Liborio, mantenía reservadas sus jácaras más sorprendentes para contármelas cuando la ocasión fuera propicia, sobre todo, cuando estuviera aligerado del mal genio que a veces lo atosigaba. El día de este cuento, aprovechó que la tarde era lluviosa y le permitía tomarse un buen rato de respiro para explayarse en las cavilaciones sobre otra de esas experiencias desagradables que le había endosado la vida.
Por los años de este relato ya tenía casi veinte de casado y era el mayordomo en la finca de don Afanador Osorio, los Naranjos, que la llamaban así desde cuando su abuelo montó esa heredad dedicada a la cosecha de café arábigo excelso; su ubicación es en las estribaciones del cerro del Pan de azúcar, un poco más allá del plan de la Vetilla, al lado de la carretera veredal.
Liborio había logrado ese trabajo ¬¬¬¬––que envidiaban muchos por la fama de buen patrón que tenía don Afanador––, gracias a las recomendaciones que obtuvo de Ángel de Dios Sosa, con quien trabajó casi doce años y que había vendido la finca para resarcir algunas deudas obligadas por los malos negocios.
Liborio, llegó a los Naranjos un sábado; venía de una vez con su mujer, sus tres hijos y el equipaje pobre, así cupieron en un pequeño carro de trasteos que los acarreó desde el pueblo hasta esa finca; don Afanador, los esperaba optimista, creía que, con ellos, una familia tan bien plantada, solucionaría por un buen tiempo la dificultad de conseguir administradores que lo entendieran. El señor Osorio, venía de padecer todas las dificultades que se presentan en una propiedad cuando hay descuidos: la casa estaba sucia y arruinada, los animales mal tratados y mal tenidos y la próxima cosecha de café, que parecía abundante, en peligro; tenía pendiente un pleito laboral con el mayordomo anterior, debía pagar cuentas que él abrió a su nombre por mercancías no autorizadas para el despacho.
Recorrieron a caballo los potreros y las mejoras de la parcela, dieron una vuelta por el cafetal, en plenitud de su hermosura, que exhibía las primeras flores de una cosecha promisoria, vieron el almácigo donde progresaban las plántulas para la siembra en una menguante próxima que con el tiempo duplicarían la producción; pasaron por el despulpadero y detallaron las instalaciones y los equipos donde beneficiaban las cosechas; en cada parte, don Afanador, le dio a Liborio las instrucciones que debía tener en cuenta. Visitaron los naranjos, verdeados de sus hojas, próximos a abonar para lograr la cosecha que anunciaban los azahares multiplicados; voltearon por un lado de los mangos cargados de flores, lo mismo hicieron por el medio de los aguacates, también florecidos, que aportaban sus cosechas en épocas parecidas a las de los cítricos; desde una pequeña altura divisaron el potrero donde pastaban las tres vacas de ordeño, le narró las historias de cada una, sus resabios, los partos y las enfermedades que habían sufrido; pocas fueron las recomendaciones porque Liborio traía suficientes referencias de ser un buen conocedor de los animales. Al regresar a la casa de la finca, tomaron otra vez el sendero que ya pasaba por el corral de las gallinas, no hubo ninguna advertencia; pero al llegar a la perrera, bajó del caballo, don Afanador; Liborio también lo hizo, y el señor se trastornó en amores con los tres chandosos que aullaban emocionados con la presencia del amo y ladraban para hacer notar su extrañeza ante el recién llegado.
Don Afanador, trataba a sus perros con cariño, de ellos habló a Liborio, de cada uno trajo historias sin detalles e hizo alarde de su bravura y nobleza; pero cuando llegaron donde estaba la perra Violeta, que fue la última en engrosar el inventario perruno de la finca, sacó de su memoria todo un resumen de los antecedentes raciales y de los cuidados que merecía ese animal por ser una hembra de raza muy pura, importada muy cachorra de Alemania, regalo de un hermano suyo, con papeles que acreditaban su ascendencia, hija de uno de los mejores sementales de la raza pastor; hermosa en su pelambre, apuesta en su porte, con obediencia y reacciones educadas; era digna de ser mostrada en alguna exposición canina. En ella tenía don Afanador grandes esperanzas económicas al aparearla con un animal de calidades parecidas, cosa que debía hacerse después de que sucediera el número de los períodos de celo que recomendara el veterinario; con esos cuidados, aseguraba lograr camadas vigorosas, fáciles para la venta y posibles ganadoras en las exposiciones. Esa perra dormía en espacios, separada de los otros canes; para ella había alimentación diferente, drogas y estimulantes y no prestaba el servicio de vigilancia por las noches; salía cogida del collar y permanecía dentro de la perrera donde le prodigaban los accesos a la comida, al agua y a la dormida en cama muelle. Volvió a recalcar, don Afanador, sobre el cuidado que le debía dar al animal para evitarle una cogida de cualquier chandoso desconocido, antes de la edad recomendada, porque eso la afectaría para tener los cachorros perfectos que él quería.
Liborio, empezó su trabajo en la finca los Naranjos con el entusiasmo que lo caracterizaba al emprender cualquier labor. Por todas partes había tareas para realizar. Era necesario atender cada uno de los frentes; las goteras de la casa ocuparon los primeros días: el dormitorio, el corredor y la cocina aguaban en varias partes y la estación climática era de lluvias frecuentes. Debió estar atento con el cafetal, afectado por las correntías de la quebrada que destaparon algunas raíces y lavaron los abonos. Una de las vacas sufría un problema de mastitis y le gastó un buen tiempo, diariamente, para obtener una curación de esa dolencia.
Cuando llegó Liborio a los Naranjos, estaba próxima la iniciación del año escolar; entonces, oportunamente, hizo las diligencias para la matrícula de sus hijos: Exneider, iba para quinto elemental, lo aceptaron en la escuela fácilmente, Luz Dei y Otilia Inés fueron recibidas en el liceo. Otilia Inés terminaría el bachillerato al año siguiente y Luz Dei empezaría el tercer grado.
A los quince días, cuando volvió don Afanador acompañado por su familia, todas eran buenas noticias. Faltaba mucho por hacer, pero en todas partes se veía el efecto de la mano de Liborio que no perdía el tiempo. La laboriosidad de Magola, su mujer, también había aportado el aseo en toda la casa, atendió el jardín del corredor y el de las eras del patio; eso hizo que la señora del patrón manifestara su deseo de venir con más frecuencia, se sintió atraída por la limpieza que veía por donde caminaba.
Todas eran buenas cuentas: hasta les tenían empacados los bultos con la producción recogida durante esas semanas. Había frutas y verduras y también algunos quesos, la leche de las tres vacas era abundante; así fue el rendimiento cada vez que el patrón y la familia iban de visita.
En cada inspección de don Afanador volvían a recorrer la finca; a finales de septiembre se detuvieron más tiempo en el cafetal: los palos comenzaban a doblarse porque les pesaba la germinación de los granos, la cosecha crecía sin ningún tropiezo. En cosa de dos meses, debían estar listos los preparativos para iniciar la cosecha. Requerían enganchar los trabajadores recolectores, preparar los elementos para la despulpada, el secado y el empaque de los frutos. Era necesario comprar el mercado suficiente para alimentar a la peonada y conseguir una ayudanta para colaborarle a doña Magola en la cocina. Ah, y además, cuando pasaron por las perreras, le reiteró los cuidados que debía tener con la perra Violeta.
Don Afanador, fue constante en sus visitas a la finca. Transcurrieron diez meses desde la llegada de Liborio y cada vez se entendían mejor; continuaba el buen ritmo de su trabajo y el aporte de iniciativas que solucionaban los problemas habituales de la granja. Magola continuó con su mano puesta en el jardín y ya presumían una abundancia de floración en las begonias, los claveles y las azaleas. El patrón estimulaba las labores y no dudaba en alargar el afecto inocultable a las personas que conformaban la familia del mayordomo, para todos tenía detalles habituales y procuraba extenderse de los compromisos laborales para ayudarlos con lo que contribuyera a su bienestar. Había preguntado por el rendimiento académico de los muchachos y le propuso a Liborio que, para el año entrante, cuando, Otilia Inés, terminaba el bachillerato, la enviara a cursos de nivelación académica que él le costearía; lo mismo, él se haría cargo del costo de los estudios superiores si pasaba a la universidad.
Llegó la temporada de la cosecha, empujaba el mes de noviembre. Había habido en la región chaparrones fuertes pero el cafetal estaba intacto, el proceso de maduración de los frutos obligaba a iniciar la recolección cuanto antes. Hubo necesidad de aumentar el número programado de trabajadores, no previeron una producción tan abundante. También debió agrandar su eficiencia doña Magola comprometida con la alimentación del personal. A mediados del mes, salieron a vacaciones los muchachos y fueron una ayuda importante en las labores de la casa. Colaboraban en todos los trabajos y. cuando las visitas de don Afanador, quedaba sorprendido de las habilidades de todos. Otilia Inés, alardeaba de gran destreza para ayudar en el secado del grano. Luz Dei, colaboraba en la cocina y Exneider era capaz de la atención a los animales y de traer la leña. Así quedaron repartidos los trabajos, cada uno sabía hacer lo suyo.
La cosecha fue grande, hasta mediados de enero tuvieron trabajo los cosecheros, y no paró la labor agitada de la casa atendiendo la comida y el alojamiento del personal. Don Afanador, fue desprendido con las bonificaciones a Liborio; Magola, su mujer, recibió dineros en cuantía que no esperaba, los tres muchachos fueron estimulados con aportes generosos y, por Navidad, en los días de los aguinaldos, la familia de los patronos se deshizo en atenciones para todos: ropas y regalos de buen gusto, que gratificaron su trabajo.
El año nuevo comenzó con muy buenos augurios, la familia de Liborio andaba optimista con los logros alcanzados, también crecían las esperanzas porque ese año, Otilia Inés, se haría bachiller y seguramente aspiraría y lograría ir a la universidad. Las relaciones con don Afanador eran excelentes; apreciaba sobremanera al mayordomo y a su parentela. Había dispuesto que le tuvieran las listas de libros y cuadernos, él se encargaría de la compra. Los animales prosperaban, los frutales aportaban producción continua, lo mismo que los sembrados de pan coger que aprovechaban para la comida. Las vacas, los caballos y los perros eran el entretenimiento de don Afanador; desde cuando llegaba, los miraba con orgullo. La perra Violeta, los perros Ulises y Sultán se enloquecían con su presencia, para todos tenía la abundancia de sus afectos y eran los primeros que visitaba si estaban en las perreras; claro que, con Violeta, sus zalamerías eran más abundantes y más frecuentes.
Iniciaron las siembras en el cafetal nuevo y Liborio demostró su habilidad para manejar las distancias y la simetría de las filas. Practicó todas las técnicas aprendidas que en el futuro le darían a la cafetera un aspecto muy bonito. La vida de la finca se desenvolvía con normalidad, alegría y entusiasmo; don Afanador y su familia continuaron con las visitas habituales a su propiedad y eran muy pocos los reclamos para hacerles a los vivientes. Veía que el trabajo del mayordomo y su familia tenía que ser constante para lograr efectos tan buenos.
Los hijos de Liborio estudiaban puntuales y eran un gran soporte en sus trabajos cuando estaban libres.
El año iba por los días de mayo, ya estaban en los preludios de otra cosecha, la traviesa. Un sábado de ese mes que llegó don Afanador a su visita de rutina y a la hora acostumbrada; notó a Liborio un poco desencajado, preocupado y frío en el saludo, supuso que sería un exceso de trabajo o cualquier malestar ocasional.
Después de un buen rato con vueltas de Liborio, intrascendentes e inútiles, se decidió, y llamó al patrón a un lado de la casa para que los demás no oyeran lo que tenía que hablarle.
¬¬¬¬―Don Afanador, voy a ser muy directo con usted ―empezó diciendo, Liborio, después de creer que había superado la indecisión y armado de una seguridad que casi tocaba al irrespeto―: ¡primero que todo, tengo para decirle, don Afanador, que la perra Violeta está preñada!
―¡Cómo así, hombre! ―no lo dejó continuar, don Afanador, para permitirle alguna explicación― por Dios, hombre, no me diga eso. Cómo es que usted dejó coger esa perra de cualquier animal de estos lados, después de todas las recomendaciones que yo le había dado, después de todo lo que yo esperaba de esa perra. Entonces ¿es que, definitivamente, no se puede confiar en el trabajo eficiente de ustedes?
Liborio permaneció en silencio, como agobiado por la mayor de sus vergüenzas, no se atrevía a ninguna disculpa. Don Afanador, volvió a entonarse en su reproche.
―No puede ser, hombre. Con todas las seguridades que tenía ese animal y con todas las otras que se le podrían haber puesto, sabiendo que yo no le regateo a usted nada de lo que gasta; ahora verá que fue preñada por un chandoso inmundo, como son todos los que hay por estos lados, como les sucede a todas las perras de por aquí, preñadas por cualquier perro asqueroso que aparece cuando uno menos lo piensa, que no tiene ni figura, que no sirve para un carajo. Para eso que las preñan cuando uno menos lo cree; usted, Liborio, me ha hecho perder todas las ilusiones con ese animal por falta de su cuidado, por falta de su atención. Usted no fue capaz de vigilar esa maldita perra.
Liborio, que no levantaba la cabeza, parecía haber dejado aflorar algunas lágrimas, de pronto, tras un silencio, impredecible de lo que seguía. Pasado algún momento, respondió con pausas obligadas por su tristeza, sin levantar la cabeza:
―Si, señor, usted tiene toda su razón… no fui capaz de vigilar esa perra. Pero, hay más, hay más fuera de lo que le he dicho, peor para mí, claro está. Fíjese, don Afanador… ―siguió hablando Liborio con la cabeza hendida―. ¿Cómo le dijera?… Vea, es que uno, a veces, ni siquiera es capaz de cuidar a los hijos…Y siendo eso así ¡qué voy a ser capaz de vigilar a una maldita perra! No voy a vacilar más para decírselo ¿Cómo le parece: Otilia Inés también está preñada? ¿Cómo le parece el diplomita que me van a traer, fuera del diploma del colegio? Y, ni me pregunte de quién es, porque no lo sé y por ahora no quiero saberlo.
Contó Liborio, para rematar su cuento, que los dos se miraron sin desatar palabras. Don Afanador, hombre con fama de ser buena gente, cuando canceló el silencio, le dijo:
― ¡Maldita sea, hombre! ¡¿Y por qué no empezó por contarme lo de la muchacha?! Ese problema si está peor, hombre, Liborio. Qué problema tan fregado para ustedes, o mejor, para todos, nosotros ya la estimamos mucho. ¿Y cuánto tiene?
―Dizque cuatro meses, me dijo Magola la semana pasada. Yo no le había notado nada. Me ayudó a traer leña hasta el día que me contó mi mujer, por cierto, esa muchacha tiene mucha fuerza.
––¡Qué vaina eso de Otilia Inés! Ya no tengo nada qué reclamarle a usted por lo de la perra Violeta, hombre, Liborio. Usted ni tendrá la culpa. ¿Qué le vamos a hacer? Es mejor pensar en ayudarle a esa muchacha para que salga adelante.
Por lo demás, no se preocupe, tendremos tiempo para sacarle mejores crías a esa perra. Lo que esto me deja ver muy clarito es que es muy difícil echar ojo, vigilar constantemente, a cachorras tan alebrestadas como Violeta.