La hermana, Mercedes de San Damián, que pertenecía a la congregación de las Hermanitas de San Sulpicio, llegó al pueblo muy joven, venía auto desterrada de su país ―eso fue por allá a finales de 1937 o principios de 1938―, cuando estaban dándose los cimbronazos de la Guerra Civil Española. Salió de la península con tres de sus compañeras, monjas todas ellas; las cuatro estuvieron en la retaguardia de algunas batallas de ese conflicto; servían en las intervenciones quirúrgicas, en los tratamientos y en las curaciones a los heridos, y ayudaban a bien morir a los agonizantes de ambos frentes del combate. Cuando los falangistas supieron que también socorrían a los republicanos, ordenaron enjuiciarlas para condenarlas, seguramente al fusilamiento; las superioras de la comunidad, conocedoras del peligro que encaraban, las obligaron a buscar la seguridad en el destierro. Viajaron de noche hasta Andújar, desde allí trataron de acercarse a un convento de la comunidad en la provincia de Jaén, pero les fue imposible. Al otro día por la tarde, el maquinista de un tren carbonero que surtía los pueblos andaluces las vio en la estación y conocedor de los peligros por los combates que se libraban en las cercanías, casi las intimó a subirse a la cabina para protegerlas; iba a cargar el mineral en las bodegas de Sevilla, donde llegaron con sus equipajes nimios en la media mañana del día siguiente.
La hermana Mercedes, buscó en la ciudad a unos allegados a su familia; ellos, gente pudiente, hospedaron y favorecieron con recursos a las cuatro monjas en vía al destierro y les procuraron un transporte por el Mediterráneo hasta algún lugar en las costas africanas. Allá llegaron a salvo, pero debían viajar hasta las islas Canarias a buscar una comunidad religiosa que ofreció socorrerlas mientras lograban un barco para trasladarse a cualquier país americano. Bordearon las costas del Mediterráneo y luego las del Atlántico, en servicios de cabotaje muy cortos, con transbordos suplicados, hasta que llegaron a Santa Cruz de Tenerife. Ahí, unos frailes de la orden franciscana, burlando las sospechas franquistas, las hospedaron hasta cuando pudieron embarcarlas en un barco francés que tenía el puerto de atraque en las Antillas Holandesas.
De Las Antillas, pasaron a Venezuela que, por la época, abundaba en refugiados españoles. Allí, en Caracas, estuvieron de peregrinas en el convento de las monjas paulinas. Buscaron la posibilidad de trabajar en el país, pero las disposiciones del presidente, Eleazar López, prohibían, perentoriamente, la práctica de la medicina en establecimientos de salud por parte de religiosos. Tras algún tiempo de carencias, de oficios no merecidos e incómodos, de buscar acogida en comunidades religiosas y en parroquias, fueron informadas de la necesidad que tenían del servicio de algunas monjas expertas en el campo de la salud, en una parroquia colombiana, al norte de Antioquia, donde oficiaba un clérigo español. No fue fácil obtener alguna comunicación; tras intentos fallidos durante varias semanas, lograron telegrafiar al cura con éxito. Era el padre Benito Piqueras, quien las había antecedido en el destierro, y que hacía algunos años ejercía como párroco en el pueblo donde podían requerirlas. Le ofrecieron sus servicios al levita; deseaban trabajar en alguna obra de beneficencia, ojalá en una dedicada a la salud, rama en la cual las cuatro tenían experiencia. El cura, sorprendido con el ofrecimiento, comprometió a las monjas y prometió avisarles cuando tuviera donde alojarlas decentemente. Reunió, entonces, todos sus esfuerzos para que viajaran y dedicarlas a la organización del remedo de hospital que funcionaba en el pueblo de mala forma.
El padre Piqueras, les envió un giro modesto, que sumado a los fondos exiguos que les quedaban, las ayudó a salir de Caracas. En la frontera con Colombia superaron los trámites de inmigración sólo por su condición de monjas. Pensaron en aplicarles las normas diplomáticas por la rotura, en esos días, de relaciones de Colombia con España. Superando hambres y carencias de toda especie, llegaron a Medellín, donde unas señoras de una asociación pía se encargaron de trasladarlas y financiarles un transporte terrestre que las ubicó, después de seis horas, en la parroquia del padre Benito Piqueras.
Desde cuando las monjas le prometieron al padre que vendrían, se avisparon las señoras influyentes de la parroquia, a las que habían delegado los buenos oficios para buscar un lugar de acomodo, apropiado para las religiosas, y que sirviera en un futuro próximo, con ampliaciones, para la solución al problema hospitalario del pueblo, donde la muerte cobraba victimas frecuentes por la incapacidad para la atención de cualquier accidente o enfermedad tratable.
La comisión encargada tardó dos meses para tener una casa disponible, medianamente adaptada a las necesidades; la regaló por don Recaredo Molina. Era un inmueble grande donde sería fácil hacer construcciones para las ampliaciones futuras. Fue inmenso el desprendimiento de los pudientes generosos del pueblo para dotar la casa. Tampoco demoraron en aparecer los ofrecimientos para el sostenimiento de las monjas a su llegada: un abarrotero quedó comprometido a entregar los mercados requeridos durante un año, los campesinos de Tierradentro asumieron la entrega del carbón y la leña; los ganaderos, la leche suficiente, los carniceros se repartieron por semanas la obligación de abastecer el convento. Así también, otros parroquianos estuvieron prestos a regalar lo que demandara el cubrimiento de las necesidades. Muy rápido tuvieron entre manos una dotación suficiente, y con algunas abundancias relativas a las que, las monjitas al llegar, debieron renunciar porque no coincidían con la filosofía de su vocación. La regla de la comunidad las obligaba a pedir, a pedir los elementos requeridos, esas normas pretendían mantener al día los votos de la pobreza.
Desde su llegada, las acosaron por la necesidad de acometer los problemas de salud que afectaban a los poblanos, tan crecidos que superaban las capacidades de su trabajo: las disponibilidades locativas y los recursos económicos que, a la postre fueron pocos, para atender a los enfermos resultantes.
Las monjas, en medio de la pobreza reinante, imaginaron las formas de ayudar a los pacientes de los casos más críticos. Iniciaron labores con dos salas grandes. En una hospitalizaron a las mujeres y a los niños y en la otra a los hombres. Una de las monjas, la hermana Refugio, era boticaria, especializada en las preparaciones magistrales. Vivían una época en que la mayoría de las drogas debían importarse, el pueblo no contaba con farmacias. La botica del hospital fue precursora en el tratamiento de las enfermedades, fundamentado en drogas con algún respaldo científico preparadas por la monja.
La monja Mercedes de San Damián, en el mundo de nombre Isabelena Figueres de Montecasino ―española, como queda dicho―, pertenecía a la familia de un industrial exitoso, reconocido en el negocio textil, dentro del país y en el exterior. Viudo desde muy joven; su mujer murió cuando la peste del cólera estuvo amañada en los pueblos vecinos con Andorra, donde fue el foco de la epidemia. Residían en Igualada, ciudad cercana a la capital catalana, dentro de una villa cerrada, opulenta, en una mansión diseñada por Gaudí. Ella, Isabelena, estudió medicina en la Universidad de Cataluña donde se destacó entre las pocas médicas de la época.
Ejercía su profesión en Barcelona con una demanda suficiente de trabajo; con tanto acierto en sus tratamientos, que su fama corrió por toda la provincia. Era de una vida afectiva sin limitaciones que compartía con su novio, Celiano Barreiros y Heredia, con quien participaba en los roles sociales a todo timbal, eso les permitía el regocijo sin ambages en las reuniones con los colegas y, con frecuencia, compartían las noches barcelonesas, entusiasmados con las verbenas en las Ramblas, donde disfrutaron de las delicias de las tapas entre los bailes de las sardanas. Celiano, también era médico, nacido en Huesca y graduado un año antes que Isabelena. El noviazgo de los dos, quedó inconcluso. Eran los días cuando en los estamentos militares y políticos atizaban la guerra Civil Española y muchos jóvenes desaparecieron reclutados por los frentes que se preparaban para el combate, así quedaron destruidos afectos y familias enteras. Celiano, fue enviado, en un tropel de enganchados, en trenes militares de la Falange que cruzaron por las rutas posibles de transitar en el centro de España hasta llegar a Pontevedra donde le asignaron un puesto en un sanatorio de guerra; desde allí impedían todo tipo de información o comunicación con familiares o amigos; además, los servicios de comunicaciones ya estaban intervenidos por los combatientes que buscaban captar los mensajes de sus opositores. Los correos no cumplían su misión; por eso, Celiano e Isabelena, perdieron su comunicación desde dos años antes de que fuera declarada la guerra.
La Guerra Civil Española soltó sus amarras. Las fuerzas útiles en el conflicto desplegaron sus capacidades de ofensa y defensa. Las provincias sufrieron, cuál más, los efectos nefastos del conflicto, replicados en los aspectos religiosos, económicos, familiares, intelectuales, políticos, hasta afectar el campo de la salud por la multiplicación de los enfermos y los heridos en los frentes de combate.
La provincia catalana también sufrió todos los efectos nefastos de la guerra. La médica, Isabelena Figueres de Montecasino, continuó en el ejercicio celoso de su profesión, por esos días cumplió veintiocho años, atendía a las clases media y alta en su consultorio privado y regaló las tardes y buena parte de las noches para atender a los pacientes en los asilos de niños huérfanos de Barcelona, que aumentaron desde antes de la guerra. Su función fue abnegada, decían que era la figura que, harta de las sonrisas, alentaba a los compañeros de su profesión a practicar el servicio, con los protocolos de su juramento. Fue un testimonio viviente en una época difícil de cuantificar en sus horrores.
Así fue por varios años el ejercicio de su profesión: exitoso, lleno de alegrías; cada día solicitada por más pacientes. Hasta cuando, en una determinación no entendida y recibida con sorpresa por familiares y colegas, dio la noticia de haber decidido tomar los hábitos en la comunidad de San Sulpicio, en el convento de Bilbao (así cumplía el deseo de quedar alejada de parientes y amigos). Su primera intención fue dedicarse a la vida contemplativa, pero la determinación de las superioras, no permitió que esa persona, con una formación académica brillante, estuviera ausente de una sociedad con problemas de salud difíciles de atender, especialmente por los hechos circunstanciales de la guerra, que requerían de sus servicios.
Era de una altura excepcional con una delgadez lucidísima, más notoria con el balandrán negro, mata senos, que llevaba a toda hora bien planchado; a toda hora, toda ella muy acicalada. Detrás de esa cara de rosa, muy linda, blanca y adornada de colores naturales, con los ojos de mirada dulce, desbordados en su tamaño por la alegría rematada en una sonrisa blanquísima ―lo único visible por el frente de su toca blanca y almidonada―, estaba la mujer alborozada y bondadosa que dejaba, por donde franqueaba, el testimonio de una vocación ejemplarizante. Alguna vez, cuando recorría por alguna calle en cualquier diligencia, e iba por una acera, un viento de esos huracanados e imprevisibles que pasan por el pueblo, le arrebató la toca y quedó al descubierto ese rostro completo, de hermosura impresionante, pareado con un lindo pelo rojo. Fue imborrable la impresión de quienes la vieron; ella, muy segura, entró al zaguán de una casa, se recompuso y al momento continuó su camino con la naturalidad de siempre.
Desde su llegada al pueblo, la monja Mercedes, ejerció su profesión; con la monja boticaria desarrollaban las drogas esenciales mientras fueron surtiendo la farmacia con los medicamentos importados. Era la única médica en el hospital y en el pueblo, de ahí la cantidad de trabajo resultante al atender pacientes con variadas clases de dolencias (algunas desconocidas por las peninsulares), venidos hasta de los pueblos cercanos, escasos también en la atención a la salud.
El hospicio fue sostenido por ellas con el capoteo diario de las necesidades, que solo podían aletargarse por medio de la caridad de las gentes. No eran conocidos los auxilios de los gobiernos, las monjas debían multiplicar sus labores entre la atención a los enfermos y la recolección de las limosnas para el sostenimiento de la obra.
La monja, Mercedes, pasaba los lunes, regularmente, por los locales del centro del pueblo, recogiendo las donaciones; se detenía en cada uno de los comercios, con el saludo a la persona por su nombre; le decía siempre desde la puerta, alardeando su entereza: «en el nombre de Dios, os solicito una limosna para nuestro hospital». Creyentes y descreídos suspendían sus apuros comerciales cuando la monja hablaba; ninguno era indiferente ante la voz que llenaba el ambiente frio de los negocios con ese acento cálido, dócil, frágil, con su agradable entonación catalana, donde iba pegado su pedido ―no como una súplica para satisfacer las demandas de sus beneficiados―, sino como un aporte del que contribuía para aumentar los méritos que la caridad otorga. Rápido atendían el llamado y, pronto, Manuelito que iba detrás, entraba a recibir la ayuda. Todo quedaba saldado cuando la monja le decía al benefactor, con la misma entonación segura de su solicitud: «Dios le ha de pagar. Él lo paga todo». No acostumbraba añadir otras palabras, así concluía el trato semanal con el dadivoso. Pero cuando alguno de los que apoyaba la obra del hospital, abandonaba el último puerto que lo contuvo en este mundo, ella era de las primeras personas en llegar a la casa del velorio y acompañaba al difunto hasta cuando lo sepultaban. Presidía oraciones entonadas con alegría, segura de que el que se iba transitaba por caminos que conducían a una vida mejor.
Manuelito, fue un personaje excepcional, era quien andaba con la monja en sus recorridos por el pueblo. Era un viejito encogido, siempre calzado de sandalias, solterón e imberbe en la cara morena, ojos vivarachos, sombrero con el ala levantada en la parte de la frente, voz gangosa y algo silbada por su carencia de dientes, y andar reposado. A toda hora con ruana, aunque fueran los calores de los agostos en la tierra fría. Por muchos años fue el personaje asociado con el burro que cargaba las limosnas para el sostenimiento del sanatorio, siempre anduvieron juntos. Ese asno apareció amarrado en la puerta del hospital. Allí pasó todo un día hasta cuando las monjas ablandadas por el hambre del borrico resolvieron darle comida, volvieron a amarrarlo en la argolla de la puerta, en la misma donde, los que llegaban cabalgando, amarraban sus bestias, y allí pasó la noche. Al otro día volvieron a darle comida, por la tarde resolvieron entrarlo al solar, por la puerta de atrás del caserón semi derruido y con pisos en tierra, al lado de la pieza con la mesa tétrica, tendida con un plástico, que hacía de anfiteatro.
La aparición del burro coincidió con la necesidad de transportar cómodamente las limosnas que recogían por las calles del pueblo. Don Juvenal, el carpintero, ingenió dos cajones con tapas abisagradas sobre las angarillas, así quedó dotado el animal que prestó sus servicios hasta cuando desapareció por la apetencia del tiempo y fue incluido en el inventario de los recuerdos.
En las rondas por el pueblo, Sor Mercedes, Manuelito y el burro detenían su andar en cada puerta y, cuando estaban llenos los cajones, el viejo volaba al hospital, descargaba, le deba agua miel al burro y regresaba al punto donde iba la recolección.
¡Ah, pero falta agregar que Manuelito fue un personaje especial en los servicios del hospital! Todos los días, menos los domingos, llegaba temprano. Su colaboración en las labores era recompensada con las tres comidas. Prestaba sus servicios, desde recoger las limosnas en el burro y asistir al animal en su pastoreo, hasta barrer los patios y mantener hartos los depósitos del agua que debía traer en cántaros desde la pileta pública. Dormía en la casa del Señor Caído, manejaba su pobreza sin dejar muestreos de sus privaciones; su personalidad impecable, con limpieza, soltaba una huella insignificante por donde pasaba, lo niños lo abordaban para que les improvisara algún verso, sobre el aporte que ellos le daban de cualquier tema.
Era bien dilatado el recorrido de la limosneada que hacía la monja por las calles del pueblo. Donde llegaba con Manuelito, obtenían la ayuda para el hospital. Además, en muchas partes esperaban su llegada, porque, siendo la única médica en el pueblo, aprovechaban para lograr las recetas para sus enfermos, buscaban sus formulaciones por lo acertadas. En una bolsa grande de cuero negro, cargaba los frascos pequeños con los remedios magistrales, preparados por la boticaria del hospital, aplicables para las enfermedades más comunes.
La hermana Mercedes de San Damián trabajó en el hospital durante todo el resto de su vida, nunca salió del pueblo a viajes largos, lo mismo hicieron la hermana Refugio y la hermana San Benito de Trejos; la hermana Guadalupe regresó a su patria al tratamiento de unos tumores hepáticos.
Cuando este cuento, la hermana Mercedes, cumplía once años en el hospital, todavía estaba aquerenciada en una juventud sin limitaciones o impedimentos para prestar sus servicios a cualquier hora del día o de la noche, para dar su aporte profesional en la atención a enfermos o heridos, casos comunes en el pueblo y en las regiones vecinas que también buscaban este hospicio. Extendía su actividad con tal alegría que los pacientes parecían reavivarse al oír su voz compasiva y estimulante. Al asistir a los moribundos tenía el carisma para ayudarlos a hacer el tránsito a la otra vida por el camino de las esperanzas. Nada fue de su propiedad, los regalos que pululaban, eran compartidos con sus compañeras, o con las enfermeras, y hasta con sus pacientes. Quienes la conocían durante algún tratamiento, pretendían proseguir afincados en su amistad porque encontraban paz espiritual en el discurso de sus palabras. Fue esquiva a las distinciones, a los homenajes y a los mensajes con los elogios, los mantenía en la lejanía donde se guarda el agradecimiento respetuoso. No aceptaba que elogiaran su ministerio como un favor que hacía, su concepto era que satisfacía un compromiso fructificado por la ayuda divina. Durante el resto de sus años no volvió a España, la incomodaba cualquier gasto que pudiera hacerle a las entradas irrisorias del establecimiento. Su gozo lo obtenía al disfrutar de la presencia de su familia; las veces que la visitaron, venidos de Europa. Y la gran satisfacción de todos ellos, cuando la dejaban, era palpar la felicidad que ella sentía en el ejercicio de su profesión, en medio de su vocación que fue el gran motivo para vivir y para evadir sus soledades. Nunca estuvo enferma, todas las pestes que se sucedieron en la región y en el establecimiento de caridad pasaron por encima sin procurarle un menor efecto. Dormía poco, hasta horas muy mayores de la noche estaba encendida la vela en su mesa; decían las monjas compañeras, que hacía rezos y vigilias como ninguna de ellas, también era de estudio y lectura diarios; y lo más abundante, consagratorio y vinculante con el mundo, sus escritos sobre asuntos diversos, especialmente su habilidad para el modelo epistolar que cultivó constante y profusamente. Sus páginas iban dirigidas a todo tipo de gentes: familiares, amistades nacidas durante su época de estudiante, a sus compañeros de profesión; a los médicos, donde les daba información sobre las enfermedades tropicales y pedía ayudas para los tratamientos a los pacientes con enfermedades raras; no descartó tampoco las cartas a sus relacionados, solicitándoles las ayudas de las drogas requeridas, de las que llegaron remesas copiosas; cartas a sus relacionados, combatientes durante la guerra civil y a los conocidos en los viajes, y hasta a sus pacientes, que con los años requerían sus consejos o le participaban de las satisfacciones que lograban en la vida, después de que ella ayudó a rescatarlos de la muerte en otros tiempos.
Las monjas que fundaron el hospital ya tenían en sus haberes satisfacciones mayores. Aumentaron la capacidad de hospitalizados y los casos atendidos fueron la prueba de su labor caritativa. Las noticias de su país, sobre la guerra Civil, insistían en que, desde 6 años antes, la paz cobraba alguna solidez, no le hace que hubiera florecido esquejada en el árbol de la dictadura.
En el pueblo, por estas calendas, se sucedieron eventos que afectaron en más y en menos el entramado social: hubo estreno de la energía eléctrica; el doctor Quijano, que nació en el pueblo, llegó a ejercer su profesión; despachaba las consultas en la farmacia de don Ricardito, que era boticario; el médico también recetaba en el hospital, donde hacía equipo con la monja y se atrevían a cirugías cuando las gravedades no daban espera. Los problemas de salud endurecieron porque el bandolerismo, que estrenaba sus afanes violentos, aportaba heridos y emigrados de tierras agrícolas y ganaderas aperados de hambrunas y de enfermedades tropicales. Pero, agregados a todo eso, también hubo la mar de sucesos con historias que no alcanzaron a llegar hasta nosotros porque entre los contemporáneos a esos hechos los dejaron diluir opacados, talvez, por los crímenes atroces y por las crueldades que saturaban la época.
Ya funcionaba el hotel Bristol, el de la calle San Mateo, abajo, donde siempre estuvo; lo manejaba doña Emerenciana Cadavid, su fundadora. De los mismos Cadavid, los ganaderos, venidos de Yolombó que, cuando ella murió, administraron el hospedaje hasta hace poco tiempo; decían que, por estos años, era el mejor hotel del pueblo, o talvez el único. Doña Emerenciana, esmerada en el aseo y con alguna habilidad para dirigir la preparación de las comidas caseras, le dio al establecimiento tan buena fama, que los visitantes eran propagadores de las atenciones que les prodigaban. Comerciantes y ganaderos fueron huéspedes asiduos durante las ferias mensuales.
Por los días de un mes de septiembre de mil novecientos cuarenta y pico, precisamente cuando celebraban unos juegos florales en el municipio, con mucha gente venida de pueblos vecinos que llegaron aprovechando el buen estado de la carretera, llegó donde doña Emerenciana un ciudadano extranjero. Decía, doña Emerenciana, que era extranjero porque tenía un acento en la voz desconocido para ella; con una presentación perfecta, ―ella creyó que podía ser un escritor o un intelectual que buscaba participar en las fiestas florales―. Ese ciudadano le solicitó un cuarto por algunos días. La capacidad del mesón estaba copada por las gentes venidas a los regocijos. Ella, viendo la apostura del caballero y sabiendo, cómo él le dijo, que necesitaba quedarse unas semanas, optó por cederle la habitación, que ocupaba uno de sus hijos. En ese tiempo y en un pueblo como éste, era mínima la organización hotelera, el único requisito exigido a un desconocido era el pago anticipado de algunos días, cosa que pactaron entre el huésped y la administradora, ella ni siquiera le exigió el nombre. El cuarto estuvo dispuesto, arreglado, rápidamente; al recibirlo, el recién llegado, aprovechó para organizar sus ropas y, seguro, para darse un descanso antes de la comida. Fue de los primeros en bajar al comedor, se sentó en una de las cuatro mesas y mientras terminó su cena nadie estuvo con él, solo oyó sus «muchas gracias», la niña que pasaba las comidas. Al otro día, cuando bajó al desayuno, parecía haber disfrutado de una noche plácida, según el testimonio alegre que hizo a doña Emerenciana; al encontrarse con ella, a la salida del comedor, la aprovechó para solicitarle el servicio de una lavandera para sus ropas. Él pasó toda la mañana en su cuarto, hasta sacó un taburete al balcón que daba a la calle, balcón lleno de materas con azaleas florecidas; estuvo dedicado a la lectura de los periódicos y revistas que trajo consigo. Al medio día, bajó presto al comedor, ocupó la misma mesa de las comidas anteriores. Pero cuando ya comía, llegó otro huésped a la mesa, cliente frecuente del hotel. Entablaron una conversación fácil sobre la cantidad de agua caída durante la noche y sobre el gran jolgorio que habían preparado para esa tarde y noche en el parque, como parte de las fiestas que celebraban.
Después de la comida de esa noche, bajó hasta la puerta del hotel, intentaba salir al parque, pero eran evidentes las señales del aguacero que se aproximaba. Entró, fue a la sala pequeña, saludó a un matrimonio que parecía estar desde un buen rato. Escuchaban en la radio, que estaba en una mesita al frente de la entrada, una emisora que llegaba con altibajos, zumbidos y con la repetición ruidosa de los relámpagos; oían un programa con música difícil de identificar. Había transcurrido un tiempo largo, cuando deseó las buenas noches a la pareja y salió para su habitación.
La noche fue lluviosa, el agua rindió a la neblina habitual y la luz de la luna, abundosa, se multiplicó sobre los empedrados con caliches de las calles. Hasta la madrugada oyeron, quienes vivían cerca al parque, los cantos acompañados por los tiples, las guitarras y las bandolas, y los aplausos y los gritos de los festejantes. En la amanecida se dieron cuenta los aguardenteros que habían agotado la producción etílica del sacatín, las gentes durmieron hasta tarde, hubo quienes amanecieron conversando en los zaguanes de las casas.
Al pueblo lo iluminó desde las primeras horas un sol desatado y los parajes de los alrededores lucían adornados por los verdes repintados en una naturaleza limpia. Ya estaban como por las once de la mañana; en el hotel Bristol las labores culinarias estaban orientadas a la labor del almuerzo; la dentrodera, terminó de arreglar las piezas y buscó a doña Emerenciana para comentarle que el extranjero no había bajado a desayunar.
―Sería que se quedó leyendo hasta muy tarde, o puede ser que está esperando la hora del almuerzo para levantarse. No lo moleste, más tarde arregla ese cuarto ―dijo la posadera a la mucama.
Las actividades siguieron normales para todos. Los ajetreos del almuerzo absorbieron las preocupaciones del personal de la cocina. El hotel estaba copado, los comensales fueron llegando y por momentos debían esperar que estuviera disponible alguna de las mesas. Pasaron los huéspedes por el comedor, había algunos recién levantados y, otros que amanecieron afuera, también buscaron el almuerzo. Parecía que a esa hora todos hubieran almorzado, pero no, faltaba el extranjero. Ya iban sobre las dos y media de la tarde, cuando tronó la voz de doña Emerenciana.
― ¡Libia Rosa, Libia Rosa, Libia Rosa!… Dónde se metería esta mujer que no contesta. ―Llamaba a la niña del aseo.
―A la orden, doña Eme.
― ¿Se dio cuenta, niña, si el extranjero bajó a almorzar?
― No señora, no ha bajado; vengo de pasar por la pieza, miré por la ventana y no se ha levantado, siquiera.
―Eh…qué tan raro… Suba, Libia Rosa, y tóquele la puerta hasta que la oiga. Le dice que si quiere le subimos el almuerzo ―ordenó doña Emerenciana y salió para la cocina a comentar el problema, les dijo que alistaran un almuerzo para subir al cuarto del extranjero.
Libia Rosa, tocó la puerta varias veces, no contestó. Bajó a comentarle a la señora:
―Doña Emerenciana: ese señor no contesta. Lo llamé bastante duro y nada. La puerta está trancada por dentro con el pasador ¿qué hago?
―Deje a ver (pensó un momento) …vaya donde Benjamín, que debe estar recibiendo el carbón y le dice que venga, que hay que forzar la puerta de la pieza donde duerme, Julio, porque el huésped de esa habitación no se ha levantado, dígale que no contesta, y que vea la hora que es.
Subieron, Libia Rosa y Benjamín, a la habitación, reventaron el pasador de la puerta, el extranjero no hizo ningún movimiento. Subió doña Emerenciana en medio de un gran susto, le toco la cara al extranjero y apenas estaba tibia. Ordenó a Benjamín buscar un auto para llevarlo al hospital. Varios huéspedes ayudaron a cargarlo en una sábana hasta el carro.
Doña Emerenciana le puso el candado a la puerta de ese cuarto. Haciendo uso de la honradez y la responsabilidad vertical que la caracterizaba, dejó en la misma forma todo lo que había, no tocó nada; ya estaban agolpados los trabajadores del hotel y algunos huéspedes en la puerta de la habitación que argüían y atropellaban con las preguntas y tejían todas las suposiciones por haber. Doña Emerenciana, pasó muy nerviosa por el lado de ellos. Se sentó en la sala en la misma silla que se había estado el extranjero la noche anterior, todavía estaba con el delantal.
Al llegar al hospital, cercano al hotel, lo recibió el doctor Quijano, hizo que lo acostaran en una habitación que tenían a la entrada. Procedió a palpar sus signos vitales y al momento le dijo a Benjamín que esperaba en la puerta:
―No hay nada que hacer. Debe haber muerto hace tres o cuatro horas. ¿quién es él?
―No lo sé. Según mi mamá, que lo recibió en el hotel, es un extranjero que llegó hace tres días. Ella cree que vino a los Juegos Florales, pero hasta anoche había salido muy poco.
Todavía estaba el doctor Quijano interrogando a Benjamín, cuando llegó doña Emerenciana, resollando porque había caminado rápido.
―Señora ―dijo el médico― este señor ha muerto hace tres o cuatro horas.
―Es la primera vez que esto nos ocurre en tantos años de tener el hotel al servicio de la gente ―dijo, doña Emerenciana, interrumpiendo al médico.
―Usted debe ir a la alcaldía a poner el denuncio. Hecho ese trámite, seguramente alguien de esa oficina la debe acompañar a realizar el inventario de las pertenencias del muerto. Deben verificar todos los detalles visibles en el cuarto. Ahí usted debe encontrar toda la filiación y los datos, con ellos vendrá la autoridad a efectuar el levantamiento.
Doña Emerenciana salió presurosa con Benjamín hacia la alcaldía. El médico le pidió a la enfermera que lo acompañó en el procedimiento, cubrir el muerto con la sábana y cerrar la puerta de esa sala, mientras llegaba la autoridad para la realización de las diligencias oficiales.
Cumplida la diligencia del denuncio en la alcaldía, el propio alcalde y su ayudante, fueron al hotel con doña Emerenciana y con Benjamín para completar lo ordenado por la ley.
La señora sacó de su bolsillo las llaves del candado, abrió la puerta. Primero entró el alcalde, llamó a su ayudante; miraron por todas las partes de la habitación, las encontraron intactas. Los haberes organizados, sus documentos y su dinero en orden estricto. Se realizaron todos los interrogatorios por parte del alcalde, quedó completamente satisfecha la parte penal. Organizaron las dos maletas, empacaron sus ropas inventariadas y fueron con todo al hospital, con lo encontrado de su propiedad en la habitación, a cumplir la diligencia del levantamiento.
La muerte del extranjero, alborotó rápidamente los comentarios en el pueblo. Urdían todas las suposiciones y hacían esfuerzos para recordarlo cuando solamente había caminado una vez por las calles del parque y por ahí hasta la iglesia, nada más. En el hospital los comentarios en voz baja hablaban de un difunto de procedencia extranjera, pero los datos aportados al caso todavía eran mínimos.
Llegó al hospital el alcalde con su ayudante y doña Emerenciana con Benjamín. Traían los documentos y lo encontrado de propiedad del extranjero, no había dudas, todo estaba completo. Estuvieron reunidos aparte, el médico, Quijano, la médica, hermana Mercedes, que ya había llegado, y el alcalde. Hablaron sobre el proceso legal, el alcalde dijo que, para aclarar cualquier inquietud, era necesario programar la autopsia del difunto; buscaba con el procedimiento descartar toda posibilidad que trajera dudas en el futuro sobre las causas del fallecimiento. El médico Quijano, encargado del procedimiento, le dijo al alcalde que como ya eran las ocho y media de la noche, él pedía realizar ese acto en las primeras horas del día siguiente. Coincidieron en lo sugerido por el médico.
Nadie había vuelto a entrar a la sala donde lo allegaron. La hermana Mercedes solicitó las llaves para mirar el difunto. Abrió la puerta, en la oscuridad palpó el interruptor, quedó encendido el bombillo. Ella fue hasta el lado de la cabeza, corrió la sábana y destapó la cara, no pudo más, lo dejó descubierto. Salió trastabillando, el muerto fue amigo suyo, fue su novio antes de la guerra. No vaciló: Celiano Barreiros y Heredia, no había ninguna duda; su cara era igual, solo intervenía en ella el rictus de la muerte y la sumatoria de los quince años sin verlo; ni requería mirar los documentos, sus rasgos eran evidentes. Salió de la sala hacia el patio donde estaban los otros, despacio, dominada por la tristeza; muy en silencio, no le habló a nadie, fue a sentarse en la silla de la espera, tapó la cara con sus manos, no pudo contener el llanto.
Está historia ocurre en nuestro amado Yarumal. ¿Cierto Javier?. Gracias por darnos éstos bellos escritos para solaz de tus lectores, que creo, son cada vez más, en los últimos tiempos.
Que cosa tan espectacular Javier
Gracias por hacer exaltar el corazón y llenar de satisfacción el cerebro.
Nos llevas a todos a los años infantiles en busqueda de nuestros ricos recuerdos.
Gracias