Llegaron al pueblo, venidos que fueron de Mompox, por la época de la violencia política en que los pájaros o bandoleros dictaban las sentencias ―especialmente en los pueblos y caseríos remotos―, donde la justicia era prescrita desde los escritorios ocupados por personajes que fomentaron el terror al pretender aumentar su economía, que no pasó de miserable, o procurando henchirse más del orgullo que les daba estar adueñados del poder para tomar sus decisiones socarronas.
A los caídos en desgracia por cualquier desafecto con quienes manejaban el poder público, por los asuntos políticos o porque no accedieran a la cuota en dinero o en especie que les imponían, al fin los obligaban a entregar sus bienes, orden que cumplirían so pena de que, en un juicio arbitrario con soslayos partidistas, fueran condenados al corte de franela que ejecutaban los verdugos despiadados, estimulados por el pago que les daban al incluirlos en la lista entre quienes repartían los enseres misérrimos que les arrebataran a los penados.
También sucedió que, por ser época que era de la dictadura, los alcaldes civiles caídos en el desafecto o por el opaque de su padrinazgo político, fueran remplazados por militares nombrados por la vía de un oficio castrense y que, en muchos casos, ese oficio, iba con el nombre de un personaje rubricado con el membrete de las ineptitudes.
Nombrado, o mejor, asignado por ese medio, llegó a Mompox, después de estar en Magangué algunos años, el mayor, Teófilo Obaldía, enviado específicamente a reprimir unas hordas bandoleras que subían por el Magdalena, en noches frecuentes, navegando en piraguas sin luces, cargadas con pólvora, municiones, armamento y abastos. Inició su gestión, el mayor, buscando algún concierto con las gentes pudientes: pequeños comerciantes, agricultores de algodón y ganaderos, amistad que resultó solapada porque detrás de sus averiguaciones, al obtener los datos, iban los de su confianza a timar a quienes olfateaban como personas de alguna solvencia. Hacían la petición y ofrecían a cambio la protección personal del alcalde para todos los familiares. Quién no accedía al pedido-ofrecimiento, firmaba su persecución y hasta su condena.
Ya le habían endilgado algunos muertos al burgomaestre, consecuentes con sus actuaciones; quienes presentían o sentían su ojeriza debían, cuanto antes, ponerse a distancias largas de su lugar de trabajo o residencia para evitar que los incluyeran en las listas que manejaban los esbirros.
Israel y Milagritos Paniagua eran joyeros casi desde niños, maestros en la fundición y en la filigrana del oro que elaboraban con despliegue artístico inimitable; su padre, Osvelio Paniagua, les legó los conocimientos y los elementos de trabajo, no rudimentarios, con los cuales mantuvieron el taller aprovechando una clientela de los pueblos vecinos que los buscaba por la belleza y por la calidad de sus obras. Tenían una buena herramienta que el viejo también heredó de un gran joyero jamaiquino que llegó a trabajar al pueblo después de la guerra de los mil días. De ese señor, jamaiquino, Osvelio Paniagua, que fue su ayudante y su amigo de confianza, recibió sus conocimientos sobre las filigranas y trabajó con él hasta cuando el caribeño desapareció sin dejar rastro.
Desde cuando el mayor Obaldía tomó posesión de su cargo, hacía caminadas diarias por las calles del pueblo. Así conoció las actividades comerciales de los vecinos y de sus posibles capacidades económicas; dateado en esa forma, se permitió asumir actitudes plañideras ante quienes subsistían de sus pequeños negocios. Los hermanos Paniagua, no fueron la excepción. Ante ellos, que trabajaban juntos, llegó una mañana el mayor-alcalde a saludarlos, gastó mucha deferencia, admiró los trabajos que exhibían e hizo que los mostraran de cerca y les dijo que ya conocía la fama que tenían de gente trabajadora y honesta, estaba dispuesto a protegerlos, que no omitieran ocuparlo; hasta les informó que él estaba en preparación de su matrimonio y de pronto requería la fabricación de las argollas para su casorio que sería dentro de seis meses.
La administración del pueblo en manos del militar siguió en medio de las conjeturas que lo cuestionaban, pero nadie atrevió comentarios divulgadores, fueron frecuentes los crímenes achacados a los soldados cubiertos por los silencios debidos al miedo por las represalias que eran inminentes.
Pocos días después volvió el alcalde a la joyería de los Paniagua, traía un aro en cobre con la medida del dedo de la novia y él se hizo medir su dedo en el medidor de anillos. Escogió los modelos de argollas que le gustaron, los más costosos, y luego de divagar, le preguntó a Milagritos, quien lo atendía:
―Maestro (así les decían en el pueblo y así se trataban entre los dos hermanos), está bien el precio de estas argollas que me gustaron, acepto todo como usted lo dice, don Milagritos. Claro, me da pena, pero necesito un crédito porque tengo muchos gastos por estos días ¿Cuánto tiempo me podrían dar para ese pago?
―Ningún tiempo, mi mayor. La forma de trabajar nosotros es: la mitad para comenzar el trabajo y la otra mitad a la entrega de los anillos. No tenemos otra forma de pago.
―Me extraña que usted sea tan cortante conmigo. Yo soy el alcalde y su plata quedaría asegurada con mi sueldo. Usted no perdería nada. Piénselo, don Milagritos, yo necesito ese trabajo.
―Ya está pensado, mayor. El oro no se trabaja a crédito, es como en el juego, hay que tener en la mano la plata para la apuesta, ningún garitero le fía a quien está frente a él casando una apuesta. No podemos cambiar nuestra forma de trabajar. Entiéndalo, usted que es quien debe dar ejemplo de ecuanimidad y justicia en este pueblo. Ahora, para ser condescendiente con usted, yo le propongo traer el oro, se lo recibo pesado y le entrego el trabajo pesado, y me dice cuando me paga mi labor.
― Yo no tengo dónde conseguir oro, yo no sé comprar oro. Piénselo como se lo dije, maestro, Milagritos, tómese su tiempo para pensarlo. Yo necesito ese trabajo.
Cuando salió del local, en la puerta lo esperaban los dos escoltas que andaban con él regularmente y que en el pueblo ya tenían fama de matones.
Al llegar Israel a la joyería, su hermano, Milagritos, se desahogó contándole lo sucedido con el mayor Obaldía. Él le había insistido diciéndole qué pensara lo del crédito.
―Pues, la cosa es como usted se la dijo, maestro: ya está pensado. No le vamos a dar crédito porque nosotros no fiamos. Además, ellos ―él y los soldados―, tienen fama de ladrones; donde les han largado alguna cosa, no vuelven. Seguramente él insistirá mandando razones con alguno, pero no, no le vamos a fiar; nosotros no somos una casa de beneficencia, aquí es dando y pagando. La única concesión que podríamos hacerle es no exigirle cuota para empezar el trabajo, pero debe pagar todo al momento de la entrega. Yo creo que nos demoramos unos quince días para hacer esas argollas.
El domingo por la tarde, que ya estaba muy solo el pueblo, llegaron los escoltas del mayor. Uno de ellos les dijo a los Paniagua:
―Les manda decir el mayor que qué han pensado de lo que les propuso. Que necesita saberlo pronto porque sólo le faltan cuatro meses para el casorio.
― ¿Dónde está el mayor? ―Preguntó Milagritos.
― Eso no le importa a uste. Él no me mandó a contestarle preguntas, sino a llevarle su contestación.
― No, lo que pasa es que, si él no estuviera muy ocupado, debería haber venido porque a esto no le vamos a añadir la ceba de los chismes. Pero, de todos modos, dígale que no estamos en capacidad de hacer ese fiado porque la situación está muy dura y ahora no nos está quedando ni conqué comprar el oro para los trabajos de contado que son los que nos sostienen. Entonces, dígale que así no podemos.
―Vea, don Milagritos o don Israel, el que sea, ustedes deberían pensar eso mejor. Mi mayor, pensaba que ustedes le iban a tener otra respuesta. Yo se la digo, de todos modos, pero a él eso no le va gustar.
Salieron los enviados del mayor. Los Paniagua se miraron, sabedores de que le habían echado el primer nudo a la pena de muerte. De eso estaban seguros.
―Aquí no va a haber otra alternativa que perdernos de este pueblo. Vamos a pensarle a esto y mañana lunes empezamos a empacar ―dijo Israel.
Toda la semana la dedicaron a terminar los trabajos pendientes y a organizar y empacar las herramientas más importantes, querían estar prevenidos por si las relaciones con el alcalde no tenían otras alternativas. Empezaron a recoger algunos dineros que les adeudaban.
La semana siguiente transcurrió sin ninguna intervención del alcalde. Solamente fueron más frecuentes los rodeos de la vigilancia de los diez soldados que componían el contingente asignado al pueblo. Los Paniagua, continuaron la labor de llevar hasta el puerto sus elementos de trabajo por si requerían huir del pueblo. Solamente dejaron sin tocar la pequeña vitrina, para no crear sospechas. Todos los días llevaban uno o dos cajones en el coche de Bengalito, primo de ellos, que armó todos los detalles para disuadir las sospechas. La mamá de los Paniagua vivía muy abajo del pueblo, un sector aislado cercano al embarcadero de las Ánimas, ese punto solitario les serviría para hacerse al río el día que decidieran, podría ser de noche, sin dar la más mínima sospecha y, al navegar, asegurados por la oscuridad, esperaban amanecer en el Banco donde buscarían un transporte por el agua que los llevara a alguna parte, así fuera llegar hasta el Cauca e internarse por él para estar más seguros.
A la semana siguiente, el martes, volvieron los que fungían como escoltas del mayor.
―Les manda decir el mayor, que si han pensado algo en el negocio de las argollas. Que él se compromete a pagarlas a los treinta días, que ustedes no tendrán ningún riesgo. Y que no les va a rogar más. ―dijo uno de los escoltas.
―Díganle al mayor que no podemos hacer ese trabajo en esas condiciones. Es un trabajo costoso y la situación no nos deja gastar el oro que compramos de a poquitos, al contado, no tenemos plata para trabajar a crédito.
Los escoltas no esperaron más palabras, salieron disgustados. Los Paniagua comprendieron que esa era la última oportunidad para hablar en paz, de ahí en adelante seguirían los ultrajes y las amenazas.
Salvita Uzcátegui, fue de los primeros en el pueblo en adquirir un bote con motor fuera de borda; hacía su vida viajando a los corregimientos vecinos, moviendo pasajeros y pequeñas cargas. Cuando la llegada del mayor Obaldía y sus soldados, él estaba en el puerto al otro lado del río, allá lo llamaron a que les hiciera el transporte. Los llevó hasta cerca a la alcaldía, y cuando intentó cobrar lo despidieron hasta sin las gracias. A los pocos días, algunos soldados que debían cumplir una diligencia río arriba, lo pillaron cuando se les escondía y tuvo, casi a la fuerza, que llevarlos a su destino y regresarlos. Varias veces, cuando lo sorprendieron, debió prestar servicios, hasta cuando empezó a negarse, entonces lo llamó el mayor-alcalde y le exigió que mientras él estuviera de alcalde debería prestar el servicio, era una obligación.
Salvita Uzcátegui, era amigo, confidente de los Paniagua desde niño. Un día, cuando ellos estaban llevando los cajones al puerto de las Animas, él entró a la joyería a venderles unas alhajas deterioradas, de muy buen oro, y entre los comentarios, les dijo, con mucha reserva que, si no se perdía del pueblo, peligraría su vida, que estaba recogiendo los centavos que pudiera; esperaba reunir lo necesario para viajar en la próxima luna llena hasta el Banco y de ahí continuar navegando hasta la desembocadura del Cauca y por ese río seguir hasta Caucasia. Que le guardaran el secreto. Estaban en la conversación y Milagritos, le pidió permiso a Salvita y se entró a conversar con Israel a la trastienda.
Regresaron los dos hermanos y Milagritos le dijo a Salvita:
― Hombre, Salvita, conversábamos, Israel y yo en la trastienda de algo que también es muy comprometedor y peligroso para nosotros. Nosotros estamos en dificultades con el mayor, ya empiezan sus amenazas que, aunque veladas, son peligrosas. Preparémonos los tres para volarnos de este pueblo, la próxima luna llena nos vamos juntos. Estamos listos para irnos con usted. Piense cuánto nos cobra por el pasaje y por el transporte de los trebejos, ya casi los tenemos listos, si quiere ver cuánta es la carga, pase por la casa de mi mamá, allá puede verla.
― No es necesario ―respondió Salvita―. No es necesario conocer nada, lo único es que podamos navegar sin inconvenientes. Con ustedes me siento seguro. Yo pongo el bote y el motor y llevo otro motor recién reparado, bueno, de repuesto, porque lo pensado es quedarme trabajando en Caucasia, Ustedes pagan la gasolina y la comida de el Banco en adelante ¿les parece?
―Estamos de acuerdo ―dijo uno de los Paniagua.
Según el almanaque, faltaban seis días para que la luna estuviera llena. Apuraron los preparativos, las mujeres de los Paniagua aceptaron quedarse con sus hijos mientras los maridos, los joyeros, definían la ubicación futura de sus hogares. Lo que llevarían de equipaje ya estaba en la casa de la mamá. El día escogido para viajar fue un viernes, cuando el pueblo tenía la mayor venta de cerveza y ron blanco y proliferaban las jaranas. Esos días viernes podían tener los distractores para quienes preguntaran por sus movimientos inusuales.
El día convenido salieron los Paniagua a medio día para la casa de la mamá, caminaron juntos por el pueblo, como lo hacían ordinariamente. En la casa de ella, cuando terminaba la tarde, ya tenían todo protegido con encerados, por si había lluvias durante los trayectos. Todavía no había anochecido del todo cuando llegó Salvita Uzcátegui; hasta llevaba algunas provisiones de bollos de yuca para comer durante la noche mientras llegaban a el Banco.
A las ocho de la noche todo estaba dispuesto, la mamá de los Paniagua preparó una merienda y unos fiambres abundantes. La alegría de ella por verlos abandonar el pueblo, sanos y salvos, superaba a la tristeza. Aborrecía al Mayor porque cuando pasaba por la noche con su jauría a espiar la subida de las piraguas bandoleras, le pedían de malos modos comida regalada.
Salieron a buena hora, soledad total en el río; en la mitad del pueblo debía haber muchos momposinos en plena borrachera. Nadie viajaba esa noche, el vapor que iba para Barranquilla subió temprano. La luna se copiaba sobre el Magdalena y su disco luminoso la presagiaba en todas las curvas que daba el agua con su caudal que, aunque no era abundante, no ofrecía dificultades porque Salvita desde joven era un conocedor superior de ese cauce y lo había frecuentado en todo tiempo durante sus viajes regulares en el trabajo; no obstante, la experiencia adquirida, invocaba que por seguridad la velocidad debería ser lenta.
Llegaron al pueblo de el Banco cuando el padrecito capuchino, oficiante en iglesia de la Valvanera, jalaba la cuerda que movía el badajo de la campana para llamar a la misa de siete; habían escogido este lugar para el primer día de su desarraigo, atraídos solamente por las referencias pasajeras de cualquier paisano que compartió con ellos algunas noches de juergas eventuales tiempo atrás, no tenían otra información. Descansaron toda la mañana en el hospedaje, por la tarde revisaron el bote, lo dejaron listo para la segunda jornada, Al otro día navegaron desde por la mañana; luego, la noche tarda con los asomos de la lluvia provocó el frio, aprovechador de la desprotección de sus vestidos para cebar sobre ellos su inclemencia, así llegaron hasta la segunda estación de su viaje.
Muy tranquilos navegaron hasta Caucasia, emplearon dos días más. Desembarcaron en el puerto con sus menajes; pensaron quedarse en este sitio, atraídos por la cantidad de oro que venía de los pueblos vecinos. Pero, Tarsicio Muñetón, negociante de oro, los sedujo para que fueran hasta su pueblo, donde no había joyeros, donde pagarían bien sus trabajos y donde podían hacer ahorros que les aseguraran un futuro cierto.
Viajaron hasta el pueblo por carreteras balastadas, aparecieron las montañas que se pegaban del firmamento, desconocidas por ellos, junto con las aguas que bajaban empujadas por las pendientes. Toda la geografía entregaba sorpresas contrastantes con las regiones planas de donde provenían.
Don Martín Orrego, el del café el Rialto, que esa noche pernoctaba, vio parados a los dos Paniagua en la puerta del negocio; estaban desarrapados, las camisas por fuera, las manos en los bolsillos, no venían prevenidos contra el frío, cuidaban sus pertenencias que hacía poco bajaron de un camión de transportes Correa; apenas trataban de ubicarse en el punto donde habían llegado, se miraban descontrolados, indefensos; miraban hacia adelante y hacia atrás de la calle. La noche era oscura y llovía un poco. Él, don Martín, conocedor cómo era de la tragedia de los que venían huyendo de los encontrones políticos de ese tiempo, que por las noches había visto muchas veces a los que llegaban al pueblo de los municipios cercanos debatiéndose entre el hambre y las necesidades, salió a hablarles. Cuando les oyó su historia, sensible y grande de corazón como era, no le quedó otra alternativa que brindarles sus servicios, les ofreció guardar el menaje y calmarles el hambre, para eso disponían de una vitrina bien surtida. Ellos tenían algún dinero que les permitiría subsistir por varios meses. Sin dudarlo, caminaron tras él, que les indicó dónde guardar sus corotos. Cuando terminaron, cerró la puerta con candado; luego merendaron suficientemente. Les dio las instrucciones porque él no volvería al café hasta el otro día por la tarde. Les dijo del hotel cercano donde podrían alojarse hasta cuando consiguieran el sitio para su trabajo, hacia allá fueron, estaban cansados, ya casi promediaba la noche, necesitaban dormir.
Los días que sucedieron después de su llegada al pueblo, los emplearon en la búsqueda del local para el taller y para la vivienda. Pasaron dos semanas hasta cuando les fue posible tomar en arrendamiento una casa cercana al parque, en ella podían usar como taller la pieza de adelante que era la sala. Tenía la cocina de las casas viejas y dos alcobas, más un pequeño patio. Rápidamente estuvieron establecidos.
Los Paniagua tenían habilidades para relacionarse, eran simpáticos y mantenían una presentación agradable. Quienes los conocieron no necesitaban hacer más, sino dejar crecer la admiración sentida hacia quien como ellos está ubicado en el mundo con algún ánimo de servicio.
Sin demoras, empezaron la organización del taller con la disposición de la herramienta, las mesas de trabajo, la pequeña fragua para la fundición, la máquina para trefilar. Traían 1200 castellanos de oro que era su capital de trabajo. Iniciaron sus labores con la fabricación de medallas y cadenas de una presentación y calidad impecables, impactante a quienes las veían. Prestaban el servicio de reparación de las alhajas, rápidamente acreditaron el servicio y llegaron a entretener el tiempo con trabajo tan suficiente que, mezclado con la producción, hizo progresar el taller a buen ritmo y en poco tiempo consolidaron su prestigio.
Israel, que amigaba rápidamente, era un gran conversador y estableció vínculos con algunas gentes del pueblo, lo veían por las noches y durante los fines de semana departiendo con sus recién conocidos en tal forma que alrededor de todos fue conformándose un grupo donde conversaban y reían acompañados por la fuerza paliativa de algún trago, todo armonizado con las charlas que surgían espontáneas entre los integrantes de la pequeña bohemia del pueblo.
Todos los asuntos cabían en esas charlas celebradas en sitios arbitrarios, donde cualquiera llegaba y estimulaba la llegada de los otros. La política tenía amigos obsecuentes y respetuosos de los sentires de los plantados en los bandos opuestos. Cada cual desfogaba sus admiraciones por políticos o candidatos a cualquier elección y las sornas inofensivas no producían heridas que reclamaran el restañado. Los deportes tenían sus fanáticos y no faltaban los comentarios sobre los partidos de fútbol o sobre las carreras de ciclismo.
La vida de los dos joyeros transcurría afianzada en el progreso económico que lograban y en el amañamiento en el pueblo que los acogía.
Algunas noches, Israel y sus amigos dispersaban sus conversaciones por los años de las tragedias vividas cuando huían de los perseguidores políticos, y la forma en que sobrevivieron afectados por las dificultades. Otras veces filosofaban con argumentos precarios, y buscaban las razones que rodeaban a las realidades de la existencia; no faltaba el que remataba su perorata con alguna anécdota o con cualquier apunte de humor negro que desviaba la trascendencia del tema.
Una noche de esas, reunidos en el café el Vesubio, impresionados que estaban porque venían del entierro del mono Valencia, que apodaban el Gorila, contertulio constante agrupado con ellos hasta cuando su ataque de apoplejía; hicieron reflexiones personales sobre el fin de la existencia. Algunos espontáneos aportaron sus chácharas inoportunas sobre la vida del Mono y otros asociaron su partida de este mundo con la pobreza que rondaba por la casa de él, con su familia que era de niños todavía.
Hablaban y razonaban sobre la lucha grande impuesta por la vida a quien asumía responsabilidades, y del gran misterio contenido por la inminencia de la muerte que los tenía a todos entre los nominados inesquivables. Cada uno de esos contertulios, accidentales algunos, tuvo oportunidad para el desparrame de sus sentimientos y desahogó los criterios embuchados que, por lo amargo del tema, había esquivado durante toda su existencia. Lo más sorprendente fue lo que oyeron en la intervención de Israel
―Oigan muchachos, les puedo asegurar que, si a mí la muerte me coge pobre, no tendré tristeza al desprenderme de mi vida, me podrán ver con la cara llena de la simpatía, como cuando me rio, como cuando cuento los chistes, como con la cara de satisfacción del que nada ha perdido, creo que me iría feliz. Pero, no se diga si me tengo que ir, viviendo en medio de mucho dinero conseguido con mi trabajo durante los años, les seguro que me iré muy triste, hasta le diría a mi Dios, con todo respeto, que me voy de mala gana.
Todos los tertuliantes, estimulados por unas copas de más, surtidas del anisado, hablaron hasta cuando las palabras requerían de las artes adivinatorias para comprenderlas. Algunos departieron superando el sobrecogimiento de lo que decían por medio de risitas nerviosas, así esquivaron la hartura del tema por lo trascendental. Otros, refugiados en el silencio, parecían recordar que esa cosa de la muerte era en serio. No faltaron los que le dieron al momento una significación mínima al traer interpelaciones saboteadoras, parecía que nada los impresionara o que los impresionara tanto que pretendían evadirse por los atajos de los chistes flojos. De aquella noche pudieron quedar recuerdos intrascendentes que se ahogaron cuando pasó el tiempo imparable. Y, al encontrarse en los círculos sucesivos, siempre eventuales, cuando por descuido se acercaban al tema, ipso facto resultaba alguno que inducía a que le sacaran el cuerpo a la cuestión.
La ritualidad de los encuentros que, aunque desobedientes a fechas u horarios, fueron rutinarios, siempre estuvo liberada de normas, protocolos o cuestiones prefijados, surtía para cada uno de los participantes como una especie de efecto sedante, escaso en la vida monótona del pueblo. Algunas veces, entregados a rendir honores al dios Baco, soltaban las amarras de la prudencia o trinaban las intervenciones con elocuencia mayor y hasta regresaban a sus pasados para volver con las nostalgias pegadas a sus habladurías. Así fue el transcurrir de sus casualidades, esas frioleras también cumplían la función de ayudar a amortiguar las complicaciones de la vida.
Pero después, por ahí después de algún tiempo, impreciso el dato por lo aparentemente trivial de la cuestión desde cuando los comentarios sobre el asunto de la muerte, fue el día en que Israel, coprotagonista de aquella charla, se envenenó por causas que nadie supo; ahí si resultó imposible para todos evadirse de la cuestión o minimizar su trascendencia. Aquella noche, Israel estuvo ausente de la tertulia, lo reclamaron porque era de los participantes más aplicados. Los de la casa lo vieron sentado en la mesa de trabajo. A las horas primeras del día, su mujer que ya dormía, se asustó por algún ruido en la parte de delantera de la casa, despertó y por cierta corazonada sospechó el asunto al sentir la quebrazón de un frasco de vidrio. Fue hasta la pieza que hacía de taller y encontró a Israel en silencio, sumido en los estremecimientos finales. El frasco con los ácidos para amalgamar estaba muy mermado; las bolsitas de papel con las alhajas reparadas tenían los nombres y los precios de los trabajos, todo perfectamente empacado; había empezado a escribir una boleta (donde podían haber quedado las razones para su decisión), sobre el papel tenía la mano con el lápiz, su cabeza ya descansaba sobre la mesa; solamente había escritas las palabras: «a todos los…»
Con la noticia que corrió ufana por el pueblo, fue grande la sorpresa que acometió al contorno de cada uno de los que departían la vieja tarde aquella del encuentro cuando hablaron de la muerte. El médico legista, que también pertenecía a la cuerda de amigos que conversaban aquel día, instigó a algunos de los mismos a presenciar la necropsia en calidad de testigos.
El médico descorrió con prudencia la sábana que cubría a Israel (que tampoco lo había visto muerto), la dobló sobre la región púbica. Los convocados al anfiteatro, situados a los lados de la mesa, ―el médico mirándolos a todos―, todos silenciosos reverentemente, vieron con sorpresa que la cara del difunto rebosaba de alegría, los ojos semiabiertos transmitían una especie de regocijo, como si hubiera alcanzado algún logro desconocido.
Al remirar sus facciones, el difunto expresaba, sin dudas, lo que había dicho: su cara parecía gozosa. Mirándose entre todos, recordaron las palabras de Israel durante la tertulia de aquella tarde vieja.
Javier Gil Bolívar. Febrero 27 y 2022