Aquella mañana que mi papá me llevó a la escuela Grande a matricularme por primera vez, la señorita Josefina García, estaba entre los maestros participantes en el proceso de aquel trámite. Ella tenía la función de medir la estatura de los aspirantes; mientras tanto, había otro maestro que revisaba las partidas de bautismo, otro los carnés de las vacunas y uno más, las libretas de calificaciones, si el mozalbete provenía de otro plantel.
––Un metro con veinticinco, Manuel; este muchacho está muy alto, va a ser uno de los más grandes del grupo. ––Le dijo, la señorita Josefina a Don Manuel Arroyave, después de verificar con una regla sobre mi cabeza la altura que había alcanzado.
Mi maestro de años futuros tomó nota del dato cantado por la señorita. Él estaba al frente de un libro grande lleno de columnas donde, con las reseñas del renglón en las dos páginas, quedaba hecha la hoja de vida del alumno. Mientras mi papá firmaba en el último espacio, hubo tiempo para que los maestros me hicieran las recomendaciones sobre el estudio y la disciplina, además del compromiso que tenía conmigo, porque mis ademanes, según ellos, eran de un niño inteligente “inmodestia, apártate”; luego, mi papá arrimó donde la señorita a recordarle, en voz muy baja, el favor que ya le había solicitado, encarecidamente, meses atrás: procurar que me asignaran en el grupo que ella dirigiera. Ella, ya parecía tener presente el asunto porque no liquidó las esperanzas de mi padre. Y así fue, el día de la entrada a la escuela me notificaron que me había tocado en primero A, el grupo que dirigía la señorita Josefina.
La señorita Josefina García Vásquez, fue de medidas corporales pequeñas, pero su personalidad fue tan grande que la notábamos donde estuviera; estoy seguro de que su alma no le cabía en el cuerpo y era por eso que su bondad la redundaba. Fue leal y comprometida con sus sentimientos religiosos, las oraciones sentidísimas que precedían a sus clases estaban ligadas a su fe; como testimonio de sus creencias, mantuvo esta frase, escrita en el marco del tablero: Dios me ve. Hacía presencia ante sus alumnos con actitudes muy seguras, las explicaciones suyas nacían en lo comprensible, en lo concreto y en lo preciso, y nunca acometía las divagaciones para perder el tiempo; su caminar exhibía movimientos ágiles y elegantes, por eso su gracia para bailar, que la demostraba en la presentación de los actos escolares, preparados por ella. Su dedicación a la enseñanza y a la disciplina, normas primarias en los grupos que dirigía, hacían que los padres de familia insistieran para que fuera la maestra de sus hijos, especialmente si, como en mi caso, tenían esos párvulos la inclinación notoria a ser díscolos.
Era hija de don Juan de Dios García, un zapatero que fue dueño de todos los honores que el oficio otorga; los domingos se acicalaba con los vestidos mejores para atender su negocio: ese día era el de las ceremonias, con la prueba y la entrega de las obras hechas durante la semana (los zapatos o borceguíes que cuando eso los compraban sobre medida). Hasta cuando me permite la memoria, que ya va estando tapiada por los años, lo recuerdo en su local en la carrera de la Boca del Monte y al comienzo de la falda del Bobo. Allí, en mesas y taburetes bajitos como los que utilizaban en ese oficio, laboraban obreras y obreros, dirigidos por don Juan de Dios.
Hay personas que parece nacieran con el oficio que escogen pegado a su personalidad, así parecía ser nuestra maestra, no vacilo en creer que hubiera sido inconcebible verla laborando en otras actividades. Dedicó su vida a la educación siempre con el entusiasmo del primer día; no dejó menguar ese fervor ni cuando los años fueron haciéndole el aporte a sus desgastes. Cuando eso de los años, todavía fue maestra, maestra comprometida, maestra consagrada a la preparación diaria de sus clases como si al otro día fuera a encontrarse por primera vez con los alumnos.
Donde llegaba, había alguien dispuesto a saludarla; con los años, aparecían alumnos, ya profesionales, que la presentaban orgullosos como su primera maestra; llena como estaba de los muchachos amigos que fueron sus discípulos, recogía el respeto, que creció con el tiempo. Ella mantuvo el afecto por todos. pero hubo algunos de quienes tenía más vivos los recuerdos, tuvo frescos en su memoria los nombres de sus alumnos tiempos ha…(especialmente de los que dimos más lata).
Comenzamos aquel año escolar, estimulados por el entusiasmo y el optimismo que sabía contagiar en su grupo la señorita Josefina. Fueron esos primeros días, los de nuestra primera vinculación con la escuela, en los que aprendimos tantos conceptos básicos que son los que han sido fundamentales en nuestro recorrido por la vida.
Cada año, con alumnos nuevos, sabía reconocerlos pronto, más aún, poseía una habilidad grande para identificar muy rápido sus cualidades y defectos. Todos los días, cuando íbamos del salón de conferencias al de la clase, ella adelante, al llegar al aula, se detenía en la puerta, nos hacía seguir y, con una mirada rápida, revisaba el aseo, la presentación y la salud aparente de cada uno. Varias veces durante el año llamó a quien notó indispuesto, lo tocó en la frente y al sentirlo afiebrado, decidió volverlo para su casa, hasta que se aliviara, para evitar el contagio a sus compañeros.
A los pocos días de mi asistencia a la escuela por primera vez, surgió una dificultad aterradora: la señorita Josefina, descubrió, en cualquier ejercicio escrito, que yo era zurdo. En la casa, no lograron deshacerme de ese sambenito, y habían pronosticado los conflictos que me esperaban. En ese tiempo, como queda dicho por el escritor, Oscar Domínguez ―palabras que, aunque utilizo sin su venia. son para darle un mejor sabor a esta nota―: «Las mamás sufrían con un hijo zurdo que era discriminado a morir. Así ellas hubieran nacido con el mismo lapsus corporal, preferían que su vástago fuera comunista, poeta, presidente, periodista, bailarín de ballet, ateo, traductor del sánscrito. Zurdo no». Ser zurdo era considerado como una afrenta para la vida entera y toda la familia capeaba esa desgracia.
La primera decisión tomada por mi maestra, de acuerdo con los postulados pedagógicos de la época, fue trasladarme, del pupitre que me había asignado el primer día, a la mesa rectangular donde ubicaba a los más pequeños. Allí podía controlar de cerca mis actuaciones y podía amarrar mi mano izquierda al taburete en los ejercicios escritos y ayudarme a cualquier movimiento requeridor de las dos manos. Fue duro ese calvario de aprender a utilizar la mano derecha, eso fue para mí una gran tortura; durante esos meses primeros de asistencia a la escuela fue traumática la experiencia, pero llegué a tal punto que ya levantaba para que me la amarrara. Diario llegaba a vérmelas con un problema que ninguno de los otros compañeros padecía; en los recreos o donde me veían en el pueblo, oía que cuchicheaban: «ese es el zurdo que tenemos en el salón».
Ya habíamos aprendido algunas letras, cuando mi buena maestra notó que su tratamiento iba siendo efectivo: ya usaba la mano derecha para escribir, con mayor facilidad. Fui trasladado otra vez al pupitre de los grandes, conminado a que, si me veía escribiendo con la mano izquierda, debería pasar todo el resto del año amarrado de esa mano. Hasta ahí llegó aquel resabio (ese era un resabio, según decían), y aprendí a escribir con la mano derecha; en las otras acciones no he sido capaz de hacerlo, solo tengo habilidades con la mano izquierda, zurdo perdido.
El entusiasmo pedagógico de la señorita Josefina fue muy grande. Para cada materia y para cada tema, ingeniaba ayudas que dejaban grabados en nuestras memorias infantiles muchos pormenores de lo que decía. Por ejemplo, para explicar la muerte de Ricaurte en san Mateo, se ayudaba con una casa como de pesebre, pero grande. Iniciaba su disertación ubicándonos, llevándonos en brazos de la imaginación hasta la casa de esa hacienda donde permanecían los soldados que la vigilaban, nos recalcaba el valor que tenían para los patriotas los pertrechos almacenados; y, cuando nos hacía imaginarla llena de realistas, copada nuestra atención, encendía una pila dentro de esa casa ―pila, como las de la pólvora de diciembre―, con una vela preparada desde el comienzo de la clase. Tras las luces fulgurantes, que nadie esperaba, quedaron grabados, para siempre, los conceptos sobre esa acción heroica.
Para afianzar el conocimiento de las letras del alfabeto, en una época de ayudas pedagógicas mínimas, sin las fantasías de la electrónica, se auxiliaba con las hojas de alguna revista que nos repartía ―recuerdo las de la revista Selecciones―; debíamos garrapatear en ella el nombre, de escritura recién inaugurada, y, con sus instrucciones, señalar la letra que estábamos estudiando. Las recogía y se tomaba el trabajo de revisar una por una. En las que encontraba errores, llamaba al alumno para reforzarle el concepto que estudiábamos.
La señorita Josefina, fue soltera de por vida, pero en la escuela desahogó suficientemente todos sus sentimientos maternales. Le quedaba fácil desdoblarse, desde la severidad que mostraba cuando necesitaba imponer la disciplina, hasta la mujer crecida en el cariño con sus alumnos. Nos dejaba sentir el peso de su mano sobre nuestro hombro para que palpáramos la protección suya en los momentos en que nos sorprendían las tragedias de la vida o cuando nos accidentábamos. Y, cuando cometíamos los errores, ahí también estaba ella con sus palabras amonestadoras que, de pronto hasta «hacían la verdad más dulce».
Aquel mes de noviembre, concluía con el primer año en la escuela, en aquel mes fueron los temidos exámenes finales, cuando eso orales. Ella nos preparó para ese ambiente tenebroso donde estaban el párroco o algún sacerdote, el alcalde o algún delegado suyo, algunos notables del pueblo y los padres de familia que hacían toda la fuerza para que su muchacho leyera sin confundir las letras o supiera responder, sin gagueos, cuántos y cuáles eran los reinos de la naturaleza. Con este acto de tortura (como en el circo romano), que estatuían las normas educativas de la época, y con el solemne acto público, finalizó aquel año lectivo.
Estos recuerdos, solo podremos escanciarlos quienes vivimos la experiencia de haber sido alumnos de la señorita Josefina; los demás, pueden flotar sobre los comentarios desafortunados o los apelativos despectivos, equivocados para aplicarlos a su talante de educadora. De ella, que perteneció a una familia muy pequeña, no debe quedar quien le encienda todavía una luz que mantenga su recuerdo. Se fue de este mundo sin que nadie dijera o escribiera una mínima semblanza suya. Don Manuel Arroyave, acató convocarnos al entierro; allá, ese día, en aquel acto triste, la escasez de los presentes hizo más patética la despedida a la persona que inició en la vida cultural a varios cientos de contemporáneos. Tal vez, en el Juicio Final, allá en el valle de Josafat, antes de que Dios nos mande para el lado que nos merecemos, haya una fila de quienes estuvimos en sus clases. Puede que allá tengamos la oportunidad de entregarle los agradecimientos que le adeudamos desde en vida y que fuimos remisos a pagarle. Puede que allá reconozcamos los méritos de la maestra aquella anónima que nos enseñó, entre muchas otras cosas, a disfrutar de una de las primeras maravillas que nos proporcionó el conocimiento: saber leer.
Me encantan tus historias , esta si que me transporto al pasado , mejor no lo pudiste describir , felicitaciones