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FAENA A UN GRAN PEZ

A Tamayo Jaramillo. Rodrigo, gran pescador

Parado al frente de la ventana de la casa dispuesta en un alto pequeño en la ribera del golfo de Cabo Marzo, desde donde pareciera que se puede divisar hasta el otro lado del universo y desde donde, hacia atrás, empieza la selva que va hasta el Baudó (casa esta donde se hospedaba regularmente cuando iba a pescar), se dio cuenta de que el mar había amanecido contento.

      El sol, desde su oriente, contribuía a la cancelación pausada de la madrugada y parecía amenazar con los calores que, le dijeron cuando llegó, había impuesto el astro rey todos los días durante esa temporada. Los alcatraces de vuelo alto, que también le habían dicho que aparecieron nómades en la región por ser naturales del atlántico norte, zigzagueaban impávidos en la lejanía y las gaviotas, presentes además, insistían en buscar para su vuelo el apoyo de las corrientes ofrecidas por los vientos venidos desde el sur que les procuraban ahorrar esfuerzos; los animales de ambas especies parecían estar tras la expectativa de que emergieran las manchas de los cardúmenes para lanzarse al agua y asegurar la primera ración del día.

     Al rato, la aparición de un sol frío ―claro, que parecía frio todavía porque no eran ni las cinco de la mañana―, ofrecía los presagios de horas frescas, propicias para una faena sin fatigas exageradas, aunque lo reposado solo fuera durante las horas de la mañana.

     Desde el viernes, hoy es sábado, había dejado determinado con don Gaetano Palacio, el dueño del albergue y del catamarán, que saldrían temprano a la tarea pesquera de ese día; quedaron definidas las condiciones para el alquiler de la máquina, incluyendo lo del salario de Genaro Paternina, a quien todos conocían como Martillo, muchacho investido por don Gaetano con el título de capitán (espurio, por supuesto), pero achacado con ese grado por su habilidad para conducir la embarcación y por su capacidad empírica para ubicarse en el mar, aprovechando la posición del sol en el día y por la de la luna y algunas estrellas durante la noche.

     Iban siendo más de las cinco y Rodrigo (Don Rodrigo, el personaje central de este relato, es un pescador de los que llaman curtidos. Desde muy joven ha sido un gran conocedor de esta parte del Pacifico y de la variedad de sus peces); ya estaba parado en el corredor de la casa, tenía en la mano una taza de café cerrero que le sirvió Anunciación cuando lo sintió bajarse de la hamaca próxima a la ventana de la alcoba donde él había dormido. Entre sorbo y sorbo gastaba esos espacios de tiempo para mirar hacia el sur del golfo por donde aparecería en cualquier momento el catamarán conducido por Genaro, que ya debía venir aprovisionado del combustible para todo el día.

     Rodrigo, había amontonado todo su equipo de pesca en la mitad del corredor, estaba compuesto por los mejores y más modernos cachivaches existentes en el mercado; una caña apta para grandes esfuerzos, el carretel 80W, aperado con una línea de nylon Cortland de 120 libras; además, de una colección de señuelos muy completa; también había alistado los fiambres preparados por Anunciación, junto con el agua y un timbo con limonada para refrescarse en la tarde que podía ser ardorosa. 

     Desde años atrás, Rodrigo conocía a Genaro, o mejor a Martillo, como todos le decían. Casi siempre se encontraban en el puerto durante las temporadas de pesca y, algunas veces, habían sido compañeros de faenas. Rodrigo, sabía que, desde hacía dos años, estaba enganchado con don Gaetano y hacía su servicio a los pescadores, lo mismo que a quienes requerían transporte para algún lado.

     Después de un saludo desbordado con risas y aclamaciones, trajeron a cuento las pescas de quienes estuvieron en el puerto por esos días, que aprovecharon la abundancia de los cardúmenes de las sardinas, las agallolas, los guachinangos, las sierras y los atunes y que disfrutaron el pique de especies muy grandes. Era la temporada de pesca y los pescadores del país venían a darse un buen gusto con la abundancia de las especies.

      Procedieron a subir los equipos al bote y Rodrigo comprobó la cantidad de gasolina disponible para calcular el tiempo que estarían en la partida de pesca. No habían terminado de embarcar los trebejos, cuando Anunciación los llamó a desayunar. Tuvieron la oportunidad de prepararse para el día entero fuera de que la negra ya les había suministrado los fiambres abundantes.

     Don Gaetano era un hombre excepcional. Rodrigo, estaba muy joven cuando recibió de él las primeras lecciones de pesca. Por sus conocimientos, era considerado un verdadero lobo de mar; cómo que le había dado la vuelta al mundo con tres compañeros en un velero que él comandaba con habilidad admirable, que en ese viaje, después de pasar el canal de Panamá les tocó sortear la temporada de huracanes en el Caribe y varias calmas abusivas del viento que sabotearon la navegación en el océano Índico, lo mismo que una escasez de agua dulce por la rotura del tanque del velero que los obligó a desviarse a una isla africana para no morir de sed; no supieron el nombre de ella porque no figuraba en los mapas y los nativos eran incomprensibles en su lenguaje. Lo único que entendían era el dialecto de los dólares, cobraron el agua suministrada…

     Dispusieron el resto de elementos en el bote y estuvieron prontos para estar en el mar. Genaro, Martillo, aceleró el motor, y la embarcación respondió levantando su proa con elegancia.

     Después de media hora de navegación siguiendo en la brújula el rumbo NE, decidieron preparar los equipos para iniciar con un correteo por unas coordenadas que en ocasiones anteriores habían sido pródigas en sierras, bonitos, pargos y atunes, mientras buscaban la posibilidad de los peces vela o marlín que eran su objetivo principal; el firmamento aparecía limpio de aves pescadoras lo que hacía pensar que los cardúmenes prosiguieron sus recorridos durante la noche; la salida completa del sol a esa hora presagiaba un día con un calor que sería insoportable. Esto del calor, le indicó a Rodrigo que los señuelos debían ser lo suficientemente pesados para que bajaran buscando aguas más frescas. Hicieron los cambios en los aparejos y prosiguieron los rumbos que tenían coordenadas en círculo. Así estuvieron durante una hora y media; ya eran las siete y cuarto y no habían acertado con el señuelo que tuviera algún éxito en esa zona. Resolvieron cambiar la ruta, siguieron el SO apoyados en la brújula, ese enrumbe los llevaría más adentro del Pacifico. El sol abrasaba en las espaldas, el fuerte calor mañanero los hizo protegerse dentro de la carpa del bote, pero siguieron troleando a muy baja velocidad tratando de permanecer en esa zona para no alejarse del puerto. Habían tenido comunicación por radio con don Gaetano quien preguntó por el comportamiento de la máquina, por las coordenadas de dónde estaban y por la cantidad de gasolina disponible. Ya iban sobre las once de la mañana y el pique había sido bueno en la última hora, que no excelente, y con animales pequeños, solo dos agujetos, ocho cojinudas, una sierra chuzada por Martillo, y unas cuantas patisecas, todos fueron devueltos al agua, ninguno tenía un peso que satisficiera lo que ambicionaban.

     Esas horas por donde pasa el mediodía vienen con el hambre adherida. De modo que decidieron poner el motor en neutro para dedicarse a un almuerzo con lo empacado en la madrugada por Anunciación. Disfrutaron de un bien sazonado róbalo, que les recuperó las fuerzas y contribuyó a provocar un sueño que los alejó de todas las flaquezas y ambiciones de este mundo.

     Ya casi era la una cuando despertaron por el efecto muy caluroso de un sol, posado casi encima de ellos, que resplandecía sin misericordia sobre esas aguas del Pacífico.

     ―Hombre, Martillo, qué calor tan berraco. Todavía me tiene con sueño ese almuerzo que nos aplicamos, hombre, Martillo. La pesca de esta mañana ha estado muy regular. Volvamos hacia el NO, puede ser que hacia el norte tengamos picadas mejores ―dijo, Rodrigo, estragado con el calor que no lo dejaba tener vida.

     ―Me parece muy bien, don Rodrigo. Es buena hora para coger hacia el norte para tener tiempo de devolvernos antes de que nos coja la noche.

     ―Entonces, recojamos estas líneas y aseguremos bien los equipos para que naveguemos a buena velocidad durante una hora u hora y media, así nos estaríamos aproximando a la frontera con Panamá ¿uste cree que nos alcanzará la gasolina?

     ―Tenemos gasolina muy suficiente hasta para seis o siete horas bien trabajadas, no tendremos problema, vamos y lo verá ―replicó Martillo.

     Enrumbaron hacía el NO. La fuerte brisa proporcionada con ayuda de la velocidad impuesta a la embarcación, aminoró el calor sofocante. Aunque era una época con la mar muy picada, en esas horas predominó una calma chicha que dejaba rendir la navegación; el sol casi vertical, con el resplandor en su apogeo, proporcionaba una sed fuerte en los gaznates que hacía recurrir con frecuencia al bidón con limonada

     Llevaban hora y diez minutos, iban sobre las dos y cuarto de la tarde cuando convinieron mermar la velocidad para volver a la labor del troleo. Lanzaron sus señuelos, Rodrigo a babor porque era más hábil con la mano izquierda y Martillo por estribor. Rodrigo trajo hasta su lado una sierra de buen tamaño, cuando intentó subirla dio una vuelta elegantísima en el aire y escupió el anzuelo.

     ― ¡Maldita sea! hasta bien pesada que estaba esta vagamunda que se me escapó, hombre, Martillo. Parece que estamos en una buena zona.

     ― Tranquilo, don Rodrigo, tenemos muy buen tiempo para pegar un marlín o un gran vela, tenga confianza.

     Estaban, pues, en las primeras horas de la tarde; por los toques frecuentes de los animales a los señuelos, pudieron asegurarse que navegaban por un punto donde había probablemente algunos cardúmenes.

     ― ¡Hágale, Martillo!, ahí se le pegó un pargo, ya lo vi, parece de muy buen tamaño.

     ―Ahí viene, don Rodrigo, está muy bueno.

     ― ¡Aquí se pegó otro, Martillo! No sé, qué pueda ser. Sí, sí, es una sierra, parece que va a dar una gran pelea.

     Así iba la tarde con picadas frecuentes, pegadas de animales de especies variadas y pesos suficientes como para requerir de buenos esfuerzos al llevarlos hasta el bote.

     ― ¡Hombre, Martillo, Martillo ¡que sacudón tan verraco el que me pegó este animal que tengo en el anzuelo! debe ser grandísimo. Oiga la velocidad con que está gastando línea de la bobina. Recoja su equipo y pongámonos atentos a este animal por lo que pase. Parece estar bien chuzado, merme velocidad, Martillo, merme más velocidad para ver si lo puedo acercar un poco; está muy atrás de nosotros. Obsérvelo dónde viene. ¡Mire qué salto tan hermoso, espectacular!

     ―Si, ya lo vi, don Rodrigo, es muy grande. Debe estar por ahí a trescientos metros de nosotros porque su carretel está por la mitad.

     ―Qué tironazos tan tremendos, Martillo. ¡Por Dios ¡qué vamos a hacer con este animalazo. ¡Es un marlín! Ya lo vi.

     ―Tranquilo, tranquilo, Don Rodrigo. Mírelo cómo se nos está adelantando por el lado derecho, por el lado mío. Vamos a tener que cambiar de lado. Si se pasa adelante puede que lo agotemos más rápido porque le toca hacer la fuerza para remolcarnos. Esperemos a ver qué va a hacer. No le suelte nada. Hay que tenerlo bien frenado para que no vaya a botar el anzuelo.

     El tamaño de ese pez no era excepcional, pero si era muy escaso un animal de esas medidas. Rodrigo, tenía en el carretel una línea con resistencia de 120 libras, de una calidad maravillosa, con todo eso, no era suficiente para bregar esa especie tan grande, había que tener precauciones en cada recobrada. Era necesario agotar al marlín por el cansancio. Cada vez que el animal reposaba volvía con más fuerzas y agrandaba la altura de sus saltos.

     ―Martillo, recojamos agua en cualquiera de esas cocas plásticas para echarle a este freno que se está recalentando; estas pastas no resisten tanto esfuerzo.

      ¡Qué miedo, Martillo. de este animal! Tiene una fuerza tan desproporcionada que mueve a su antojo nuestro rumbo; llevamos hora y tres cuartos de faena y no se entrega, cada vez reacciona con más violencia. Yo creo que a este paso vamos a llegar a la frontera con Panamá.

      El sol ya empezaba a toldar. El calor que fue intenso hasta la media tarde, que había hecho rebajar la provisión de limonada, empezaba a mermar un poco. El cansancio de Rodrigo era visible, se le veía desmadejado, el dolor de brazos y cintura aumentaba cada vez que el animal daba sus saltos o sacudía la cabeza con energía no calculada. Era necesario estar al cuidado del freno del carretel para soltar o apretar oportunamente, el marlín seguía pidiendo más línea y, si llegaba a consumirla toda, era inminente su rotura. Ese pez seguía internándolos en el mar, siempre buscando la frontera con Panamá.

     ―Martillo, falta un cuarto para las seis, llevamos tres horas luchando con este animal; con la fuerza que le queda no tiene cuando rendirse pronto. Este carretel lo monté con mil doscientas yardas de línea nueva y mire que estamos muy por debajo de la mitad, no he podido recobrar nada, si lo intento, seguramente lo pierdo.

     ― Así es, Don Rodrigo. Yo no veo la forma de cambiarle de rumbo a este animal, sin peligro de perderlo. Tengo problemas con esta brújula, se va haciendo peligroso internarnos más.

    ― ¡Virgen Santísima, ayúdanos! Vamos a ver qué pasa. ¡Martillo bendito! ¿Cómo estamos de gasolina?

     ―Hay suficiente, don Rodrigo. Mi problema es con esta maldita brújula que no he podido leer, necesito verla para ubicarme y calcular dónde estamos y por ahí derecho, calculo también la gasolina que necesitamos para no arriesgarnos.

      ― ¡Virgen Santísima, por Dios, Martillo! ¿ Vio ese salto tan miedoso, tan hermoso, digo? ¡qué hermosura! Vea, Martillo, por lo que yo conozco de estos animales, este debe estar por las 1500 libras de peso. Yo nunca había visto un marlín tan grande.

     ―Yo tampoco, Don Rodrigo. Si logramos sacarlo será uno de los más grandes que hemos visto en Bahía. Yo creo que nosotros dos no somos capaces de subirlo a esta lancha. Si se rinde un poco es mejor intentar remolcarlo, aunque los tiburones hagan fiestas con su carne.

     La luz del sol menguaba a buen paso, una luna timorata pretendía insinuarse, pero su iluminación iba a ser deslucida porque se imponía el cuarto creciente giboso. Nunca pensaron extender la faena de pesca hasta esas horas, siempre consideraron peligroso estar lejos de Bahía Solano cuando oscureciera. Martillo, no tenía una buena lectura de la brújula, estaban expuestos a la desubicación. Ya eran pasadas las siete y media de la noche y la lucha con el animal todavía requería de gran guapeza. La caña y el carretel se resentían cada vez que Rodrigo pretendía acercar el pez a la embarcación para recuperar un poco de línea, esa era una jugada mala porque al final tenía que regalarle nylon otra vez, y era menor la cantidad disponible en la bobina.

     Ya estaba entronizada la noche. En el telón, remate del horizonte, se proyectaban las tempestades y el ambiente dentro de la embarcación se dividía entre el miedo por la lejura donde creían estar y, de pronto, quedarse sin combustible, y por la emoción de una pieza en proceso de captura que se debatía ensartada en el anzuelo sin ceder ni un palmo de su terreno.

     Sobre las ocho de la noche, el animal arreció sus saltos y su cabeza parecía tener nuevas fuerzas para proceder a desenvolver nylon precipitadamente. Faltaba poco para llegar al fondo de la bobina; cuando Rodrigo pudo recuperar un poco de línea, fue solo fue por unos momentos. Luego tuvo que soltar y volvió a estar visible el eje del carrete, la pelea era desigual, se acabó la línea en el carretel, fue grande el esfuerzo, hasta cuando se oyó un ruido seco, que rompió el ambiente silencioso y azaroso de la noche, era el anuncio del reviente del nylon. Según el reloj de Martillo ya casi eran las nueve de la noche. La congoja de don Rodrigo no tuvo límites, se bajó a llorar en el camarote de la embarcación. Martillo neutralizó el motor y bajó al camarote a conversar con él.

     ―Martillo, usted no sabe lo que es pelear con un animal de este porte durante seis horas y perderlo. Saber que tenía provisto el carretel con mil doscientas yardas y ahora lo veo sin un metro de nylon; ver que ya uno no pudo más. Vea, Martillo, no me hable una sola palabra que me voy a morir en este camarote. No me hable más y vámonos.

     ―Bueno, está bien, don Rodrigo, entonces ¿qué rumbo cogemos?

     ―Hombre, Martillo, recuerde que nosotros salimos a 270 grados a contra rumbo, ese animal nos sacó hora y media hacia afuera en la derivación de la noche. Entonces ¿qué ocurre? Que la brújula se está haciendo borrosa, la flecha de la brújula se envenena. Si seguimos la ruta iríamos a llegar a Juradó o quién sabe adónde. Vea, Martillo, ¿cómo vamos? yo me voy a morir.

     ―Qué va, don Rodrigo, son las nueve y media de la noche. Mire bien, allá al fondo hay unas luces.

     ―¡Ay, hombre, Martillo, gracias! ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Virgencita Santísima! Ese es Cabo Marzo, Martillo. Ese es, seguro. Estábamos cerca. ¡Échele p´allá, Martillo!

     Don Rodrigo no superaba la impaciencia y los nervios. Lo preocupaba la cantidad de gasolina disponible. El mar estaba en calma lo que hacía rendir la navegación un poco más. La oscuridad era total; cómo era de esperarse, la luna fue de presencia esquiva. El ruido del motor, sin descansar desde las cinco de la mañana, hizo resentir los oídos, debían desplazarse con cuidado para sostener el equilibrio. Rodrigo encendió el radio de la embarcación. Durante todo el día solo tuvieron una comunicación con don Gaetano, el dueño y gran conocedor de las labores de la pesca y de los riesgos en el mar.

     ―Aló, don Gaetano, Aló, don Gaetano. Aquí Rodrigo y Martillo, ¿me copia? Aló, don Gaetano. QSL, don Gaetano, ¿me copia, don Gaetano? Dígame si me copia, don Gaetano. Don Gaetano, dígame si me copia. Adelante, don Gaetano, si me copia. Estoy atento, don Gaetano.

     ―Don Gaetano, don Gaetano, dígame si me escucha, dígame si me escucha. Contésteme, por favor. Don Gaetano, don Gaetano.

     ―Aló, aló don Gaetano, aquí Rodrigo y Martillo, ¿nos copia? Por favor, contésteme.

     ―Aló, chico, ¿quién habla por allá? ―Contestó alguien con marcado acento cubano.

     ―Don Gaetano, don Gaetano, Tuvimos un gran problema con una pesca muy complicada y apenas estamos por aquí ―respondió Rodrigo pensando que hablaba con don Gaetano. Mientras tanto, Martillo escuchaba con el pulso acelerado.

     ― ¿Qué hay por allá? ―respondió el cubano― Oye, Chico, ¿dónde estás llamando tú? Hace rato te estoy oyendo llamar a don Gaetano. ¿a cuál Gaetano estás llamando tu? Por aquí no hay ningún Gaetano. Por lo fuerte de tu señal, me parece que estás llegando a Juradó. Te hablo desde el barco don Robert.

     ―Muchas gracias, perdone las interferencias que le he ocasionado, buenas noches. ―alcanzó a decirle Rodrigo al cubano, en medio del desasosiego.

     ― ¿Cómo le parece, pues, Martillo? Según este cubano, estamos cerca a Juradó, un poco al sur. Estamos muy lejos de Bahía. ¿Qué vamos a hacer, Martillo?¡Virgencita Santísima no nos vas a abandonar en este trance! ¿Cómo estamos de gasolina, Martillo? ¡Virgencita Santísima no me vas a decir que no tenemos gasolina con qué llegar!

     ―No, no, no, don Rodrigo, estamos bien de gasolina, de los tres tanques, tenemos uno lleno, bueno, también tenemos dos timbas llenas, bueno con quince galones, bueno, por si ese tanque no alcanza. Lo que pasa es que la noche está muy escura y no deja ver nada del firmamento.

     ―Martillo, estamos muy lejos de Bahía, muy cerca a Juradó, cojamos un rumbo sur. Vamos a ver si esta brújula nos ayuda. ¡Virgencita Santísima, Ayudanos a llegar!…

     Aquel día en que Rodrigo pegó aquel marlín tan grande, que se le escapó después de seis horas de gran lucha, llegaron a la una y media de la madrugada a Cabo Marzo.  Don Gaetano ya había puesto en alerta a la policía y en varios botes del puerto salieron a buscarlos. Tuvieron dificultades con las comunicaciones, disponían de un pequeño radio Magallanes que apenas tenía servicio del satélite hasta las ocho de la noche; entonces, a eso de las doce no tuvieron comunicación y se quedaron fuera de cobertura, los del puerto no sabían dónde estaban. Se guiaron por la estrella del sur que Rodrigo sabe leer un poco, hasta cuando lograron llegar a Cabo Marzo. Don Gaetano estaba suficientemente asustado.

     ―Quiubo, uste es como güevón, Rodrigo. Pa dónde se fue, los estamos buscando desde las ocho de la noche ¿dónde andan? ―les dijo, don Gaetano, todavía sin recuperarse de los nervios, al hablar con ellos por radio cuando estaban cerca a Cabo Marzo.

     ―Don Gaetano, estamos por aquí cerquita a Capurgadó ―dijo Rodrigo.

     ―¿Y qué pasó?  ―preguntó don Gaetano.

     ―Vea, hombre, pegué un marlín demasiado grande, en mi vida yo no había visto un animal de ese tamaño, y nos sacó como tres horas mar afuera. Don Gaetano, no me hable más que me voy a morir.

     ―Bueno, siquiera estás vivo, pedazo de pelota. Pasame a Martillo.

     ―Se lo voy a pasar, don Gaetano.

     ―Martillo que pase al radio. Don Gaetano lo va a matar.

     Estamos aquí, próximos a uste, don Gaetano. ―Al lado de don Gaetano estaban todos los franceses que habían llegado ese día para hacer unas jornadas de pesca.

     ― ¿Qué pasó, hombre? ―le preguntó don Gaetano, a Martillo.

     ―No, don Rodrigo, ya le contó. Después de esa faena, este hombre estaba para morirse en el camarote.  Este hombre allá se maluquió y todo. Ese animal era un tambuco de más de mil libras. Era un animal picado desde las tres de la tarde y se nos fue pa juera. Cuando se soltó, a más de las ocho y media de la noche, teníamos perdido el rumbo y aparecimos cerca a Juradó, y si no es porque este hombre se arriesga a tomar el rumbo, todavía estuviéramos varados o gastando gasolina, dando vueltas por esos lados.

     ―Bueno, pues. Acaben de arrimar para que vengan a comer alguna cosa y a contar qué fue lo les pasó, Martillo.

     ―No, yo no tengo alientos de comer ni de contarle a nadie nada ―Terció Rodrigo.

     ―No, vengan, vengan. Los estamos esperando.

    Llegaron al puerto, desembarcaron. Sobra decir que sobre la anatomía de los dos estaba soportado un gran cansancio. Pero en Rodrigo, se multiplicó el agotamiento por la crisis emocional que había sentido. En la casa los esperaron los franceses y la gente del pueblo, al frente de una gran comilona: vinos, wiski, cervezas, jamón serrano, variedad de quesos…

     ―Venga, pues, Rodrigo, cuente que fue lo que pasó ―dijo don Gaetano.

     ―Vea, don Gaetano, desde cuando nos conocimos, que eso ya hace muchos años, usted me ha enseñado muchas cosas y yo también he aprendido muchas, pero lo que le pasa a uno no le pasa a nadie. Yo pegué ese animal y lo seguí por mucho tiempo, lo pelié mucho rato con un carretel 80SW y una línea de 120 libras. Lo pelié desde las tres de la tarde, era bravísimo, de fuerza excepcional, con velocidad increíble y unos saltos que nos dejaban boquiabiertos, elegantísimos; me gastó toda la línea, me quedé sin un metro en el carretel.

     ―¿Cuánto rato, me dijo? ―preguntó don  Gaetano.

     ―Ya le dije, cinco horas, casi seis horas, luchándolo. Ya no tengo cintura, no tengo riñones, yo no tengo vida, yo me voy a morir. Mejor dicho: yo no vuelvo a pescar nunca, nunca.

     ―Venga, venga ―don Gaetano tomó a Rodrigo del brazo y lo llevó aparte― Tu nunca me has preguntado cómo se hace la pesca de un marlín que pese de 500 libras para arriba. Yo solo te he hablado de los marlíns de 300 o 350 libras que son los que se pescan por aquí cerquita, en la bahía; de más libras no coge uno por aquí. Esos animales tan grandes cuando se ven perdidos, ponen a funcionar sus sistemas de defensa, ellos son distintos, agresivos, imbatibles, se clavan y no hay cable que resista. Cuídate de ellos, no solamente son esquivos y altaneros sino hasta peligrosos. Para ellos, para pescarlos, hay lecciones distintas, debes aprenderlas. Ya te las iré diciendo. A descansar, Rodrigo, que mañana es otro día. Puede que mañana te encuentres con el marlín que viniste a buscar y lo puedas traer.

Javier Gil Bolívar. Septiembre 2 y 2022.

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