ERNEST HEMINGWAY
Reseña
Ernest Hemingway retornó a París –– provenía de Toronto––, en 1924. De ese regreso habla en su novela de no ficción, Las Verdes Colinas de África, publicada en 1935, siendo ya un gran escritor: “Habíamos alquilado los altos de un pabellón en la rue Notre Dame des Champs, en un patio con un aserradero (y el gemido repentino de la sierra, el olor del aserrín y una loca que vivía en la planta baja) y ese año lleno de preocupaciones de dinero, todos mis cuentos devueltos por el correo que llegaba a través de una endija en la puerta del aserradero, con cartas de rechazo, en donde no los llamaban cuentos sino anécdotas, bocetos, cuentitos. No los querían y vivíamos de puerros y bebíamos vino de Cahors y agua”.
Los cuentos: “Mi Viejo”, “Allá en Michigan” y “Fuera de Temporada”, fueron publicados por primera vez en el libro Tres Historias y Diez Poemas, impreso en Paris, en 1923, con un tiraje de trescientos ejemplares. Hemingway consideraba este libro como el verdadero comienzo de su actividad de escritor. “Mi Viejo” y “Allá en Michigan”, se salvaron del robo que le hicieron a su esposa Hadley Richardson, de la maleta con los manuscritos de su obra, en la estación ferroviaria de Lyon.
La obra de Hemingway tiene muchas alusiones a las carreras de caballos, a las corridas de toros, a las peleas de boxeo, a las guerras, a las competencias ciclísticas, a la cacería, a la pesca, de todas esas actividades bélicas, lúdicas, artísticas o deportivas –– o como se llamen––, en las cuales fue participante muy activo, se nutrió su obra.
El cuento “Mi Viejo” está concebido o inspirado en el ambiente de las carreras de caballos. Hemingway da prueba de su afición a la hípica, con los jinetes y el mundo de marrullerías, en su obra póstuma, París era una Fiesta –– publicada en1964––: “Aquel día, pues, cuando concluí mi trabajo, nos fuimos a las carreras. Teníamos algún dinero, recién recibido del periódico de Toronto que me empleaba, y queríamos apostar si se presentaba la ocasión de una apuesta arriesgada por un caballo no favorito”.
Este es un aparte del párrafo inicial del cuento:
“Supongo que, visto ahora, mi viejo tenía propensión a engordar, a ser uno de esos hombrecillos gordezuelos que se ven por ahí habitualmente, excepto un poco al final, y no fue culpa suya, entonces solo se dedicaba a las carreras de obstáculos, y podía permitirse cargar con más peso”.
Hemingway utiliza en Mi Viejo el tiempo pasado, con un tratamiento en primera persona, que prevalece en todo el texto, en el cual el hijo, Joe, habla de su padre. Al comienzo le da un buen espacio a esa preocupación diaria de los jinetes por mantener su peso. Todos los días deben enfrentarse a la báscula, y para estar en forma, es necesaria su dependencia de los ejercicios y de las dietas constantes.
La primera acción de este cuento se realiza en San Siro, localidad cercana a Milán, en Italia. El viejo ya es viudo, llegan de Kentucky; él es jinete profesional de carreras de caballos.
Joe acompañaba a su viejo en los ejercicios diarios: daban vueltas por las zonas interiores de la pista y salían de San Siro por las carreteras en dirección a las montañas. Se detenían, y el viejo saltaba a la cuerda con tal agilidad que Joe sentía orgullo de su papá viéndolo hacer todo tipo de filigranas, lo hacía tan bien que hasta los italianos detenían sus carros de bueyes para observarlo.
“Te aseguro que se pasa un infierno intentando mantener el peso ––decía, y se reclinaba y cerraba los ojos y respiraba larga y profundamente––. No es como cuando eres un chaval. ––Luego se ponía en pie y antes de comenzar a enfriarse íbamos corriendo de vuelta a los establos. Así era como lograba mantener el peso. Siempre estaba preocupado”.
En este cuento de Hemingway, como en casi todas sus obras, es admirable la forma, aparentemente fácil, como resuelve el problema de las descripciones, emplea una cantidad mesurada de palabras, y con la aplicación precisa de ellas, le agrega emoción a lo que narra. Oigan como habla de los caballos, por boca de Joe, el hijo del viejo, en el momento próximo a la partida de una carrera “A mí también me volvían loco los caballos, tienen un no sé qué, cuando salen y cruzan la pista hasta el poste de salida. Caminan casi como si bailaran, vigorosos, y el jinete los controla con firmeza y quizá afloja un poco y los deja correr unos metros. Y una vez estaban en la barrera aquello ya era demasiado. Sobre todo, en San Siro con esa gran área interior verde y las montañas a lo lejos y el grueso juez de salida italiano con su gran fusta y los jinetes acariciando a los caballos, y entonces la barrera se levantaba de golpe y sonaba la campana y todos salían al unísono y la columna comenzaba a deshacerse”. Este espectáculo puede ser como uno lo ha visto, pero es difícil describirlo en esa forma.
El viejo, ganó el premio Commercio en la yegua Lantoria, “a la que hizo salir disparada los cien últimos metros como un corcho expulsado de una botella”.
Después de ganar ese premio, padre e hijo abandonan Italia por un incidente del viejo con dos personajes del mundo de la hípica, ocurrido en una mesa de la Galleria, ese fantástico centro comercial de Milán, situado entre la catedral y el teatro de la Scala. Por la alusión a ese sitio, varias veces en el cuento, parece que a Hemingway también lo seducía el encanto de ese lugar. La eventualidad, sucedió porque “querían convencer a mi viejo de que hiciera algo”.
Llegaron a Francia, a la estación de Lyon, y Joe, el muchacho, hace comparaciones entre Milán y París, sintiendo predilección por la ciudad italiana. Después llegó a gustarle la capital francesa por ser la ciudad que tenía los mejores hipódromos del mundo. No conoció bien la ciudad: “pero desde luego parece raro que una gran ciudad como París no tuviera una Galleria”.
Fueron a vivir a Maisons – Laffite, en la pensión de la señora Meyers y al poco tiempo el muchacho dice que es casi el lugar más fantástico para vivir que ha visto en su vida.
El viejo pasaba mucho tiempo en el café de París de Maisons, con un grupo de amigos que había conocido cuando montaba en Francia antes de la guerra. El trabajo de los jinetes termina a las nueve de la mañana, después de sacar a galopar los caballos. Cuando un jinete no está trabajando pasa dos o tres horas con sus amigos “y hablan y cuentan historias y juegan al billar y es como una especie de club o como la Galleria de Milán. Solo que no es como en la Galleria porque allí continuamente pasa gente y están las mesas siempre ocupadas”.
El viejo obtuvo la licencia para correr en Francia, pero solo lo hizo un par de veces, no conseguía ningún contrato. Cuando el muchacho se encontraba con él siempre estaba bebiendo con alguien. Regularmente cogían el carro e iban donde hubiera carreras.
Recuerda el muchacho que una vez en Saint Cloud, en una carrera de siete participantes con doscientos mil francos de premio, lo entusiasmó la figura de un caballo llamado Kzar. Habla de su estampa y de su comportamiento en la pista. “Lo paseaban por el cercado de entrenamiento y cuando me pasó por el lado me sentí como vacío por dentro al verlo tan hermoso. Nunca hubo un caballo de carreras tan maravilloso, tan enjuto, tan hecho para correr”. El viejo se acercó al jinete, George Gardner, amigo suyo, que lo iba a montar en esa carrera, y le pidió que le soplara el ganador. Él le dijo: Kircubbin, que no era el de mayor opción. Apuesta cinco mil francos a este caballo.
Hay una descripción muy amena de esta carrera, donde el muchacho no deja su admiración por Kzar, sólo se consuela viéndolo perder, al saber que tenían el ganador. Y aparecen las picardías de las apuestas:
“–– ¿No ha sido una buena carrera, papá? ––le dije.
Me miró con un aire divertido con su bombín echado para atrás.
––George Gardner es un jinete fenomenal, desde luego ––dijo––. Porque hay que ser un jinete fenomenal para impedir que gane Kzar”.
El viejo tenía un montón de dinero después de esta carrera. Iban con más frecuencia a París y permanecían buen tiempo en el café de la Paix, sitio por donde pasaba mucha gente. “A mí me encantaba estar sentado allí con mi viejo”. Era la calle de los vendedores de toda clase de baratijas; por ahí pasaba toda la gente rara. Fue la época en que no corría, no había bebido tanto whisky como en esos días, decía que le ayudaba a mantener el peso. Hablaba con el muchacho de cualquier cosa, de todas las carreras que había hecho antes de que muriera su madre, de la guerra cuando las carreras eran sin premio. “Caramba, podía pasarme horas escuchando a mi viejo, sobre todo cuando se había tomado un par de copas”.
El viejo compró en Auteuil un caballo por treinta mil francos, era ganador de una carrera de obstáculos, de esas donde rematan los animales. El muchacho se sentía orgulloso de que su padre fuera propietario. Dejaron de ir a París, volvió a correr y a sudar otra vez.
“Nuestro caballo se llamaba Gilford, era de raza irlandesa y sabía saltar bien y con estilo. Parecía tan buen caballo como Kzar. Era un buen saltador, sólido, un bayo muy veloz en el llano si le pedías que lo fuera. Caramba, qué orgulloso estaba de él”.
La primera vez que corrió con el viejo encima, era una carrera de obstáculos de dos mil quinientos metros, llegó tercero. Al viejo y al muchacho les volvió el entusiasmo por las carreras, aunque el viejo no lo demostrara. “Cuando montas tu propio caballo todo es completamente distinto”.
“La segunda vez que Gilford y mi viejo corrieron, era un domingo lluvioso, en Auteuil, en el Prix du Marat, una carrera de obstáculos de cuatro mil quinientos metros”. Cuando iban a dar la partida, el muchacho subió a las tribunas a estrenar los prismáticos que le había regalado el papá. Hubo algún problema en la barrera, pero el viejo estaba sentado sobre Gilford, consintiéndolo. Salieron, ya estaban cerradas las taquillas de las apuestas. El muchacho estaba emocionado, hasta le daba miedo mirar, pero cuando logró ver al viejo ocupaba el tercer lugar. Se perdieron otra vez de vista, luego se acercaron con el resonar de los cascos, era un grupo parejo, corrían maravillosamente.
Al saltar el doble seto alguien se cayó, no pudo ver quién era, al momento el caballo galopaba suelto y los competidores restantes iban sobre la recta. Saltaron la tapia de piedra y recorrieron apretados la otra recta que quedaba a la derecha de la tribuna. Cuando pasaron, el viejo lideraba el grupo por un cuerpo de ventaja.
Iban juntos cuando saltaron el gran seto de la ría, luego hubo una colisión. Dos de los caballos salieron del obstáculo de lado. No aparecía el viejo por ninguna parte. Un caballo que estaba arrodillado se levantó y el jinete lo montó tratando de llegar tercero. “El otro caballo se había levantado, solo, sacudía la cabeza y galopaba con la rienda colgando, y el jinete se fue trastabillando a un lado de la pista hasta quedar apoyado contra la cerca. A continuación, Gilford rodó a un lado hasta apartarse de mi padre, se puso en pie y echó a correr sobre tres patas, con la delantera izquierda inerte, y ahí estaba mi padre, echado sobre la hierba boca arriba y con un lado de la cabeza, cubierto de sangre”.
Joe bajó corriendo de la tribuna, había mucha gente, un policía lo agarró en el momento en que entraban los camilleros a recoger a su padre, “al otro lado de la pista vi tres caballos, ahora ya uno tras otro, saliendo de los árboles y sorteando el obstáculo”.
Cuando trajeron al viejo, ya estaba muerto. Mientras el médico lo examinaba se oyó un disparo en la pista que indicaba que habían sacrificado a Gilford. “Me derrumbé junto a mi viejo cuando entraron la camilla en la habitación del hospital y me agarré a la camilla y lloré y lloré, y se le veía tan blanco y ausente y tan terriblemente muerto y no pude evitar pensar que si mi viejo había muerto quizá no hubiera hecho falta sacrificar a Gilford. Quizá se le hubiera curado la pata. No lo sé. Yo quería muchísimo a mi viejo”.
El jinete George Gardner entró y se sentó al lado del muchacho, lo rodeó con sus brazos y lo consolaba; salieron a la verja, Joe, no dejaba de llorar. “Dos tipos se detuvieron cerca a nosotros y uno de ellos contaba unos fajos de boletos de apuestas y dijo:
––Bueno, Butler ya ha tenido lo suyo.
El otro dijo:
––Me importa un pito lo que le haya pasado, al muy ladrón. Lo tenía bien merecido por los tejemanejes que se traía.
––Ya lo puedes decir ––dijo el otro, y rompió en dos el fajo de boletos”.
Butler, el apellido del viejo, solo es mencionado en esta última parte del cuento, su nombre no aparece en el transcurso del relato.
JAVIER GIL BOLÍVAR. Junio 22 y 2024.