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LA RETALIACIÓN DEL FORASTERO

Al muchacho aquél, el forastero que llegó en la mañana, lo vieron después, desde el mediodía, caminando de esquina a esquina, por la misma acera de la misma calle, la calle principal del pueblo.

Iba y venía con pasos irregulares: lentos a veces, un poco más rápidos cuando gesticulaba, los puños cerrados, sin amenazar a nadie, cabizbajo; parecía soportar una carga pesada de resentimientos. Solamente en la mitad de la cuadra, al frente del café el Vesubio, paraba y estiraba la gaita, cada vez repetía los intentos para mirar hacia adentro.
Había oscurecido temprano, llovía un poco; ya estaban encendidas las lámparas de gasolina en las cantinas, tiendas y tenderetes y las velas en los cuchitriles.

Eran las siete pasadas; a esa hora caminaba más rápido. Al llegar otra vez al frente del café el Vesubio no miró, cruzó la calle, levantó la cabeza y entró decidido.

Todas las mesas aparecían ocupadas. Los que hablaban, lo hacían compitiendo, a cuál más fuerte, para que lo oyeran. Olores aguardentosos, revueltos con el humo de los cigarrillos, atestaban el ambiente; las risas, las palabras enfadadas y todas las palabras, eran una sola cosa.

El muchacho llegó hasta el cantinero, que lavaba copas en el pozuelo. Sin pensar pretextos, le habló desde la puerta del mostrador:
―Oiga, perdone, dígame, ¿quién es Obdulio Quiroga? ―le preguntó, casi sin despegar los dientes; la bulla superaba lo que decía.

―¿Qué me dijo? ―contestó el cantinero metido en su oficio, con un tono de voz hecho para la indiferencia, sin mirarlo. Movía los labios, procuraba sostener el cigarrillo que no quería coger con las manos mojadas.

―Qué quién es Obdulio Quiroga ―replicó el recién llegado, más duro, en tal forma que lo oyera.

―Es aquél, aquel de allá, el de ruana gris y sombrero Borsalino negro. ―El cantinero, todavía con el cigarrillo en la boca mientras hablaba, separándose un poco el lavadero, le señaló con el alargue del mentón una mesa de atrás, al lado izquierdo, ocupada por tres personas; sobre ella había botellas, vasos, copas y un paquete de cigarrillos mal abierto.

El muchacho iba tocado con un sombrero aguadeño viejo, tragado hasta las orejas. La ruana le tapaba la camisa y le escondía las manos, pero permitía ver las perneras arrugadas de un pantalón de paño muy usado. Caminó hacia la mesa, reposado. Perseguía a don Obdulio con su mirada.

Aunque era un desconocido en el pueblo, nadie hizo nada para extrañar su presencia. Cambió de dirección dos veces: una, porque tuvo un encontrón con alguien que iba para el retrete, debió devolverse; la otra, cuando el mesero caminaba hacia el mostrador cargado con botellas vacías.

Ya llegaba, pero unos taburetes con bebedores dormidos lo obligaron a ir más atrás; al regresar por el otro lado estaría frente a don Obdulio y a la puerta del cafetín por donde había entrado.

Estaba al lado de la mesa indicada. Paralelos al momento, salieron de debajo de su ruana tres disparos. El cantinero, desdoblado por el susto, empujó la caperuza que alumbraba desde el mostrador; cayó al suelo, apagada y con el vidrio hecho trizas. El local quedó en tinieblas. La confusión y la oscuridad se tomaron el ambiente…

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Nadie le siguió los pasos al muchacho aquel, al forastero que llegó al pueblo por la mañana el día de feria, el que estuvo rondando todo el día por la calle principal, el autor del suceso de aquella noche en el café el Vesubio. Ese muchacho se esfumó, luego del crimen, protegido por la oscuridad de las calles. El incidente fue borroso para los memoriosos, fue escasa la importancia de los personajes complicados en aquel proceso. Los pocos, muy pocos, que supieron las causas relacionadas con ese hecho, le pegaron arreglos con las codas de sus aportes, agregándole algún suspenso a la trama de lo ocurrido.

Así, con los componentes que le sumaba, era el relato que de ese caso hacía el Zarco Otálora, único superviviente de los que en el pueblo recordaban el hecho que nos ocupa.

Por coincidencia, las historias del Zarco Otálora ―como ésta, tenía otras en su repertorio―, campeaban por una naturaleza igual: crueles sin remedio. Suponía recortarles un poco la truculencia, desviándose por las anécdotas emparentadas con el tema o explayándose en la vida de los que, de pronto, contemporizaban con los personajes. Pero no había otra alternativa, en todas sus crónicas la crueldad era inevitable; aunque no quisiera, no dejaban de rematar en el asunto trágico. Al empezar los relatos, anticipaba, insistía en decir que él había estado próximo a los hechos, en alguna forma: porque los vio o por informaciones de primera mano; con eso pretendía que el oyente lo admitiera como un actor cogido de la mano con el protagonista.

El Zarco. presumía de haber tenido una memoria como la de muy pocos, privilegiada, que dicen. Cuando contó esta versión de la historia, los efectos temporales ya lo tenían por las cercanías de los olvidos, comunes a todas las vejeces, pero se amparaba hurgando en el fondo de las remembranzas nombres y fechas, quietos desde muchos años; no abandonaba su forma de conversar que siempre fue florida y elegante.

El Zarco Otálora, que había sido escribiente en un juzgado promiscuo municipal, aplicaba a sus conversaciones el toque cuasi solemne de las fórmulas sumariales. Refirió este relato muchas veces; cada vez discurría por las mismas secuencias de los hechos, las palabras iban sucedidas con ritmos parecidos.

Al empezar a contar, tosió y respiró haciendo ruido. Saboreó un sorbo del café amargo que bebía y fue sin prórrogas a la cuestión:
―Yo conozco la historia de ese muchacho, forastero en el pueblo; del que cometió el asesinato en ese café que hubo en la calle Caliente. Le voy a contar lo sucedido once años antes, precisamente el día de la otra tragedia que fue el antecedente de lo que pasó en el café el Vesubio.

» Empiezo por decirle que yo era muy joven en los días de aquel incidente; aunque le parezca raro, conocí y estuve cerca a los vinculados con los hechos. Todavía más, me parece que soy el único vivo de los que conocimos esa cuestión y después el proceso sumarial ―volvió a toser y continuó después de un corto silencio teatral―.

―Lo que provocó ese caso del café el Vesubio que usted quiere saber, sucedió una tarde de abril, once años atrás, como ya le dije; eso fue entre los años 36 y 38, no estoy muy seguro (Vea todo el tiempo que ha pasado). De lo que sí me acuerdo con seguridad, es que ese era un año bisiesto, en ese año se alborotó la estación lluviosa. Se ha dicho siempre que durante los bisiestos abundan las tragedias, y en aquel año la cosa fue peor. Recuerdo cómo pegó de duro el hambre por varios meses, el invierno arruinó todas las cosechas. Fíjese: hubo quienes se comieron hasta las semillas. Eso es difícil creerlo, pero vea: los oficios campesinos, los que se podían hacer, estaban limitados a las horas en que las aguas daban permiso para trabajar, así las labores no rinden nada. Todos, en cadena, renegaban por los efectos del mal tiempo: los carboneros, que hacían las pilas para la quema, las cubrían con la tierra, les prendían candela y los aguaceros las apagaban; no había comida para quienes vivían del producto. Los cosecheros no sembraban, los granos se pudrían sobre los surcos. A los mineros, barequeadores en los ríos, se les iban los días con las manos entre los bolsillos. Solo caían a curiosear, desde las orillas, a mirar hasta dónde habían subido las corrientes en los tajos, después de los aguaceros.

―Leoncio Torres ―continuó el Zarco con su cuento, agarrándose hasta de los detalles precarios, tal vez para alargar su cháchara―, subía aquella tarde con quince mulas por el camino de las Ánimas. Ese fue una ruta antigua, iba hacia el sur y cambiaba su nombre de acuerdo con los lugares del recorrido. Fue el medio que comunicaba toda una región. Antes de la Conquista, era un sendero indígena y, con el tiempo, un andadero real transitado por los que llegaron durante la Colonia.

» Leoncio Torres fue arriero desde antes de pasar por la adolescencia; para mejor decir, la adolescencia lo cogió siendo arriero. Las necesidades familiares lo llevaron a iniciarse como sangrero con unos salamineños que contrabandeaban tabaco y aguardiente: ellos fueron sus maestros (me lo contó él mismo cuando lo conocí), le enseñaron los principios y los secretos del oficio, tapujos guardados con mucho celo. Sus sueños de juventud iban andantes por los caminos, ahí anclaron todas sus ilusiones. ¡Qué lástima, tan muchachito como estaba! La arriería de aquellos tiempos era un trabajo calificado y soportaba todo género de leyendas.

» Cuando Leoncio llegó a esta región ―recalcó el Zarco con voz más fuerte―, lanzado de un pueblo en el suroeste, ya era arriero, legítimo arriero con experiencia. Vino huyéndole a una sentencia de corte de franela, en el tiempo de las chusmas políticas ―pa qué, pero esos si eran tiempos muy verracos―: cargó en sus mulas unos muertos para darles cristiana sepultura, a los del bando contrario del de los difuntos no les gustó la obra de misericordia.

» Por la época de los sucesos que le estoy diciendo ―siguió el Zarco―, Leoncio tenía unos treinta y cuatro años. Era un mulato muy acuerpado, de cara larga, dientes postizos, con los colmillos superiores forrados con oro y, bozo y bigote tupidos; usaba pantalones con remangos burdos e irregulares, sombrero alón con barboquejo, delantal tapapinche y carriel de fuelles amplios. Hacía su caminar rápido por todas partes; sus movimientos precipitados parecían una secuela del oficio. Por esa forma de moverse, lo llamaban el Atronao. Pero, ¡ay del que se atreviera a decirle el remoquete! Varias veces pagó treintazos, por lesiones personales a quienes osaron pronunciar el sobrenombre. Había hecho fama por su fuerza, efecto de una corpulencia que lo diferenciaba entre los arrieros: fue el único capaz de dar luz a la viga de nogal para el coro de la iglesia, antes de alzarla los del convite que la llevaron hasta el pueblo. Decían que era ayudao (dizque alguna noche que libraba una pelea, a machete, contra cuatro que lo atacaban, le iba yendo mal y se les escondió en el sombrero); que le cerraron el cuerpo y que en una mano tenía puesta la piedra de ara. Claro, le soy franco, eso yo no lo vi, como para afirmar tales cosas ―hizo su salvedad el Zarco―, pero me lo contó gente de mucha confianza. No leía ni escribía: garrapateaba los números, a veces tenía que forcejear con la memoria para interpretarlos.

» Desde recién llegado a la región, arreó la mulada de don Antonio Segura: fue de toda su confianza. Sus habilidades para el oficio lo hicieron imprescindible.

» Don Antonio Segura y Leoncio Torres hicieron, fuera de su relación en el trabajo, una amistad estimulada por los compadrazgos y los jaleos frecuentes: las borracheras y el juego durante varios días armonizaban sus intereses. El negro Leoncio ―como le decía don Antonio― imponía con su figura, el respeto entre los apostadores las veces que pretendían alterar las normas del patrón; a cada rato, Leoncio, reconocía los dados, al jugar Generala, para impedir el cambio por los cargados; le manejaba la plata disponible, lo asistía en las marrullas de las apuestas y, cuando los tragos hacían efectos en sus fuerzas y en su equilibrio, lo ayudaba a montar en la mula Brunilda que era muy alta, soliviándolo de los fundillos…

»¡Leoncio fue un arriero admirable! ―dijo el Zarco trayendo a la memoria más gestas de Leoncio ―: fue el único en la región capaz de cargar una bestia, sin ayuda, con una maza de ocho arrobas para trapiche, trocada con un bulto de sal. Llevó el melodio francés para la iglesia, sin hacerle un rasguño siquiera, también transportó las dos campanas grandes, a las que todos los del oficio les sacaron el cuerpo por su peso y por la incomodidad para amarrarlas. Quienes lo conocían, se alegraban al encontrarlo en el camino. Con sus cuentos y con sus chistes, desaparecían las nostalgias durante las noches de las posadas…

» Leoncio había cargado, pues, las mulas —volvió el Zarco a recoger el asunto—, quince mulas que eran, como le dije al principio, muy de madrugada, en la finca el Refugio, con los bultos de café de una cosecha retrasada que lograron secar a la fuerza; esas mulas eran todavía las de don Antonio Segura. Aunque llovía, salió al trabajo puntualmente. Subió las pequeñas cuestas, atravesó el valle de andadura cómoda y descendió por unos recodos fáciles, hasta cuando logró coger el camino de las Ánimas, ese si era muy duro.

» Por esos meses, y más durante ese año de diluvios, y todavía más en ese día, el río Tafetanes, ya en el camino real, había crecido hasta el desmadre; no había puente para pasarlo. Quienes lo conocían, no asumían el peligro; mejor esperaban que bajaran sus aguas para no arriesgar su vida o la de los animales.

» Leoncio avistaba llegar a la bodega de la carretera antes del mediodía; allí descansaría toda la tarde (me lo contaron después), era sábado, no recuerdo si se lo había dicho a usted ahora rato; bueno, de pronto, dizque se quedaría hasta el lunes… Pero, ¡qué diablos, cuál descanso!, iba retrasado: se escampó en la posada de los Ortices, aguardó hasta cuando el río bajó un poco. Después gastó mucho tiempo porque la blandura del terreno limitaba el paso de los animales; las lluvias no cedían, eran unas agüitas carajas que no dejaban secar el piso; también transcurrieron las horas en el esquive del peligro en los canalones y dándole jalones a los animales que resoplaban, impotentes, pegados entre el lodo.

El Zarco hizo una pausa; cogió el pocillo y trató de escurrir el último asiento del café, carraspeó. Preguntó qué dónde había dejado su cuento.

―Ah, sí. Ya, ya recuerdo ―se respondió―. Ese día había poca gente en la ruta. Se encontró, al comenzar la cuesta, con Luciano Muñetón que bajaba al trapiche de los Oquendos a recoger unos ataos de panela (estos Muñetones viven todavía, son conocidos míos). Hablaron muy poco, pero tuvieron tiempo para repartirse los asombros por la cantidad de las aguas que no dejaban trabajar y por las hambres que muchos en el vecindario sufrían en silencio. Ah, y sorprendidos también porque el camino estaba muy solo. Uno de ellos dizque gritó y remató el palique:
―¡¿Y a qué va a salir la gente si no hay con qué comprar nada?!

» Ascendía, entonces, Leoncio, como le decía, por la loma de las Ánimas, precisamente donde se ponía más dura, después de pasar el río Tafetanes. Iba por una cuchilla de la cordillera, muy falduda, en canalones sin vista hacia los lados. Era un trecho complicado (yo no sé cómo estará ahora, sí todavía pasa ese camino por allí), cuando eso, era un canalón profundo que se ahondó por el trajín de los animales, y por las lluvias que arrastraban las tierras sueltas. En las partes altas, los siete-cueros, flacos, acusaban de aridez a la montaña.

» Como venía sucediendo en esos días, desde la media tarde, se repetían los truenos largos, más alargados por los ecos multiplicados entre las cañadas, los animales se incomodaban al momento con los relámpagos que los predecían. Los aguaceros intermitentes crecían el frío, y una neblina muy cerrada tachaba la silueta de las personas a los pocos metros. Todo propiciaba un ambiente sombrío.

» Vea otra cosa ―agregó el Zarco―: José Nelson, un muchachito casi de nueve años, iba adelante, al anca de una mula mora, agarrado de las lías de cuero que amarraban los dos bultos. Era hijo de Leoncio con Hilda Sarria. Ella, una morena talla grande (no sé qué se hizo), tenía por esos días unos treinta o treinta y dos años; él la conoció, recién llegado a la región, durante un baile, una noche de orgías, en una casa en las Playas Abajo, en la tienda de las Cifuentes (si no me falla en la memoria el apellido de esas mujeres). Desde entonces, llevaban una vida con encuentros ocasionales, alentados con los desenfrenos de la aventura clandestina. De una de esas citas nació el muchacho que, de vez en cuando, lo acompañaba en el trabajo.

» Los vientos desviaron las lluvias hacia otros lados, pero el frío se metía más en el cuerpo; perseveraba la neblina amparada por la altura de la montaña. A esa hora de la tarde (como a las cinco y media), el cansancio y el efecto de las hambres mal calmadas disminuían las condiciones del arriero. Apenas mediaba la última cuesta. Yo no me alcanzo a imaginar cómo sería de dura una jornada de esas para un pobre arriero, cómo estaría de espiado al llegar la tarde, después de estar metido todo el día en el barro caminero ―argumentó el Zarco.

» Llegaron a una parte del camino con curvas muy pendientes, estrechas y continuas, solo permitían el paso de un animal rozando su carga contra las paredes del barranco. Tenía tantas dificultades el trecho de esa loma que por ahí fue imposible manejar las cargas grandes montadas en turega. Quienes transitaban con frecuencia por esos lados, no perdían la costumbre de azararse ante la dureza del repecho. Contaban, que los indios cargueros de espalda, que en las épocas coloniales transportaban a las personas en silleta, en ese sitio las desmontaban para llevarlas de la mano: así evadían los riesgos en la gran pendiente.

» Los arrieros, al alcanzar ese punto, precavían los accidentes silbando fuerte, antes de emprender el descenso; con la señal del que contestaba, no seguían hasta cuando no había peligro. (Cuando yo viajaba por ahí, ya hace muchos años, se me erizaba el cuero de los puros nervios).

» Subían en fila menuda, mulas y arriero. Y José Nelson, adelante, se perdía en algunos trechos de las miradas buscadoras de Leoncio; era obligatorio que fuera a la cabeza, ya estaba advertido, para detener a los que bajaran y evitar los enredos entre la mulada; el muchacho, era de cabalgar casi dormido, el sueño le hacía el cobro por la deuda contraída en la madrugada.

» El viento corregía su intensidad frecuentemente, permitía oír los silbos al pasar por entre las arboledas y pegaba la llovizna a la cara. La noche ya era inminente.

» Nadie sabe ―repitió el Zarco―, el cansancio de un arriero a esa hora, cuando ha estado todo el día de patas en la brega: duelen los músculos, la espalda se resiente; la boca está reseca, con sabor a estribo de cobre (calman esa sed en los chorros del agua que baja de las montañas); y las ropas, mojadas del sudor y de las lluvias que pasan y repasan, se pegan al cuerpo…

» En ese sitio, el más complicado del camino, José Nelson, que todavía iba solo, adelante, se detuvo arriba, donde el canalón se emprendía. Al momento vio asomar a quien era jinete sobre un macho negro; bajaba dormido, con la cabeza caída y zangoloteada en cada pisada que daba el animal. El caballero no acató los gritos de José Nelson que le pedían esperar hasta cuando subiera la mulada. Pasó por su lado sin previsión alguna, arrinconando al muchacho contra el barranco. Le asentó las espuelas al macho con la inconsciencia de la costumbre; el animal respondió multiplicando su andadura en la pendiente, y en tiempo que nadie mide, arremetió contra la mulada que subía. Produjo el encontrón, causó el enredo; piafaban, relinchaban, intentaban morderse, se provocaban queriendo cambiar de rumbo. Cada bestia volvía a luchar por salir hacia adelante o al revés de su trayectoria. Entre el macho y las mulas formaron una descomposición que nadie ha narrado. Metido entre ese caos el caballero que bajaba perdió el mando de su cabalgadura y cayó de bruces entre las patas desorganizadas.

» Leoncio desanduvo un buen trecho para protegerse de los animales que se reponían enloquecidos, luego de romper cinchas y sobrecargas.

» Fue evidente el peligro por los golpes que se propinaban las acémilas en su locura. Se retorcían, resbalaban, se caían, se paraban encabritadas y emprendían el desboque, cierto o equivocado de la ruta, al zafarse de los enredos. Era una confusión total.

» Después de unos momentos, más abajo, Leoncio, controló la estampida; puso nuevamente las mulas hacia donde iban. Pero, al volver por la cuesta, palpó el desastre: cargas regadas a trechos, aparejos rotos, animales aporreados. Quería mirar más arriba, lo preocupaba José Nelson, que iba adelante. Le preguntó con el grito qué dónde estaba.

» De lejos, logró ver a quien se incorporaba enredado entre los zamarros y las espuelas. Conocía a la gente de la región, no alcanzó a identificar a quién, levantándose, limpiaba a mano abierta el barro atollado en su cara, y que recogía el sombrero. Lo vio indagar, patiabierto, atisbando hacia arriba, hacia abajo, hacia los taludes del camino; pretendía reconocer el punto dónde se hallaba. En ese momento, Leoncio supo quién era el que se debatía en la lucha contra el desequilibrio por la borrachera: Obdulio Quiroga, finquero de la región, fulano soberbio y cascarrabias, célebre por sus aires de pendenciero: los tragos sin medida y los tangos de victrola le provocaban invariablemente mutaciones hacia el malevaje.

» Don Obdulio, al despegarse del barro, extendía la ira con sus gestos. El sacudón, al caerse del macho negro, lo puso a repasar lo vivido durante las horas de ese día: bebió en la fonda de la carretera toda la tarde; de allá salió borracho, como muchas veces; descendía perdido en el sueño, no recordaba nada más. Se preguntó contra qué tropezó su macho cuando le provocó la tumbada al estar desprevenido… Volvió a mirar hacia abajo, sin ubicación; al momento, más consciente, vio al arriero que subía, despavorido por su desastre; todavía estaba lejos. Don Obdulio aprovechó la lejanía para desahogar sobre él la rabia que lo vencía. Le gritó todos los párrafos agraviantes descargados de su cabeza fría o caliente ― uno no sabe―, no atajaba su lenguaje desafiante; apuró más la diatriba al reconocer a Leoncio, al Atronao, ¡claro que lo conocía! Prosiguió con sus palabras duras… Ya no tardó más la respuesta del arriero. La réplica no fue inferior (fueron frases con palabras armadas por un arriero, mi amigo): lo desfogado entre los dos con reciprocidad urgente hacía hervir las sangres. Leoncio deshizo sus controles y se desbocó, buscó su desahogo en la actitud primaria. Corrió hacia don Obdulio, la furia lo aguijaba a golpearlo; alternaban los gritos, crecían y crecían, tan crecidos que trastornaron el ambiente. Don Obdulio sintió pánico cuando vio al arriero que venía hacia él en carrera decidida (con la arrogancia de su tamaño, agregada a la altivez del hombre convertido en fiera). Al finquero, solo le quedó tiempo para hacer los tiros del revólver ―creo que los soltó todos―, que frenaron al mulero; únicamente le permitieron otros cuantos pasos, pero ya fueron pasos inconscientes. Y nada más. Ahí se le acabó la vida a Leoncio; tambaleó y cayó de espaldas, al través sobre el camino… Así fueron los hechos de aquel día.

El Zarco Otálora, que decía conocer esta historia de primera mano, argumentó, al llegar a esta parte del cuento, echándose la bendición:
―Y don Obdulio, borracho, se lambió al arriero Leoncio Torres. Con toda franqueza le digo que no se dijo más, nadie supo más detalles fuera de los que le he dicho.
El Zarco, reposó un rato e hizo sus añadijos:
―La noche empezaba, las chicharras partían el silencio. José Nelson escuchó allá arriba, donde hacían la espera los que bajaban, todas las palabras lejanas, airadas y cansadas, entrecortadas por la distancia y por el viento. Después oyó los tiros, el susto le impidió contarlos. Al momento, pasó el macho negro aperado, sin jinete; dos mulas que habían perdido las cargas, subieron arrastrando los rejos rotos, también pasaron rápido; después subió don Obdulio, puestos los zamarros y las espuelas: perseguía al animal, se devolvió por el camino que antes lo trajo.

» El muchacho, José Nelson, miró hacia abajo, con insistencia, la neblina y el comienzo de la noche lo tapaban todo; cada vez doblaba la fuerza de sus gritos para llamar a Leoncio. El silencio imponía su silencio. Nadie respondía. El viento, todavía susurraba sus acordes y persistía la canción de la llovizna al caer sobre las cosas. Desmontó con dificultad y salió, hacia abajo, a indagar lo sucedido. Encontró animales enredados entre los pretales, bultos pisados, el café regado tapizando la ruta, más bultos rasgados; por instantes, los relámpagos definían las ruinas: restos de enjalmas, pantano removido, y más abajo, encontró a su padre.

Lo halló tendido sobre la tierra, bocarriba, con toda la dimensión de su cuerpo largo y de sus manos largas, ocupando la pequeña anchura del camino; tenía la mirada abierta, fija contra el barranco; la llovizna se empozaba en sus ojos. José Nelson llegó a su lado, se arrodilló en la tierra, lo vio inmóvil, volvió a llamarlo y repitió el reclamo tantas veces; pasó su mano pequeña sobre el rostro grande que empezaba a enfriarse, sin modificar el rictus de su ira. Entre sus razonamientos infantiles no cabía la realidad de ver a Leoncio muerto; poco antes oyó su grito, preguntándole cómo y dónde estaba.

» El muchacho resolvió sentarse sobre la tierra, donde empezaba el talud, al lado de su padre. Hasta parecía imposibilitado para llorar. No sabía que así era la muerte
»¡Me da mucha tristeza contar esto! ―se lamentó el Zarco, reposó una vez más y continuó su cuento.

―Pasó un buen rato, la noche ya era plena noche cuando llegaron algunos conocidos que subían o bajaban; después vinieron otros, parecían vecinos, habían oído los disparos: encontraron a José Nelson en el mismo punto, al lado de Leoncio.

» La impotencia del muchacho, su hambre de todo el día, la llovizna que no treguaba, los relámpagos frecuentes y el arriero tendido sobre la tierra componían el cuadro macabro de la noche de ese sábado, en el camino de las Ánimas; precisamente, en la parte más complicada de la loma del Tafetanes.

» Los de la autoridad hicieron su presencia, la noche ya estaba en las horas de la madrugada. Lo vieron con la luz gastada de las linternas: siempre con los ojos abiertos, dominados por una mirada vidriosa, repetida, que seguía perdiéndose contra los taludes del camino.

» Después de la diligencia, armaron una barbacoa en dos palos y largos, y costales perforados en sus asientos, lo llevaron entre cuatro cargueros. Se relevaron con frecuencia: el difunto pesaba más de lo calculado.

» José Nelson, descontrolado con lo sucedido, venía atrás con los que no cargaban, traía el sombrero aguadeño usado por Leoncio, el carriel, y las albarcas, todavía con restos del pantano. El cortejo caminaba rápido, al paso que se camina con los difuntos montañeros…

» Eso era lo que le iba a contar, mi estimado. Aún me queda algo de memoria; vea, uste, no se me ha acabado del todo.

» ¡Ah, pero me falta algo!: oiga: nadie volvió a saber nada del hijo de Leoncio, parece que acabó de crecer al lado de unos parientes de Hilda, su mamá, cerca de Marmato…

» Pasaron más de once años, hasta el día de los disparos que hizo el muchacho forastero en el café el Vesubio; allá murió don Obdulio Quiroga. Fue un miércoles de feria (siempre salía al pueblo, en esas fechas y en ese café pasaba todo el día haciendo sus negocios).

» Los balazos, lo inmovilizaron donde estaba. No se movió un centímetro. Su cabeza quedó recostada sobre la mesa.


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Publicado enCuentos