La mina de Berlín, funcionó durante un tiempo en el que las comunicaciones, en este caso las terrestres, eran incipientes. Para cualquier transporte había que recurrir al único elemento disponible que eran las bestias, utilizadas hasta donde hubiera algún camino transitable.
La producción del oro de la mina era almacenada en una caja fuerte que, decían, pesaba 500 arrobas. Fue llevada, desde la bodega en la carretera hasta Berlín ―las puertas aparte―, en el carromato de la catapila que fue el aparato en que transportaron las piezas más grandes y pesadas que llegaron al establecimiento.
Esta caja fuerte estuvo ubicada en las oficinas y, por cierto, dizque fue arrastrada por la creciente de un tres de mayo que acabó con gran parte de las instalaciones, sin que en los años posteriores se haya tenido noticia de su paradero.
La seguridad de esas oficinas, a pesar de las experiencias de los norteamericanos en los robos audaces que hacían los ladrones en su tierra y en esa época, no era muy exagerada porque aquí todavía no existían los golpes tan arriesgados o espectaculares.
En lo que sí tenían mucho cuidado, y para lo cual había un protocolo muy completo y estricto, era en el transporte de la remesa desde la mina hasta Medellín. Para esa operación mantenían seleccionados un buen número de trabajadores de mucha confianza, de entre ellos escogían cada vez los que saldrían con el envío. El día elegido para ese transporte era guardado con todos los sigilos por el encargado. En la madrugada salía ese funcionario, lista en mano, a buscar a los remeseros que escoltarían el despacho en esa oportunidad. En la puerta o en la calle de la casa esperaba a los seleccionados que eran seis, y al completarlos, iban todos hasta las instalaciones donde estaba servido un desayuno rápido. Todavía eran las primeras horas del día y ya estaban cargadas las mulas con la remesa, generalmente dos, cada una con dos lingotes de oro, empacados unitariamente en cajas de madera con un peso de 50 kilos. También estaban listas las mulas para los acompañantes, dispuestos tres adelante y tres atrás, de últimos iban el encargado de la remesa y un arriero provisto con un zurriago de fuete muy largo, con el que acosaba a toda mula que mermara el paso; todas a galope tendido, hacían difícil tenerse a los cabalgantes. En esa forma llegaban a la bodega de la carretera ―todavía estaba oscuro―, donde los esperaba el vehículo, acondicionado especialmente con una caja blindada para transportar el metal hasta Medellín. Cerraban la caja con todas las seguridades y don Pacho Arboleda, que era el conductor, con tres acompañantes, estaban listos para arrancar y, sin parar en ninguna parte, hacían el recorrido hasta la capital del departamento; tenían especificadas las calles por donde debían transitar al llegar a la ciudad.
Quienes traían la remesa hasta las bodegas de la carretera volvían a Berlín prestos con las llaves (de ellas había una copia en las oficinas de Medellín), e inmediatamente, con el regreso al poblado minero, enviaban por telégrafo el comunicado informando la hora de salida del vehículo que debería llegar a su destino después de 8 horas de recorrido.
Notificados en Berlín del arribo a las oficinas en Medellín, en las horas finales de la tarde, quedaba concluida la operación del traslado de esa remesa.
¿Y los asaltantes del camino no se robaron nunca la remesa?. Porque los gringos si se llevaron todo el otro ¡Qué buenos tiempos aquellos!