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INTRASCENDENCIAS

¡Qué pesar, se murió Tomasito!*. Creo que, desde hace un año, o tal vez más, había cancelado todos sus esfuerzos ante el empuje del hambre y las necesidades; desde aquellos días, al desaparecer los motivos que lo alentaban, había decidido, más bien, finiquitar su vida en cualquier forma. Claro que quiso renunciar a ella desde antes, desde cuando esos achaques que inutilizan lo proscribieron de los trajines elementales, los de todos los días, los adheridos al trabajo que fue la razón de su existencia.

      Por algún tiempo enfrentó la lucha para ganarse un cocido muy pobre, fue perseverante y batalló con fuerza, pero al final pudo más el desaliento que trajeron los reveses continuados. Ya vivía de lo limosneado, que no era la forma de vivir que lo halagaba; presumo, con algún fundamento, que fueron sus carencias las que lo mataron.

    Tomasito murió en su pegujal, ahí era donde debía morir; disque murió sereno, quizás como mueren los que mueren después de haber luchado; lo imagino, cuando se fue, como  el soldado haraposo que en las guerras regresa a su pueblo con los pasos encorvados después de la derrota; no tenía recursos para morir en otra parte. Pero, hasta bueno que haya muerto donde estaban los que él llamaba sus apegos: pocos apegos, entre otras cosas: la secuencia imparable del tiempo, que concubinó con sus enfermedades, le fue quitando casi todo ––ese todo que tampoco era mucho––; que yo sepa, solamente disponía de su migaja de tierra, de la casa que sostuvo el techo, de milagro, sobre los bahareques ruinosos, de los cultivos manga por hombro, desde la ausencia de su mano; de la vaca, Liduvina, horra porque el tiempo ––de tantos años ella––, la había inutilizado, y del perro Sultán, de solo aullidos, que ya no ladridos…

     Ah, bueno, también creía ser dueño de la vieja, Carlotica, la última de las mujeres que en la vida ligaron con sus querencias. Ella ―honrando la verdad debo decirlo―, ya estaba fría para cualquier peripecia, indiferente ante las arremetidas de la miseria y tenía pegadas en la cara las angustias de los años conformadas en las arrugas, porque las tristezas y los recuerdos de tamaño grande, no le cupieron en el cuerpo.

   ¿Quién sabe de qué se moriría Tomasito? Aunó morbos tan letales que uno de ellos, cualquiera, bastaba para acabar con su existencia en un santiamén: los galopes desacompasados del corazón le desataban cansancios, tullían sus movimientos; para él era una tortura intentar algún esfuerzo (nadie creía que, con esa flacura, tal dolencia lo afectara). Los pulmones promovían a menudo ahoguíos que lo encamaban, al conjugarse con las toses asmáticas. El reumatismo y las neuralgias le engarrotaron las coyunturas, aportándole cojeras persistentes y dolores como los del suicida, para menguarlos no sirvieron los emplastos con cebolla, ni los parches de caraña, ni los paños de agua caliente con sal de Inglaterra, ni las ventosas aplicadas por Carlotica ―de mala gana y sin perseverancia―. La vejiga, los riñones, la próstata se confabularon para provocarle micciones muy corticas, parecidas a las de un perro y, siendo escasas, debieron causarle envenenamientos de la sangre que remataron sus defensas.

    ¿Quién sabe qué sería lo que al final le cortó la cuenta de sus días a Tomasito? Además de sus dolencias, subsistía afligido por la carga del peor de los males incurables: los años. Los ochenta y tantos ―casi noventa―, lo abrumaban inclementes, le quitaron las esperanzas que le aportó la vida. Nada lo alentaba a dejar la manía de ver negruras por todas partes. Por las noches, sustraía ratos a sus sueños para cebar el candil de las decepciones.

    Cuando venía al pueblo, las últimas veces, caminando a gatas, apabullado por todos los malestares, ya casi vencido, solo le respondían los alientos para entrar a misa; luego salía a recoger lo juntado por sus amigos a modo de mercado. De pronto, le sobraba algún tiempo para sentarse a contarme sus cosas. Cuando eso, él procuraba atizar con sus confidencias, los rescoldos de nuestra amistad inútil.

    Hace años había conocido al viejo, tal vez en aquella época cuando las calles del pueblo todavía eran empedradas, mucho antes de haber llegado las epidemias de la tos ferina y la gripa asiática y la invasión de las langostas. En esos tiempos, venía todos los domingos arreando un macho rucio, el mismo siempre. Le buscaba potrero en la manga de misiá Joaquinita y con premura iba por los vericuetos del pueblo, terciado el costal, a vender de cliente en cliente lo cogido durante la semana, de acuerdo con la temporada de las cosechas: frísoles verdes, chócolos, uchuvas, ají pajarito, de vez en cuando una ahuyama revejida, nísperos, raíces de achiote, mangos, naranjas, pepinos, aguacates de los chiquitos, guayabas, plátanos dominicos; hasta vendía jabón de tierra. A propósito, no sé de dónde sacaba Tomasito, unas guanábanas grandotas, que le traía de regalo al padre Belarminito por las navidades…

    Contaban que, estando joven Tomasito, cuando trabajó como hornero en el trapiche de don Milcíades Chavarría, llevó, hasta acabarlo, un hábito como el de San Pascual Bailón, santo a la sazón muy de moda, en cumplimiento de una manda para pedir por la sanación de una enfermedad vergonzosa, diagnosticada por el doctor Sinisterra que, al fin, o no fue nada grave, o la promesa surtió un buen efecto; lo cierto: siguió sirviendo como antes, normalmente. Solamente quedó entre las gentes de su edad el recuerdo de haberlo visto encapuchado por algún tiempo.

    Carlotica no supo decir de qué había muerto Tomasito, se le enredaron los últimos síntomas del viejo. Sus relatos tampoco eran confiables, los años habían mellado su juicio y su memoria. Lo más atinado, dicho por ella, fue que un domingo en la nochecita cuando él llegó con el mercado, dizque tuvo que cocinarle una bebida con pelo de chócolo para desatacarlo de la orina. Desde ese día cayó a la cama para no pararse más.

    Muerto, decidieron traerlo al pueblo en una barbacoa de peor hechura con una guadua y algunas sábanas. Unos vecinos le hicieron a Carlotica el favor de cargarlo. Me imagino que cumplieron el recorrido de madrugada, a las volandas, como se estila con los difuntos montañeros.

     Don Servando Atehortúa, prestó la sala de la casa para el velorio. Corrieron una cama y desocuparon una mesa para colocarlo. Fue alumbrado con cuatro velas puestas sobre botellas de cerveza y los vecinos de la cuadra que lo conocieron, entraban desprevenidos; al verlo, se echaban la bendición; solamente querían mirar cómo había quedado. En la acera, los muchachitos jugaban golosa, sin percatarse de que Tomasito había muerto.

      Carlotica estuvo sentada a su lado silenciosa, todo el tiempo con las manos juntas, en actitud orante y cubierta hasta la cabeza con el pañolón negro.

      Después del mediodía trajeron el cajón de madera, de los que regala el municipio, hechos sin pintar por don Juvenal, el carpintero; allí lo empacaron con todo y la sábana en que estaba envuelto.

      Al otro día, muy temprano, fue enterrado en el cementerio de los pobres; bastó como única ceremonia un responso que pudo rezarle de carrera el padre Pineda.

     *Uno de los tantos Tomasitos.

Javier Gil Bolívar.

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Publicado enCuentos