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LAS MANOS DE MI PAPÁ

Desde niño, me pareció que las manos de mi papá estaban dotadas de gran fuerza y de suficiente capacidad creadora; lo primero, me daba seguridad cuando estaba cerca de él; lo demás, con los años me fui dando cuenta de su habilidad para las realizaciones manuales que se proponía. Con las manos, rendía diariamente su culto personal al trabajo y obtenía las obras que satisfacían sus pretensiones primordiales; pero, sobre todo, cuando conversaba, en lo que era un experto, acompañaba las palabras con las acciones elocuentes de sus manos que, por la expresividad que tenían en sus movimientos afinados con lo que decía, hicieron nacer los que han sido recuerdos imborrables, dejados por los repasos de sus historias que testimoniaron el proceso de sus luchas por la vida, consonantes con las bregas por la supervivencia, en una época donde abundaron las necesidades y las privaciones.

     La generación que nos antecedió, especialmente quienes provenían de la ascendencia campesina, tenían fortalecidas sus manos porque debieron utilizarlas con frecuencia para realizar sus labores habituales. Ante la carencia absoluta de máquinas herramientas, la habilidad y la fuerza manuales fueron primarias en la ejecución de cualquier trabajo. Con la destreza, normalmente venía también la fuerza que era común en quienes subsistían por medio de las actividades realizadas con las manos. Esa fue la razón para que mi papá, por la dependencia de ellas en sus labores habituales, las hubiera desarrollado tanto que parecían grandes en relación con su estatura.

     De colofón, de los incidentes en los trabajos al través de su vida, quedaron historias relacionadas con ellos que, contadas por él, nos trasladaban siempre a la parte sensible de los hechos.

     En las pesebreras utilizaban la hoz para cortar los pastos largos y hacerlos más cómodos para el forraje de los animales. Él tenía catorce o dieciséis años, todos los días realizaba ese trabajo, junto con las otras actividades que componían el sostenimiento rutinario de las vacas estabuladas. Un día estaba en ese oficio, cuando por un descuido y por la hoja tapada con la yerba que cortaba, cercenó tres de sus dedos de la mano izquierda. Los tres quedaron pegados de pequeños pedazos de piel. A las carreras salió a buscar al médico para solicitarle la curación. Recorrió medio pueblo para llegar a su consultorio, ubicado en su residencia. Cuando el profesional salió a atenderlo, después de interrumpir el coqueteo con el arrendajo que tenía enjaulado en el patio, al mirar al herido y antes de escucharlo le dijo, muy enojado: «vea hombre, ponga cuidado que me está ensuciando la baldosa». Se había escapado una gota de sangre del trapo en que traía los dedos casi rasgados del todo. Él, con el dolor fuerte, agravado por el regaño displicente del médico, que era único en el pueblo, volteó de regreso hacia su casa. Solo recibió las curaciones prodigadas por la mamá con los trapos esterilizados en el agua hirviendo. Con las fórmulas empíricas le estancó la sangre y con la sapiencia de la intuición materna le pegó los dedos. Así, mediante curaciones periódicas, logró evitarle las infecciones y, aunque los movimientos quedaron limitados, no obstaculizaron la utilización de su mano izquierda durante su larga vida laboral. En los exámenes médicos para las hojas de vida en las empresas, cuando le pedían los movimientos, mostraba las dos manos y hacía movimientos rápidos que no dejaban entrever los tres dedos rígidos. Así desempeñó todas sus labores y el estado de sus dedos no fue impedimento para ningún trabajo.

      Pasaron algunos años, laboró en el campo y en el pueblo e hizo distintos oficios. Había entrado a la mayoría de edad cuando logró engancharse en la apertura de la carretera a Angostura, era una época de duras penurias económicas y obligaba aceptar cualquier trabajo; las labores eran manuales, todavía no se contaba con la maquinaria para el movimiento de tierras. Entonces, la labor más abundante que ofrecían era echando pico y pala y moviendo en carreta piedras y tierra. Eran trabajos arduos donde primaba la fuerza y el estado de las manos que debían estar callosas para resistir las jornadas. Las suyas eran delicadas por haberse dedicado antes a las actividades de la lechería; de ese trabajo en la carretera llegaba a su casa por las tardes con las manos ampolladas, ampollas que cuando reventaban formaban heridas dolorosas; era labor de la mamá hacer las curaciones con tratamientos de parafina. Ella, varias veces le pidió retirarse de ese trabajo; él no quiso abandonarlo, dadas las necesidades económicas. Fue cogiendo callosidades en las manos hasta cuando lo ascendieron a cadenero al conocer sus habilidades aritméticas y la calidad de sus números.

       Las manos de mi papá fueron su herramienta para hacer el pequeño patrimonio que le sirvió para disfrutar de una ancianidad sin privaciones. Muy joven, hizo el oficio de aserrador en la selva del Carare, donde casi se muere con su primo, Manuel Vargas, al tomar agua envenenada por un gusano que cayó a la olla donde la hervían; de la mina Madre Seca en Anorí, salió con vida después de un ataque de colerín que lo hizo desertar de ese trabajo. En Puerto Valdivia estuvo en la construcción de los anclajes para el viejo puente colgante, allí casi se ahoga un domingo que estaba en el río lavando su ropa. De ahí salió afectado por la infección de una inyección que lo tuvo hospitalizado ocho meses en el hospital San Vicente. Recién salido fue a pasear donde su hermana que maestreaba en la escuela de Santa Rita de Ituango, en la casa de la finca de un vecino hizo de maestro mampostero en el empedrado de un piso que por varias décadas se conservó intacto.

      Fue enganchado en el puesto de cadenero con otros compañeros para hacer un estudio a brújula de la que sería la troncal a la costa atlántica. Salieron de Puerto Valdivia y recorrieron por las regiones que baña el río Cauca hasta su desemboque en el Magdalena, aún no había ni siquiera caminos definidos, seguían en buena parte la ruta que usaban los arrieros del ganado. Fue una experiencia que lo vinculó con las selvas sin desbravar, con la fauna intocada, con los ríos de aguas limpias, con los estancamientos insalubres, con la presencia de las manadas muy grandes de los zainos y con los rastros del jaguar que merodeaba de noche por los alrededores del cambuche que los acampaba,

      Trabajó en la mina de Berlín, donde fue cadenero, al lado de los ingenieros gringos y canadienses y, al finalizar la explotación, estuvo con ellos en los ensayes de varias vetas en municipios de Antioquia y Caldas. Con los conocimientos eléctricos aprendidos en la mina, llegó a laborar en el municipio y fue el primer lector de los contadores de energía.    

        Las manos de mi papa me impresionaron siempre, insisto que su tamaño grande parecía no corresponder a su estatura; yo, de niño, las repasaba con frecuencia, con la yema de mis dedos seguía el recorrido de sus venas hasta el antebrazo y las observaba sorprendido, desde la palma hasta cada uno de los dedos, falange por falange; cada uno tenía características especiales y retenían los recuerdos de sus accidentes laborales, las más notorias eran las de los dedos de la mano izquierda que habían sufrido el accidente con la hoz. Esa impresión redobló los efectos cuando veía sus manos entrecruzadas en los días previos a su muerte. Las conformaciones callosas que no desaparecieron del todo con los años, parecían aumentadas y daban a esas manos una trascendencia que infundía respeto. Cuando entrelazaba los brazos sobre el pecho y sobresalían los dedos privados del movimiento completo, era obligatorio para uno devolverse, por los caminos del tiempo, a los momentos cuando le veía en sus trabajos, en la lucha optimista por forjar su futuro que para él éramos nosotros, su familia.

          Esas manos de mi papá eran sorprendentes hasta cuando oraba, bendecía, reprendía o acariciaba.  Dejaron en nosotros una herencia de recuerdos muy grande, ese legado nunca atravesará los linderos del olvido.   

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Publicado enCuentos