comprar lo del mercado completo.
» A mi abuelo, Matías, el mayor de los hijos de don Ángel María, le tocó vérselas para ayudar a levantar esa familia esquivando las dificultades tan azarosas de ese tiempo. Volvió a surtir el almacén, no tanto como antes, pero así logró conseguir un capitalito. Eso lo ayudó a salir de ese paso y a vivir después sin premuras.
» Pero, amigo, déjeme volver sobre lo del perol. Ahí no terminó esa trama, el tiempo no ha sido capaz de hacernos olvidar la leyenda, vinieron otros sucesos. De mi abuelo, Matías, uno de los más entendidos sobre estas cosas, decían que casi se echa la casa encima haciendo huecos cerca a los cimientos de las tapias donde creía que podía estar la guaca; lo mismo ocurría cuando fantaseaba con el punto exacto, especialmente si sus sueños eran con el bisabuelo, Ángel María y era él quien le señalaba los puntos: allá se iba a cavar. Al abuelo, para colmo de males, en los ataques de la pobreza le daba por escarbar.
» Oiga esto otro: una noche, una de esas noches cerradas, sin nada de luna, él debió levantarse a cualquier diligencia a la cocina, solo, alumbrándose con una vela; en esas, sintió en la parte del solar, detrás de la casa, un ruido como de monedas, además de unas algazaras chillonas y, al asomarse, tras abrir la puerta, a buscar de dónde salían las risotadas, para volver a cavar al otro día, dizque un manto blanco le tapó los ojos y le apagó la vela; todo quedó en la oscurana completa (contaba él después), y cayó maluquiado. Al no regresar a la alcoba, fueron a ver y entre todos lo llevaron arrastrado a la cama. Volvió en sí después de varias fricciones con alcohol.
» Y eso no, a mi papá sí que lo jodió ese espanto, con decirle: llegó a un punto donde, para cualquier salida de la pieza, debía ir acompañado, desde cuando el médico le descubrió unos espasmos en el corazón (o algo así por el estilo), debidos a varios sustos que le pegó el espantajo ese. También acontecieron más casos parecidos a otros en la familia, hasta cuando empezó a sucederle lo mismo a mis hermanas; entonces, el viejo ya no aguantó más y decidió vender esa propiedad.
—Ah, ¿conque por eso fue que la vendieron? —preguntó Querubín.
—¿Cómo le parece, hombre? No fuimos capaces con esa pendejada.
—Don Tarsicio ¿y usted no le metió el diente a buscar esas morrocotas?
—Ya lo sabía. Solamente le faltaba hacerme esa pregunta, Querubín. Confórmese con lo que le voy a decir: no fueron poquitos los huecos que hice buscándolas, hice muchos y estoy seguro de los sitios, con eso puedo ayudarle cuando le entreguen la casa; además, estoy en condiciones de mostrarle todos los puntos donde rebuscaron los otros de la familia. Así, solamente le faltaría el resto del terreno para encontrarlas. A mí, porque la salud ya no me ayuda para nada, por eso no me ofrezco, pero no me faltan las ganas de seguir hurgando la tierra.
» Pero dejemos aquí la cosa por hoy; ya está como tardecito, es hora de irnos yendo para la casa. Averigüe por ese entierro, hombre, Serafín, digo, hombre, hombre, Querubín. Búsquelo, búsquelo. Yo le puedo asegurar: ese guardado está todavía en alguna parte de esa casa, y quién quita que esté reservado para usted.
––¡Qué bueno que fuera así, como usted dice, don Tarsicio! ––respondió, Querubín y agregó, mientras se metía la mano al bolsillo–– No se preocupe, váyase tranquilo, yo pago los tintos de hoy.
Javier Gil Bolívar. Septiembre y 2020.
Excelente relato, escribir fortalece el cerebro, el conocimiento, la mente, el espìritu, la vida.
Leer es la llave que abre puertas en la vida.
Muy motivadores a querer seguir leyendo y saber su final.
Saludos a la familia, les estoy imprimiendo algunos a mis padres para que los vayan leyendo.
Felicitaciones!!
Bendiciones