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LAS VUELTAS QUE DA LA VIDA

Quienes indagaron por el currículum de ella cuando llegó a la escuela veredal de Pavarandó Grande, en un extremo del departamento, después de un viaje sacrificado porque eran escasos sus fondos, supieron que venía graduada de una Normal Superior y que apenas se estrenaba en el cargo de la docencia. Había nacido en san José del Nus y estudió en varios pueblos. Durante los años de su educación interrumpió dos veces su formación por dificultades con la salud de su mamá, que no por falta de dinero, porque su padre había reservado posibilidades económicas disponibles para pagar su colegio. Ya había llegado a la mayoría de la edad y era dueña de un temperamento agradable, pero al mismo tiempo infundía respeto por sus modales y por su comportamiento recatados.

      Domitila Narváez Covaleda, que era su nombre, tenía una estatura regular con una conformación física de proporciones atrayentes, la expresión de su cara, de color moreno claro, portaba rasgos fáciles aunados a la sonrisa frecuente con dientes blanquísimos, dadora a sus facciones de los matices encantadores que la hacían entrañable donde estuviera; le daba a las palabras un toque de entonación saboreado que las hacían inolvidables, fuera de poseer una buena habilidad para improvisar sus discursos; el conjunto de su cuerpo llamaba la atención por sus movimientos fáciles, alegres y elegantes.

      Al llegar a ese lugar de su trabajo, le pareció haberse encontrado con la consolidación de sus sueños; era el sitio que ambicionaba desde que decidió ser maestra rural; y desde cuando hacía sus ruegos a los supervisores de educación que podía encontrar en los cafetines de la calle del Bramadero, al lado de la gobernación; anhelaba trabajar donde pudiera soltar todas sus capacidades y practicar sus iniciativas. En la escuela normalista ―que siempre estudió con monjas― deseaba estar en un medio campesino donde sus dimensiones intelectuales influyeran en el mejoramiento del nivel de vida de las gentes.

     La casa donde viviría y el local de la escuela, anexos, estaban al pie de donde empezaba una montaña en declive, infinitamente verde; por el lado pasaba una corriente plácida, muy calma, que prontamente entregaba sus aguas al san Juan amarillento; todo eso en una región bajo un cielo con amaneceres de azules esplendentes y con tardes que alcahueteaban, con frecuencia, la aparición y la visibilidad perfecta del sol de los venados y, cuando no, esas tardes eran regaladas con el espectáculo de los arreboles arrobadores que apegaban a las miradas; amén de unas noches donde las estrellas  parecían disputarse su puesto por lo abundantes que eran.

       Estaba rodeada la escuela de casitas pobres arrimadas a la montaña de pendientes suaves. Eran pequeños minifundios de vocación agrícola, especialmente en caña de azúcar y café. No había luz eléctrica, abundaba el agua disponible y la paz copiosa estaba repartida equitativamente entre los moradores del caserío.

       El local de la escuela era una construcción reciente; solo hubo una profesora antes que Domitila, que dejó la impronta de un trabajo responsable y de una gran habilidad para manejar la atención de los alumnos. Su compromiso como maestra nueva era grande, su actividad debía superar las cualidades de su antecesora.

        Una de las primeras actividades que debía promover Domitila, era darle un nombre a la escuela, lo reclamaban desde la Secretaría de Educación, para que estuviera a tono con los preceptos oficiales. Se les ocurrieron a ella y a los habitantes de la vereda varios nombres; para todos, de los propuestos nacieron las objeciones, no había héroes o prohombres de la región para tomar su nombre. El último sugerido, fue: San Martín de Porres, santo muy aclamado por ese tiempo, que se deshacía en milagros y en favores a muchos; pero no lo aceptaron porque era desconocido en la zona que padecía una notoria frialdad religiosa. Ella, para liquidar y para ahorrar conversaciones y esfuerzos sin frutos, propuso al fin llamarla: Escuela Rural Pavarandó, y todos aceptaron, la Secretaría de Educación también.

       La vereda estaba a tres horas del pueblo por un camino de herradura, relativamente plano y en condiciones aceptables para trajinarlo. Domitila, podía salir todos los domingos; los campesinos, padres de familia, se disputaban la distinción de acompañarla y de traerle el mercado en alguna de las bestias en que sacaban lo cosechado. Esas salidas dominicales distraían la rutina que podía existir en la vereda y servían para intercambiar con los colegas las noticias de la docencia. 

       La escuela era alternada, una semana asistían las niñas y otra los niños. Ella, también convocó a los analfabetos mayores para asistir a la escuela nocturna, les dictaba clases los martes, miércoles y jueves; les enseñó a firmarse, a leer y a escribir; un buen grupo acudía y obtenía logros que parecían imposibles para sus edades; con las mujeres organizó talleres de cocina y de costura.

       La noticia de la llegada de Domitila trajo nuevas inquietudes estudiantiles y atrajo a una buena cantidad de muchachos de la vereda que habían permanecido remisos a la escuela; para muchos, estudiar demandaba sacrificios porque hacían parte del aporte de su trabajo para el presupuesto de sus casas; algunos venían de distancias que debían recorrer a caballo; en la escuela, dispusieron la forma de ofrecer pesebrera para las bestias y ganchos para los avíos. La vida campesina fue acomodándose a la nueva inquietud de estudiar, propuesta por la maestra que demandaba atisbar hacia lo lejos tras la búsqueda del punto en el tiempo para ubicar después a sus muchachos. Obediente a los postulados de su vocación buscó promover a los jóvenes y ayudarlos a sentir la necesidad de prepararse para un futuro mejor. El interés por esto aumentó la satisfacción de Domitila al mantener copada la capacidad de la escuela, estimulada la maestra con la constancia en la asistencia a clases al lograr afincar en la muchachada la esperanza que podía ofrecerles el estudio.

      Domitila, le dio a su escuela de Pavarandó una dimensión humana que todavía sirve de referencia entre los docentes de la región. Su dedicación a la obra educativa, en un medio alejado de los centros urbanos, donde los esfuerzos y la calidad de su trabajo pasaban desapercibidos por sus jefes, logró hacer obras que llenaron de satisfacción sus ideales de maestra. Con los padres de familia organizó un equipo de trabajo que ayudó a redimir, en buena parte, las circunstancias difíciles que atraviesan los estudiantes pobres, más en aquella época, donde las condiciones económicas y políticas estaban en puntos álgidos; equiparon un restaurante escolar que fue un apoyo alimenticio gratuito para todos. Comentaban entre el alumnado, que comían mejor durante los días de estudio que cuando estaban en sus casas. De las casas de los más acomodados surtían la despensa del comedor de la escuela con lo producido en sus huertas. Lograron ayudas constantes de los más pudientes y, con la vigilancia extrema, hacían rendir los productos y los dineros. Jamás un muchacho que llegaba con hambre pasaba el día en blanco. En sus viajes a la ciudad, contactó roperos de beneficencia que le regalaban saldos de vestidos usados, en esos saldos hubo con que poner a estrenar muda a familias completas. El bienestar de los estudiantes fue para ella la razón de su vida, a ellos dedicó sus esfuerzos.

      A los pocos años de estar Domitila en la escuela, algunos estudiantes de la región habían continuado sus estudios de bachillerato en el pueblo. Cada vez fue más grande el grupo de los que buscaban avanzar y continuar su formación.

      Pasaron quince años desde su llegada a Pavarandó cuando supo de los primeros profesionales que pasaron por la escuela, a esas alturas ya había varios ingresados a las universidades. Pero, con todo eso, también hubo la coincidencia en ese tiempo, de que las condiciones sociales habían perseverado en dar una vuelta muy grande. Los movimientos guerrilleros ganaron gran terreno, la vereda y las áreas regionales contiguas tuvieron que hacer convivencia con ataques, hostigamientos, secuestros, extorsiones y todos los malestares que vienen pegados a las manifestaciones violentas. Algunos alumnos imposibilitados para continuar los estudios de bachillerato o sin suerte para lograr un trabajo en el pueblo, fueron reclutados por los movimientos irregulares.

        Alguna vez, por aquellos tiempos, un domingo venía la maestra, Domitila, del pueblo en compañía de algunos vecinos de la escuela. Sorpresivamente los abordó un grupo de guerrilleros, el jefe empezó a exigir y a leer los documentos de identidad a cada uno de los que retenía. Cuando llegó donde Domitila, le dijo:

          ― ¿Usted todavía es maestra en la escuela de Pavarandó?  ―Le dijo mientras miraba la foto en la cédula.

          ―Si, todavía soy maestra en la escuela de Pavarandó, desde hace quince años trabajo en esa escuela. ¿Por qué?, ¿me conoce?

           ―Usted fue mi maestra hace algunos años. Usted me enseñó a leer y me calmó muchas hambres traídas de la casa. En los diciembres nos sorprendía con las comidas de las navidades y con los regalos. Yo era buen alumno, era el primero que aprendía. Tuve que coger el monte porque las necesidades me obligaron; cuando eso, mi casa se había convertido en un infierno.

            ―Yo no lo recuerdo, pero si usted lo dice, debe ser verdad. ¿Oiga, por qué nos detienen? Quienes vienen conmigo son gente buena de la vereda, no tienen ningún antecedente. Déjennos continuar el camino, ya atardece y se vuelve más peligroso ―pensó preguntarle el nombre, pero se abstuvo para evitarle incomodidades y para ahorrarle tiempo a la zozobra.

           ―Julián, Mono   ―le gritó quien comandaba a uno de sus compañeros que vigilaba a los detenidos   ―ella fue mi maestra en la escuela. Déjenla seguir. Ah, y también a los que vienen con ella, son gente conocida, no hay problema con ellos.

          Los hechos de aquel día, cuestionaron a Domitila sobre la misión de su actividad educativa; su diario laboral, desde su formación normalista, estaba soportado sobre los principios de la paz perseverada y cultivada y su predicación rutinaria a los muchachos portaba siempre el mensaje de vivir alejados del uso de las armas. Grande fue su tristeza conocer a un exalumno, como él afirmó, al mando de la columna guerrillera que la detuvo cuando venía del pueblo. Por eso, les dijo a los padres de familia en una reunión a los pocos días de aquel hecho: «ustedes no pueden tener hijos para la guerra, nosotros no debemos educar muchachos para el combate. Cada uno de nosotros puede tener sus sentimientos políticos, quizás encontrados, distintos, pero no podemos pensar en las soluciones que igualen los criterios por las vías de la guerra, entre nosotros no pueden existir los maltratos, la vida diaria nos debe conducir a trabajar para que al llegar la noche podamos encontrar un sitio seguro para el descanso donde predomine la paz. Todo lo que hagamos en la casa y en la escuela debe contribuir a lograr estímulos para sostener la continuación de la lucha académica. Nuestros muchachos no deben acomplejarse ante la pobreza, todo lo que logren con sacrificios y privaciones los hará profesionales más ilustres».

          Domitila, fue la maestra que dedicó la vida sin regateos a la educación. Su parentela era escasa; solo contaba con la presencia lejana de algunas primas, último reducto familiar; por eso, el mejor ambiente, el más propicio para anestesiar su soledad en este mundo, era la escuela. Durante las vacaciones, ella proseguía con labores que enriquecían culturalmente a la comunidad. Así fue su comportamiento durante sus años de trabajo, una labor que, cubierta con la discreción de las actuaciones, aportó realizaciones mejores.  

           Cuando la llamaron a la dirección para notificarle que había llegado el día de su jubilación, abogó para que le permitieran prestar su servicio otros años, había oído el clamor de la comunidad que deseaba tenerla otro tiempo en la vereda para finiquitar los proyectos que ya contaban con los servicios de otras dos maestras llegadas para atender el crecimiento de aquel establecimiento educativo.

           Transcurrieron otros años hasta cuando las flaquezas de su salud, la premura de sus actuaciones, empezaron a denunciarle que había llegado su saturación en el oficio. Entonces, decidió emprender el camino que conduce a disfrutar de los derechos conseguidos. Surtió todos los trámites, su tiempo de servicio y su edad eran suficientes. No fue fácil desprenderse del lugar que la vio llegar, plena de juventud y de entusiasmo, y que ahora podía testificar el desgaste natural de su vida quemada en función de la escuela. Tardó algunos meses para dejar la vereda; cuando salió lo hizo en silencio. El arriero, en dos mulas, trasteó el equipaje hasta el pueblo. Ella salió a caballo porque los achaques contraídos con los años le impedían largas caminatas. Poca gente la vio abandonar la escuela, fueron escasas las despedidas; Domitila, nunca más regresó a Pavarandó. 

           El número de su familia era pequeñísimo, solamente quedaban las dos primas que recordaba y una sobrina que localizó en una casa de caridad.

           Ya estaba en su vida de jubilada, poco tiempo bastó para comprobar lo que sería su vida futura, la que transcurrió en medio de las soledades inmutables que comprimieron su carácter; su trabajo magisterial en el campo lejano la aisló de sus amigas y compañeras de estudio en una época con medios de comunicación escasos; al buscarlas habían tomado rumbos no registrados. Al llegar jubilada a la ciudad, vivió en piezas de alquiler y, en paralelo, debía rebuscar la comida en restaurantes de mala muerte; echaba nudos a sus mesadas previniéndose para las escaseces probables del futuro. Soportó las enfermedades que vinieron adosadas a los años. Las hospitalizaciones debió soportarlas con la compañía de personas que pagaba para que la asistieran. Sus parientes, lejanísimos, ni se daban cuenta de sus afecciones.

         Pasó toda su vida en función del ahorro, era limitada en sus gastos personales, sus vestidos hasta llegaban a demostrar que estaba en el límite de la pobreza. Su ambición primaria era adquirir una casa pequeña que le ofreciera la posibilidad de asegurarse una ancianidad debajo de un techo propio.

        En todas las medias mañanas salía del inquilinato para ir a la misa del medio día en la Candelaria o en la Veracruz; después del servicio religioso, buscaba dónde almorzar, su comida principal de cada día, que siempre pasaba por la levedad, era en alguno de los tres lugarejos de pobres viandas que rotaba de acuerdo con la oferta del plato del día acogido por su gusto. Luego daba una ronda pequeña por calles muy conocidas y aprovechaba para comprar algún mecato de vitrina que le serviría para solventar la que era su cena diaria.

         Así estaban programadas las actividades de Domitila para un día de su vida regular. Era de horas exactas para cada función y para cada recorrido; quienes registraban su paso, ya sabían que con verla podían ajustar sus relojes y lograban precisión inexorable.

         En alguno de esos recorridos siguientes al almuerzo, se encontró con Jeison Suescún en el almacén Ley de Colombia; veintiocho años antes, él había sido su alumno en la escuela de Pavarandó. El saludo, a pesar de los años sin verse, estuvo dominado por frialdades recíprocas, para los dos no tuvo ninguna gracia. No se debían nada, durante sus años en la escuela fueron lejanas sus presencias. Ahora ella veía a su exalumno desde alguna distancia para respetar la diferencia de las edades y para no descender de su condición de la superiora que había sido. Para él, ella no representaba ningún posible albergue para sus afectos porque Domitila estaba cargada con los desgastes de la vida y su presencia había renunciado a la capacidad para las atracciones. Ella ya era una larguirucha enteca, de ojos esquivos, mirantes sorprendidos, desinteresados; piel algo arrugada y los senos disimulados o escurridos, casi ausentes bajo blusas de telas y cortes añosos.

        Ambos cargaron con la sorpresa desmerecida del encuentro y no pensaron siquiera que volvería la repetición de aquella sensación de aconteceres obsoletos. Ella tenía 67 años y él 43.

      Cada uno continuó por la vereda de su vida. Nada hubo de trascendental en el encuentro imprevisto y soso. No tuvieron tiempo o no tuvieron motivos para actualizar los eventos ocurridos durante el tiempo desconocido de sus existencias ubicadas en antípodas.

       La vida de Domitila, con muchos espacios de tiempo desocupados, encaraba, inconscientemente, la necesidad apremiante de buscar la forma de hacer útiles esas horas porque, en su largura, ya dejaban aparecer sobre ella la multiplicación de sus tedios.

       Por las tardes, después de la misa acostumbrada, luego de su almuerzo parvo y de la caminada por las calles de siempre, era la hora que marcaba el comienzo del encierro en su cuarto del inquilinato. Habitualmente recostada en su cama, empezaba a gastar su confino rehaciendo los pasados de su vida. Recorría la niñez y la adolescencia, escasas en experiencias trascendentales, talvez repasaba con frecuencia los desencantos y las escaseces; rehacía su vida de estudiante que no contenía cosas sorprendentes, ni siquiera los elementos afectivos tan comunes en la adolescencia donde nacen los romances. No paraba de flaquear diariamente ante los recuerdos de su vida de magisterio en Pavarandó, único lugar de su trabajo, que la regresaban obligatoriamente a sus realizaciones; y, para rematar el día, antes del sueño frágil de cada noche, le daba vueltas interminables al nudo ciego de sus años vividos inútilmente desde cuando le tocó ubicarse en el modo emérito.

      Sus noches no pasaban de estar comprometidas con la espera a que amaneciera el día nuevo, después de soportar unas horas con unos sueños apenas bosquejados; luego asumía la obligación de comprobar, cuando el sol apenas brotaba, que había llegado al punto de comenzar otro día sin posibilidades distintas a las de su rutina, obligante a la dilapidación de las horas. Todos los días hacía cuentas para multiplicar las esperanzas de que llegara la fecha asignada para el cobro de la mesada; quería encontrarse otra vez con las caras de cada mes; ahí era cuando compartían los saludos, venidos todos ellos de estar confinados en los amargores.

        Rehacía con frecuencia el recuerdo de su tiempo de servicio al magisterio, empezaba por sus últimos días. No podía asimilar la frialdad con la que fue notificada de la culminación de su vida en la escuela, fue una tristeza grande que la acompañó por siempre.  Un domingo, fue llamada a la oficina de correos, le entregaron el oficio donde constaba que su tiempo de trabajo sería hasta el final del mes que cursaba. Y nada más.

       Domitila, que había laborado con pasión inmensa, obligada por una profesión deseada y querida desde cuando hizo sus primeros años de estudiante, tenía ahora resentimientos amontonados por la forma glacial como se permutó su contrato laboral. Por la forma idealizada de realizar su trabajo, presumía que, al terminar su vida de actividad escolar, la llamarían siquiera a congratularla por su labor realizada, dados los resultados que podía presentar anexos a su hoja de vida limpísima. Su ambición, ante todo, fue encontrarse con una escuela que la acogiera, que tuviera el ámbito para la realización de sus sueños, donde percibiera a unos alumnos creciendo en estatura y en conocimientos; ella quiso estar en medio de los afectos de todos, poseída por el entusiasmo para desenmarañar la búsqueda de las soluciones a los problemas cotidianos, empezando por calmar las hambres y por quitarle alguna fuerza a la pobreza. Todos esos pensamientos, que procesaba periódicamente en su caletre, hacían renovación nostálgica de los merecimientos que nadie le había reconocido y que pasarían olvidados para siempre; agregaba, además, elucubrando que no fue cicatera con sus horarios de trabajo y que hubo veces que esquilmó su salario para bajarle el tono a una necesidad escolar urgente, que su despedida fría era el peor de los antivalores para el estímulo de la vida del maestro del futuro.

       Le sucedió lo que les pasa a los servidores públicos que se sientan en su escritorio a vegetar sobre los problemas sin aportar soluciones, apoyados por su vocación de chupa medias. Suerte mezquina la de los maestros que honran el buen desempeño con su trabajo honrado y sin ambages. 

          ¡Vida rutinaria la de Domitila!: la misma hora para salir de casa, para llegar a la misa, para pedir el almuerzo minúsculo y para regresar a la pieza del inquilinato y para amanecer sin planes nuevos para un futuro.

        Pasaron varios meses y Domitila volvió a encontrarse con Jeison Suescún, en condiciones y en lugar de casualidad repetida. Este encuentro soportó una conversación más explayada, menos apática; ella tuvo tiempo de recordar a la familia de él; las palabras se movieron alrededor de la mamá y del papá que todavía vivían en Pavarandó. Jeison fue interrogado por su ocupación, por su residencia y por su situación afectiva, ese interés no fue más allá de satisfacer la curiosidad de una mujer que había cancelado sus pretensiones románticas. Él supo que la vida de ella era en un inquilinato y de su soledad por la carencia casi absoluta de familia.

        Jeison Suescún, terminó bachillerato y emigró a Medellín; después de trabajar en oficios pueriles, logró el apalancamiento de un amigo influyente que lo llevó a trabajar a Coltejer; sin ser una estrella para el laboreo se movió dentro del conformismo que le permitió brasear sin mayores esfuerzos sosteniéndose como obrero. Anduvo por la vida ensayando concubinatos raudos y fríos, sin más ambición que la búsqueda de una compañía para las noches y de una posible asistencia para el lavado de su calzoncillaje. La combinación de las aventuras de faldas con los tragos frecuentes e infaltables, en lugares faltones a la decencia, le permitía vivir de milagro, limitándole hasta la compra de segundas mudas. Cuando se encontró con Domitila, vivía en una pieza por los lados de la placita de Flórez, trabajaba siempre en un turno que le consintiera almorzar en la fábrica; a la bartola, improvisaba las otras comidas, haciendo las de menos costo para que el sueldo le rindiera apretadísimo para toda la quincena. Volvía a su tierra de vez en cuando, de ahí que su información familiar fuera escasa.

       Jeison, era propenso a sufrir iliquideces frecuentes, en una de ellas, incapacitado por una lesión lumbar, tuvo la paciencia de esperar a Domitila hasta la hora en que salía de misa y, abusando de una amistad tan esporádica y  tan fría, le solicitó un préstamo para aliviar una necesidad urgente; ella argumentó que solo cargaba el dinero para sus gastos, ni un peso más; ese desliz de confianzudo lo obligó, para limpiar su imagen, a invitarla el miércoles siguiente al almuerzo   en el restaurante económico que ella frecuentaba.  No obstante el ofrecimiento de la invitación, ella dedujo que Jeison no tenía escrúpulos para violar las normas elementales de las buenas maneras.

       La cita para el almuerzo quedó abortada, ella le sacó el cuerpo previendo que tenía intereses que descartaban la amistad sincera. Él la buscó varias veces, trató de adivinar su horario y sus recorridos. Ella, había obviado sus rutas de costumbre y hasta cambió la iglesia de su misa durante algunos días. Transcurridos cinco meses volvió por las calles de las que había desertado, fueron sus recorridos como antes, hasta que, un lunes se encontró con él en la misa de la Candelaria. Sin ningún reclamo la invitó al almuerzo que antes le había prometido.

        Departieron un buen rato y él le propuso verla con más frecuencia, le reiteró que no había olvidado su paso por la escuela, deseaba oír sus consejos y recomendaciones porque su vida era muy desorganizada y ambicionaba buscar rumbos nuevos mirando hacia un futuro cierto. Ella, con la soledad de su vida y forzando el surgimiento de sus sentimientos de mujer, creyó en la posibilidad de ayudarlo, partiendo de la oferta que podía ofrecerle: su ejemplo.

       Se veían cada semana o cada quince días; a pesar de la diferencia de sus edades, uno y una fueron aportando condescendencias que favorecieron las aproximaciones. Rápidamente fue más frecuente y seguro el número de sus encuentros, fijaron un día de la semana para verse y las citas fueron precisas. Entre las muchas cosas habladas, Domitila, le dijo de su ambición para adquirir una casa pequeña con el fin principal buscarle otra trayectoria a su soledad.

        Ya iban aumentando los afectos aparentes, se veían diariamente y los intereses recíprocos tenían los respaldos dados en las palabras aportadas; tras la modalidad de los apegos creció la necesidad de verse con más frecuencia.

        Y las vueltas que da la vida, ese fue el tiempo en que él le dijo que deseaba casarse con ella. Ella, inicialmente huyó del capote de sus propuestas, renunció a elaborar las respuestas sobre el asunto; había declinado interiormente buscar afectos de hombre alguno porque su edad ya no le permitía andar en los escarceos que le fueron esquivos cuando muchacha; pero pasaron los días y con su silencio ante Jeison sobre la cuestión, la dejaron madurar la aceptación; más meditada la cuestión llegó a considerar que el proyecto de casarse con ese muchacho era viable.

       Las amistades de Domitila, que supieron de su decisión, estuvieron en desacuerdo con ese matrimonio porque consideraban a Jeison como un oportunista que perseguía los ahorros de ella destinados para su casa. La historia de él, escasa en merecimientos, no dejaba nada qué pensar fuera de su interés por el dinero o al menos por pegarse de quien le podía hacer más fácil la vida; parecía querer aprovecharse de la edad de Domitila para lucrarse de su patrimonio y de su jubilación en un futuro cercano. Pero las promesas de amor y el deseo de convivir con las experiencias no vividas son razones invencibles, la decisión de contraer estaba tomada.  

        Decidieron casarse en la sacristía de una iglesia de un barrio de la periferia para evitar las preguntas curiosas de los conocidos. Nadie los acompañó. Programaron el almuerzo para los dos en un restaurante conocido. Inicialmente vivieron en un cuartucho con servicios sanitarios, cocina y nada más. Mientras tanto, trazaron los planes para la compra de un apartamento. Ella tenía ahorros de muchos años y él podía retirar algunas cesantías.

       Compraron el apartamento soñado por ella y él repartió entre sus amistades la información de que esa adquisición había sido hecha con lo aportado por él. Llevaron la vida acomodada a la monotonía derivada de la mengua absoluta de los deseos debido al desequilibrio de sus edades. Poco se les veía juntos, parecía que Jeison sentía incomodidades al presentar a Domitila como su esposa. Transcurrieron los años con la simpleza de sus acciones, ante el comentario morboso de quienes los veían escasamente; los dos coincidían en el interés de mantenerse alejados de las amistades posibles. Fueron vidas paralelas en las frialdades y en las lejanías de cuanto las rodeaba. Al fin, ella tomó la casa como un sitio de retiro y su presencia se alejó definitivamente de los vecindarios.

       Fueron algunos años de normalidad aparente a pesar de que las dolencias de ella parecían contribuir a restarle calidad a su vida. Trastornos biliares la obligaron a dietas y restricciones que Jeison parecía no contribuir a que se cumplieran; algunas infecciones estomacales llegaban con frecuencia constante, los padecimientos aumentados por la soledad eran bien visibles y las posibilidades de las soluciones no existían por la escasez de los motivos. Así fue hasta el día en que ella, por una gripa muy fuerte, debió ser hospitalizada de urgencia.

        Estuvieron sucediéndose todos los exámenes, la sometieron a muchas pruebas; fueron aplicadas y cambiadas las recetas, hubo conceptos doctorales encontrados y nuevas recetas y contradicción en los dictámenes y luego un gran silencio para Jeison sobre su estado de salud. Así fue por cuarenta y dos días hasta cuando le dijeron que no había nada más que hacer y se la entregaron inválida de los pies.

        Llevada a su casa, empezó para Jeison la fregantina de bregar la invalidez de Domitila con todo el proceso inherente a una persona con preeminencias muy notorias. Jeison empezó esa labor con alguna calma, pensando, según las lenguas voraces, que su existencia se acortaría y quedarían para él la pensión de la emérita (que él ya disfrutaba porque renunció al trabajo) y la casa completa por vía del derecho conyugal; esos eran los pronósticos, la salud de ella y el deterioro consecuente afirmaban lo que era palpable. Jeison disfrutaba de la vida sin dolencias aparentes, dándose toques de inversionista, ofrecía la compra de propiedades vecinas; ya quería comprar carro; con el ahorro de sus economías pretendía amasar un capital crecido para buscar un futuro distinto.

          Con el tiempo, la asistencia a Domitila fue desmereciendo en proporción exponencial. Limitaba su alimentación a un licuado que era igual diariamente, a medio día y por la tarde. Las palabras para ella eran con cuota reducida y su vida transcurría ausente del sol y de la gente que él y ella esquivaron. La salud de Domitila era muy escasa. Jeison disfrutaba de la vida, hasta desentrañaba actividades donjuanescas y era cercano a ella sólo para evitarle una muerte por hambre, que le complicaría su futuro. Así eran las vidas de la pareja solitaria que persistía en evadir a quienes querían acercarse. Jeison, cumplía esos deberes con la precisión de la costumbre, ausente de los afectos.

      Un viernes,18 de julio, iba Jeison a la tienda cercana por la leche y sufrió un desvanecimiento muy fuerte. Don Lorenzo, vecino bondadoso que pasaba en el momento lo llevó a una clínica. La sintomatología correspondía a un infarto fulminante. No faltaba más ¿Quién lo iba a pensar? Hasta ahí llegó la vida de Jeison Suescún.  Tan vital y muerto tempranamente, sin heredar el patrimonio exangüe ni la jubilación de Domitila… Ella, está ahora en un hospicio, rebullendo sin nostalgia la memoria de Jeison y todavía muy campante en la fila, a la espera de la muerte.      

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Publicado enCuentos